Aterrizar
en África central por primera vez no implica un descubrimiento, implica una
violación. Puedes venir en el mismo plan que a Cancún o Tailandia y
Jacques te dará en las siguientes líneas unos consejos para conseguirlo, pero
hay que estar muy en el Limbo. Por otra parte, como la mayoría de la gente. No
es que todas esas historias de genocidios te vayan a afectar como turista, los
leones y las piñas coladas funcionan normalmente. Pero si eres de los que te
gusta husmear y saber el suelo que pisas, debes estar preparado. Ojo, no estoy
diciendo que no vayas. A lo mejor, vale la pena el viaje. La mayoría de los
trending topic turísticos son tan falsos y repetitivos que no merecen la
visita, y el Masai Mara si la merece.
Jacques
va a ser ahora tan pesado como esa mamá que no te deja salir a la calle hasta
que te has puesto las botas, el abrigo y la bufanda. Dos consejos –no pedidos-
más. Uno es que te vengas delgado/a, después de haber hecho régimen y
ejercicio. Sabrás porqué. Otro, no te fíes de amigos que hayan venido hace
cinco o diez años. La situación se ha degradado últimamente en el Este de
África y la mejor información está en la página del Ministerio de Asuntos
Exteriores.
Vale.
Supongo que a estas alturas estás harto de que Jacques se presente como una
mamita: basta de consejos. Entendido. Ya estoy volando y la azafata ofrece una
bebida a los pasajeros.
El
viaje Galicia-Madrid-Amsterdam-Nairobi es un palizón. Si lo haces, sugiérele a
tu agencia que te saque un billete Santiago-Nairobi vía Londres, puesto que hoy
Iberia es lo mismo que British Airways. Que no sea rutinarios y se limiten a
telefonear a la agencia de Madrid: los gallegos si nos pinchan, también
sangramos. Tras un día volando (o tirados en aeropuertos) el 14 de agosto
amanecemos en Nairobi; los dos más viejos del grupo un tanto amarillentos; los
tres más jóvenes con ojos que progresivamente se les van poniendo como platos.
Esto es Marte o Antiterra.
El
guía se llama Charles y habla español estilo Pretty Woman. “¿Cuántos habitantes
tiene Kenia, Charles?”. “Ah, ah, ah, cuantos habitantes tiene Kenia, sí, sí, sí”.
De ese estilo. Como habíamos sido previamente informados de que era el mejor
hispanista de Kenia, decidimos no ofenderle hablándole en inglés. Esa va a ser
la causa de que quizá las informaciones que siguen te parecerán algo
peculiares, pues he decidido no confirmarlas en Wilkipedia para no perder
espontaneidad.
La
primera parte será por carretera hasta el parque del lago Nakuru, donde
pararemos en primer lugar, para pasar luego al archifamoso parque del
Masai-Mara. Esta, la de la carretera, es una importante decisión. Si vienes
aquí en el mismo plan que si fueras de vacaciones a Bali o de crucero por el
Egeo, debes evitar la carretera a toda costa y tomar una avioneta en Nairobi
que te dejará directamente el Masai-Mara. ¿Qué porqué? Espera y verás.
La
carretera, una corredoira con tráfico de La Castellana, te sumerge al instante
en un maremagnum de agitación, luz, calor, bullicio, olores… En los bidonvilles
de las afueras de Nairobi miríadas de personas caminan en uno u otro sentido
hasta donde la vista alcanza. Entre choza y choza, surtido de iglesias para
todos los gustos: “Jesús is Lord”; “Gospel revival centre”; “Cristian outfreach
ministries”; “Jesús is God all the time”, etc.
El
tráfico merece estudio aparte. Existen pocas carreteras y en ellas el tráfico
es suicida, dicho sea sin exageración. Por sistema se adelanta aun cuando venga
un camión de frente, sin tiempo para pasar. En el último segundo uno de los
contendientes pierde los nervios y se aparta por la pradera. El accidente-tipo,
observable cada varios kilómetros, es el choque frontal campestre, cuando se
apartan ambos y chocan fuera de la vía. Lamento mucho contar esto porque puede
causar pena a las familias de los tres españoles que acaban de perder la vida
hace unos días, pero es lo que he visto. Repito, si solo te interesan los
leones, recurre a la avioneta, no circules.
Claro que te perderás lo que se ve por la ventanilla: un “lavado de
coches” es una bañera encima de cuatro palos; un snack, tres mazorcas en la
mano; un hospital o un hotel es lo que aquí diríamos una caseta de obra sucia
de cemento. A las puertas, docenas de esqueletos vivientes esperan remedio para
el Sida. Pobreza digna, que no acepta serlo, mujeres altas y delgadas de rasgos
misteriosos vestidas de colores vivos, niños con pulcros uniformes escolares;
otros harapientos, ociosos o arrastrando enormes bidones de agua. Matatus, o
sea furgonetas tipo la Wolskswagen hipy, donde viaja una prodigiosa cantidad de
personas. Enormes rebaños de vacuno. Mezclados con el ganado vemos babuinos,
cebras, buitres, un escribano y un perrillo de las praderas. “Charles ¿las
cebras se comen?” “Ah, las cebras se comen, sí, sí, sí”. Paramos en un bar con
aseos higiénicos; solo vemos blancos; luego en una gasolinera; solo hay coches
con blancos; mas adelante cenaremos en el restaurante de los blancos. Así
caemos en otra característica del país: los paliduchos somos una especie de
ganado. De oro quizás, pero ganado. Nunca nos mezclamos con los negros –“interactuamos,
como se dice ahora”-. Si quieres salir de compras “huy no, es peligroso”; si
insistes y tienes mucho empeño “pues llévate un par de escoltas”. Claro,
renuncias, salvo que seas el Rey y estés acostumbrado. Tal vez sea necesario:
dos chicas españolas permanecen aun secuestradas y, en una reciente
discrepancia política, el Presidente o el Vice, no recuerdo cual, se cargó a
mil de sus oponentes. Todo esto deprime un poco al verdadero curioso. La única
interactuación es con los niños que sistemáticamente saludan nuestro 4x4 con la
esperanza de propina.
Charles
detiene el vehículo en un balcón natural donde existe un aparcamiento y
proclama: “El Rift”. Sin más. Se supone que somos blancos y que solo nos
interesan los leones. Pues mira tú, el Rift es mucho más apasionante que Simba
y compañía. Se trata de una gran herida geológica que a partir de la base del
cuerno de África atraviesa el continente y lo está partiendo en dos. A través
de la fractura, por la que el mar se cuela, se manifiestan las entrañas de la
tierra como en ningún otro lugar del mundo. Lagos espectaculares, unos de lava
hirviente, otros de sulfuro y bacterias donde pastan los flamencos rosas, otros
rodeados de geyseres, el fabuloso Victoria con sus cataratas… Naiguasa, Elementaita,
Nakuru… (los nombres de lagos están tomados de Charles, sin wilkipediarlos,
como he prometido). El lago Turkana, donde se encontró el primer vestigio de la
raza humana. Un increíble espectáculo natural, pero es un principio
universalmente admitido que a un blanco, salvo que sea un degenerado, lo único
que le interesa son los leones. Si no hay Casera, nos vamos.
A
la llegada al Mbweha Camp (el hotel) aceleramos para conseguir un bonito efecto
de cebras meneando sus enormes culos rayados y saltos acrobáticos de gacelas de
Thompson. Los babuinos no interrumpen su desayuno a las “finas hierbas”, nada
impresionados por nuestro Carlos Sainz. Somos alojados en una especie de chozas
en plena selva, pero no hay que preocuparse: tienen baño, servicio de
habitaciones, secador de pelo y todo eso. Para meter un poco de miedo te dicen
que circules por los senderos vigilados y acompañado de un guardia armado pero
por experiencia propia, lo único que te puede pasar es un amago de embestida
por un cerdo verrugoso (facóquero). Eso sí, existen múltiples animalitos de
garra y pezuña que por la noche vienen a rascar y hozar en tu puerta. No me
aguanto la curiosidad y abro la mosquitera: mi linterna alumbra un dik-dik o
sea, una especie de ciervo de juguete, provocándonos un mutuo susto. Añadir que
este hotel tiene la desagradable costumbre de cortar la luz por la noche,
dejándote unas linternas chinas que exigen girar constantemente una manivela.
Si vienes, trae la tuya con unas pilas nuevas. Antes de dormir tienes que
rebozarte en crema anti-mosquitos, rociarlo todo con el insecticida tamaño
“magnum” que te facilitan y cerrar la mosquitera. Los hay del tamaño de
centollas, palabra; yo también creía que el mosquito con patas de conejo la
había inventado Walt Disney hasta que lo tuve a un palmo de mi cara. Trasmiten
la fiebre amarilla, la malaria, enfermedad del sueño, el dengue, etc, por lo
que es aconsejable venir vacunado “a todo riesgo”. Añadiré que las Embajadas
dicen con delicioso eufemismo que “el viajero no espere encontrar aquí las
condiciones sanitarias y asistenciales que existen en su país”. O sea que antes
de venir tienes que concertar un seguro que te cubra una avioneta medicalizada.
Hace un frío de pelotas: agosto es invierno y ocho grados con humedad es lo
mismo que febrero en Pontevedra. Al atardecer, llueve siempre.
Día
15, no sé cual de la semana pues estoy algo desubicado. Toca safari en el lago
Nakuru, famoso por la manta de flamencos rosas que lo suele cubrir. Digo
“suele” porque ha jarreado agua toda la noche y ese no será un detalle de
importancia menor. De momento el 4x4 de Charles nos parece tan seguro… como el
Titanic debió parecerle a sus pasajeros en el puerto. Sí, lo digo con segundas,
Jacques siempre habla con segundas. Vadeando grandes charcos, entramos en el
parque: cebras por babor, búfalos por estribor. Naturalmente Charles nos dice
que tranquilos, que ya aparecerán los leones. Jirafas que comen hojas de acacia
aderezadas con unas espinas como puñales. Tienen tres cuernos, a diferencia de
las jirafas Masai, que solo tienen dos. La pradera está atestada de cornúpetas
hasta la línea del horizonte: gacela de Thompson, gacela de Grant, antílope,
eleán, cabra de agua, búfalo… Charles pide perdón por todo este tiempo perdido
sin avistar un solo león.
Aprovecharé para explica
el sistema del safari. Consiste en que recorres los parques a bordo de un todo
terreno con el techo abierto, a través del cual miras y tomas fotos; si le caes
bien al guía te puede dejar a un palmo del culo de un elefante o hacerte sentir
el sabor acre de la sangre del ternero que acaba de matar una leona. Los bichos
no se inmutan; creo que consideran el tráfico turístico como los futbolistas a
los palos de la portería: objetos inanimados.
Unos cuantos rinocerontes “blancos” junto al lago: son grises, al igual
que los “negros” que veremos en Masai Mara. Chacales, dingos, mangostas y sobre
todo babuinos: laderas enteras cubiertas de ellos pastando o despiojándose. Es
prodigiosa la cantidad de vida que cabe aquí: verlo para creerlo. Un acelerón
nos pone el desayuno en la boca: se
trata de que no se nos escape una leona durmiendo la siesta. Pues no tenía la
menor intención; durante los minutos que permanecimos en su adoración no movió un pelo del bigote. Me hubiera
gustado tirarle una chinita para que interactuara, estilo “Frank de la Jungla”,
pero venía un coche de suizos y estos tíos son muy picajosos. Otra carrerita y
otra leona, tan vaga como la anterior. Hasta que por fin ¡un auténtico
espectáculo!: la caza del león-león, o sea de un macho melenado. Los Rangers
intentan clavarle un dardo para dormirlo; como esta medio subido a un árbol, se
da una buena costalada. Aplausos, ya que todos los jeeps han corrido aquí pero
¡conste que hemos sido los primeros! Lo cargan en un camión y se acaba el
espectáculo. Supongo que ahora le harán una ortodoncia. Jacques no se reiría
tanto si supiese que ÉL iba a ser el protagonista del siguiente show.
Pues
nada, un charco de apariencia anodina encubría un pozo en el que nuestro auto
naufraga. Piedras, troncos, acelerones… nada. Imposible salir. Barro hasta en
el alma. Todo lo que hasta ahora había sido rigor, se convierte en tolerancia:
el guía se larga a pie, dejándonos solos. Curiosamente los Rangers no usan
teléfono, ni GPS, ni SMS, ni twiter ni nada: se comunican de viva voz unos a
otros cuando se ven. “Jerry, hay cinco leonas tras aquella acacia. Anda, lleva tus
blancos a que se aterroricen”.
Al fin solos. Pues nada, salimos todos a
estirar las piernas o a hacer aguas. Estamos sumergidos en barro, hundidos
entre paredes vegetales y ¡claro!, enseguida empiezan los ruiditos. Que digo
¡los rugiditos! Un rayo de esperanza: aparece un autóctono con su utilitario.
Sigue el sistema de coger carrerilla y lanzarse contra el charco. Consigue
superarlo, eso sí, con medio coche colgante. De nuestras súplicas de auxilio
nada. Solos de nuevo. De nuevo cruje la maleza. ¡Ay Dios! El bicho es un
babuino muy serio que se sienta a escasos metros de nosotros y procede a
deleitarse con una concienzuda masturbación. Tras habernos enseñado el
procedimiento, hace mutis. En ese momento llega Charles con unos franceses que
ha pescado. Nos dan remolque y nos quitan del barrizal. Vive la France.
Picnic
en el Lion Hill. Si lo he entendido bien allí había un árbol del que pendía una
fruta con la que los elefantes se emborrachaban. “Ya no hay elefantes en
Nakuru”, informa Charles con pena. Tampoco hay árbol, ni fruta, pero si una
botella de vino sudafricano. Por la tarde toca pluma: pelícanos haciendo un
cómico desfile por el lago, águilas
pescadoras, secretarios (el ave come-culebras), buitres…. Y la estrella, el
flamenco rosa. Pero pocos. Resulta que a estos animalejos les encantan las
bacterias que crecen en la sopa química de estos lagos del Rift. Como estos
días ha llovido mucho, resulta que el agua está “demasiado limpia” para ellos.
Y vuelta al hotel. El amable maître, pregunta:
“Habéis
visto hipopótamos?”. “No, no hemos visto hipopótamos”.
“Habéis
visto guepardos?”. “No, no hemos visto…”
“¿Habéis
visto…?”
“¡Vai
a merda, ho!”.
Fotos: Un hospital y no de los peores; la sed como obsesión diaria; indígenas "verdaderos" (compáralos luego con los falsos).
Día 16.-La del alba sería
cuando nos ponemos en carretera para trasladarnos de Nakuru a Masai Mara. En
total serán unas siete horas en las que se ha inspirado el gran poeta Arthur Rimbaud para componer Una temporada en el Infierno. A medida
que penetras en el país Masai adviertes que una de las principales actividades
de sus moradores consiste en el acopio y acarreo de agua. Bigas y trigas de
burros tirando de enormes barriles pero también niños impúberes de barriga
inflada, doblados bajo el peso de los bidones que sostiene una brida uncida a
sus frente. La mitad de la tribu padece desnutrición y eso significa hambre... ¡y sed!. Visto por carretera, todo ese romanticismo edulcorado de los
“orgullosos guerreros de la sabana”, se tiñe de dramatismo. El vestido de los
masai tiende al rojo, cierto, pero no es como esos vestidos de señora, con sus
tirantes, escotes y sisas que lucen en los folklores de los hoteles y los
poblados de cartón piedra. Más bien recuerda una acumulación de manteles,
toallas, mantas… en tonos rojos, encarnados o colorados. Un par de toallas del
Banco de Santander estarían consideradas el colmo de la elegancia. La sabana
está sembrada de maíz y plantada de eucaliptos, estilo gallego. Pero no me
acostumbro a esa innoble conmixtión que se produce entre los rebaños de vacas y
de cebras. A ambos lados de la calzada, veredas de tierra sembradas de papeles
y basura, recorridas incesantemente por cientos de caminantes cuyo objetivo no
se alcanza. No, a Santiago no van, porque circulan en ambos sentidos. Cuando el
sol ya está alto paramos en un bar “pour pisser”. Venden recuerdos
pretendidamente masais, pero es mejor comprarlos directamente a un sabanero en
España: aquí tienen una idea demasiado optimista de la riqueza de los blancos.
Por una pulserita de plástico, ochenta dólares. Para pasar el rato tras el
desagüe, leo el Daily Nation: así me
entero de “La multitud incinera a tres
hombres y al militar que los acompañaba en su coche por un trágico error”.
Supongo que la Santa Inquisición también cometía fallos de ese estilo, pero al
menos tenían el consuelo de que iban directos al Cielo. Al marcharnos, el
traficante de pulseras de plástico nos pide un bolígrafo bic de regalo. Seguro
que ahora lo vende a 80 dólares. Rebaños de cabras, cabras, cabras y vacas de
cuernos en V. Recuas de acémilas, como en El Quijote pero no es el mundo
folklórico esperado: los poblados son villas miseria, tipo la Cañada Real y
vemos a gente aseándose en desagües.
La primera parte del
recorrido la hemos hecho por carretera asfaltada pero la última es
verdaderamente horrible: un camino de grandes pedruscos. Es como pasarse tres
horas en una excavadora recorriendo una cantera a toda velocidad. Mayores con
osteoporosis o embarazadas, abstenerse. De verdad, si solo os interesan los
leones, lo mejor es que vengáis desde Nairobi al Mara directamente por
avioneta. Los hoteles tienen sus propios aeropuertos y no dudarán en enseñaros
una masais muy verosímiles que tienen preparados para la ocasión. Por otra
parte como dicen las embajadas “no hay ningún punto seguro en todo el país”. En
Kenia radica uno de los mayores campos de refugiados del mundo y los incidentes
–matanzas, secuestros, agresiones, accidentes- no solo afectan a los
cooperantes. Naturalmente existen muy competentes empresas especializada en
presentarte un mundo idílico tipo “El rey León”, pero allá cada uno en su
capacidad de cerrar los ojos. Jacques puede hacerlo, lo hace, pero no todo el
tiempo.
El hotel Kichwa Tembo
Tended Camp, al que acabamos de llegar, es uno de esos lugares idílicos, al
margen de todo. No sé por donde empezar porque es perfecto. Al principio da un
nosequé porque se llama “Camp” y sí, se duerme en tiendas de campaña en plena
selva. Pero todo está bajo control, incluso el miedo. Lo cerca una valla electrificada
que deja medio metro de altura para que entren los animales bajitos e
inofensivos, como los monos, los cerdos facóqueros o las serpientes, pero no
los leones ni las hienas. El intríngulis es que aquí pagas por pasar miedo,
pero sin que te pase nada, como cuando vas a una peli de terror. La pisci se
abre a la sabana y si tienes suerte puedes ver como un león se merienda a un
búfalo; entonces se te abre el apetito te diriges al bufé surtidísimo con toda
clase de carnes y contorni. La habitación, tienda es, de lona con doble capa,
pero en el fondo es una estancia digna del Hostal de los Reyes Católicos, con un enorme cuarto de baño, este ya de granito.
Esa misma tarde, medio
muertos, tenemos que hacer el primer “safari” en el Mara, ya que está programado.
Jirafas bicornias y elefantes a patadas pero a nosotros no nos la dan con
queso. Grrrr… ¿verdad Charles? Por fin nos topamos con una leona sesteando que
tiene colgada de un árbol la mitad de un cerdo. Sus apacibles bostezos y
ronroneos de gatita contrastan con el salvajismo latente que denota el facóquero
seccionado por la mitad, sangre roja sobre piel negra. En fin, que hoy la reina
de la selva tiene sobras para la cena.
Como la muy cretina se
duerme del todo, damos un paseo hasta un rinoceronte “negro (o sea gris, igual
que los “blancos” de Nakuru). Un coche de suizos nos insulta porque estaban
adorándolo a una distancia prudencial y nuestro Charles se ha situado a unos
palmos del paquidermo, interfiriendo sus cámaras y teleobjetivos. ¡Bah! nos volvemos
al campamento: mañana será… etc.
Después de la cena aparecen
unos Masais, de fabricación casera. Lucen unos vestidos como los de Kelly
LeBrock en La mujer de rojo
complementados con espejuelos, tipo Swarovski. Armamento de “película de
romanos”: arcos, lanzas, escudos…. Pegan unos saltos tremendos y de vez en
cuando amenazan a los turistas con llevarse a sus mujeres si no brincan a su
vez. Jacques se había servido un generoso plato de una especie de fabada, por
lo que le comunicó a cierto hechicero que le puso la lanza al cuello que “si
tenía que ser, que fuera”. La verdad el único que defendió su honor marital fue
un pequeño chino; miré atrás y la china tenía unos ojos aterciopelados por los
que quizás valdría la pena pegar un par de saltos. O no. Al final los
pseudomasais montaron un mercadillo donde las pulseras ya habían bajado a
treinta dólares. Las venden en H&M a tres. Compré una al brujo que me había
querido atravesar el gaznate pues me tenía muy mala cara.
La hora del miedo, la
hora de ir a dormir. Te acompaña a tu
puesto de acampada un “guerrero” provisto de arco y flechas. Para mí que está
de coña. La tienda es una habitación a la que no le falta de nada: cama gigante
y todos los complementos posibles. De noche se carcajean las hienas tan cerca
que casi hueles su aliento, pero es que las pobres vienen a la basura del
hotel. Hakuna matata (“No te preocupes”) salvo que seas un letraherido como
Jacques y entonces pienses que la hiena es el símbolo de la muerte en La nieves del Kilimanjaro. Sin duda
estas risotadas en la noche tienen algo de espeluznante, del espeluzne
controlado por el que has pagado.
El servicio de habitaciones te despierta con
un pre-desayuno a base de té o café con pastas. El fallo estuvo en ofrecer una
galleta a cierto simio de cara angelical que vino a darme los buenos días. En
un soplo se la comió, se lanzo a la rendija de la tienda y huyó con todas las
viandas. Su socio robó el azucarero que aupó a los árboles sin verter un solo
grano. ¡Si eso no es interactuar! No problem, enseguida aparece un arquero
masai que te acompañar al verdadero desayuno (apartando a bastonazos monos,
facoqueros y otras curiosidades de pelo, pluma y escama). Bacon, salchichas,
jamón, salami… ¡me imagino de donde han salido!
Fotos: "Masais de fabricación casera" y "Animales salvajes bebiendo en la piscina, causándome un agradable terror".
Día 17: por fin en el
Mara. Parafraseando a Howard Carter, el descubridor de Tutankamon, Jacques
podría decir que “Este es el día más emocionante de mi vida hasta el punto que
no espero vivir otro igual”. Solo por haberlo vivido valen la pena las
penalidades, de verdad. Titubean los dedos sobre el teclado al intentar la
descripción de aquel salvajismo primigenio en el que presientes la antigüedad
del mundo, como ante una catedral o las pirámides. Hace no tantos años los
elefantes pastaban por O Courel, los cocodrilos nadaban en As Pontes y Aristóteles
pudo escuchar los rugidos de los últimos leones salvajes a las puertas de
Atenas. Quien sea capaz de experimentar emociones ante un castro, un petroglifo
o un dolmen, no podrá menos que sentirse sobrecogido aquí por la magia de ese
recuerdo atávico; sin duda el Mara es la catedral de la naturaleza.
La frontera del
Masai-Mara es una raya como la que separa Galicia de Portugal; no se ve.
Supongo que la diferencia es que en la zona delimitada no dejan pastar el
ganado o edificar casas. Al otro lado de la barrera hay unas tiendas quechuas
para los valientes que quieren acampar en pleno parque. Pero ¡eso hay que
decirlo!, acampan pegaditos a los guardias y a los edificios de las duchas y
los aseos.
Hace fresco en esta
alborada invernal y ello estimula las cacerías de los felinos que luego
sestearán a la hora de la canícula. Huele a heno dulce, a Galicia. Pasada la
sección de cornudos, el primer encuentro es un caracala: pequeño félido deforme
a causa de unas enormes orejas en forma de “W” invertida. Pero lo lleva muy
bien y sigue tan pancho olfateando una madriguera de perrillos, sin demostrar
el más mínimo complejo. Luego elefantes, jirafas, antílopes… ¡bah!, de todo eso
hay a patadas en el Mara. El espectáculo aun está por llegar. Águilas, buitres
gordos y un pájaro turqui llamado Lola (con minúscula, pero el corrector
ortográfico cree que es la Lola de
Los Brincos). Para personalizar la cosa decidimos llamar “sarcófagos” a los facóqueros
(que son una verdadera plaga); el parque será el Masai Muuuuara (poniendo los
labios en “u”). Pero las bromas se olvidan porque está a punto de pasar algo
que va a ponernos el corazón a cien. Pasa una manada de ñus (escuchas: “ñu”,
“ñuu” “ñuuu”) y alguien observa un par de gatazos que concentran intensamente
en ella sus ojos prolongados por una línea de khol a partir del lacrimal. Son
guepardos, una especie de leopardos tan gráciles y estilizados como pintados
por Modigliani. Se acercan a la manada con suavidad angélica, escaqueándose
entre el terreno. “¡Que fuerte!”, dice la gemela. Se masca lo que va a pasar y
nadie puede permanecer ajeno al drama. De pronto los michos de lanzan como
Ferraris contra la manada. Los ñus se vuelven histéricos, mugen, saltan cocean,
cagan. El aire se carga de olor a cuescos de ganado. ¿Hacer frente o huir?
Entre el polvo un rabo empenachado se retuerce entre el suelo: el ñu ha sido
cazado.
Acercamos el jeep para
“disfrutar” de la agonía, pues el guepardo es tan buen cazador como mal
verdugo. Animal de huesos y músculos sutiles, aptos para la carrera, tarda
siglos en asfixiar a sus víctimas apretándoles el cuello con un gran bocado.
Los minutos pasan, largos, mientras el patético ñu agita sus piernas en el
aire. La menos joven de las chicas, ama de casa ella, concluye que la cazadora
debe de ser un gueparda y el otro su hijo, puesto que no hace ningún esfuerzo y
espera a que le pongan la comida a mesa puesta. A los 10 minutos hay que
marcharse, pues según las normas del parque hay que dejar sitio para que
disfruten otros jeeps del espectáculo. Pues nada, a por otra.
Unos trabajadores reparan
unas señales sin protección alguna. En cambio a ti no te dejan bajar ni para
hacer pis; el niño dice que está justificado y que en you tube hay colgado el
video de alguien que bajó y se lo merendaron los leones. Tal vez solo les gusta
la carne blanca. Bajamos al río Mara. Familias de hipopótamos que desaparecen
bajo el agua y aguantan un tiempo increíble sumergidos. Aquí hay unos aseos y
te dejan bajar; supongo que los bichos no se acercan porque huele a tigre. A
tigre. Los cocodrilos son inmensos, con unas lorchas adiposas que ni Demis Roussos.
Pronto sabremos porqué; estoy seguro que tienen problemas con el colesterol.
Mucha comida y poco ejercicio. Seguimos. Una hiena ultima una carroña, algo que
abunda sobremanera. El suelo de la sabana se compone básicamente de hierba,
cagadas, huesos y carcasas de víctimas. Es increíble la cantidad de vida y
muerte que se contiene aquí; y ¡eso que aun no he visto nada!
Unos cuantos elefantes y
jirafas más y, a la vuelta de una colina, el espectáculo inenarrable: la manada
de los dos millones de reses. Hay que tener una cámara muy buena para
fotografiarlos porque en el i-phone, créeme, no caben. La migración anual de los
ñus es una de las cimas del Espectáculo de la Naturaleza, a la altura de una
aurora boreal o la erupción del Vesubio.
Los pobres, siguiendo las lluvias, se dirigen a cruzar el Mara, donde serán la
causa de la enorme barriga adiposa de los cocodrilos. Por desgracia hoy no toca
ese número (una enorme masa compacta de ñus y cebras histéricos nadando, leones
de un lado, leones de otro, cocodrilos en el agua) aunque impresiona ver el
vado erosionado por millones de pisadas.
—Charles ¿cuándo toca el
cruce del Mara?
—Cruzan y cruzan, de un
lado al otro, de un lado al otro…
Había olvidado su
precario español. Google dice que suele ocurrir sobre septiembre aunque por
supuesto no hay fecha fija. Si estuviera aquí Frank de la Jungla, seguro que le
da un empujoncito a la manada, pues le falta muy poco para llegar al río.
La macro-manada va
dejando atrás sus murtos, algunos supongo que por causas naturales pues estamos
ante una ciudad bovina del tamaño de Sevilla. Una orgía de buitres disputa una
carroña a grandes saltos. Comprendes porque tienen un cuello de serpiente
pegado a un cuerpo de pájaro: bucean de cabeza por los intestinos de sus
apestosas pitanzas. Como diría Carlos Herrera, esto me recuerda que se acerca
la hora del picnic. Para eso dejan bajar en los “Picnic-Threes”; hay tanta
caca, cuernos y huesos en el suelo que se hace difícil apoyar el pie. Pollo,
frutas y cerveza.
Topis, impalas, cabras de
agua, gacelas de Thompson y de Grant, búfalos etc. Son los que nutren de
cuernos a la sabana y de bistécs a los carnívoros. Pero Charles está preocupado
ya que a su entender los turistas, como los romanos en el Circo, solo quieren
ver leones. Otra vez vamos a tener un golpe de suerte porque se supone que a
estas horas el rey de la selva no dejará de dormir su siesta ¡excepto por un
solo motivo! Love Story. Pornografía dura. Bajo una acacia, un gran melenado y
una leona, en trance de aparearse. El macho la aparta de la manada y copula con
ella una cantidad infinita de veces. Le da con la patita, la coloca, y ¡pumba! Mejor
que un cine X. En un plis-plas se nos agotan nuestros 10 minutos; detrás viene
el coche de los suizos que quieren captar guarradas con sus teleobjetivos.
¿Podrían desaparecer, messieurs les espagnols? Se ve mucho helvético, imagino
que han invertido bien los millones que los promotores y los alcaldes españoles
les han llevado durante la burbuja.
¿Qué más? Comedores de
serpientes: pájaros secretarios y manadas de mangostas. ¡Interactuad, poneros
de pie!, decimos a los simpáticos animalitos (pero no para las culebras a las
que se comen como chupa-chups). Y más jirafas, y cebras y búfalos y Charles
empeñado en que tenemos que ver los “cinco grandes” y que aun falta no se cual.
¿Cómo explicarle que Jacques tiene sus propias prioridades? ¿Existen orquídeas
en el Mara? ¿Ese mineral es olivino? ¿Dónde ver fósiles?
El hotel ofrece la
posibilidad de hacer una excursión a pie hasta el Mara. Parece una magnífica
oportunidad para descubrir los insectos, las posibles orquídeas, los minerales
del Mara. Pero el gozo de Jacques en un pozo: por motivos de seguridad exigen
que vayas acompañado de un Ranger a la derecha, otro a la izquierda y un
tercero delante, provisto de un largo fusil. Eso es como si vas a hacer el amor
acompañado del urólogo, el cardiólogo y tu personal-coach: no te sale.
A la noche, como siempre,
amables pseudo-masais en terno rojo pegando saltos en plan “del psoe el que no
vote? Bueno, así es si así os parece.
Fotos: cocodrilos esperando la merienda; ñus esperando ser merendados; jirafa que no pierde ojo a guepardo que acaba de merendarse un ñu.¡Todo son merendiñas! ¡Me gustaría que vieras mi picnic!
El 18 por la mañana
abordamos una avioneta en el aeropuerto de nuestro hotel que nos llevará a
Nairobi tras una breve escala en el aeropuerto de otro hotel. Estos aeródromos,
que tienen una frecuencia de vuelos superior a todos los gallegos juntos,
representan la forma más cómoda de acceder a los parques. La aventura de
circular durante días enteros a bordo de una especie de excavadora por una
suerte de cantera, está reservada a aquellos que deseen el privilegio de un
guía “speaking spanish” que no tenga ni idea de español. Te confiaré una cosa:
a Jacques le mereció la pena pues es muy curioso y le gusta enterarse del país
que pisa. Pero entiende que mucha gente no esté para estos tormentos, como
ancianos y parejas de recién-divorciados. Para ellos, dos consejos: Uno,
aprende inglés y desiste del guía spanglish; dos, viaja por aire a un solo
parque comprensivo de todas las especies (típicamente, el Mara). Puedes dar
variedad a cinco o seis días combinado safaris en jeep, a pie, cruceros de
lago, visitas a aldeas (no hay peligro, son de “fabricación casera”), días de
piscina, etc.
Nairobi no es una ciudad
para visitas turísticas salvo que entiendas por tales la cama, la mesilla y el
minibar de tu hotel. La presión de los campos de refugiados, los secuestros,
asesinatos e incineraciones se nota nada más salir del aeropuerto (bueno, ya antes
de salir, porque está calcinado). No pretendas ir a un museo “es peligroso
salir”, te dirán. “Pon los seguros del coche o entrarán ladrones”. Sinceramente,
salvo que seas Rambo, lo mejor es abandonar esta ciudad cuanto antes. Al llegar
al hotel (el mejor, dicen), me ponen manos arriba y abierto de piernas me
cachean a fondo. Mientras, los bultos pasan el scaner. En recepción me hacen un
cargo de 300 dólares por si acaso gasto algo; es inútil alegar que está todo
prepagado. Por las escaleras circulan soldados con fusiles de asalto. En el
jardín hay una boda: la novia es preciosa, estilo Hale Berry y las invitadas
visten de Prada. Bajo un ricksaw se monta un aparcamiento de taconazos para que
las damas puedan danzar el Hakuna Matata en bailarinas. Esta canción, que
empieza por Jambo, Jambo Bwana (hola, hola señor) y acaba por Hakuna Matata
(“no te preocupes”) es el exitazo local: lo cantan los cocineros, los masais
verdaderos, los falsos, los Rangers, los ricos, los pobres, etc.
Es mediodía pero el plan
hasta la noche será algo monótono: habitación del hotel, todo lo más, minibar.
Jacques tenía unas inmensas ganas de visitar el Museo de Historial Natural para
conocer los primeros fósiles del ser humano hallados por Leakey. Pero si de
pasar peligros se trata, prefiere la Romería Vikinga de Catoira.
La cena es el Carnivore,
como la de todos los turistas blancos presentes en la capital. Rodeado de un
perímetro de seguridad por el que circulan guardias armados, este restaurante
fue famoso en tiempos porque servía carne de cebra, de ñu, de facóquero, etc. “Ahora
está prohibido”, te dicen con pena, y la cosa viene a equivaler a un rodicio de
los malos, pero con el vino a 86 dólares. Muslitos de pollo, todos los que
quieras y cada cierto tiempo los camareros cantan cierta canción ¿de que me
suena? “Jambo… Jambo Bwana…. Hakuna Matataaa…”. Y luego la orquesta canta otra
que dice “Jambo, Jambo Bwana” para acabar en “Hakuna Matataaa”. Es de una
maldad refinada.
Vuelta al coche, bien cerradito. Y ala, al
hotel.
Esa es la cuestión. Kenia
(y se puede aplicar a Tanzania) es una experiencia engordante. Nada de paseos,
nada de bici. Comes y comes y no te mueves. En los parques no caminas, porque
“te comerían los leones”; siempre en jeep. Sentado. En Nairobi tampoco paseas,
porque “es peligroso”. Tumbado en el hotel. Ello produce un efecto pecera: los
occidentales circulan en un mundo aparte, como carpas en un acuario. En esta
pecera los precios son fantásticos: un collar de plástico de dudoso gusto, 250
dólares; una botella de vino peleón, 86. Si tienes paciencia comprarás las mismas
cosas en la sección étnica de El Corte Inglés por cien veces menos. Aun así, a
mi me ha valido la pena, pero me encantaría que mis hijos o nietos pudieran
disfrutar algún día de una versión más amable de la experiencia.
Día 19.-Salida a las 5
rumbo a Zanzíbar. En el hotel te cobran el Wi-Fi a precios de “pecera” y ni
siquiera te sirven el desayuno. Por suerte el caos es inferior al esperado en el
recién incendiado aeropuerto. Recuerda: en Kenia te cobran por entrar pero no
por salir; en Tanzania, por ambas cosas. Siempre 50 dólares; lo peor son los
impresos con intrincadas preguntitas. Luego verás que no les hacen ni caso: lo
importante es la pasta.
Zanzibar te golpea con
una nueva dosis de tercer mundo; si te parecía fuerte lo de Kenia, espera y verás.
Poblados de techos de chapa ondulada y basurales como pavimento urbano. Estricta
observancia del Islam: ni un pelo femenino a la vista. El hotel Meliá es eso,
un Meliá, y estás encantado. Pero la ubicuidad de los agentes de seguridad mete
una nota de acrimonia: basta salir a buscar unas conchas por la playa para que
te sientas controlado por varios prismáticos. Lluvias alternas (cada dos
horas), aire templado, agua del mar hirviendo, la de la piscina más fresquita.
El “todo incluido” incluye piñas coladas, mojitos… y chivas-10. Compito con un
tovarich, pero España pierde ante Rusia por 10 a 3 (y eso que él lo tomaba sin
hielo). No, con vodka no, me rindo. ¡Me gustaría ver lo que hubiera pasado con orujo
de Allariz!
Al otro lado de la barra
(del Bar) se ve la barrera (de coral). Las fotos salen preciosas aunque seas un
patoso. Los barcos, de estilo polinesio (con balancines) son varados en el
arrecife coralino con la bajamar, mientras los pescadores sondean a pie los
refugios de pulpos y langostas. La pleamar los pone de nuevo a flote y retornan
a sus casas. El bufet de la noche es de pescado crudo, estilo asiático; también
hay langostas pero nada que ver con las de La Guardia.
Día 20.-Los chaparrones
persistentes con intermitencias secas hacen difícil rellenar el tiempo con algo
que no sea beber. Y bebo. Jacques adora el buceo, pero su práctica “in situ”
está vivamente desaconsejada y nada tienen que ver en ello los tiburones. El
verdadero problema es la costumbre local de llevarte en una zodiac a Somalia y
no devolverte hasta que tu gobierno suelta el rescate. Cinco alemanes salieron
a millón cada uno. En fin, que pago cien euros y me apunto para mañana a una
expedición de buceo en condiciones seguras. El tour-operator me jura que veré
tiburones blancos, que en el Índico están considerados algo así como los leones
en la sabana. De la mar el tiburonero y de la tierra el leonero. En cuanto a la
fauna observable en el hotel, son de destacar los mosquitos a tamaño centolla.
Bueno, me voy a tomar un mojito y ¡hasta mañana!
Día
21.-Safari submarino. Vamos a ir a la isla de Mnemba (cabeza de pulpo) que es
algo así como el Masai-Mara subacuático. A la salida del hotel somos apilados
una cantidad impresionante de voluntarios en la caja una camioneta. “En África
todo es posible”, es la alegre explicación. Como me toca aplastar a una especie
de Claudia Cardinale, no protesto. El viaje nos da ocasión de fijarnos en la
indumentaria local: los paisanos lucen una túnica color azafrán hasta media
pierna; en cuanto a las hijas de Eva existen diversos modelos de cubrir el
pelo. Las mozas, velo blanco tipo novicia; velos multicolores las maduritas.
Por último existe cierta categoría social que viste de negro riguroso con
capuchón estilo semana santa, pero sin remate puntiagudo: una rendija les
permite ver por donde andan.
Llegamos
al puerto de partida donde nos proveen de material; el neopreno es obligatorio
por las picaduras de las medusas, aun siendo el agua puro caldo. La lancha es
una planeadora de 400 caballos: Oubiña daría su aprobación. ¿Para qué tanto? Al
poco nos comunican que nuestra embarcación tiene nueve capitanes (Abdul, Ahmed,
Mohamed…) para seis submarinistas. Los capitanes se colocan en la popa, junto a
los mandos, amontonándonos a los
buceadores en la proa, lo que da pie a un chistoso para decir que si ponen
rumbo a Somalia ya pueden nuestros gobiernos (alemán, italiano, francés,
español) preparar los maletines. Luego se aclara que se trata de la clásica
costumbre de multiplicar por 9 el personal necesario: es la “vía tanzana” al
pleno empleo. El barco “alza en blando movimiento ondas de plata y azur”,
aunque espero que los que “van cantando alegres en la popa” no sean piratas.
Una Claudia Cardinale bronceada, gafas de Gucci, colgante turquesa, compone una
figura atípica de submarinista. No todos van a ser tíos de pelo en sobaco.
Llegamos a la isla de Mnemba y esto es la Puerta del Sol del neopreno: todos
los submarinistas de los alrededores recalan aquí. Como sientes el cosquilleo
de que “va a estar a punto de comerte un tiburón pero no”, todo te da un poco
igual. La inmersión tendrá dos fases con un descanso para el picnic y para que
recarguen sus botellas los buzos de profundidad.
La
primera fase es un horror. Una aleta de buceo en la boca, un tubo de submarinismo
en las nalgas, uno que se lanza al agua y te arranca la máscara… Con esta
multitud lo máximo que se puede ver son los clásicos pececitos de colores tipo
Cancún: los tiburones han huido aterrados. Para eso, me voy a Sanxenxo.
Descanso.
Cocos, limones y filloas (o algo así). Hacemos ver a los 9 capitanes que esto
no es plan y que no esperen bakish (propina) si no vemos al Gran Blanco. El
guía lo entiende y conduce a sus patitos de neopreno a una zona despejada de
seres humanos. La fiesta está a punto de comenzar.
De
aperitivo, un pez-piedra, un ejemplar muy venenoso que se sitúa sobre una roca
imitando al milímetro el aspecto de esta. Para que lo reconozcamos todos, el
guía lo cabrea con un tubo de buceo, estilo Frank de la Jungla. Esto ya es otra
cosa, joder. El bicho, impertérrito, simplemente se desplaza un poco sin perder
un ápice su aspecto mineral. Da más miedo que los leones y las hienas, de
verdad.
Un
bando de calamares pasa en formación: son igual que calamares. Tras una roca,
otra de esas joyas de la naturaleza: el pez Escorpión, con su increíble
profusión de banderillas rayadas. Venenoso es, lo sé, pero ¿cómo te pillan? Lo
cierto es que son muy lentos. Bueno, y además, eso que hay en todos los mares
cálidos: peces-loro comedores de coral (demasiado colorín), peces payaso, peces
narizotas (los buceadores saben de que hablo), peces timidotes que sacan la
cabeza de la arena y se esconden cuando te acercas… Conchas de araña, el cono
geográfico que si te dejas te arroja su arpón ponzoñoso. Pero no te dejas,
claro, esto es como lo de los leones: se trata de sentir una deliciosa
sensación de “peligro inofensivo”. Langostas: te cambia la idea que tienes de
estos crustáceos. En el mar no se presentan con mayonesa, sino en forma de unos
largos hilos, como sedales de pesca, Los sigues y son los bigotes de la
langosta: una especie de radares sensitivos. Vale, ahora seamos francos. Todo
esto está muy bien pero ¿dónde están los tiburones? Nos llevan a donde suelen
hacer sus cacerías, en las aberturas de la barrera, pero el fondo del mar está
atestado de escafandristas provistos de motos submarinas. Supongo que los
tiburones están entretenidos comiéndoselos
nosotros ¡con un palmo de narices nos quedamos, oye! Al menos en
Masai-Mara siempre tienen un león de repuesto.
A
la vuelta se aclara para que necesitamos 400 caballos a pesar de no ir a alijar
rubio de batea ni fariña. A medida que te acercas al fatal desenlace te dices
que no, que no pueden estar tan locos. Lo están. Vayamos por partes. La
planeadora da a tope todo el gas y salta sobre olas de cuatro metros, como si
nos persiguiera el Servicio de Vigilancia Aduanera. La preciosa italiana se
pone amarilla y ya no me gusta tanto: me aparto de ella por lo de las
salpicaduras. Del mar. Entre dos pantocazos aparece ante nuestros ojos la
barrera de coral adornada por chorretones de espuma. La marea ha dejado casi en
seco el canal de regreso. Nuestros nueve capitanes apuestan por lanzarse a 60
millas por hora contra el arrecife. “O la saltas o pereces; así se ahorra en
Sanidad” explico a Francesca que besa una cruz de turquesas muy bonita. Ahora
en serio, creo que lo hacen para planear y reducir el calado. Pasamos al otro
lado. A alguno se le aflojan los esfínteres.
En
el puerto base me intentan convencer que vuelva mañana, que seguro, seguro,
seguro que habrá tiburones. No, gracias. Los hay pero tú no los ves. Supongo
que vienen a pastar cadáveres de submarinistas cuando fracasa la operación de
Paso de la Barrera.
Día
22.-Último día en el hotel. En tema de mojitos y piñas coladas, bien, pero
supongo que deberían facilitar otras actividades para clientes abstemios, por
mucho que escaseen entre la clientela española. Una bici. Unas simples gafas y
aletas para disfrutar de los corales sin más pretensiones. O un barquito para
pescar al curricán. Supongo que la seguridad lo invade todo, ante la
posibilidad de que los pescados sean los clientes. Pero, o resuelven el dilema, o la próxima vez
irán a las Seyselles. Ambiente de estar en casa, carta en español pero vino sudafricano.
Circula el euro hasta el punto de que el castigo por perder la toalla son 20
euros. Pues eso. Como pasear y pedalear están severamente contra-ìndicados, hoy
me echo otro par de kilos a la barriga.
Día
23.-Vuelta a casa. En el aeropuerto de Zanzibar me piden 10 dólares para llevar
mis maletas al avión; como no hay cinta me lo creo. Un militar con bastón de
mando amonesta al maletero y le ordena que me los devuelva. Cuando abro la mano,
el billete es de 1 dólar. En el aeropuerto la única vianda son anacardos; con
ellos pasamos todo el día. “Ya comeremos en el avión”. Ya en el aire el
servicio de catering consiste en… una bolsita de anacardos. El piloto es amable
y nos advierte con tiempo de la impresionante presencia del Kilimanjaro al
anochecer. El protagonista de Las Nieves
del Kilimanjaro rinde aquí su alma; viendo la forma en que esta montaña
sagrada llena la escena entiendes porqué la eligió Hemingway (un ego
desmesurado). Al día siguiente, piso tierra gallega. Por la mañana voy al
kiosko a comprar la prensa y luego a la churrería. De vuelta a casa, la
kioskera me persigue:
—Señor,
señor ¡que le he cobrado 30 céntimos de más!
—¡Este
es un gran país!, señora –le espeta Jacques agarrándola de los antebrazos,
dejándola francamente estupefacta.