Las navidades pasadas fui a Viena y a Salzburgo con
Turis-música. Creo que el grupo esperaba de mí, que me comportara como un
competente turista musical, o sea que me pusiera el smoking con faja colorada para
asistir a la Ópera del Pueblo y dijera mmm... mientras probaba la genuina tarta
sacher en el hotel Sacher. Pero en ese caso yo, ya no sería yo, quizás un tipo
más idiota, quizás menos. Mi vicio particular consiste en que yo solo voy a los
sitios donde vivieron escritores famosos y una vez allí me dedico a rastrear
como un sabueso, hasta que encuentro a sus personajes.
No bien llegué a Viena me dispuse a encarnar la vida
de Stefan Zweig, aprovechando un hecho nada casual del que me dispongo a dar
cuenta. El hotel, con sus columnas iluminadas a contraluz en tonos tostados y
naranjas, es una proclamación de ese tono de discreta elegancia del que aquí se
pretende hacer una marca. La directora se unió a la recepción en el café; con
su traje de ópera negro me hizo pensar que ella sí era la belleza rubia, no
Marilyn. Me dijo sí, que era cierto, que ese
había nacido en la casa donde estábamos. Pero en un tono tan bajo y mezclando
tantos retazos de otra conversación, que no tuve ánimo de insistir. “Hay que
ver que preguntas hace, Frau”, le respondí cuando me preguntó que a qué ópera
pensaba a ir. No se daba cuenta que yo era Stefan y había otras cosas que me
preocupaban más. Por ejemplo que, tal como escribí en El mundo de ayer, “un café Vienes de categoría pone a disposición
del público todas las revistas literarias importantes del mundo”. Y aquí no
había ninguna, salvo que las revistas se llamen Mozart, Mozart, Mozart y...
W.A. Mozart. Salí a la calle para tomar la nieve porque me ardía la cara. Me
fijé que un hombre rondaba por allí, me llamó la atención su enorme frente y la
nariz rematada en una especie de bola. Me miraba con nostalgia, como si deseara
hablar conmigo pero no pudiera.
Salzburgo, el burgo de la sal. Me alojo a dos casas de
la puerta de la colina de Capucinerberg. En ese parque está la casa de Zweig,
la que sale mil veces en sus memorias. Entreguerras era un lugar de
peregrinación de escritores y tipos como yo, mejor aún que Yasnaia Polaina, la
casa de Tolstoi en la estepa. El cicerone me ofrece la visita a la casa de
Mozart, de la madre de Mozart, del tío de Mozart... Pero la pregunta que le
hago, le hace torcer el gesto de una forma, en verdad, molesta. ¿No quiere ver
el cementerio?
Salgo a pasear, un tanto frustrado. El mercado de
Adviento es un derroche de nívea blancura, camaradería, vino caliente y
belleza. Yo entro en una librería, justo al lado del arco de entrada a
Capucinerberg. Algo escondido, encuentro el libro:
“Al principio pensábamos que eran una manta de
gamberros –dice Zweig en El mundo de ayer-.
Un día el profesor Strauss con el que colaboraba en el libreto de una Ópera, se
desvió de mí por la calle. Me telefoneó de inmediato; sus sentimientos hacia mí
seguían como siempre o incluso mejor que siempre. Pero dada su posición social,
no debía ser visto andando por la calle con un judío. Seríamos amigos
domésticos, en nuestras casas”.
Pregunto a la librera cual es el número de la casa de
Zweig.
Silencio. Mirada extraviada. Cojo del anaquel un caro
volumen con láminas de músicos famosos y hago gesto de ir a pagar.
-Number two –susurra en un tono tan neutro que bien
pudiera estar diciéndome el número de serie del libro o cualquier otra cosa.
Subí Capucinerberg. El hombre que vi en Viena, venía
tras de mí por aquellos escalones helados, entre la nieve. “Bah, otro admirador
de Stefan”, me dije. Al ver mi gesto huraño, desapareció entre aquel acuoso
sudario.
La casa es un antiguo pabellón de caza. El lugar es de
una belleza tan intensa que hace daño en el corazón, una belleza que mete
miedo. Salzburgo a los pies, un lujo barroco, mil veces más hermoso que
Venecia. Si miras al cielo, verás los albos muros que hoy sabes siniestros de Berchtesgaden. Allí se alumbró la solución
final. Familias enteras, hasta diez millones de personas, desfilaron de la mano
hacia la cámara de gas. La niebla, como una gasa o un sudario se tragó un
mundo, el mundo: casas, universidades, libros, honores, fiestas, estadios de
fútbol, vestidos, trabajos, pensamientos y afanes. Nacht und Nebel, (noche y
niebla), así se llamó al decreto que ordenó el fin del mundo. La niebla se lo
tragó todo, nadie habla de ello. Stefan consiguió huir para luego, suicidarse
en Brasil. La guerra volvía las tornas pero ¿a dónde regresar? El Apocalipsis
se había producido y ya no tenía vuelta atrás. ¿He dicho que Zweig era judío?
No, no era nada; eso sería genealogía. Era un hombre laico, progresista que
consideraba la religión algo anticuado y jamás en su vida había pisado un
templo.
Tuve la humorada de subir a almorzar a Berchtesgaden,
(el nido del águila), el lujoso chalet fin de semana de Hitler. Ahora es un
hotel llamado “Hotel”, un sitio mágico entre el sueño y la realidad.
Espectaculares rubias vestidas de campesinas, sirven vino caliente y regalos de
navidad. Elton Jhon y su novio se relajan en la termas de cantos rodados, entre
la nieve. Un trineo tirado por seis
caballos blancos traslada a los huéspedes de un sitio a otro. En la piscina del
hotel, nadan tres tiburones blancos. Una camarera llamada Gertrude, al ver que
voy a preguntarle algo, pone en su rostro una sonrisa virginal.
-¿Cómo se llamaba este lugar hace cincuenta años?
–disparo.
Quiero que entendáis que yo era Zweig y que mi alma no
estaba en un estado normal. Aquí, justo aquí se había incubado hace sesenta
años el huevo de la serpiente. Escruté la mirada de Gertrude, su perplejo
silencio cómplice. Creedme, su bello rostro se descompuso rápidamente, como un
cadáver.
Mi auto-regalo de navidad es el mismo libro de láminas
que había ojeado en la librería. Abro al azar y aparece el retrato del hombre
de Capucinerberg. Y lo más curioso es que dice que se llama Richard Strauss, el
autor de la Sinfonía alpina muerto en 1949. “Cuestionado por
su adhesión al partido nazi –leo-, excusó su responsabilidad en el hecho de
que, la pertenencia al partido, era en esencia obligatoria para todo ciudadano
alemán”.
Las próximas vacaciones, creo que iré a Lisboa. Es
mucho más fácil hacer de Pessoa.
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