SUMARIO
1.-Suprime la angustia de tu vida.
2.-Consultas:
a) ¿Como me excuso de ser Jurado?
b) Cobro del seguro y aceptación de herencia.
3.-Capítulo 3 de Curaçao bleu.
1.-SUPRIME LA ANGUSTIA DE TU VIDA
Muchas más son, Lucilio, las cosas que nos aterran que las que realmente nos aprietan, frecuentemente sufrimos más las opiniones que la realidad
Lo que simplemente te aconsejo es que no seas desgraciado antes de tiempo como cuando aquellas eventualidades que tenidas por inminentes te provocaron pánico: quizás no lleguen nunca, en todo caso, no llegaron.
Algunas cosas en efecto nos atormentan mucho más de lo que deben, otras antes de que deban, todavía otras nos atormentan bien que de ninguna manera deban hacerlo; o bien agrandamos el dolor, o bien lo adelantamos o bien lo fraguamos. En cuanto al primer punto, puesto que el tema está sujeto a controversia y tenemos al respecto una litis abierta, la dejemos de lado por el momento. Lo que yo digo ligero, tu pretendes gravísimo
No reflexionar sobre lo que escuches sino sobre lo que sientes, que deliberes con tu paciencia y tú mismo te interrogues, tu, que mejor que nadie te conoces, "¿de qué es lo que se apiadan estos? ¿Qué es lo que los hace trepidar; como si temiesen que los contamine, como si acaso se pudiera contagiar la calamidad? ¿Es lo que me acontece realmente tan malo o tiene esto más mal renombre que nocividad? Interrógate tú mismo "¿no me estaré torturando, afligiendo sin causa y lo que no es malo, haciéndolo?"
"¿De qué manera" - preguntas - "puedo darme cuenta, si son fútiles o reales los motivos por los que me angustio?" Recibe la regla de estas cosas: o bien nos atormentamos con el presente, o con el futuro o con ambos.
a).-Del presente es fácil juzgar: si tu cuerpo está libre, sano y no eres víctima de las injurias de nadie, examinemos la cuestión del futuro: hoy por hoy no tiene nada que hacer.
b).-"¡Pero sin embargo el futuro existe!" En primer lugar, examina si realmente hay o no pruebas ciertas de una desgracia futura, la mayor parte del tiempo en efecto sufrimos a causa de sospechas y juguetea con nosotros aquello de que "en la guerra el rumor desgasta":
Mucho más perturba lo vano, la verdad en efecto tiene su cierta moderación: lo que proviene de lo incierto acarrea consigo las conjeturas y fantasías de un ánimo despavorido. Nada por ello tan pernicioso, tan irrevocable como los temores pánicos, otros miedos ciertamente te privan de la razón, éstos hasta del pensamiento. Investiguemos entonces la cuestión diligentemente. Un mal futuro puede ser verosímil: no quiere decir que sea certero. ¡Cuánto no esperado llegó! ¡Cuánto muy esperado no compareció nunca! Incluso, si un mal futuro debe necesariamente acontecer, ¿quién te obliga a sufrir su dolor ahora? Suficientemente vas a sufrir cuando llegue, en el ínterin preságiate algo mejor.
¿Qué es lo que ganas?: tiempo. Muchas veces sucede que un peligro cercano o incluso inminente detiene su curso, desaparece o pasa a otra cabeza: el incendio abre un camino para la fuga; a veces un derrumbe te deposita suavemente, o la espada se frena justo antes de tu cerviz: muchos sobreviven a sus verdugos. Hasta la mala fortuna tiene sus caprichos: puede que llegue, puede que no llega, en el ínterin no es; imagínate algo mejor.
No pocas veces, sin la mínima señal aparente que haga presagiar un mal, se forman en el ánimo falsas representaciones: o bien tergiversamos para peor palabras de significación dudosa o nos imaginamos que ofensas que proferimos tienen mayor entidad que las que realmente poseen y cavilamos, no sobre cuánto enojo pudieron haber provocado, sino sobre todo aquello que podría hacer el ofendido. Así, ninguna razón para vivir habría ni sistema para enumerar las miserias, si se teme todo lo que pudiere temerse.
Lucio Anneo
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Garceta gigante |
2.-CONSULTAS
a) ¿COMO ME EXCUSO DE SER JURADO?
Creo que ser jurado es un deber civico democrático; pero entiendo que esta pausa vital puede deshacer la vida a a personas que cuidan parientes o tienen un trabajo que no pueden parar. En esto casos (y sin perjuicio de un consejo profesional), pueden presentar una "carta de excusa de este tenor:
EXCUSA PARA ACTUAR COMO JURADO
AL JUZGADO Nº
ASUNTO Nº
DON , con DNI nº ,
nacido el día , con domicilio en , teléfono ,
EXPONE:
Según comunicación de fecha
30 / 03 /2025, he sido incluido en la lista de candidatos a jurado en el
asunto antes reseñado.
Que, dentro de los 5 días siguientes a la notificación,
presento la siguiente excusa:
*Ser mayor de 65 años (adjunto testimonio notarial del DNI)
Por ello,
SUPLICO:
Se resuelva favorablemente mi exclusión del Tribunal del
Jurado antes citado.
A Coruña, a 31 de
marzo de 2025
(Ante el Magistrado-Presidente, dentro de los cinco días siguientes a la recepción de la citación del candidato para una concreta causa (art. 20 LOTJ). Para la resolución acerca del motivo de excusa se celebrará una vista y en el plazo de tres días el Magistrado-Presidente resolverá acerca de la excusa)
b) COBRO DEL SEGURO Y ACEPTACIÓN DE HERENCIA
Otra consulta es sobre sí el cobro del seguro de vida implica aceptación tácita de la herencia.
Mi opinión (que podría no ser la de un juez) es: si el beneficiario del seguro está designado de forma concreta (nombre y apellidos, DNI) , el capital del seguro no se adquiere por herencia, si no por la ley del contrato del seguro, y no existe aceptación tácita. Incluso los renunciantes a la herencia conservan su derecho al capital del seguro.
Distinto es que no exista tal designación concreta y nominativa de beneficiario (por ejemplo: "será beneficiario el heredero/s"). En tal caso, entiendo que presupone aceptación tácita de herencia.
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Reyes Magos en el palazzo Medicci. |
3.-CAPÍTULO 3 DE CURAÇAO BLEU
3-ALTERNANDO CON VÍBORAS
Cuando recuperó los
contornos de las cosas, sus ojos transmitieron a su cerebro una visión del
jardín del Edén: kentias en maceta del tamaño de palmeras prehistóricas, pieles
de leopardo apolilladas, tapices tramados con somorgujos y el león funerario de
Tutmosis III, cuya pétrea melena jurarías que se había hecho la permanente de 5
francos en la peluquería del Palais-Royal. La sociedad europea había
embellecido el desierto de Gizá que, sin su genio, no sería otra cosa que esa
sucesión de embudos de arena y cascotes que podía observar por el lado sur del
tinglado. Naturalmente, si pudiera dominar todo el campo, vería las pirámides;
pero para eso se había previsto el graderío al que descenderían en el momento
oportuno. Para sentirse más a gusto, Gipini olfateó con discreción el ambiente
hasta que, el olorcillo a habanos, le señaló la ruta del fumoir: tras un biombo, en letras doradas, se leía: SOLO
CABALLEROS. Los fellahs de los alrededores habían alisado el empedrado con
esteras y colocado cerca de una docena de sofás turcos con sus respectivas
escupideras azules; pero, lo mejor de todo, era una barra de cinc, donde
reinaba el barman con su bayeta en la bocamanga. Había también un termómetro
cuyo mercurio estaba a décimas del desbordamiento; el bochorno provocaba que se
desabrocharan las chaquetas, que se aflojaran los lazos, que se abriesen los
cuellos. Todo ello, a pesar de que el espacio era abierto y que una dama podía
darse de bruces con todo aquel relajo; pero en Oriente no siempre es posible el
mantenimiento de las buenas formas. Por suerte, aquel día Gastón había
descartado su uniforme galoneado de catedrático y llevaba un traje americano de
lino. Fallando la vista, aguzó el oído. Hablaban todos contra todos (de
Literatura y Bellas Artes, según creyó entender por las alusiones a Flaubert
“ese gran autor alemán”). Aquellos caballeros enrojecidos, sudorosos, hicieron
pensar a Gipini en estos profesores que vegetan en Egipto, no porque les
interese el país, sino que han hecho su viaje para poder decir que lo han
hecho.
Levantó su salacot
de paja fresca e hizo una reverencia circular. El barman, un hombre de mejillas
azules y nariz ganchuda, le cogió el sombrero mientras se presentaba.
—Soy Filakos.
Aristóteles Filakos. Es el nombre de un filósofo griego.
—He estudiado la Metafísica de Filakos —respondió zumbón
Gipini—. Un gran filósofo, sin duda.
—No sabe el placer
que nos causa verle vivo, director —siguió impertérrito el barman—. De todas
formas, ha batido el récord: nadie ha conseguido resistir más de cuatro días en
la choza de Rocadimonte. ¿Un digestivo?
—Nada de momento,
gracias.
—Por lo que más
quiera, siéntese, señor director. ¿Le parece bien el diván, señor director?
Director.
Tenía muy claro
porque le daba ese falso título. En el fondo, Filakos le estaba tirando de la
lengua: aquí todos informan a alguien. Cuando El Cairo descubrió que Gipini no
volvía de inmediato a Francia, supuso que había sido nombrado nuevo director
del Service, o al menos director-adjunto para suceder a Latour tan pronto se
acabase de morir o cualquier otra cosa que significara que el viejo caduco
estaba acabado. En los últimos años la filología había avanzado a una velocidad
tan vertiginosa como la ciencia ferroviaria o la electricidad y el anticuado
camaleón, el Mamur (como le llamaban
los que creían que significaba la Momia),
anquilosado por su permanencia en Egipto, ya no servía para sostener el
prestigio de Francia ante los pérfidos alemanes. Que era en el fondo de lo que
se trataba. La derrota de hace ocho años aún escocía. Se pensaba que Francia
solo podía tomar su revanche mediante el prestigio científico. En cuanto
El Cairo vio a Gipini, el más joven profesor de la historia del Collège de
France, juzgó sin apelación:
—Han arrojado a
Latour al caldero. Han colocado a Gipini en su puesto.
Se sabía que el Mamur tenía entre manos un
asunto de capital importancia. Inseguro de su saber, habría pasado ciertos
calcos a unos amigos de París para que los tradujeran. No tan amigos porque el
asunto trascendió hasta el punto que un anticuario llamado Chakri ofreció una
copia al cónsul francés en Damasco. Cuando se extendió la noticia la comunidad
científica se vio sacudida por una especie de shock: el asunto era demasiado
novedoso. Al principio se llamó el Papiro de las Vísceras; tras madura
reflexión, se prefirió hablar del Secreto o Texto de la Pirámide sin
olvidar variedades como Pirámide Caníbal y mil otras. El Cairo juzgó sin
posibilidad de apelación que para este combate Francia enviaba a su mejor
paladín: Gipini. El cual tenía su propio plan, paralelo, pero no convergente:
“Comer la nuez, dejar la cáscara”. El Texto, sí; pero en cuanto a la dirección
del Service des Antiquités egipcio, debería esperar a que ganase plaza en el
Institut de France y, en resumidas cuentas, a que llenase su bolsillo. ¿Se iba
a apresurar por un puesto cuyo sueldo dependía de los cíclicos estados de
bancarrota egipcia? ¡Ja!
—¿Por qué me llama
director, barman? Solo soy un humilde profesor del Collège.
—Como quiera —bajó
la voz—, no le llamaré director para que no se enteren estos vagos. ¿Curaçao
como todos?
—Tomaré coñac.
Mientras Gipini se
acomodaba en el diván, un incómodo silencio recayó sobre la sala. Estos
diletantes de zapatos amarillos le estaban enviando un mensaje por el
procedimiento de permanecer callados: ¿por qué no asumes de una vez el Service?
¿Es que no entiendes que te aboca tu brillante expediente? Si estuviera de
humor Gipini les respondería: ¿Me van a pagar ustedes mi tratamiento de 28.000
francos? ¡Ja!
Se despatarró en el
asiento, descansando el peso en el codo izquierdo, y se dispuso a escuchar.
Sorbió un par de veces la pipa de narguilé. Al cabo de un rato entornó los
párpados y, muy bien hubiera podido estar dormido, si él no siguiese el sistema
de los gatos de velar con los ojos semicerrados. La sala consideró que Gipini
había pasado al país de los sueños. Poco a poco las conversaciones se hicieron
menos tímidas, más descaradas.
—... un ataque de
diabetes. Al Mamur le quedan días. Como no consigan sonsacarle el Secreto de la
Pirámide, se lo llevará al infierno.
—¡Está curado! Hace
unos meses fue a tomar las aguas a Pougues-les-Eaux y vino como nuevo.
—Falso, ayer vomitó
sangre y hoy también. El médico le esconde su estado.
—Latour es un hombre
desesperado; ha consagrado su vida a la gloria y ahora que tiene un
descubrimiento a mano, ya no es capaz de traducir y darlo a la luz. La larga
permanencia en Egipto lo ha embrutecido. La parca le persigue.
—Si no lo sabes tú,
Petit, no lo sabe nadie. Despacháis a diario ¿no es cierto?
El escribiente de la
misión francesa, eterno aspirante a la nada, no perdió la ocasión de darse
pisto:
—No come, la
dispepsia le atormenta. Vomita siempre y el dolor de cabeza no le abandona un
instante. Ha intentado verdaderas locuras para conseguir una prórroga de la
vida...
Proveniente del
desierto (o de la cima de las pirámides), contrapuntea la conversación el
graznido insistente y quejoso de un milano.
—... prórroga que
por otra parte no sabría cómo utilizar.
—¿Qué locuras?
—¡Camarero! ¿Ha
advertido a Gipini que su coñac jamás ha visitado el país del Loira?
—Decía que “qué
locuras”.
—Tomar todas las
drogas del mundo.
—¡Bah! Aquí las
drogas son como los macarrones en Italia. Eso no es una locura. Al menos no es
una locura interesante.
—Y tomar
electricidad ¿eso no es una locura?
—Más, más...
—Si te refieres a
nutrirse de vísceras humanas etcétera, ¡a ver si acabáis de una vez con esas
historias! Esos bulos degradantes los difunden quienes quieren dejar indefensa
a la pobre Francia para quedarse por la cara con el canal de Suez —dijo aquel
al que los otros habían llamado Petit, un tipo bajito, pecoso, relleno y
coloradote, que era el secretario o el segundo del Mamur (o algo parecido).
Ladridos de perros
vagabundos denotaban que el desierto no es un lugar tan vacío como vulgarmente
se cree. Al fin, una novedad.
—Ahí llega su
excelencia el barón. ¡Menudas horas, Karl!
—Fijaos que la flor
del ojal está siempre fresca. ¡Filakos! ¿Qué te da el Barón que le permites
cosechar en tu rosaleda del Shepeard?
—Aquí, barón Von
Below, aquí. Llega tarde ¿es que no puede dejar el trabajo ni siquiera por un
día?
—Estoy seguro que si
se le pide con educación, Vulcano tendrá la paciencia de esperar por mí. Por
nada del mundo me lo perdería.
Gipini entreabrió
los ojos, apenas una rendija.
—¿Viene del barco?
He visto el vapor alemán el muelle y me pareció que alguien estaba
enseñándoselo a una visita —dijo uno de quien el cutis de cangrejo denotaba su
origen nórdico.
—El barón vendrá de
donde le parezca —dijo Petit—. Haga como yo, no critique a nadie y no será
criticado.
—A los setenta ya no
se corren juergas —dijo Below achicando la mirada y subiendo los hombros para
indicar que se trataba de falsa modestia.
—Alguna sí, alguna
sí —se insolentó aquel individuo de piel enrojecida.
—¿Y tú, Piehl, me
vas a acusar de perverso? —respondió el barón con un destello zorruno en los
ojos, como si llevara algo en mente—. ¿Me llamas perverso tú? Tú que publicas a costa del Museo en sueco,
idioma que tiene el pequeño defecto que nadie entiende. ¡Reconoce que has dicho
que eso te daba exactamente igual! Que tú lo que querías es acumular
publicaciones sin importar si se entienden o no. ¡Eso es más malvado que unos
cuernos que me importan un bledo!
Gipini cuyos
pensamientos giraban a demasiada velocidad, reconoció en el acto al prusiano de
la rosa en la solapa. Su único contacto con aquella visión femenina que en
realidad no le importaba nada, nada de nada. Tenía que ser su abuelo o su
protector: acababa de confesar los setenta y la niña, bueno, tenía esa
provocativa obscenidad de quien acaba de salir de la adolescencia y no es capaz
de controlar los efluvios que esparce en el ambiente. Creando problemas.
Incluso a gente que tiene cosas mejores que hacer, ¡parbleu!
Gipini decidió su
paso al estado de despierto y llamó al maître con la disculpa de que le abriera
otra botella de coñac. Filakos se sentó encantado al borde del sofá, se giró
hacia el profesor y se dispuso a escuchar atentamente.
—¿Ése es alguien?
—preguntó Gipini en voz baja, mientras repasaba con el pulgar el perfil de un
napoleón de oro.
—¿No conoce a Von
Below? —El hostelero, un hombre que con toda probabilidad informaba a todos los
servicios secretos a la vez, se prestó al juego—. ¿Por dónde empezar? No es
ningún noble ni príncipe ni esas paparruchas. Se crio en el cuartel de
Küpfegraben, en Berlín. Su padre, un polaco cuyo nombre es mejor no pronunciar,
era sargento de botas del príncipe Von Below. Lo cierto es que el muchacho
destacó, fue admitido en el gimnasio de Berlín a costa del príncipe al que más
adelante robaría el nombre y el von. Estudios en Leizpig, Tübinga etc.; fue
adoptado como su sucesor por el gran Lepsius. Lo que pasa es que siempre sintió
como una injuria la modestia de su origen. Pequeños robos, falsificación de
títulos de nobleza, etc., todo eso conllevó que su Lepsius le apartara de la gran expedición germana a Egipto de
los años cincuenta.
—He leído algo —dijo
Gipini que seguía espatarrado mientras masajeaba suavemente la moneda—. ¡Más de
cincuenta mil objetos para el museo de Berlín! Es la mentalidad puritana: los
alemanes sienten repugnancia por el robo que no sea a gran escala.
—... pero aquella
razia —prosiguió Filakos— produjo un segundo efecto: todo alemán ausente se
convirtió en un apestado para la egiptología. Lo curioso es que a Bellow lo
acogió el gallo francés: Latour le confirió pequeños encargos; él, por su
cuenta, se convirtió en traficante a una escala que, hasta la creación del
Service, se consideraba normal. Trafica hasta con lo más personal, si me
entiende usted lo que quiero decir.
Un comentario
absurdo. Las malditas maledicencias pueblerinas de ese poblachón auvernés en
que se había convertido El Cairo. Un profesor está por encima de ciertas cosas,
el barman no debería esperar el menor comentario por su parte.
—Sirve coñac,
Filakos, echa una copa para ti.
—Lo he dejado, señor
Gipini.
—En ese caso...
—Lo he dejado por el
ron.
—Pon ron también
para mí —siguió Gipini—. De todas formas, tu coñac me recuerda mucho al ron del
molino azucarero de Akmin —tapó la moneda con la mano—: Pregunta: Sí se lo debe
todo a Latour ¿por qué me pareció que Below hablaba con desprecio de él, con odio,
no sé...?
—El mecanismo del
resentimiento es más cruel que el cianuro, un veneno que se instila en las
venas y nunca, nunca sale —aclaró Filakos que tenía ínfulas de filósofo como su
tocayo Aristóteles de Estagira—. El resentido odia a su benefactor más que a
nadie. Es un odio mortal, puro, salido de las mismas raíces del infierno. La
cercanía a su benefactor le proporciona un conocimiento perfecto de las teclas
que hay que tocar para causar una auténtica sinfonía de dolor.
—¿Amantes, hijas,
nietas…?
—¡Opa!, pobres
mujeres, con la misma flema que dispara a un gato, el Teutón se deshace de
ellas cuando se hacen viejas, aunque a algunas las conserva un tiempo como
criadas. Peor se lo toma cuando se ponen debajo de las alas de otro. A la
circasiana… Salima, creo, la obligó a
latigazos a rescatar una gallina que picoteaba en las vías del tren. La gallina
se salvó, si me entiende usted lo que quiero decir…
Entre copa y copa,
Gipini aprendió la mecánica de los firmanes
privados. Estas licencias de excavación se sustentaban en la argucia de que
eran anteriores a 1860, fecha en que se atribuyó el Service a Francia y dejó de
ser legal el tráfico de antigüedades. Los privados podían causar auténticos
cataclismos. Uno de ellos arrasó treinta kilómetros de riberas del Nilo para
obtener medio millón de momias. Estas, se usaban para la industria de la
remolacha, en concreto para teñir de blanco el azúcar de remolacha, además de
otras utilidades: combustible ferroviario, tinte para papel, medicamentos,
destilación de espirituosos... La industria de los muertos secos se convirtió
en la puntera de Egipto, un país cuyo suelo se sustenta sobre cientos de capas
de momias naturales o artificiales: la arena seca impide la putrefacción. Un
cálculo aproximado debido a Londesborough sitúa el número de muertos, ya
beneficiados industrialmente entre Europa y Nueva Inglaterra, en trescientos
cincuenta millones, incluidos varios miles de patas de palo; y las reservas, en
más de quinientos, hablo de millones de cadáveres.
—¡Camarero!
—interrumpió la voz alta pero autocontrolada del barón—. ¿Has dado caza a ese
pavo? Mientras siga tan esquivo necesitaré otro par de botellas de
Chateau-Margaux. A menos que a partir de ahora solo sirvas a ese francés que
tienes a tu vera.
Gipini se volvió con
digna severidad en dirección a la mesa de Below. Le invadió la sospecha de si
sería mutuo el interés que sentía por el alemán.
—Pero si ese francés
tan, tan, tan importante acepta sentarse conmigo, tal vez podamos compartir
camarero y servicio ¿Eh, monsieur? Prusia estará encantada de volver a medir
sus armas con Francia... dialécticas se entiende.
—Si no me engañan
mis oídos, capto en sus palabras una desagradable alusión a la guerra
Franco-Prusiana. Explíquese.
—Oh, pero si yo le
debo todo a Francia. Von Below, barón. ¿Y usted?
—Gastón-Camille-Charles
Gipini, varón. Bien, si afirma que se lo debe todo a Francia... me sentaré con
usted —cogió el paraguas-sombrilla y los guantes y los colocó en un asiento
junto a la mesa del alemán. Estrechó su mano y tan pronto se sentó las potencias
de su alma iniciaron de nuevo aquella molesta dialéctica:
“Aquí se me ofrece
una Ventana de Oportunidad. Habrá que halagar a este alemán (con la nariz
tapada), para que me presente a esa Venus que ampara bajo de sus alas. En
circunstancias normales jamás lo haría, yo que luché contra ellos en Sedán.
Pero lo necesito para conocer a esa Diana que ha tenido la osadía de revolverme
las entrañas. El caso es que esos ojos chispeantes ¿cómo eran? ¿Color avellana?
¿Caramelo? ¡No puedo dejar de pensar en ello, merde, merde, merde!”
“¡Mono platirrinco!
¡El simio más salaz! Mira por dónde nos ha salido, todo un profesor del
Collège. Ahora queremos saber cómo son esos ojillos... ¡Estúpido! ¿Y para esa
investigación oftalmológica te vas a poner en manos del enemigo? Apura la
vergüenza: la tendrás hasta la hez. ¿Qué importancia puede tener el color de
unos malditos ojos?”
Para cortar el curso
de sus pensamientos se obligó a hacer algo: estiró las perneras del pantalón.
Odiaba sentarse en una silla, a él le iba mejor una pose repantigada a la
romana. Pero Gipini no había venido a descansar. El alemán lo recibió con una
sonrisa de labios que no se extendió a los ojos, los cuales permanecieron
inquisitivos y atentos.
—¡Por fin! ¡Estaba
esperando que el Louvre se pusiera en contacto, herr Gipini! Llegué a pensar si
se avergonzarían de mí.
—Estoy al tanto
—dijo el francés— de que a veces no queda más remedio que pagar a los privados.
Latour se me quejó de que las aldeas sujetas a conscripción solo entregan niños
al Service y que “se hace insoportable retirar la arena a cucharadas”. Mientras
ustedes, por unos pocos cobres, ponen a sudar a los fellahs.
—Pelillos a la mar.
O sea que el museo del Louvre me envía un emisario. ¡Vaya no esperaba a un
comprador serio tan pronto! ¿Podría interponer sus buenos oficios también con
el British?
—Un comprador aun no
—risa hueca—, solo soy un conservador adjunto interesado.
—A veces tengo buena
mercancía, sí. Cuando quiero un dato histórico, no necesito libros; tengo mi
propia lista de Faraones arrancada de los muros del templo de Karnak.
Almacenada en el puerto de La Valleta. La saqué del país ante las propias
narices, mejor diría posaderas de Latour. Le aseguro que fue una historia muy
divertida. Simplemente le diré que escondimos piezas ¡debajo de los miriñaques
de las señoras, ja, ja, ja!
Miriñaques. A Gipini
se le encendió una luz. Resopló, como si le hastiaran esas bravuconerías
germánicas (pero los trabajos en los que estaba embarcado le obligasen a ser
paciente). Dijo:
—Ahora se lleva más
corto, sí. Un ligero polisón para levantar el vestido y... ¡Se me acaba de ocurrir una pregunta
relacionada con vestidos!
—¿Sabe usted de
vestidos?
—Estuve en el mundo
de la moda. En Coventry
—¿Una pregunta
acerca de qué?
—Hace unos días le
he visto en el boulevard de Bulaq, muy cerca del Museo. Como es lógico no le
saludé: aun no habíamos sido presentados. Me pareció... ¡Oh, no es una
tontería!
—¿Le pareció?
—Me pareció que
estaba acompañado de una joven manchada de sangre y que usted había utilizado
una pequeña arma que llevaba en el bolsillo, ignoro por qué orden sucedieron
las cosas. La joven llevaba un vestido de seda ocre con polisón, que es a donde
iba yo a parar…
—¿Seguro que ha
visto algo así? Ahora cállese, disimule, nos están vigilando —dijo Below al
tiempo que lanzaba una significativa mirada hacia una señora de mirada
estrábica, que, para circular más a gusto, había retirado el cartel donde decía
SOLO CABALLEROS (desarbolando con ello el único espacio del desierto libre de
la malevolencia de las hijas de Eva).
—¿Lo dice por esa
flacucha de rosa? —dijo Gipini mientras se enderezaba en el asiento—. ¿Quién
es?
—Es la maldad
personificada; se está fijando en nuestros labios para deducir lo que estamos
hablando, que esparcirá por todo El Cairo.
—No me va a decir su
nombre…
—Madame Reichard
—dijo Below—, la mejor modista de la ciudad. Las malas lenguas la conocen por
madame Fernández a causa de su excesiva amistad con el anticuario. Su
acompañante, la que parece una estatua de sal, es la hija de lord Duftering, el
residente británico.
¡La tiparraca de las
gasas rosas era madame Reichard! Gipini no pudo evitar llevarse la mano a la
frente. Aquel nombre le recordaba algo, lo tenía en la punta de la lengua.
—No he venido a su
mesa para oír cotilleos, herr Karl —disimuló el francés.
—En concreto ¿qué
quiere usted?
—En concreto la
versión íntegra del Texto de la Pirámide y su localización exacta si puede ser.
Below dio un
respingo.
—¿Y si le ofrezco
algo mejor?
Gipini se puso
alerta. No fue más que un cambio en la inflexión de voz del alemán. Ese “algo”
podía significar “alguien”. Decidió extremar la prudencia. Un hombre de su
posición debe cuidar las apariencias
—¿Qué me ofrece qué?
—Oiga, soy capaz de
conseguir cualquier entidad que se venda.
—Pues yo quiero esa,
el Texto de la Pirámide.
—Siempre tengo lo
mejor y ustedes... —dijo el barón—. No entiendo esa manía francesa de buscarse
problemas.
—Ande y no sea
cargante. El Louvre ya tiene una lista de Faraones, dinastía a dinastía —cortó
en seco Gipini—. Champollión consiguió otra en la isla de Filae. Latour otra,
la tabla de Sakara. Vamos, el Texto de la Pirámide. Si son losas de granito con
jeroglíficos, las desmontamos ¿qué problema hay? Existe un segundo campo de
colaboración, de no menor importancia. Si esos Textos nos muestran a los
antiguos egipcios en todo su esplendor, debemos relacionarlos con los modernos,
para establecer las debidas correlaciones: medidas craneales, correlación de
miembros superiores e inferiores, precocidad de la menstruación…
—Para ser exactos
¿hablamos de egipcios o egipcias?
—Solo le pido que me consiga una entrevista
con esa joven. Lo único que quiero es recordar un detalle físico. Estudio de
tipos raciales, ¡es que no podemos entender un simple interés por la Ciencia!
El alemán se
levantó, se encasquetó su sombrero de paja y los guantes y se cuadró en
posición de ¡firmes! El francés cambió de táctica:
—Es que me recuerda a mi pobre mujer.
“¡Que mentira más
gorda!” Había enviudado de Kattie hace tres, tras dos años de matrimonio. Era
una mujer literata y bella, la musa del poeta Mallarmé. Pero, ciertamente, una
belleza como de porcelana, a la inglesa, nada que ver con esa mirada chispeante
y acaramelada que le estaba haciendo daño, pero que muchísimo daño.
—Me veo obligado a
señalar que la tal gasta sumas colosales en la modista; un numero seguido de
muchos ceros que no siempre soy capaz de sufragar. No todos los científicos y
arqueólogos que pululan por aquí están a la altura, su cartera, se entiende,
—Esta misma noche
tengo que quedar tranquilo sobre el tema, varón.
—Esta noche no. Si
le damos el plantón a Vulcano ahora, seríamos la comidilla de toda la colonia.
Podemos ver de arreglarlo mañana, a las doce. Donde el paseo ¿está alojado en
el Hotel del Oriente, verdad? Comprendo, usted es un gentlemen, pero no encontró
cama en el Shepeard. Siga río abajo, hasta el catalejo de bronce. Meta el
penique. Mire al Nilo.
—¿Dónde van, donde
van? —preguntó Gipini alarmado al ver que todos abandonaban a la carrera el fumoir, como si estuvieran atacando
ahora mismo las hordas del Mahdi.
—¿Y era usted el que
se quedaba para hacer turismo? —se apiadó Petit—. ¿No ve usted que el sol está
cayendo como una bola roja sobre las pirámides? ¡Vulcano se prepara para hacer
su orto!
Llegaron a la
terraza de que suele constar este tipo de tumbas (mastabas); en cuanto a los
residentes de menos relevancia como los choferes y las niñeras, se les había
acumulado en una especie de corralillo. El globo solar estaba a punto de
empalarse urgentemente en la pirámide de Keops sin esperar a que todo el mundo
tuviera su asiento y su pipa de hachís. ¡Qué modales! Uf, al menos Petit le
había reservado un sillón de mimbre.
—Aquí, aquí,
Director. Fúmese un puro.
En la terraza
reinaba la mayor animación: pululaba por allí la créme de la créme con sombreros y cascos de paja, trajes de franela
blanca y calzado amarillo. En la base desértica de la mole aguardaban grupos de
borriqueros, encantadores de serpientes, saltimbanquis, etc. Más allá el sol
hacía su show lo mejor que podía. Vulcano, por su parte, aun no había
conseguido superar el trauma de su inexistencia; pero no cabía descartar el
milagro.
—Gracias Petit, pero
no hay razón para que se moleste tanto por un visitante.
—¿Por quién sino?
¡Estoy que exploto! Somos arqueólogos, tenemos el mayor descubrimiento de todos
los tiempos en el bolsillo y he aquí que está al mando un muerto-viviente en
los brazos de la parca. Tome el mando, ande, coja las riendas, usted sabe que
es la forma de que las palmas de académico adornen su bocamanga por la vía
rápida.
—Hable más bajo o
nos escuchará hasta Vulcano. En resumidas cuentas ¿qué sabe y no me dice claro?
—Se me ha
clasificado en la categoría de los irrelevantes, pero aspiro a merecer su
consideración como un arqueólogo capacitado para entender el jugo del hallazgo:
Las pirámides hablan.
A medida que las
escuchaba, Gipini fue racionalizando aquellas palabras del taimado “segundo de
a bordo”. No es que, en el interior de su pirámide, Latour hubiese encontrado
un papiro, una madera escrita, ni un sarcófago, ni jeroglíficos grabados en la
piel de cualquier animal. No. Petit había puesto esa entonación como de
te-voy-a-contar-un-cuento y dijo que algunas pirámides –o al menos una- hablaban. No se trataba de una metáfora,
sino de la realidad. Hasta hoy jamás se
había encontrado un solo mensaje escrito en las cámaras de las pirámides. Ni un
mal jeroglífico. El texto, (si mal no había entendido Petit durante el coma
diabético de su jefe) estaban inscrito en una brillante cuarcita azul pálido
sobre las paredes internas de la propia pirámide. Nada de papiros: la propia
pirámide contaba a los humanos cuál era su utilidad, mediante sencillas
instrucciones grabadas en su misma materia.
También había una
parte ominosa. El profesor suspiró, como si le costase trabajo recordarla.
Tienes que sobreponerte, Gastón ¿acaso a los héroes no acontecen toda suerte de
penalidades? ¿No son en cierta forma como vírgenes dispuestas al sacrificio? El
propio Julio Cesar ¿no fue violado por los piratas, a los que después acabaría
ahorcando? Para aliviar su desasosiego, trató de poner su mente en Shakespeare “El Peligro sabe de sobra que Gastón es más
peligroso que él. Gastón y el peligro fueron dos leones paridos el mismo día,
pero el más terrible es Gastón”. Sus esfuerzos fueron en vano. Una
sensación ácida le afloró a la garganta, como si de nuevo le repitiera el medio
pavo, las zanahorias, las patatas y la cebollita. Recordó la sonrisa de Petit,
esos labios negruzcos como lengua de toro, ese tono de voz jocoso con que le
puso al tanto de la parte mala. El secretario le había preguntado:
—¿No me va a
preguntar usted donde está esa pirámide?
—¿Dónde está esa
pirámide? —inquirió en el acto Gipini.
—Ese es el problema
—había sido la respuesta de Petit.
Explicó que Latour
se pasaba las horas muertas en una casita, cerca de las pirámides de Gizá, en
medio de la nada. Por fuerza tenía que ser por allí; pero cada grano de arena
de desierto había sido tamizado por los servicios secretos de media docena de potencias.
Allí no había nada, pero tenía que haber algo muy grande. Cada pieza de
mobiliario de la casita se desarmó y armó tres veces. Y nada. La pirámide tenía
que estar escondida allí por el sencillo motivo de que el Director, que había
excretado a hurtadillas los textos caníbales, no había ido a ninguna otra
parte. Pero un simple profesor del Collège por fuerza fracasaría allí donde
ejércitos de agentes consulares ya lo habían intentado; y si un emisario del
presidente francés había perdido su barco solo por ese motivo, sin duda nos
hallamos ante un rematado idiota. Pero dejemos eso, ese no era el único negocio
que le había retenido. Algo habrían tenido que ver unos ojos color canela ¿no?
—Deduzco que ya está
de vuelta de lo de la pirámide parlante. Ahora me gustaría saber exactamente
qué piensa hacer —interrumpió Petit sus
reflexiones.
—Convencerle con
amor, paciencia y caridad de que nos necesitamos. El tiempo que haga falta:
cuatro días, una semana. Luego marcharé a París con los calcos, los traduciré
con todas las garantías. Juro que el nombre de Latour resaltará a la cubierta
del libro. Dentro de cinco, diez siglos, ahí estará.
—Deduzco que el suyo
también. Más pequeño, igual, o incluso más grande.
—¿Qué mejor para su
gloria que la certeza de la mía? La historia es una continuidad. No hay Cesar
sin Alejandro. Mi obra, que será la consumación de la ciencia Egiptológica, no
podrá menos que cantar al precursor.
—No consentirá, je,
je, je —rio el secretario de Bulaq—. No le soltará ni un solo jeroglífico.
—¿No se da cuenta que eso que dice es
absurdo? El me necesita, yo le necesito, ambos somos franceses, patriotas. Sólo
es preciso un poco de tiempo para explicárselo. ¿Cómo va a renunciar a su única
y última oportunidad?
—Je, je.
Piehl (así se llamaba el sueco alto de
pajarita), que había conectado la oreja por si caía algo interesante, se rascó
la requemada frente, y remachó:
—No tiene ni idea, ni idea, de con qué clase
de elemento ¡perdón, de eminencia! se ha topado, Gipini. Cuando Latour
descubrió el Mausoleo de las Vacas Sagradas, todo el mundo quiso participar en
un descubrimiento científico que en buena lógica era de la humanidad.
Tischendorf le pedía una memoria del descubrimiento, Lepsius la colección de
los cartouches encontrados, Gumbach (“un tal Señor Gumbach”, como el propio
Latour dijo), la copia de todos los textos y un plano del panteón. Below le
birló un sarcófago de Vaca en granito rosa de ochenta toneladas, (aunque en su
intento de empujarlo respiró cierto gas azul, y desde entonces escupe
pulmones). Yo mismo le tengo escuchado algo así:
“—Ten por seguro que tan pronto abra la boca
será como si diera una patada en un hormiguero. Se van a precipitar sobre mi
letra, espulgar cada línea, hacer mil comentarios sobre las reseñas que yo
había dado.
“¿Es ese hombre para compartir un
descubrimiento? Rotundamente no —concluyó Piehl, que añadió—: Ha encontrado ese
Texto Caníbal en una de esas pirámides que se hunden de punta en el desierto y
que nadie podrá encontrar jamás porque el desierto es inmenso. Es difícil creer
en las pirámides hacia abajo, muy
poca gente las ha visto. Se llevará el secreto a la tumba, se lo llevará, vaya
que sí.
Gipini apuró de un trago otra copa de coñac nilótico.
—Yo soy Francia. Conmigo no se negará.
—Desengáñese
profesor —le dijo Petit al tiempo que le palmeaba la espalda—. Latour es como
esos dogos escoceses que mueren, pero no abren el bocado. Dumichen, profesor de
Estrasburgo, calcó a hurtadillas
—Ustedes no conocen
con quien... —¿Qué iba a decir?— Quiero decir que yo... distinto... otro
barro... Collège de France... Me comeré tus piernas e iré saboreando tus
muslos —Pero ¡que atrocidades son
estas!—. Camarero, será usted ejecutado al amanecer.
—¿En su París tienen
unas puestas de sol así? —preguntó una medusa de brillantes colores rosáceos
extraída por algún perverso del mar y a quien, curiosamente, los demás llamaban
madame Reichard.
¡Nom de Dieu, no tan
curiosamente!
Gipini se sintió
traspasado por una centella. Había recordado algo. El nombre de Reichard era el
que firmaba el lazo de su amada. Se despejó lo suficiente para preguntar.
—Quería
preguntarle... que-quería preguntarle... la madame de ojos de canela...
—Me debe miles
—contestó irritada—. Me los debe y punto.
—¿A qué se refiere?
—¿Le parece bien que
esa dama —extraño que la trate de dama— vista como la reina Victoria y
las facturas siempre queden pendientes de una nueva remesa de París? Acabaré
dando un puñetazo encima de la mesa y contándolo todo. No, usted, no, no le he
pedido que dé puñetazos a la mesa ¡Borracho! ¡No está en condiciones de
dirigirse a una señora!
Cuando se apagaron
los fulgores del ocaso una brillante sesión de fuegos de artificio iluminó los
aires. Sonaron tres petardazos: era el final. En ese momento se dio cuenta de
su estúpido error, de su vana presunción. En el aire de la noche se elevó una esfera
anaranjada, acompañada del ruido de sillas de la gente que se ponía de pie para
ver mejor, al tiempo que gritaba maravillada: ¡Vulcano! ¡Vulcano! A medida que
se elevaba en el cielo, Vulcano, Vulcano, el neoplaneta fue desvelando los
misteriosos signos que adornaban su corteza. La línea ecuatorial aparecía
rodeada por un cartel, que decía: AMIGO DEL SHEPEARD. El hemisferio Norte tenía
pintado un Ramsés borrachín bailando la polka con Hapsesut, a la que el polisón
magnificaba el trasero. Cuando volvió los ojos hacía Filakos, vio que este
sonreía encantando con la chanza. ¿No era mil veces mejor un globo aerostático
disfrazado de planeta chungo que los estúpidos bailes de máscaras con que antes
remataban los cruceros del Nilo?
De repente
desapareció. No, Vulcano aún no había desaparecido; quien hizo mutis por el
foro fue... ¡
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