Son viviendas
de uso turístico aquellas que se ceden dos o más veces al año por períodos
inferiores a treinta días a cambio de contraprestación económica. Dicho de otro modo, 29 días o menos. Por ejemplo,
ceder la vivienda por sendos períodos de 15 días a distintas personas. O
primero por dos semanas y luego por tres. Están consideradas como “actividades
económicas” y se caracterizan por estar incardinadas en comunidades de vecinos
ajenos al negocio (a diferencia de los “apartamentos
turísticos”, que radican en edificios destinados a ello en su totalidad; o lo “pisos
turísticos”, que son establecimientos aislados), lo que conlleva una serie de
limitaciones por las molestias ocasionadas. En Galicia (cuya comunidad tiene la
competencia exclusiva en la materia), las regula la ley 7/2011 y el Decreto
12/2017.
Los requisitos que permiten la dedicación de una vivienda en comunidad por pisos a “Vivienda
de uso turístico”, son:
1.-Autorización
de la Comunidad de Vecinos y que no esté prohibido.
*Autorización previa del uso por
la comunidad.-A este respecto son importantes la sentencia del Tribunal Supremo
de 29/11/2023; otra similar posterior y una nota de prensa de dicho Tribunal
al respecto. Se consideran vetados este tipo de negocios en comunidades cuyos Estatutos prohíban
las “actividades económicas”. Con lo que nos encontramos con cierta casuística,
por ejemplo, si los Estatutos señalan que tales y cuales pisos de destinan únicamente “a
vivienda” ¿ello excluye las "actividades económicas"? O si solo se autorizan varias actividades alternativas: “Se podrá
dedicar vivienda o despacho profesional”
¿caben o no otras distintas?
La cuestión parece que va a
quedar aclarada toda vez que el Gobierno ha declarado que dificultará el uso
turístico invirtiendo el proceso: en lugar de una votación para prohibir dicho uso por mayoría de 3/5, se requerirá una autorización previa por mayoría simple de la Junta de Vecinos para poner
en marcha un piso de uso turístico.
*Que no esté prohibido el “uso
turístico” en cuyo caso, no se podrá autorizar el mismo por la Junta. Téngase en cuenta que las Comunidades de Vecinos por
acuerdo adoptado por al menos 3/5 de votos y 3/5 de las cuotas, puede prohibir estatutariamente este tipo de
uso.
2.-Trámite administrativo: a) Presentación de una “declaración responsable” de inicio de la actividad en modelo normalizado ante la Agencia de Turismo de Galicia e Inscripción en el Registro de Empresas y Actividades Turísticas de Galicia, cuyo nº deberá figurar en cualquier publicidad u oferta; b) Libro Registro y partes de entrada de viajeros; c) Rótulo informativo de la disponibilidad de hojas de reclamación y copia de la “declaración responsable” en lugar visible; d) Licencia de 1ª ocupación que imolique el destino a vivienda (no caben los bajos, áticos o sobreáticos que urbanísticamente sean locales comerciales); acondicionamiento y amueblamiento adecuado a tal finalidad d) Seguro de responsabilidad civil; e) Solo cabe la cesión total en uso de la vivienda, no por habitaciones o partes. f) Si el usuario incumple las normas de convivencia u ordenanzas municipales, el propietario deberá requerirle para que abandone la vivienda.
PRÓLOGO Y CAPÍTULO I DE IL BRAGHETTONE CORREGIDOS.
Pocos
personajes históricos han sido tan denigrados como Daniele Riciarelli, al que
cualquier guía de la Capilla Sixtina llamará con desparpajo El Braguetón por
haber adecentado El Juicio Universal de Miguel Ángel conforme al púdico mandato
del Concilio de Trento. Desde 2003, tras la exposición llevada a cabo en la
Casa Buonarroti (Daniele da Volterra amico di Michelangelo), es también
conocido no solo por su poderoso estilo artístico, precursor del manierismo,
sino también por haber sido el alter ego de Miguel Ángel. En esta trama de
intensidad creciente, se entrecruzan los destinos de dos hombres tímidos y dos
mujeres extrovertidas (Miguel Ángel, Daniele, Vitoria Colona, Vicenta), en el
centro mismo de los movimientos tectónicos que han dado lugar a la modernidad:
catolicismo, luteranismo, libertad, puritanismo, inquisición… Daniele (Nelo),
el narrador-testigo, llega a Roma en 1527 desde su Volterra natal, obsesionado
por el ideal renacentista de la inmortalidad, para lo que tiene muy claro que
deberá arrimarse al divino Miguel Ángel. Su peripecia y sus suplicios, dignos
de Tántalo, constituyen la base de esta trama. En paralelo, la obra dejará caer
una larga ojeada sobre la segunda parte de la vida del Buonarroti, deteniéndose
en los grandes enigmas, aun sin respuesta ¿se dejó seducir por el luteranismo?;
sin desdeñar cuestiones –diríamos hoy- de la crónica rosa ¿a quién prefirió en
todos los sentidos, a Vitoria Colona o a Tomaso de Cavalieri? En fin, si el
lector es algo inquisitivo, tal vez pueda descubrir aquí, a través de sus
actos, el trasfondo vulgar de aquellos personajes: la obsesión por la fama, el
pánico a la Segunda Muerte, y la tosquedad casi cómica de algunas de sus
reacciones, como las que provocará la llegada de Vicenta a aquel taller de
hombres solos. La novela, rigurosamente histórica, apenas se permite una
relajación en la creación de diálogos verosímiles, sobre los que ya advierte el
escritor que mentirá con la mayor de las verdades.
En
este panorama, un hecho terrible pondrá a prueba aquella amistad. En febrero de
1564 el Concilio de Trento decreta la reforma de los aspectos alarmantes del
Juicio Universal, la obra a que, más que ninguna otra, Miguel Ángel ha
encomendado su Segunda Vida, la de la fama. Mientras buscan a un artista que se
atreva a encargarse de ello, las delaciones y los atentados se sucederán entre
los alumnos de Miguel Ángel; de fondo humean las hogueras de la Inquisición.
Daniele se verá abocado a una lucha interior entre Dios y dios. El dramático
desenlace, en el que tendrá su papel un gran caballo, acabará, casi a la vez,
con la vida de ambos amigos.
Bibliografía:
La mayoría de las fuentes sobre la
vida del Buonarroti, sus discípulos (llamados criados y alumnos) y rivales, es
muy conocida y está contada en otros sitios; es muy recomendable la cuidadosa
obra biográfica de Charles de Tolnay. Solo siento necesidad de detenerme en una
obra de referencia. Si eres aficionado, supongo habrás leído el caso en
revistas especializadas: no es casualidad que este biopic surja aquí y ahora.
Esta narración debe su existencia al asombroso descubrimiento (2015) en el Archivio
Apostólico Vaticano de la Giustificazione de Daniele Richiarelli. A
fuer de sincero, me he limitado a empobrecer con mi estilo y técnica, la
cuidadosa publicación realizada por el High Museum of Renaissance Painting
(The Giustificazione of Il Braghettone, Houston-Florida, 2019). De mis
añadidos, sólo puedo decir que, o son ciertos, o son verídicos, creedme.
Daniele
Riciarelli consiguió entrar por la puerta del Pópolo en el último segundo.
Interminables caravanas de carretas abandonaban la ciudad racarrunracarrán
entre la caldosa niebla de mayo, mientras el lloro de los niños ponía un contrapunto
angustioso. Roma, hacia la que se abalanzaba la horda de españoles y
lansquenetes, estaba a punto de convertirse en el Infierno en la Tierra. Hasta
hoy, nunca se hubiera creído en posesión de semejantes agallas: entrar cuando
los demás salían. Bien entendido que tenía un contrato con el maestro Perino
del Vaga para hacer unos frescos en la iglesia de San Marcelo y que muchos
pintores jóvenes hubiesen dado una pierna por no perderse tan estupenda
oportunidad. Pero en cuanto a él, Daniele Riciarelli, alias Nelo, la cosa era
distinta: tenía un designio secreto. Desde pequeño había presentido que estaba
destinado a La Fama, y, para apresurar el cumplimiento de su destino, había
decidido arrimarse a Miguel Ángel Buonarroti en este preciso instante. ¿Qué mejor
recomendación que presentarse a compartir los sufrimientos del genio cuando
todos huyen? Pero antes de entrar en el divino taller debería hacer méritos y
ahí es donde encajaba el pintar un par de evangelistas para… para… ¡O Dio! ¡El
tal Perino!
Perino
había acabado de cerrar con llave la puerta de la iglesia de San Marcelo. En
cuanto se le acercó, ojos brillantes y algo sanguinolentos, Nelo se dijo que
estaba sometido a una gran tensión. La boca, con las comisuras dobladas hacia
abajo, era la viva imagen del espanto. Lo más escamante era la presencia de una
recua de mulas junto a la escalinata cuyas miradas sonrientes parecían seguir
sus movimientos. Una niña, su hija sería, montada a asentadillas, se comía las
lágrimas. ¡Vaya! ¡Estamos de mudanza!
Tras
la reverencia, esperó a que Perino terminara de inspeccionarle, como si buscase
en su aspecto algo que justificase la lunática decisión de entrar en una Roma
que iba a ser arrasada por las tropas de Carlos V en pago de sus atrasos. Al
cabo de unos segundos el maestro resopló y cerró los ojos, tal que si ya
hubiera visto bastante; por supuesto que Nelo no serviría de modelo para un
Apolo o un Antinóo. Recordó cuando un camarada de la Academia se había servido
para hacer su retrato de uno de Carpi vuelto del revés. No es que su cara fuera
exactamente igual que un cogote; sencillamente tenía la nariz algo alineada con
la frente y, la falta de relieve, podía haber dado lugar al equívoco. ¡Por
favor! ¿Es que nadie es capaz de apreciar las diferencias? Su forma atractiva
de sonreír, con toda la boca; su cabellera rizosa, color oro viejo; una
musculatura tonificada en el gimnasio de Bartolomeo de Ursi (donde había
aprendido el arte de la lucha grecorromana, en el que llegó a destacar). En
cuanto a la barba, a la mayoría no le dice nada porque son tan lerdos que en su
vida han visto un busto del emperador Adriano ¡el trabajo que le cuesta
rizársela con pinzas calientes hasta conseguir un efecto adrianesco!
Escuchó
una palmada de impaciencia y comprendió que se había quedado pasmado Hizo una
genuflexión y besó las manos de Perino.
—¿Sabéis
para que vengo, verdad? Os he respondido por la posta.
—¡Pero
ahora ya no cuenta ninguna palabra! ¡Ha llegado el fin del mundo! ¿Es que estás
chalado, joven?
—Me
escribisteis que no había problema para alojarme en San Marcelo —dijo a
Perino—. Sé que traigo mucho equipaje, pero...
Torció
la nariz. Bueno, bueno... ¡está oliendo sus propios meados de pánico!
—Por
mí como si te traes la cama. Pronto no existirá cama, ni iglesia, ni siquiera
Roma. Los bárbaros están a dos leguas. Adiós. Me voy a Génova.
—Pero
si yo acabo de llegar de Volterra solo para trabajar con vos. Os admiro, os
admiro sobre todas las cosas —¡Que mal estaba disfrazando su verdadero
designio!
—Oye
chico, estos que estamos esperando son los luteranos, los lu-te-ra-nos, ¿te
enteras? Han prometido aniquilar Roma, la nueva Babilonia. A ti te parecerá que
el papa es un Santo, pero para los herejes es el Anticristo, ¿entiendes?
Cualquier cosa que hayamos hablado ya no tiene sentido.
—¿Tan
grave es la situación? —Perino le miró como si de repente hubiera aparecido
frente a él una medusa o un rinoceronte. Por supuesto habría reparado en su
luco negro, hasta los pies, y sus botas militares de piel de perro, o sea la
fabulosa herencia que le había dejado su padre. Un pordiosero —. Ya veo, ya. Lo
razonable es que me vaya con vos a Génova.
—¡Qué
cosas tienes, Volterra! —le llamó por el nombre de su pueblo al estilo romano,
en vez de Daniele o Nelo como todo el mundo— ¡Qué cosas! Sin salvoconducto ya
nadie puede abandonar la urbe —Y menos un zarrapastroso como tú—. Toma
—Depositó en sus antebrazos la herrumbrosa llave de San Marcelo, parecida a un
arma—. Espero que defiendas la iglesia hasta la última gota de tu sangre. Yo no
me molestaría en pintar santos… ¿qué tal un Lutero? Ja, ja, ja…
—Bueno,
quizás sea mejor así. Lo superaré.
Perino
le echó una de esas miradas con el ceño arrugado, menudo chiflado ¿Por qué no
te refugias en el manicomio del Puente Emilio? Ignoraba que, dentro de unos
días, los dos mil locos allí asilados estarían flotando en el río con sus
sayones blancos, como un gigantesco rebaño de ovejas anfibias. Pues no estaba
tan loco. A pesar de que dentro de unos días iban a suceder cosas terroríficas,
a él va a irle estupendamente. ¡Dentro de nada estará trabajando con sus
propias manos nada menos que en El esclavo moribundo de Miguel Ángel!
En
su inexperiencia juvenil no supo apreciar en la visión de aquella turbamulta,
la indefensión en que se iban a encontrar frente a la entrada en la ciudad de
las turbas sanguinarias. Al Perino no le saldrían las cosas como se había
pensado: se vio envuelto, antes de tiempo, en una ciudad convertida en algo de
lo que los reverendos dirán con conocimiento de causa, que “el infierno es
menos horrible”. Lo normal será acabar muerto, como aquel cardenal a quien
arrancaban una uña cada día, hasta que pereció de puro dolor. El pobre Perino
vagó de una calle a otra mientras lo colgaban de partes deshonestas del cuerpo
para incrementar el rescate; y dicen sus alumnos que, si sobrevivió, fue sólo
por su empeño salvaje en salvar a la niña. La pequeña chillaba ¡los barbudos,
los barbudos! (así sonaba la palabra Bárbaros en sus oídos). Ejecuciones
verdaderas o simuladas cadenas al cuello, cremaciones, desfloramiento masivo de
hijos… desde los tiempos de Alarico, y superándolo, la urbe no recordará nada
tan espantoso.
Mientras
esperaba el Apocalipsis, la ciudad estaba gozosamente sin ley. Podías entrar en
cientos de palacios, dormir en camas con dosel hasta el techo, vestir sedas,
patear a tus anchas obras maestras -mejor dicho, de Boticelli-, defecar en
alfombras turcas, tumbar cortesanas vestidas como obispos: casullas, capas
pluviales, mucetas, tiaras… Gozar. Un puerco revolcándose en el barro. ¡Serás
estúpido! Anda y que te zurzan. ¿Qué sentido tiene que te enfangues con las
putas cuando tu único objetivo es la inmortalidad? Venga, Nelo, vamos, lucha
como un loco, hasta la muerte, ahora que estás tan cerca del objetivo. Paseó
sin verlo por el Foro de las Vacas, mientras, entre dientes, siseaba las
cuestiones que ahora tenían importancia. ¿Será adecuado este preciso instante
del día para presentarse en casa del Buonarroti? No debería hacerlo, a estas
horas los romanos están en la cama. Aun no estamos más que a hora prima y hace
niebla y frío y la mula aún no ha tomado su cebada y… ¡bah!, entre que sí y que
no, ya estaba encaminando sus pasos al rione Monti. Aprovechemos la ocasión;
seguro que necesita compañía. En tiempos de tribulación es cuando de verdad se
agradecen los apoyos. Estar cerca del genius mundi es lo único que importa.
Luego, todo llega. Basta una larga paciencia y un deseo vivo.
Los
informes de Perino le fueron muy útiles: justo en el límite entre los barrios y
el campo, lamiendo la ladera de la colina Capitolina. La entrada principal de
la casa de Miguel Ángel da a la calle Macelo de Cuervos, pero existe otra que
da a la huerta cuya cancilla abre sin más que un quejido herrumbroso. El joven
Volterra entró pisando helechos y otras malas hierbas al tiempo que iba
contando las fosas que alguien había excavado por allí. Siete. Una nueva
técnica de fundición, seguro. Su inexperiencia de la vida fue incapaz de
concebir un uso más siniestro para semejantes oquedades. Una mirada alrededor.
Casi no se podía creer que estuviera en la casa de Miguel Ángel y es casi
seguro que al maestro le encantaría recibir el homenaje de un admirador. El lugar,
en si mismo, tiene algo de encantado: un trozo de campo en pleno centro de la
urbe: manzanos, melocotoneros, higuera, la parra de moscatel que en mayo aún
estaba dando sus primeros brotes al igual que las matas de guisantes y judías,
gallinas picoteando en libertad; un gallo que canta las horas canónicas y una
gata color fuego que ejerce como reina del lugar. Cuesta trabajo admitir que
exista un estanque circular, plagado de ranas y renacuajos e incluso una
serpiente de agua –piensa que no es venenosa- a un paso del Corso, del palacio
Colona y de tutti quanti. Cubiertos por la hierba, trozos de mármoles
descartados: piernas, ¡oilmè! (¡ay!), brazos, rodillas y un enano, con un
glande por cabeza, uno o dos, según el lado de que se mire. Es una propiedad muy
extensa y sin duda se podían cavar muchas fosas en ella, pero… ¿para qué?
Aquellos mármoles del jardín fueron para Nelo una especie de anticipo de la
ominosa respuesta. Una corriente de aire procedente de la columna Trajana le
produjo arcadas. El soplo fétido le sorprendió cuando estaba llegando al
espacio embaldosado en terracota que rodea la casa. A ojos vistas, se trata de
un edificio poderoso, de varios pisos: delante la vivienda; detrás los dos
talleres, uno tan grande como para armar una galera. No le dio importancia a
pesar de la anormal cantidad de moscas, larvas, avispas y ratas que divisó
alrededor. Cuando uno está palpando la inmortalidad, no es momento de andarse
con remilgos, Sangre de Cristo. No puedes perder ni un segundo.
Un
tipo macilento con rala barba canosa apareció por allí y empezó a dar órdenes.
El administrador de Miguel Ángel olía a salfumán; dijo su nombre, pero hace
años que está olvidado. Desde luego el acento era fuoroscito (fuoroscito:
florentino viviendo en Roma). Estaba desinfectándolo todo para cuando entrase
la horda. Los luteranos siempre traen consigo peste y enfermedades, mozalbete.
En cuanto a lo otro, ni siquiera respondió. Alzó los hombros. Sencillamente le
debió parecer estúpido que alguien juzgase posible encontrar a Miguel Ángel en
una plaza sitiada. “¡Pero como puedes ser tan imbécil, hijo! Cierto que pintó
en Roma la cúpula de la Capilla Sixtina, verdad que empezó en Roma la tumba del
papa Julio. Pero cuando el miedo aprieta, su escudo es Florencia”. Al
veinteañero aún le faltaban por aprender unas cuantas cosas para penetrar en el
estilo buonarrotesco.
¿De
verdad harás lo que sea por ayudar, volterrano? El fuoroscito mostró una pala y
habló de enterrar mármoles. Al menos tuvo la amabilidad de explicarle el origen
de este pedido de esculturas que era preciso sepultar. Mientras cubicaba a ojo
la fosa que le obligaría a cavar, contó a Nelo la escacharrante historia:
—Es
extraño que seas un artista y jamás hayas escuchado hablar del Drama de Miguel
Ángel…
Pudiera
muy bien haber sido cierto que nunca hubiera oído nunca hablar del famoso
Drama, dado el aislamiento de Volterra.
—Lo
juro.
...
y es indudable la conveniencia para un aspirante a entrar en su taller, de una
larga conversación con el administrador sobre un tema tan rico en matices como
El Drama.
—Bueno,
mozalbete, el que trabaja tiene derecho a saber el objeto de sus afanes. Este
lote de esculturas que vamos a sepultar se encargó en circunstancias muy
divertidas... aunque para Miguel Ángel la cosa no tuvo ninguna gracia. Sucedió
en tiempos de Julio II de la Rovere. Ese papa quería ser enterrado en una tumba
descomunal. Algo así como las pirámides de Egipto o la tumba de Augusto. Pero
eso no es nada. Si te fijas, las pirámides o la tumba de Augusto no son otra
cosa que amontonamientos de piedras u hormigón, mientras la tumba que quería
Julio II sería una montaña de esculturas de Miguel Ángel. ¿Te haces idea,
mozalbete? Concibió la descabellada idea de enterrarse bajo un cerro de
esculturas tal, que llenase todo el aire de la basílica del Vaticano. La más
que milenaria catedral de San Pedro, deslizando sus ruinas por una ladera, se
reveló insuficiente para el disparate y ¿entonces qué? Pues nada, se tira, se
construye en su sitio un nuevo templo descomunal, el mayor del mundo, y en
aquel delirio arquitectónico, se aloja cómodamente la tumba del papa Julio, ah,
ah, ah. Demencial ¿verdad? Me imagino lo que estarás pensado. ¿Qué hizo Miguel
Ángel? ¿Qué pudo incitarle a aceptar semejante pedido?
Justo
en ese momento se escuchó un prolongado sonido gutural.
—¡El
cuerno! ¡El cuerno! —gritaron los obreros. Acababan de escuchar una trompa
germánica, lo que más adelante muchos considerarán el primer acto del Saco.
Segundos después, el administrador, encubriendo su espanto con un tono
desganado, ordenó:
—Vamos
a esperar acontecimientos, amigos míos.
Un
albañil muy gordo se limpió las manos a la camisa y dijo:
—¡Pies,
para que os quiero! ¡Los lansquenetes están a la puerta! ¡Darán uso a las fosas
con nuestros cuerpos!
—Pero
Salvatore ¡qué dices! —se burló un escuchimizado—. ¡Tú no cabes en una fosa de
estas! ¡A ti te llevan a la de Trajano!
De
esa forma, Nelo se enteró de que existe una gigantesca fosa alrededor de la
columna trajanea, paraíso de moscas, ratas y demás bichos impresentables. Su
origen son las periódicas excavaciones que hacen los papas para alcanzar el
suelo de época imperial y dejar visible la base de la columna. Los romanos
tienen la costumbre de volcar aquí las bacinillas con el producto nocturno de
sus deposiciones. Años más tarde tendrá ocasión de ver como brillan de placer
los ojos de Miguel Ángel, cuando se le saca el tema de la fosa, encantado del
módico alquiler que se paga a cambio de vivir en tan aromática vecindad.
La
trompa resopló de nuevo: un tono agudo seguido de otro más grave.
El
administrador frunció el ceño: buscaba alguna excusa para evitar que el pánico
desmandara a la cuadrilla. Los hombres escasean en Roma. Hombres, no curas.
—¡La
casa invita a vino! ¡Trebiano degli oliveri! ¡Greco di tufo! —guiñó un ojo y
susurró—: Por la tarde, si vuelve la calma, seguiremos con la historia del
Drama, amigo Daniele. En cuanto en la iglesia de Loreto toquen a tercia.
Mientras
un criado sembraba la mesa de pequeñas jarras panzudas de vino, el
administrador hizo una pedorreta. ¡Aprovechemos que Miguel Ángel ha huido! El
florentino controlaba la economía de la casa con puño de hierro. Por robar un
chusco te podían caer un par de escobazos, e incluso al paterfamilias, Lodovico
Buonarroti, le tiene caído un coscorrón por haber saqueado la bolsa del
artista. Hoy podían lanzarse al derroche: los fuorosciti de calidad habían
puesto pies en polvorosa. Se ve que los florentinos, como expertos en matanzas,
consideran que ya no les queda nada que aprender en la materia. Cuando habían
arrasado Volterra, su patria, habían violado a las mujeres, desjarretado a los
jóvenes, y marcado a los niños con tizones para perpetua memoria. Sí, me
acuerdo. Una corriente de aire procedente de las habitaciones superiores trajo
olor a salfumán y a romero. Ahora no llegaba ningún estrépito del exterior, más
bien un silencio opresivo. Nelo se llevó una jarra de vino a los labios y abrió
bien los oídos.
Supo
que Miguel Ángel se había acogido a su querida Florencia y que simpatizaba con
los revolucionarios. La ciudad de la flor de lis solo esperaba a que Roma
cayera para rebelarse contra el papa Clemente de Médicis, que la gobernaba por
medio de sus bastardos. En resumen, la cosa no tenía ninguna gracia. Uno que
había venido a dar su vida por el arte y he aquí que ese uno se había metido en
el sitio equivocado. Una Roma toscanizada, donde aún pululan muchos florentinos
que no habían podido escapar. ¡Eh! ¡Lansquenetes!, se dirigió mentalmente a los
futuros saqueadores a los que estaba viendo en sus imaginaciones, ¡A mí no me
matéis! ¡Qué soy volterrano! ¡Qué yo estoy de acuerdo! Bien entendido que si el
papa no hubiese dado la absolución colectiva a toda la urbe -ante la catástrofe
que se avecinaba-, no les hubiera deseado ningún mal a esos puercos fuorosciti.
Pero, la ley de Cristo, que se cumple en el amor, nos obliga a procurar la
salvación de las almas más que la de los cuerpos. Esas ratas putrefactas irán
al Cielo.
—¡Volterrano!
¿Has escuchado el toque de corneta a retirada? —dijo el albañil gordo—. El
condestable de Borbón inicia negociaciones. Hemos salvado el pellejo.
—¿Qué
hemos salvado qué? —respondió Nelo con los ojos irónicamente abiertos— Que
bien. Entonces ¿ya tiene con que pagar a sus tropas? Y dime ¿qué hacen esos
majaderos? ¡Mira que hacer cola ante el notario para sellar el testamento! —Eso
estaban haciendo los burgueses. Por su parte, los de las calzas remendadas se
apelotonaban ante los confesores. Unos y otros presentían que muy pronto habría
atasco ante las puertas del Paraiso. Mejor con los papeles en regla.
Una
breve tregua para ponerse a bien con Dios o con los herederos, de eso se
trataba y nada más. Por la tarde volvieron a cavar en el jardín. Daniele se
encargó de la inhumación del Esclavo Moribundo, tarea difícil donde las haya
porque ese mármol tiene un codo imposible que se empeña en sobresalir de la
fosa. Apenas había acabado de nivelar la tierra cuando en Loreto las campanas
dieron la tercia. El administrador cumplió su promesa y, en vez de pagarle un
sueldo, hizo algo más barato: se sentó en la solana (las losas estaban algo
desbaratadas debido al largo abandono del Buonarroti) y terminó de contarle el
enigma que afectaba a su ídolo. ¿Por qué Miguel Ángel se ató al Drama? ¡Toda su
vida abocado a construir un cerro de esculturas! ¿Qué pudo incitarle a aceptar
semejante pedido?
—…
Diecinueve mil ducados de oro, que en Florencia llaman florines. Al principio
la gente pensó que de verdad se creía divino y que ninguna obra era lo bastante
grande para esta especie de Júpiter —¡Que simas de odio guardaba el inmenso
amor del intendente!—. Pero el papa Julio había tomado nota de los indicios y
supo de que pie cojeaba. Enloquecía por el dinero; tres casas en la vía
Gibelina, la más chic de Florencia; oro amonedado en casa como para comprar
otras tantas; fincas en Setignano cuyo recorrido no te lleva menos de una hora.
¿Acaso era por su tren de vida; acaso deaba banquetes como Lúculo? No. El papa
vio como Miguel Ángel negaba una dote de diez o quince florines a su sobrina
para que pudiese entrar en las Benedictinas de Florencia; como se vestía día y
noche con un luco miserable, verduzco de pintura; como rechazaba las
invitaciones para no tener que recibir mientras el se mantenía a pan y agua,
bueno, algún pedazo de queso, bueno, un vasito de vino. Y luego está lo de las
camisas. Tiene aterrorizado a su tío Leonardo al que ordena se las compre en la
Ciudad de la flor de lis, de la mejor calidad, sí, pero a precio casi gratuito.
Padece la sacra auri fames. Es incapaz de ver un ducado volando sin echarle la
mano. Diecinueve mil ofreció Julio II. Se firmaron contratos sellados que
constriñen a Miguel Ángel a crear a una sola obra en toda su vida: la tumba del
Drama. Esos Esclavos (que él llama Cautivos), ese gigantesco cubo de mármol que
ves ahí -que encubre la forma de un Moisés-, todo, todo, es el resultado del
encadenamiento a la tumba-drama. Martillo-cincel, mazo-escoplo,
martillo-cincel… De día, con un sombrero de paja, de noche, bajo un gorro de
cartón coronado por una vela de sebo de cabra. Como mucho capricho, se permite
un trozo se queso marzolini ¡los domingos! Sí mozalbete, ese es el divino
maestro que tanto admiras ¿qué habías pensado? Un día sí, otro también, se
presentan abogados con papeletas de demanda. Cada vez que intenta iniciar otra
obra es acusado de estafa. El procurador de los De la Rovere se ha permitido el
lujo de abochornarle en una sastrería delante de toda la clientela. ¡Hacerle
eso a un uomo d´onore! Se desespera, ruge, chilla, quisiera morir, pero talla y
talla una y otra estatua del drama. Cubre ese Esclavo con sarmientos, hijo. Los
lansquenetes vienen de la nieve. No relacionan la parra con el vino. ¿Cansado?
—Ante
semejante belleza no… —Nelo no había entendido a la primera. Hasta que reparó
en la lombriz rosa que ondulaba sobre el codo del Esclavo y cayó en que era eso
lo que debía tapar con vides.
—El
Esclavo es Miguel Ángel —dijo el intendente—. Parece como si la escultura
hubiera atrapado su alma.
—¡Vaya!
Pues no es tan feo como... quiero decir que hay diferencias.
—Que
ocurrencia, mozo. He dicho su alma, no su cuerpo.
Solo
al cabo de muchos años de amistad y veneración a Miguel Ángel, Nelo llegaría a
intuir porqué le gustaba rodearse de adefesios. Para no destacar. Bien mirado,
el maestro podría pasar por uno de esos bufones espinosos, llenos de
protuberancias, que ganan los concursos de feos en Chieti tocados con un
turbante descomunal. Es verdad que no destacaba entre sus fachosos discípulos,
pero el divino sufría por ello y, cada vez que se encontraba en presencia del
milagro de la belleza humana, se aturullaba y farfullaba como un niño. ¿Cómo
era el Buonarroti? Un rostro óseo, pómulos salientes como las asas de una olla,
arrugas como surcos, nariz aplastada por el puñetazo de un camarada de
aprendizaje (cuando B. se hizo famoso, el tal se jactaba de haberle dado “tal
puñetazo que pude sentir como hueso y cartílago crujían como una hostia”); una
especie de casco natural de hueso empenachado por la maraña parda del cabello.
Los ojos color de orines, con destellos variados. La barba se la había robado a
un chivo asmático y el aroma.... Bueno, bueno, bueno, bueno… el Buonarroti
llevaba a rajatabla el consejo de su padre: ¡No te laves! ¡Fricciona la cabeza,
hijo, pero sobre todo no te laves nunca! ¡Nunca te laves o morirás! Se rodeaba
de quesos marzolinis que hacía traer de Florencia por la posta: así nunca
sabías de donde procedía esta serosidad putrefacta. Escondido en Macelo de
Cuervos para que nadie lo viera, sabía que su visión no era un espectáculo
agradable. De él tan solo verías la belleza creada por sus manos.
Pero
si algo tenía claro Miguel Ángel es que no quería privar a este mundo de su
monstruosa presencia. Tres días que duró su agonía y aún se quejaba del castigo
que espera a todo hombre nacido de madre humana. ¡Como un chiquillo pillado en
falta! Daniele, no por favor, Daniele, te lo ruego, no me abandones. Y esto era
todo, el miedo a la muerte y a la fealdad, todo, el único motivo por el que
Miguel Ángel se rodeó de una muralla de obras inmortales y eres un estúpido,
Nelo Riciarelli, te has excedido, tú le amabas, él es para ti la imagen terrena
de la divinidad… ¡Estúpido! ¿Es acaso culpa del Buonarroti si has borrado su
memoria? ¿Por qué tienes que insultarlo? Has actuado con libertad y con
cinismo, con taimada destreza. ¿De que se acordaran los hombres, cuando te
nombren, Nelo Riciarelli? Ah, no, no responderé. ¡Imposible! ¡Imposible olvidar
ese maldito nombre! ¡Braghettone, Braghettone, Braghettone...!
Aquella
noche pidió refugio en San Marcelo otro aspirante al divino taller de nombre
Francisco Amadori, aunque, según la costumbre romana, era conocido por el de la
ciudad de donde decía proceder: Urbino (si no deseas ser envenenado, nunca le
digas que en realidad nació en Castel Durante). En circunstancias normales Nelo
le habría dado con la puerta en las narices, pues le había visto vendiendo
reproducciones ilegales en plaza Navona (la lepra del verdadero artista). Pero
estaban en las puertas del Infierno y la soledad refuerza al pánico. Con el
paso de los años se hará a su aspecto, y ya no le parecerá tan rara la
combinación una cabeza descomunal, un pelo en cota de malla y una nariz grande
como una galera. Es más, después de dormir en la misma cama, Nelo se daría
cuenta de que el recién llegado podía tener más de un poderoso argumento y que
su colaboración podría llegar a ser muy fructífera.
Pum, Pamm, Prum, Pumpum, Kabúm… Al día siguiente, poco antes del amanecer, las
cornisas empezaron a vibrar de forma parecida a esos temblores que produce un
pequeño terremoto. Desde el techo de la iglesia nevaban copos de cal;
granizaban fragmentos multicolores de mosaicos romanos; se proyectaban tenues
virutas de oro de frescos bizantinos. Era el cañoneo. Era el Saco. Todos iban a
morir. Ya no tenía sentido que Nelo hiciese unas pinturas aquí para hacer
méritos frente al maestro. Al vestirse, metió la cabeza por la manga. Echó un
último vistazo a la alta y oscura nave. Cuatro palomas histéricas, volaban en
círculos. Una de ella se rompió el cuello y cayó haciendo un lastimoso zigzag.
Abandonó San Marcelo con el corazón en la boca: le gustaría que los buenos
animales, como las palomas, los perros o los caballos no sufrieran jamás. Una
cosa son las personas, vale, pero los animales no tienen miguna culpa. Urbino
le siguió a trompicones. Tenía el rostro blanco-sucio, como un sudario usado.
Decidieron
acercarse a las murallas para echar un vistazo. No sabrían decir que
sentimiento predominaba en sus corazones, si el pánico o la curiosidad. Urbino
decía que los lansquenetes eran bestias caníbales, pero en los recuerdos
infantiles de Nelo aparecían más bien como unos niños grandullones, a los que
lo único que se podía criticar era lo sudorosos que quedaban después de rajar
un par de docenas de florentinos. Tenía la esperanza de que al menos supieran
distinguir a los volterranos de los fuorosciti. Todo el mundo sabe que los
florentinos dicen “che”, en vez de “ge”. Si así era, podían contar con su
amabilidad, por ejemplo, señalándole los cruces de calles donde hubiera buenas
perspectivas de encontrar florentinos, ricos como Cresos. Estos soldadotes que
estaba viendo al pie de las murallas no parecían malos del todo. Daban grandes
carcajadas. Tal vez porque como Carlos V estaba arruinado (por muy emperador
que se llamase), la soldada solía consistir en carne de los saqueados. Niños y
mujeres de preferencia, pero hay gustos para todo, glub. Un sitiador sí que estaba enfadado de veras.
En cueros, apenas llevaba cubiertas sus vergüenzas por un trapo anudado a la
cadera. Trepó a un San Pablo de piedra que allí estaba, alzó los ojos a la sede
apostólica y largó cosas horrendas. Daban ganas de meterse los dedos en los
oídos simplemente con sentir su lúgubre tono. Al principio, no entendieron del
todo lo que decía. Luego ya sí:
—…
Tú, bastardo de Sodoma, Clemente, él del número siete. Tú, la bestia de las
siete cabezas y de los siete nombres blasfemos: Julio, Médicis, Clemente,
Vicario, Pedro, Pontífice, Papa. ¡Por tus pecados Roma será destruida! ¡Ay de
los que adoran al Siete: beberán el vino de la ira de Dios! ¡Serán atormentados
con el fuego y el azufre!
No
paraba de amenazar con el fin de los tiempos, es que no paraba:
—Sodomita,
bastardo, por tus pecados Roma será destruida, confiésate y conviértete; si no
me quieres creer de hoy en quince días lo verás.
Por
su agitación creciente, por la forma que blandía el cayado, los espectadores
comprendieron que estaban escuchando una profecía:
—Sodoma,
tu tiempo es acabado ¡pronto serás destruida!
Nelo
empezó a dudar si sería conveniente esperar a pie firme en San Marcelo, o mejor
buscar otro sitio hasta que estas buenas gentes de ahí abajo fuesen capaces de
establecer las oportunas diferencias.
—¡Che
por ge! ¡Che por ge! —susurraba para sus adentros.
Francisco de Urbino, que hasta hace un momento
parecía privado de sangre como una lagartija en invierno, le agarró del
antebrazo.
—¿Rezas...?
¡Déjalo para la iglesia, santurrón! Los primeros momentos siempre son un baño
de sangre. ¡Vae victis! ¡Corre! ¡Vamos! ¡Al Vaticano! ¡Es el único refugio
seguro!
Cuando
se asomaron a las obras de la nueva basílica vieron a Cellini, el orfebre de
nariz de pimiento y mirada astuta, sentado a una mesa, con una pila de monedas
a un lado y un pergamino y una pluma al otro.
El y el escultor Montelupo estaban reclutando artilleros entre artistas
y criados de cardenales, dizque para proteger al papa, aunque las risas
humilladas de sus futuros camaradas indicaban el alivio de sentirse protegidos
ellos mismos. Urbino dijo “dos nuevos” y les pusieron el pergamino para firmar.
“Desde las almenas —dijo Nelo volviéndose a su camarada—, podremos disfrutar
del espectáculo de la gran matanza de fuorosciti sin grandes riesgos en
realidad…” De pronto, se cortó en seco, preocupado por la metedura de pata
¿acaso Cellini no era florentino?
—…
pero me tuve que exiliar a Siena —respondió el orfebre a su pensamiento.
—No
me aparto de la verdad si digo que esto va a ser como presenciar la toma de
Troya por Anda-mamón —añadió Urbino no menos ceremonioso.
—Agamenón
—corrigió el volterrano, al que su sabiduría con los clásicos le valió el
ascenso en el acto a capitán. Entendió que los demás eran peores, lo que sí que
daba mucho miedo. Es más; si hubiera sabido el acto heroico que Cellini estaba
a punto de cometer, habría sentido verdadero pánico, a pesar de que en
principio fue simplemente nauseabundo.
No
llevarían ni un par de horas en los adarves, cuando arreció el bombardeo. El
asunto es que Nelo estaba detrás de una almena canturreando el Dime amor (el
madrigal favorito de su madre), escuchando silbar los arcabuzazos, las
granadas, las cadenas voladoras… El sentimiento de estar protegiendo al papa le
embriagaba de cálida serenidad, él, un católico tan fervoroso. Una esquirla en
la cabeza y vas al Cielo fijo. Cellini estaba a su derecha, en una tronera,
intentando averiguar el funcionamiento de una culebrina. Casi no podías
creerlo, pero él solo se había inventado de la nada la disposición de las
piezas de artillería y consiguió apuntarlas al enemigo, todas menos una. Su
vista no era muy aguda y el campo de batalla estaba a oscuras, efecto de una
densa niebla. El orfebre acercó una antorcha al orificio del ingenio, para ver
mejor. ¿Por qué no se estaría quieto? De repente, se disparó. Alcanzó al jefe
de los imperiales en la ingle. El tal condestable de Borbón estaba subido a
unas escaleras. A la vista de todo el mundo, empezó a vomitar sus propios
excrementos. Igualito que en La Divina Comedia, palabra. Los luteranos y
los españoles canturrearon encantados: ¡No tenemos jefe! ¡No tenemos jefe!
¡Nin-gún jefe! Querían decir que a partir de ahora cada uno sería su propio
patrón. Cada soldado podía dar rienda suelta a sus instintos como bien le placiera.
Tenían a su disposición la ciudad más rica, famosa y sagrada del mundo, donde
moraban seductoras beldades. Se enardecieron como lobos. Había más escalas que
almenas. Empezó a flaquear el ánimo de los defensores de a pie, y en cuanto a
los generales... Bueno, ahí estaba Cellini con esos ojos de carnero degollado,
preguntándose que había pasado. ¡Que has puesto a vomitar caca al general
enemigo, bobo, más que bobo!
La
literatura militar (con la significativa excepción de Jenofonte), no considera
La Retirada como una operación brillante. Pero debe hacerse a conciencia y hay
que reconocer que Cellini recogió los tres o cuatro millares de pintorzuelos y
monaguillos en el castillo Santángelo (la mole), en menos de los que tarda en
rezarse un padrenuestro. La mole, hoy llamada castillo, es la tumba del
emperador Adriano y no hace falta contar como hacían tumbas los romanos. ¡Que
derroche! Hormigón, piedra, mármoles de colores... Nada que envidiar a las
pirámides, pero con terraza para admirar el paisaje. Ya más tranquilos, atrajo
su curiosidad el pandemonio del exterior. Los ojos de buey de la mole hacían de
orejas de Dionisio, amplificando el estrépito en sus oídos. Cellini les invitó
a que se asomaran a las saeteras.
—Siempre
me han gustado las novedades —dijo—. ¡Contemplemos el increíble espectáculo!
Frente
a los espectadores se desarrolló un guiñol admirable de sangre, explosiones,
fuego, aullidos, órdenes, súplicas, caos y destrucción. Los lansquenetes
gritaban: ¡Matanza o paga! ¡Matanza o paga! ¡Dinero! ¡Dinero! Como los
pagadores, y en general, todos los que llevaban yelmo con plumas, habían salido
corriendo en cuanto vieron mancharse de excrementos la alba sobrevesta del
duque de Borbón... bueno, bueno, la verdad es que la cosa ahí abajo tenía mala
pinta. Pero cuando más felices se encontraban, henchidos de esa satisfacción
íntima que proporciona la perfección de una maniobra (sí, incluso la de
repliegue), se dieron cuenta de que habían cometido un olvido imperdonable.
¡Se
habían olvidado del personaje más importante, Sapristi! La forma en que se
dieron cuenta fue algo chocante. Cellini dijo que quería que sus hombres se
acostumbrasen a disparar. Nelo atacó el arcabuz con pólvora y bala. Buscó un
blanco y enseguida vio uno que corría hacia la fortaleza. Sí, uno muy blanco.
Apretó el gatillo. Lo curioso es que los lansquenetes también tiraban a la
misma diana. Era el papa, que corría como un loco por el pasadizo que comunica
el Vaticano con Santángelo. Un olvido imperdonable. El pobre tiene cáncer de
estómago y ¡bueno!, la blanca roqueta pontifica estaba sirviendo de magnífica
diana a los tiradores de ambos bandos. Su médico privado le salvó la vida
cubriéndolo con su capelo púrpura y recubriéndolo con su capa añil. Tras su
santidad, entraron en la mole los cuarenta y dos suizos que quedaban. Cellini
reanimó a un cariacontecido Nelo: al menos no le apuntaste a la espalda: había
cosido allí 24.000 ducados en diamantes y esmeraldas. Después de esto, uno no
se atreve a volver a disparar un sólo tiro y se limita a mirar: los
lansquenetes y los españoles se desparramaban por la ciudad como plaga de
langostas a través del puente Sixto. Aquel día quedaría grabado en sus
corazones para siempre y tardaron muchos más en dejar de temblar. El Sacco
durará días, semanas, meses, y sólo admite comparación con el saqueo de
Jerusalén, con los legionarios de Tito resbalando entre la sangre que pringa la
ciudad alta, mientras sobre sus hombros oscila la Menorah y el Arca de la
Alianza. Pues bien, la némesis de Roma no tuvo nada que envidiar a la de Sión
en la escala mundial de los horrores.
El
desfile de la Victoria podría parangonarse a los triunfos de Tito, Pompeyo y
Emilio Paulo, en nuestro caso sin elefantes. Los harapientos españoles, los
semidesnudos alemanes (tal que así habían entrado), marcharon ahora sobre la
ensangrentada vía papal, ataviados con paños de seda y brocados. Adornaban
pecho y espalda con collares de oro, diamantes y esmeraldas: unos vestidos de
papa, otros de cardenal. Cordones rojos al cinto para estrangular a los
purpurados supervivientes. Quién con un brazo estirado, quién con dos,
arrastraban sus nuevas concubinas, generosamente ceñidas de perlas y rubíes.
Concubinas: horas antes, podían haber sido monjas que se habían subastado
frente a sus monasterios, a uno o dos ducados, más o menos precio. O vírgenes
honestas, madres, esposas, hermanas e hijas, ahora desfloradas repetidamente
por la soldadesca, en sus casas, en los templos, en los altares, en la calle.
Música horrísona de pífanos y atabales ponía ritmo y marcha a las más
delirantes blasfemias: ¡Viva Luterus pontificex! Los cardenales, atraillados
con albardas equinas, apenas vestidos de una ropilla corta, sin cinta, eran
vendidos dos y tres veces sucesivas; hasta que, exprimido hasta el último ducado
de sus avalistas, una mano piadose les ponía fin metiéndoles una espada en el
estómago. O los acogotaba con su propio cíngulo. Extraídas de sus fundas
áureas, las calaveras de los Apóstoles sirvieron de pelota a improvisados
partidos de calcio y sobre el sacratísimo paño donde Magdalena obtuvo
testimonio cierto del Rostro del Señor, los lansquenetes jugaron a los dados.
Arriba en la mole, la cosa distaba de estar clara: si apuntabas a un luterano,
allá abajo, siempre te salía un cardenal (un Orsini), que te reprendía: ¡Mira
lo que haces, plebeyo! ¡Ése es un vasallo de los Colona y están negociando!
¿Quieres arruinar las posibilidades de paz? Cellini, cada vez que oía algo así,
se subía por las paredes: pensaba que una guerra en la que no se puedan matar
enemigos carece de dignidad.
Los
seres, no hombres, refugiados en la mole, se dispusieron a presenciar su
achicharramiento en vida. Alguien levantaría unos sillares, sostendría el hueco
con unas vigas, les prendería fuego y patapúm. Pero estaban equivocados. A la
segunda semana, sucedió algo extraordinario. Los saqueadores dejaron de
hostigar la mole bien fuera por convicción de su inexpugnabilidad, o, más bien,
por pactos entre el emperador y el papa. La excitación del primer momento fue
sustituida progresivamente por una soporífera molicie. Los alojamientos de la
tropa estaban en la cámara funeraria de Adriano, que es un gran hueco
cilíndrico interior, sobrevolado por un puente levadizo. Es, más o menos, como
estar en un calabozo grande. En aquella húmeda oscuridad perdías la cuenta de
los días, pero había pan, vino, escabeches, cebollas, carnes secas y saladas en
abundancia y, aunque los suizos de la guardia hacían ejercicios por la rampa
para mantenerse en forma, no les importaba si te quedabas durmiendo. El
problema es que, se pusiera donde se pusiera Nelo, siempre acababa descubriendo
a Urbino en la yacija de al lado. Exhalaba un cierto olor corporal a requesón,
bueno, en realidad mucho. ¿De dónde sacaba ese derecho a escoltarlo a todas
horas? La conclusión lógica es que daba por supuesto que, el haber prestado
servicios menores a la familia Buonarroti en el pasado, le convertía en el
introductor imprescindible de Daniele a la divina presencia. ¡Como si ÉL
tuviera que depender de los criados! Por supuesto que a un tipo que llama Anda-mamón
al conquistador de Troya, el nombre de Daniele Riciarelli no le dice nada.
Nada. ¡Que va a saber que él, Riciarelli, es también fresquista como
Buonarroti! Un arte, el fresco, que solo con manifiesta ignorancia se puede
calificar como mera técnica pictórica. No, Anda-mamón no perdería el tiempo en
visitar su fresco de La Justicia, en Volterra. Pero tiene la convicción de que,
siglos después de su muerte, esa dama rubia de espada enhiesta, seguirá
encarnando la idea universal de la Justicia. ¡Acabáramos! ¡Para Urbino
colaborar con el maestro solo significa enlucir con sus babas el suelo que
pisa!
La
vida en la mole acabó no siendo tan mala, sobre todo si eras Papa. Una noche se
les ordenó que lanzasen una cuerda desde las almenas. El pie de la fortaleza
estaba desierto porque los saqueadores se habían repartido por la ciudad para
disfrutar de sus adquisiciones. Aquel día había habido por fin una buena
noticia: el crucifijo de Santo Espíritu salvó la virginidad de las novicias
convirtiéndolas en viejas de sesenta y setenta, alguna incluso con pata de
palo. Nelo dedujo que no le volvería a
crecer. Un peso muerto colgado de la cuerda allá abajo, en lo oscuro,
interrumpió sus pensamientos. ¡Qué tiempos! ¡Lanzas una cuerda y se te ahorca
alguien! Jalaron. Un objeto redondeado surgió del vacío. ¿Qué será? Urbino
mordisqueó algo de una cesta y, tras breve reflexión, dijo sin dejar de
relamerse.
—Colmenillas,
Nelo, colmenillas.
Al
principio pareció sorprendente este arreglo subterráneo entre los sitiados y
los saqueadores, hasta que se dieron cuenta que estos se dividían en dos
grupos. El primer grupo, los católicos, (españoles e italianos de Aníbal
Colona), tan solo querían meter un buen susto al papa. Algo así como cuando te
disfrazas de Gorgona con todas esas serpientes en la cabeza. Bien, el susto
había sido morrocotudo. Al segundo día, había más de dos mil cadáveres flotando
en el Tíber, a los que se veía muy satisfechos de la original forma –nadando-
en que se habían presentado ante la puerta de San Pedro. Bromistas que eran los
católicos. Pero, buenos hijos ellos, veneraban la figura paternal del papa y no
podían permitir, es que no podían, que sufriera por falta de setas de primavera
adobadas con leche y miel. Pero, según se divisaba bastante bien desde la
perspectiva circular que daban las almenas del Santángelo, era muy distinta la
forma de actuar del segundo grupo de invasores, los lansquenetes. Daba gusto
ver como se comportaban esos luteranos con una ciudad que había estado sometida
a la puerca dinastía florentina. No respetaban ninguna casa: cardenales,
obispos, clérigos, viejas, niños de pañal, mujeres, pajes, servidores. Incluso
crucificaban a los pobres, o los sometían a refinados tormentos; el hijo en
presencia del padre; el niño de pañal delante de la madre, atormentados por
separados marido y mujer, la monja sodomizada con el crucifijo. ¡Viva Volterra, que narices! ¡Las estáis
pagando todas juntas!
Cogieron
la cesta y comprobaron con alegría que las setas estaban muy frescas, con sus
celdillas ¡tan jugosas! Parecían pequeños panales recién cosechados, aún
rezumando miel. Dieron cuenta del encargo al poderoso funcionario del sello,
Piombo, hombre rollizo, ataviado de rasos y damascos, que a su vez era pintor y
retratista. Les felicitó por el éxito del encargo y que, como podían ver,
“después de todo el exterior no era tan peligroso como se dice”, lo que les
dejó muy preocupados. Uno de vosotros tendrá que devolver la cesta.
Tal
vez un chaparro cabezón de piernas como palillos, enfundadas en medias negras a
la española, procedente de Urbino, no sea la persona ideal para contarle tus
intimidades. Pero la exasperante molicie de horas y días y semanas, uno al lado
de otro, otro al lado de uno, sin hacer nada, nada más que beber vino, acabó
propiciando las confidencias por el simple hecho de que era la persona que Nelo
tenía más cerca. Urbino escuchaba con mucha atención, lo que no suele ser un
buen síntoma por parte de personajes con un lado oscuro.
A
Nelo el fragor de la guerra siempre le hacía pensar en su padre, Antonio
Riciarelli. Aquel día ¿que tendría?, cinco o seis años, seguía a la carrera a
su progenitor por el mercado de Volterra, llamado los Priori. Las puesteras
convocaban a la clientela a gritos mientras, de fondo, se escuchaban cacareos
de gallinas, maniatadas de patas con trapos, amontonadas en cestos de paja. El
padre, cuyo rostro de lechuza era un insuperable ejemplo del aplanamiento
frontal de los Riciarelli, camina mientras encomia a su vástago las ventajas de
convertirse en podestá o condotiero famoso de forma que algún día participaría
en un saqueo y ganaría tanto oro como “para empedrar el camino de Volterra a
Roma”. Pero basta que se cruzase uno de esos tratantes de caballos alemanes y
le susurrase que un banquero había ganado millones con una mina de alumbre,
para que el padre añadiese algo sobre que es de locos dejarse matar cuando un
buen banquero puede comprar todos los ejércitos del mundo.
—…
Caudillo, banquero o asesino, al menos el padre me daba una cierta posibilidad
de elección. Nunca le oí decir nada de artista. Mmm…, dame otra de esas
colmenillas que robaste, Urbino. Gracias. ¿Dónde íbamos? Ah, ya, el arte. Yo
siempre supe que era especial. En mis alucinaciones despiertas, era una frase
que alguien me repetía constantemente, serás algo grande en la vida. Te sientes
abrumado por la convicción de que, por fuerza, tiene que existir un genio o un
ángel que te impulsa por caminos insospechados. En sueños, me dejaba perplejo
la capacidad de mis brazos de impulsarme al cielo como si fueran alas. Artista,
artista…
Daniele
tenía la sensación de que había una anécdota importante de su vida relacionada
con el día en que su padre le dio a elegir entre caudillo, banquero o asesino.
De pronto, unas escobas de palma apoyadas en la pared le hicieron recordar todo
el episodio: siempre había querido ser artista. Una vez el padre le vio
pintando el cerdito (porcellino) que está a la entrada de la fortaleza de
Volterra. Ya en casa, alabó el dibujo y no criticó en absoluto su vena
artística. Simplemente se lo llevó de la oreja y lo encerró en el cuarto de
escobas. Casi enseguida sintió sobre sus hombros las patas de Cervero, un
mastín que el padre había pedido prestado al vecino para uno de sus habituales
experimentos. Él los llamaba sesiones de fortificación. Sostenía que, sometiéndole
a este tipo de pruebas, se convertiría en un tipo corajudo. Militar o banquero,
no uno de esos artistas mariquitas. Como casi siempre, le liberó del tormento
su tío Leonardo el impasible: piensa, hijo, que los sufrimientos de la
adolescencia no duran mucho. Y que razón tenía.
—Ah,
entonces fue ese perro, Cervero, el que te comió la nariz.
—¡Idiota!
Los perros son los únicos animales filósofos, pues distinguen el rostro del
verdadero amigo por el simple criterio del saber y no saber. Con la tuya
tendría para un mes de buena alimentación.
—Bah,
dejémonos de puyas. Por lo que se ve el can no te convenció.
—Así
es, Urbino. Siempre quise ser artista. Puedes creerme, créeme.
—¿Es
eso lo que piensas alegar ante Miguel Ángel, Nelo? ¿Que tienes mucha vocación,
pero jamás has hecho nada? Porque no has pintado nada en tu vida además de esa
Justicia con aspecto de puta de candela ¿verdad?
—Hum…
¡Nos salió respondón el lacayo! Has de saber que fui pupilo de Sodoma en
Volterra. Pintamos un carro romano al fresco en el palacio Mafei.
—Oye,
Nelo, no te hinches tanto, que revientas. Si eras su pupilo, de Sodoma,
significa que era el quien pintaba. Tú le presentarías el trasero. Sé porque le
llamaban Sodoma y a fe mía que es un canal harto estrecho.
Nelo
escupió una brizna de carne a la pared para hacerle ver que pasaba del insulto.
Un sexto sentido le decía que Urbino, más hábil con las escobas que con los
pinceles, tendría más fácil servir como criado al divino Miguel Ángel; y que,
de alguna forma, le transmitiría que él, el Volterra, ya tenía experiencia de
buen fresquista. No estamos hablando de la carga de un nuevo aprendiz.
El
divino. Puede que uno sienta en sus labios el saber acre de la blasfemia al
pronunciar la palabra divino en relación a un mortal, pero sosiegue su
conciencia: es admisible. Clemente VII decretó que su persona es sagrada, como
San Francisco o San Benito; y no es idolatría ponérsele de rodillas con
veneración, como a cualquier otro miembro del Santoral. Cuando este libro
aborde la expiración del cuerpo mortal del Santo, asistiremos a una
demostración pública de la certeza del hecho. Así se hizo constar en Acta y
nadie lo desmintió rotundamente.
¿Qué
decíamos? El pupilaje con Sodoma. Duró poco.
—No
tuve paciencia de acabar los estudios con Sodoma. Los Priori de Volterra se
disputaban… requerían mis trabajos, te lo aseguro. La familia Del Nero me
encargó pintar sus armas, un grifo rampante bermellón, en el palacio del
capitán de justicia. Y también pinte el escudo… Bueno, a veces pintas cosas que
odias, solo por, por… Ya sabes, hay que comer ¿no? —al ver que los ojos de
Urbino estaban iluminados por una sonrisa irónica, añadió—: El escudo de los
Médicis, me parece. Seis roeles. En un vidrio del palacio de los Priori, creo,
sí…
—Nunca
cuentas nada de tu madre ¿te das cuenta? Pero esa canción que silbas a veces,
Dime amor, significa que la añoras ¿no dijiste que fue ella la que…?
—Quien
no me ha hablado aun de lo que pasa ahí afuera eres tú, Urbino. Ayer hiciste
una salida para devolver la cesta. Anda, no te escurras, me muero de
curiosidad.
—No
le veo la gracia al cambio de tema, ¿sabías que en el banquete de Ognissanti el
probator detectó una amanita faloides agazapada entre champiñones? Algún día se
le escapará una y ¡zas! ¡Cónclave!
—Insisto
en que me hables de lo que pasa ahí afuera. ¿Qué pretendes? ¿Cabrearme?
—Roma
está cubierta de carroñas, pero si quieres… Lo bueno es que nadie te molesta;
creen que eres un soldado italiano de Aníbal Colona y que estás en el ajo del
saqueo…
Nelo
pronto perdió pronto el interés, adormecido por el vino y la verborrea. Desde
luego, Urbino contó algo sobre los palacios apostólicos, convertidos en
cuadras; del estropicio en los Boticellis de los muros donde habían pintado
muchos “Viva Luterus Pontíficex”. En determinado momento hizo un ruido grimoso
con el cuchillo contra la piedra y el volterrano recuperó el hilo. Urbino
estaba diciendo:
—…
por lo demás, amigo Nelo, había empezado a llover barro y los saqueadores
intentaban poner a cubierto los puestos en que exhibían los resultados de sus
rapiñas. ¡Los últimos latrocinios son de pura miseria! En el palacio Máximo de
las Columnas han extraído los hierros, clavos y hasta las cerraduras En el aire
se ventea un ominoso tufo a chamusquina. Los famosos frescos están chamuscados,
renegridos, quebrantados, completamente arruinados.
…La
destrucción es brutal —terminó Urbino mientras fingía afilar el cuchillo contra
el suelo—. Frescos, tumbas, iglesias, palacios... Para mí, que voy a ser criado
de Miguel Ángel, un desastre. A ti... te felicito, Nelo, te verdad que te
felicito.
—¿Puedes explicarme porque me felicitas? Yo
no he sido el causante de toda esa destrucción. El hecho de que sea
volterrano...
—¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Crees que
alguna de tus obras maestras puede competir con las que ves en Roma?
—No de momento... Pero no hay que
desesperar... Hay sitio para unos y tal vez para otros. Quizá pueda darse el caso de que... ¿Sabes lo que quiero decir?
—Eres
el ojito derecho de Abadón. Perdona si ya lo sabías, pero así se llama el Ángel
de la Destrucción.
—¿Qué
soy un qué?
—No
sé cómo explicarme, Nelo, no sin hacerte daño. Piensa que tienes un hermoso
salón decorado por Miguel Ángel, Rafael y Da Vinci. ¿Harías borrar un lienzo de
pared y llamarías a Nelo de Volterra para que lo repintara?
Una
terrible frialdad se expandió por sus miembros.
—¿Y
qué tiene que ver el Ángel de la Destrucción con todo esto?
—Tiene,
Volterra, tiene, pero soy incapaz de explicártelo.
Ni
él iba a pedírselo, no podía comentar eso con Urbino. Él nunca lo entendería.
Nelo atrajo a su imaginación la elegante fachada del palacio Máximo, un círculo
de columnas procedente del antiguo teatro, llamado Odeón. Un teatro romano era
el colmo de la expresión artística en su tiempo. Nunca se pensó como algo
efímero, sino eterno. La peligrosa deriva de sus pensamientos hizo que se
mordiera la lengua. Llegaron los cristianos y no tuvieron piedad con el teatro
Máximo. Un cardenal, Riario, hizo aquí su palacio. ¡Debe saberse! ¡Destruyó el
antiguo teatro! ¡No sintió nada! Sí ¿por qué apiadarse de lo que el tiempo
destruye? Que sentimiento más inútil. Un monumento debe aceptar todo. Y si
luego vienen los lansquenetes, y tienen la ocurrencia de arrasarlo ¡pobre de
quien se resista! El arte es perecedero. Nada puede resistirse al carro de
Cronos; el tiempo y la muerte son sus ruedas. Nelo debe ir subido a ese carro.
Ahora comprende aquel pasaje del Apocalipsis. ¡El Ángel de la Destrucción!
Lleva un incensario de oro y allí donde lo tira, arrasa. Sírvele y te elevará
por encima de los hombres, te rescatará del olvido de la muerte. Es justo,
justo, justo...
Estaba
temblando, febril. El haber extraído todas sus consecuencias del tema que
infestaba su mente como una ponzoña, parecía haberle afectado a la salud. ¿O
tal vez estaba pillando la fiebre de los pantanos?
—Pero
sigamos a lo nuestro —dijo Urbino probando el filo con un dedo.
—Quisiera
enterarme de la suerte de otros monumentos.
—¿La
destrucción de los monumentos te impide pensar en tu madre? ¡Nunca cuentas nada
de ella y te pasas el día dando la tabarra con el Dime Amor! ¡A fe mía que sois
fanáticos los volterranos!
Nelo
frunció el ceño y se apretó la frente con la mirada clavada en el suelo.
—No,
Urbino, no es ningún impedimento. Pero es que no hay nada que contar. No se
guardan recuerdos de lo que ha sucedido mientras eras un mocoso.
Aquel
día ¿había cumplido los diez? ella había derramado sin querer unos gramos de
sal. El padre (a diferencia del hijo), jamás consiguió que lo inscribieran en
el Libro de los Ciudadanos de Volterra. Sólo estaba registrado en el Libro de
la Sal de boca dónde, dos veces al año, los miserables y los bocazas están
obligados a comprar la sal a precios de estafa. La madre había sido una
pelirroja de mirada gris-perla, tan deslumbrante, que aquel piccolo volterrano
que al parecer era yo, se sentía incapaz siquiera de mirarla de frente; pero
aquel día la piel de la cara estaba sumida a consecuencia de los sufrimientos.
A veces aun componía madrigales que empezaban siempre por Dime amor y Nelo le
juraba lo mucho que le encantaban y que sus poesías eran mejores que las de
Petrarca. Entonces ella le cogía pellizcado de las mejillas y decía con zumba:
—Pero
que gusto más malo tienes, Nelo.
Aquel
día el padre no toleró el insulto y, con los ojos brillantes de vino, palpó la
sal. De pronto, echó mano a una pierna de mármol (resto de un pequeño Apolo
deteriorado) y se lo arrojó a la madre. Acertó en pleno rostro. La pobre expiró
sin soltar un ¡ay! Luego, Antonio Riciarelli lanzó unas miradas circulares,
temeroso de que los florentinos sospecharan de un tumulto. La familia vivía a
la sombra del Macho florentino, fortaleza que clava su pasadizo en otra más
pequeña, llamada la Hembra volterrana. Casi al momento, vieron aparecer por la
puerta una pareja de soldados barbilampiños. Venían desarmados, pero con unas
pequeñas hachas colgadas a la espalda, como los lictores romanos. El padre dijo
que su mujer no le cuidaba bien, pero que lo siento, lo siento, lo siento...
Cuando se lo llevaron, pidió a su hijo que nunca contase a nadie lo que había
pasado. Es la única forma de que los Principales te respeten, nunca tengas que
ver con un ajusticiado, hijo mío, nunca…
Entrado
el verano ya ni siquiera quedaban los clavos de las cerraduras y nada podía ir
peor en Roma. Si podía. Cayó la peste. A todas horas pasaban carretas llenas de
cadáveres. Pero nunca estabas seguro si eran cadáveres: esta enfermedad produce
la putrefacción en vida y tendías a retirar la vista de aquellos cuerpos llenos
de pústulas negras y azuladas. En una hostería cerca del Bordeleto a un hidalgo
navarro se le escapó que habían sido los propios españoles quienes habían
pagado a ciertos untori judíos para que untasen un ungüento pestífero en muros,
puertas y calles. Ese ungüento, fabricado a base de pestis manufacta, es el
que, en resumidas cuentas, produce la peste.
Un domingo neblinoso y cálido, por la mañana
temprano, el ruido de las carretas pareció excesivo, incluso en medio de
aquella desolación. Eran los lansquenetes que abandonaban Roma en pequeños
grupos, tapándose las narices con pañuelos. A los pocos días, se abatió la
última plaga: la pierluigización, que en este momento se hace difícil explicar
en qué consiste. Ya lo irá diciendo el relato. Dio nombre a esta práctica
Pierluigi Farnesio, cuyo padre llegaría a ser el papa Pablo III. El retrato que
le hizo Tiziano es bastante ilustrativo de su bestial inhumanidad: ojos de
besugo, barba de chivo, labios babeantes; cuando uno está frente a la pintura
es capaz de percibir la roña y el hedor que acompañaron su paso por la vida.
Pierluigi, que como aliado de los españoles había disfrutado del saqueo desde
su palacio romano, asoló la campiña ya más a su gusto, al verse libre de
competidores. Los niños, angelitos a los que su pequeño tamaño había permitido
esconder en una alacena, pozo o armario, perecieron entre boqueadas hediondas.
Los protestantes gritaron su denuncia:
—¡Los
católicos han encontrado un nuevo método de martirizar a los santos!
El
saqueo había sido tan completo que Piombo decidió a emigrar a Génova, incapaz
de encontrar una sola onza de plomo para el sellado de las bulas. Perino,
también en Génova, y Cellini, éste en Mantua, también habían conseguido al fin
poner tierra por medio. La presencia de Nelo en Roma se había vuelto algo
absurdo después de la doble negativa –de Perino y Miguel Ángel- a retornar a
una urbe arrasada, vejada, muerta para siempre. ¿Quién iba a hacer encargos
artísticos? Ni hablar de buscar la fama en este cenagal. Para sobrevivir, Nelo
tuvo que recurrir a deambular por el Corso, a la caza de algún luterano o
español retrasado a los que se ofrecía a hacerles un retrato por cuatro cobres.
Sería
ya el otoño y, por paradójico que pueda parecer, llego a oídos de Nelo que
Piombo, el supremo funcionario del sello, estaba de vuelta y tenía interés en
hablar con él. Lo citó en la Sala del Erario del Santángelo: un círculo de
armarios pandeados por el peso del oro, rodeando un gran tambor blindado. Su
risa humillada indicaba a las claras que hubiese aceptado cualquier encargo
alimenticio: el último salami apenas lo recordaba y hace un par de días que
solo le quedaban cebollas. Lo que escuchó le dejó tan asombrado que tuvo que
pedir al poderoso signatario que se lo repitiera.
—¿Qué
lo repita? No solo lo repito, Daniele, ¡lo amplio!: no es exacto decir que en
Roma se encarga de nuevo arte. ¡Lo que acaba de encargarse es más que arte! ¡Es
la Obra Total!
¿Quién
diablos podía estar tan loco? ¡Si aún no se habían apagado los rescoldos de las
hogueras donde ardían Boticellis, Rafaeles y Peruginos!
Ni
con una imaginación mucho más calenturienta que la suya hubiera podido imaginar
la respuesta.
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