jueves, 23 de enero de 2025

HERENCIA AL CÓNYUGE SEGUIDA DE DIVORCIO

 

Opera en el Vechio para o Aninovo

SUMARIO

1.-HERENCIA AL CÓNYUGE SEGUIDA DE DIVORCIO

2.-NOVELA POLICÍACA DE TEMA EGIPCIO


1.-HERENCIA AL CÓNYUGE SEGUIDA DE DIVORCIO

En Galicia y Cataluña es frecuente la institución plena al cónyuge superviviente (es decir, pudiendo vender, hipotecar mejorar o donar por sí solo). A menudo se complementa con la disposición particional particular del art. 282, es decir que la obligación de pago del crédito legitimario a descendientes no surge hasta el fallecimiento del último de los cónyuges, algo incluso superfluo, dado el poder omnímodo del viudo/a. La pregunta surge de inmediato: ¿Qué pasa si los esposos, bien avenidos en el momento del testamento, están divorciados al faltar uno de ellos?

Este paisano siempre me intrigó.

En el Derecho Común la cosa ha dado juego a una variada casuística judicial; por suerte, en el Derecho de Galicia, está muy clara: Las disposiciones a favor del cónyuge quedan automáticamente anuladas si al fallecimiento hubiera nulidad, divorcio, separación, separación de hecho o procedimientos en trámite para dichas finalidades. No hace falta ni siquiera cambiar el testamento, la nulidad es automática.

Y esta señora, también

Ciertamente el art. 208 LG añade “salvo que del testamento resulte otra cosa”; pero, según la jurisprudencia gubernativa (en este caso referida a Cataluña), esa “otra cosa” debe constar de forma patente, clara e inequívoca. Algo así como “Instituyo heredero a mi esposo aunque se divorcie de mí”. La pregunta es: ¿alguien ha visto un testamento de esa guisa? Que lo presente al concurso del testamento original, premio seguro.

Esta capillita es lo único que verás de balde en Toscana

2.-NOVELA POLICÍACA DE TEMA EGIPCIO

Para masocas, ahí os queda la corrección del CAPÍTULO 2 de Curaçao Bleu.


2.-UNA COQUETA SE CRUZA EN EL BOULEVARD

 

—Gastón Gipini —correspondió el francés a la presentación. Kabis echó atrás la cabeza, delatando que, a este tal Gipini (que no Citroni), ya lo había visto más de una vez.

—¿Gastón? —exclamó el 1º ministro alzando los brazos—. ¿Así, el nombre, nada más? ¿A secas? ¡Vamos, monsieur Gastón-Camille-Charles! ¡No sea modesto! Es usted una celebridad mundial. El sabio de los sabios. El heredero intelectual de Champollion. ¿Acaso existe otro en el mundo que lea los jeroglíficos con la misma facilidad que ojea el Times o el Débats?

—No me adule, se lo ruego, no merezco ni la mitad de esos elogios.

—No le adularé, no se preocupe, no le diré a nadie que ha sido usted nombrado profesor del Collège de France antes de cumplir la edad mínima, ¡lo mismito que Napoleón, que fue hecho general antes de los treinta!

Y se descubrieron los respectivos tarbuch y el salacot, para despedirse. El policía, que no tenía nada que quitarse, se despidió al estilo militar. Da igual, ni le vieron. Había retornado a su estado natural de invisibilidad.

 

Los restantes antecedentes de este savant es fácil espigarlos, si uno es policía y tiene la paciencia de leer entre líneas los boletines mensuales del Collège. Gipini era parisino contra lo que pudiera indicar su apellido toscano. Éste le había sido prestado por el marido de su madre, si bien él era hijo de una relación anterior con un español llamado Lejarreta, una mezcla de espía y estafador. De él heredó Gastón ese carácter salvaje y misterioso según el veredicto de sus profesores del liceo Louis-le-Grand. Enfocó ese ímpetu a la egiptología con motivo de dos hechos fortuitos: una tormenta que le obligó a refugiarse en la sala de los papiros del museo del Louvre y un jefe de estudios con el que en ese momento estaba paseando, que conocía el significado de quince o veinte jeroglíficos. El joven abrió unos ojos grandes como platos al ver como su tutor extraía significados ocultos de aquellos dibujos mágicos. En unas semanas Gastón descifró los que faltaban y orientó definitivamente su futuro. En diciembre pasado, sus méritos le habían valido el ser nombrado profesor del Collège de France, meses antes de haber cumplido la treintena requerida.

A día de hoy, el encargo diplomático que le había hecho el canciller francés, Willian Waddington, podía considerarse cumplido. Gastón tenía reservado pasaje de vuelta en el Sumatra (2500 tons., capitán Fear), un paquebote de dos chimeneas fondeado en el puerto de Alejandría. En un par de días podría estar embarcado. Y que deliciosas conversaciones se tendrían a bordo con esas viajeras que usaban vestidos trotteur a cuadros (Gipini era experto en vestimenta femenina) y te explicaban como construyó Moisés las pirámides con unos toques mágicos de su varita, mientras el Mistral levantaba sus faldas dejando asomar unos tobillos enloquecedores. Sí, cuanto antes estuviese de vuelta, antes cosecharía los resultados de su éxito: no era tan joven que no pudiese aspirar a una plaza en el Instituto. A su edad Rougé ya ocupaba un sillón en la Academia de las Inscripciones y las Bellas Letras, bajo la majestuosa cúpula del Instituto de Francia. A veces, cuando pensaba que Napoleón ya era primer cónsul a su edad, sentía una rabia sorda, una impotente impaciencia que le llevaba apretar los puños hasta ponérselos blancos.

Una persona sensata tendría listo el equipaje. Pero algo le retenía en El Cairo. El caso es que la insensatez que le andaba rondando la cabeza ni siquiera era digna de él. “Sería digno de mí el retrasar el regreso, por ejemplo, para presenciar un descubrimiento. Algo así como la apertura de la tumba inviolada de un Faraón”.

—Eso al menos sería una bella aventura.

“¡Cerdo! ¡Verraco! ¡Babosa! ¡Vómito! Sí, tú, Gipini, chivo hediondo, confiesa el verdadero motivo de tus vacilaciones, so libertino. Una gran verga erecta, eso es lo que eres. ¡Especie de obelisco con patas! No te justifiques diciendo que te quedas para participar en un descubrimiento o para hacer algo por la Gloria. No. A ti lo que te pasa es que te has cruzado en el boulevard del Museo con un busto de cierta forma muy coquetona. El busto llevaba pegado el resto de una mujer, totalizando un ser humano del género femenino. No insistas con las grandes ideas ¡Oh la egiptología! ¡Oh la ciencia!”

Las potencias del alma de Gipini a menudo se enfrascaban en una discusión interior y eran perfectamente capaces de contradecirse a sí mismas:

“¡Un momento Mefistófeles! Mi único fin es comportarme como lo que soy: un caballero. Aquella niña necesitaba ayuda: acababa de ser atacada por un animal. Y encima, aquel hombrecillo de la rosa de té en la solapa, la hizo responsable: llegó a utilizar un pistolete. ¡Esa mocita necesita que la defiendan! Por lo demás, si quieres saber mi opinión, querido demonio privado, la encuentro feúcha. ¡Por Dios, si parece un ama de cría!”

“Fea. Sostienes que suspendiste tus preparativos de retorno por una feúcha. Una fea con busto de pichón, cintura de avispa y esa mirada incandescente que te quema por las noches y te mantiene insomne y sudoroso”.

“Bueeee… Pongamos las cosas en su contexto. Desfilaba con majestuosidad, cierto, pero ¿acaso se puede juzgar a una hembra con los mismo criterios que a un capitán de húsares? Y la mirada era misteriosa -Gastón está seguro de que se le clavaron un instante aquellos ojos color canela-, pero encuentro el rostro demasiado ancho y blanco”. En controversia consigo mismo, se auto-reprende: “¡Te prohíbo que la ofendas! ¿Es que no puede ser que te hayas precipitado al encasillarla como una criada de cierta categoría?”

Intentó racionalizar los hechos que, en resumen, no eran más que cuatro bobadas. Anteayer, un par de días antes de su audiencia con Riyad Pachá, había rendido visita de cortesía a Latour en su famoso Museo Egipcio, situado en los muelles de Bulaq. Éste se disculpó con la diabetes (“Tengo la cabeza en ninguna parte”) y la visita se redujo a dos o tres comentarios sobre el tiempo “El chamsín ventando desde el Sur: nunca por esta época. Este año llovió tres veces. El tiempo está cambiando. Etcétera”. A la salida, mientras caminaba siguiendo la verja del Museo, presenció cierto incidente que no sabría describir más que por aproximación: un pequeño animal volador se abalanzó sobre la muchacha; por un segundo su imagen se convirtió en un remolino de plumas o pelo; luego, el bicho intentó ponerse a salvo en la copa de un árbol; pero, antes que lo consiguiera, su maduro acompañante -el tipo del capullo amarillo en la solapa-, abrió fuego al aire y, ¡ptaf! ¡ptaf! El profesor quedo horrorizado al fijarse en que a la joven le quedó el escote pringado de sangre. Cuando alzó la vista y sus ojos se cruzaron, creyó percibir una muda llamada de socorro. Naturalmente, un científico sabe que las lágrimas, a menudo se fingen; y que los sobresaltos, se prestan a la ficción de la inocencia. Estamos en El Cairo, mec, la ciudad donde nunca se suben las faldas. Apenas dos detalles, pero muy intensos, quedaron taladrados en su mente, de suerte que los rememoraría casi a cada hora: el brillo indómito de su mirada y la forma inusual de aquellos pechos, que le recordaban a algo que tiene que ver con las ardillas, lo tengo en la punta de la lengua… Los drapeados oprimían el vestido y sugerían, en su cierta tenue alteración, el contorno de los pezones…

—¡Y eh aquí al gran hombre paralizado como un pipiolo! —temiéndose una celada, había abandonado el lugar a paso ligero.

“Y sin embargo ¿es razonable embarcar para París llevando encima este desasosiego? ¿Esta tensión que me impide concentrarme, sentado a solas con mis queridos papeles? Volver así ¿no sería como cargar con una especie de malaria? ¿Qué puedo perder por un par de semanas? Tal vez sólo se trate de una cocotte con vestido beige…, no, ocre. En estos balnearios abundan mujeres muy sueltas, no hace falta que me lo repitas, madame Lejarreta. Volveré a casa curado de este estúpido... ¡catarro! ¿Yo enamorado?  Esa palabra ni la pronuncies. Las pasiones de Cupido han sido creadas para dulcificar la tediosa vida de las personas corrientes. Los grandes hombres no necesitamos de tan vulgares estímulos, estamos al margen de semejantes... ¡pamemas!”

 

Gipini siempre se había representado su trayectoria vital como una carrera de honores (cursus honorum) a la romana, un viaje en el que cada estación estaba perfectamente programada y en el que última se llama La Fama. Jamás se habría perdonado una conducta vulgar. Tras acabar sus estudios en el Liceo entró en la Escuela Normal Superior -esa fábrica de líderes- donde destacó por su precoz erudición en varias lenguas, sin excluir el sánscrito ni el jeroglífico. Era capaz de traducir de cabo a rabo no importa que texto inédito, en ocho días. Al cabo, se haría expulsar de la Normal porque en un artículo en L´ Avenir defendió la enseñanza en las escuelas del impío Voltaire. Se negó a aceptar el indulto a cambio del sometimiento. Esto le había granjeado grandes enemigos y grandes amigos. ¡Perfecto! ¡Un joven que quiere medrar necesita abundantes dosis de ambos!

Un hombre de este calibre no puede admitir -ante el supremo tribunal de sí mismo- motivaciones ridículas para sus actos. Los flirteos son para los petimetres de chalequillo justaucorps y bastón de caña enmangado en plata. ¡Dios mío, el famoso Amor a la Romeo y Julieta! ¿Cuándo el mundo iba a darse cuenta de que él está hecho de otra pasta? Todas esas ideas rondaban por su cabeza mientras regresaba a su residencia en la embajada, tras la visita. Pero se trata de un largo paseo y, a la altura del zoco de Kan el Kalili, otra idea se superpuso a la anterior: desde un punto de vista exclusivamente técnico, podría considerarse un golpe de suerte el avistamiento de aquel curioso espécimen euro-egipcio. Con un pequeño retraso de su retorno a Francia, podría servirse de la moza, -si ella quisiese, eso va de suyo-, para efectuar algunas mediciones científicas que facilitasen la comprensión del misterioso Papiro (perímetro craneal, distancia entre ojos, torus superciliaris, etc.) La raza egipcia mantiene sus estándares a lo largo de los siglos y ¡cuanto podría hacer avanzar nuestros conocimientos científicos una exploración en condiciones! Estos brutos del Museo no sabrían distinguir el cráneo de un japonés del de un alemán.

Pero, además de aquel motivo, que un malpensado podría considerarse algo dudoso, tenía otro de lo más intachable. Se había presentado lo que él denominaba una Ventana de Oportunidad. Su Plan de Vida estaba programado al milímetro y decía que ahora tocaba frecuentar los salones de París para optar a una plaza en el Instituto de Francia. Pero su conciencia admitía ciertas circunstancias (Ventanas de Oportunidad) que volvían lícitos pequeños desvíos del programa siempre que estos redundasen en una mayor perfección de su cumplimiento. Cierta ocasión inesperada que acababa de presentarse que, sin duda, acercaría las palmas de académico a su bocamanga.

La Ventana de Oportunidad la abría la incompetencia de Latour con las traducciones. ¡Una carencia pasmosa en quien a sí se llamaba egiptólogo! Se decía que, largos años en el ambiente oscurantista del Egipto mameluco, le habían hecho olvidar sus estudios. Pero Gipini pensaba que tenía que haber otra explicación para el caso de un científico que no ha dado una sola línea a la Ciencia. Latour realizaba, sí, descubrimientos, como el Mausoleo de las Vacas Sagradas o la Sala de los Antepasados de Karnak, pero, a la hora de publicar su hallazgo, de traducir sus jeroglíficos -el verdadero jugo de un de una excavación- se inventaba las disculpas más peregrinas para no hacerlo. Qué si problemas financieros; qué si el impresor “había convertido a los guerreros de la plancha VII en verdaderas hormigas”; qué si “sería mejor dejar las obras parciales y hacer un gran libro grandioso que cubriese todo Egipto...”; obra colosal que, por supuesto, nunca se llegaría. ¡Peor!, los titubeos de Latour suscitaban la codicia de los malignos alemanes, que entraban a hurtadillas en los sitios arqueológicos, copiaban los jeroglíficos y luego publicaban en Heidelberg o en Gotinga, colgándose las pertinentes medallas. ¡A pesar de que según los tratados la egiptología era un coto donde solo podían pescar savants franceses! Las copias furtivas se convirtieron en procedimiento habitual de dar a la luz los descubrimientos a pesar de los desesperados intentos de Latour. ¡El agua se le escapa del cesto!

“Si yo no descifro ese Papiro de las Vísceras -cavilaba Gipini- terminará por hacerlo uno de esos nativos germanizados como Amed Kamal, o alguien incluso peor, como un prusiano genuino ¡que lo traducirá a cañonazos! El viejo tendrá que ser razonable. Y si no lo es ¡peor para él! Haré como todos, sobornaré un par de criados, me colaré en la estancia donde guarde el documento. No me va a costar más que un par de días traducirlo y ¡voila!: una nueva pluma adornará mi sombrero. Programa: Hablar con el consignatario. Cambiar el pasaje para el siguiente barco a Marsella. Sirve Génova. Encargar otras cinco camisas color celeste, cuello del 38. Aprovechar la espera en puerto para buscar la tumba de Cleopatra en Alejandría…

Alejandría, con sus trajes europeos… bah, también había otra cosa que le intrigaba, pero poco. En la escena, además de la cocotte y el viejo a mano armada, Gipini había entrevisto al otro lado de la verja, emboscado entre el ramaje del árbol, a un nativo que sudaba a chorros, denotando que no estaba acostumbrado a su traje europeo. El caso es que le sonaba… Ah, ya, pero ¡si se lo acababan de presentar! ¡No hace ni diez minutos! ¡El tal Kabis!

 

 El hombre en cuestión era el único agente de policía del SASA, pero sentía que sus habilidades estaban siendo lamentablemente desperdiciadas. Estaba cumpliendo, con desgana, la última misión que le había sido encomendada. Unas turistas belgas se habían quejado de que el mono de Bulaq robaba cestas de la merienda ¡e incluso le habían visto agitar un lazo de señora, Ve tú a saber a qué pobre turista se lo había robado! Bien, era de creer que el ptaf, ptaf, y ese licor rojo que se había derramado sobre el escote de madame, habría puesto fin al problema. El profesor del Collège había cruzado su mirada con el polizonte, pero, lo último que se le habría ocurrido pensar, es en sí todo sería parte de alguna maquinación, ¡un egiptólogo de relumbrón tiene cosas más importantes en que reflexionar, parbleu!

 

Era urgente que el buen profesor se pusiese en contacto con la cocotte y, hecho lo que tenía que hacerle, asunto terminado. Podía haber pedido sus señas a reis Hamzaöui, el guardián del Museo: los reises (capataces) son como las porteras en París. Naturalmente la indiscreción circula en todos los sentidos. O al policía, aunque eso, con lo corruptos que son aquí… no, nunca. ¿De qué otro modo podría llegar a ella sin armar escándalo? Revivió el hecho, dejó que fluyeran sus recuerdos.

 En aquel instante, Gipini se había quedado paralizado, incapaz de reaccionar, pero en cuanto se restableció la calma se había sentido ridículo enfrente de aquellos dos desconocidos -la joven de mirada color canela y el maduro acompañante- y optó por continuar su camino. No tenía derecho a proceder de otro modo: no habían sido presentados. Antes de sobrepasarlos, incapaz de contener la curiosidad, Gipini lanzó una última ojeada de soslayo y creyó apreciar una sonrisa cínica en los labios del caballero: su abuelo o su protector, algo así sería. Tenía estatura engañosa, barba encanecida, chaqueta de twed, botón de rosa en la solapa, y un pistolete en la mano, mano con la que ella forcejeaba cuando se escucharon ese par de estallidos confusos. En cuanto a la moza, iba cubierta por un traje de seda beige, mejor dicho, ocre, con adornos marrones y lazos azules, escote en princesse y, por extraño que parezca, no tenía un solo deshilachado, ni siquiera en los bajos. A Gipini, que había trabajado en el sector de la moda, le pareció excesivo para ella porque, aunque la moza tenía un rostro ancho y pálido, de enigmática sensualidad, ciertos atezados sugerían que estábamos ante una campesina, o, como mucho, ante una jardinera de cierta categoría. Supongo que cualquiera sabe distinguir el cráneo altivo de una aristócrata, o de una burguesa con Salón, de la estructura facial extensa de una criada, atenta a captar las peticiones de sus amas exquisitas.

Por más que se lo había prohibido a su conciencia, mucho caviló el profesor sobre aquella mirada color canela. Parecía ofrecerse, pero como quien se ofrenda por una causa. ¿La habría impresionado a primer golpe de vista? En realidad, él no estaba nada mal; sus alumnos le llamaban “el bello buey”. ¿Qué tiene de malo estar fuerte? Le gustaba comer y tenía cierta tendencia a volverse fondón, pero eso estaba controlado. Y en cuanto a sus ojos el profesor Rougé había dicho “que siempre parecían mirar más allá”. Fue en el discurso de jubilación, cuando lo nombraron para su plaza. Una mirada soñadora, aunque esté mal que él lo diga.

—¿Qué tiene de particular Gastón, si la han deslumbrado los faros de tus ojos?

Un fatuo. ¡Si a ti los ojos solo te brillan cuando te acatarras!

 

Anteayer, cuando se volvió a mirar por tercera vez, ya sólo vio a unos turistas alrededor de la mesa con cervezas que se pone a la salida del Museo. Le habían dado esquinazo por la portezuela del parque. Como había seguido con la vista la trayectoria fatal del bicho escandaloso, y esta concluía en un árbol, decidió inspeccionarlo. Días después, ya sin molestos testigos, lo hizo: sin ninguna idea perversa, eso va de suyo, exclusivamente por amor a la Ciencia de la Botánica. He aquí que tenemos un ejemplar del árbol de la mirra (Commiphora myrrha) particularmente espinoso y desparramado, situado junto al segundo poste de la verja del jardín del Museo. El follaje aparecía limpio de pajarería, lo que atribuyó a la resina gomosa que segrega dicha planta. Reconoció el tronco, palmo a palmo, entonces fue cuando los vio: tres pequeños huecos en la corteza que facilitaban la escalada hasta un par de metros del tronco, no más. Lo que apareció allí le sorprendió: una oquedad en forma perfecta de casco, invisible desde el exterior a causa de la hojarasca. Descubrió allí un pegajoso lazo de pasamanería azul que, atendido a su estilo, sin duda procedía del vestido de la joven. Acercó el rostro para inspeccionar más a fondo el agujero, pero lo único que vio a mayores fueron unas cáscaras de cacahuete. Entonces, puso el lazo de modo que le diera el sol.

—Esto es moda de París —se dijo—. Worth, sin duda.

Tenía buen ojo para la moda femenina: no en vano se había pasado seis meses de su vida dibujando modelos en la fábrica de cintas de Coventry, en el condado de Warwick. La idea era aprender inglés, pero sobre todo estudió diseño de complementos del vestuario femenino: ruches, balayeuses, fufs, tournures... Sin desdeñar, eso va de soi, el estudio de las partes del cuerpo de la mujer que constituyen su indispensable punto de apoyo.

A veces aún se pregunta lo que habría sido de su vida si el mundo de la moda diera tanto prestigio como el de la Arqueología. Gastón Gipini, GG, Alta Costura. Pero ¿cómo iba un simple sastre a alcanzar Fama más allá de su propio barrio.

¿Qué decía? Este lazo es moda de París.

“No se hace un lazo como este en El Cairo por más que lo hayan decorado con un jeroglífico de fantasía. De fantasía, digo bien ¿cómo pueden pintarle dos asas al jeroglífico de la cesta (significado: canibalismo) si lo correcto es pintarlo con una? Este tipo de prendas se confeccionan en Bruselas, pero se venden sobre todo en París, calle la Paix. ¿Cómo se llamaba la boutique? Ah, sí, creo que Aux Fleurs Nouvelles. Ya me parecía que semejante elegancia tenía que ser europea, aunque esa mirada, ese rostro que está rogando ser comido, tiene algo callejero, algo tan pecaminoso que en Francia no sería admisible. ¿El clima?  Tal vez vive aquí hace tiempo y se le ha pegado. No es que me importe mucho, pero tengo que encontrarla pues ¿dónde podría comprar la pobrecilla una preciosa cinta en El Cairo? ¿Cómo podría recomponer su vestido en princesse si yo no la ayudase?

No lo mencionaría si el hecho no hubiera cobrado importancia futura: el lazo aun llevaba escrita a lápiz la tarifa (10 £) y, lo que parecía aún más vulgar: el apodo de la presunta dueña, La Vaca. Ojalá no significase lo que parecía.

Conste ¡ante mí!, que si aplazo el tornaviaje es por cuestiones que solo atañen a la Ciencia. Si hubiese el riesgo de comportarme como un pachón que persigue a una caniche en celo, ya estaría navegando. Ni un segundo más, ni uno solo.

 

En los dos días siguientes pateó a fondo el arrabal de Bulaq, el puerto de El Cairo. Su visión registró las siguientes cosas: suelos salinos, palomares, torretas de vigilancia, la fábrica de azúcar, galpones, una mezquita arruinada, dos cererías, las instalaciones de la vieja esclusa, un boulevard sombreado por tamariscos plumosos y, ante la verja del Museo, la mesa de las cervezas atendidas por un conserje de blanco con tarbuch y faja púrpura. Pero no vio a ninguna muchacha de ojos color canela. En realidad, tenían ojos azules y eran turistas que se despertaba a media mañana para ir a visitar los tesoros de Latour. El cual para Gastón seguía con el puño cerrado, un puño decorado de innumerables manchas y pecas.

—¿Cómo está, señor Latour?

Su antigua apostura de gigante se había encorvado y de su nariz aquilina pendía una gota de moco.

—Estoy.

—Tenemos que empezar ya con ese Papiro. La Exposición Universal es en junio.

—¿Viene usted a quitarme la comida de la boca? —decía mientras clavaba en Gastón sus negras lentes globosas. El sol de Egipto había opacado los ojazos azules de aquel descendiente de corsarios, a los que sólo amparaban, ahora, aquel par de huevos negros.

De estas entrevistas con el director del Museo la única conclusión que sacó Gipini es que sí, que algo había. No estaba seguro de si quería sacarle la comida de la boca, pero no le dijo lo que estaba pensando:

“Tú ya no tienes dientes mientras yo tengo un apetito canino”.

 

El doctor Maxence Rocadimonte ofreció a su primo lejano Gastón una “casita de arqueólogo” como las que se usaban los turistas en la época anterior al hotel Shepeard. Por aquel entonces estaba considerada muy prosaica una aventura en la que te preguntasen por la mañana: ¿desayuno inglés o continental? Una alfombra persa, la boquilla de ámbar del sibuk y un paquete de tabaco Globe solían ser los atractivos de esas chozas. La parte buena es que asomaba sus ventanas al muelle de Bulaq y por una saetera se podían controlar los movimientos de los malignos británicos y alemanes, permaneciendo uno en el discreto anonimato. Los hoteles de El Cairo son patios de vecindad. Y ahora la parte mala: aparte del tabaco Globe y la alfombra, solo había una cama con mosquitero y una mesa. La bacinilla se descargaba por la ventana. Roedores de todo calibre y pelo disputaban sus derechos al inquilino. En las rendijas podían verse escolopendras, tarántulas, escorpiones e incluso cierto tipo de arañas gigantes como cangrejos, por lo que se podría pensar que el que habitara esa casa no se quedaría sin almuerzo. El profesor aceptó, a sabiendas de que perdía su tabuco en la Embajada: los ingenieros del Canal hacían cola para disfrutar de semejante prebenda. Pero había una ventaja secreta: en la guerra franco-prusiana había descubierto la utilidad de estas mirillas para vigilar los movimientos del enemigo… o de la dulce enemiga.

 

 La primera noche que durmió allí, Gipini comprendió que aún no había visto todo el espectáculo. Grandes telas de araña pendían del techo como si fueran cortinas. Los murciélagos, atraídos por la luz, se introdujeron por el vano de la puerta. Dos de ellos balsearon bastante bien. Gipini decidió remeter los faldones del mosquitero bajo el colchón.

—¿No sería terrible que después de todo fuera más fácil triunfar en el mundo de la moda?

El día no trajo ninguna novedad. No se refiere Gipini a aquella orgullosa muchacha que ya casi había olvidado. Si no quería volver a verle, era su problema, el ya encontraría otra deseosa de tener un lazo de Whorth. Aprovechando sus horas de ocio, lo examinó a fondo, desplegó el dobladillo, y se llevó la gran sorpresa: tenía bordado un nombre: madame Reichard. ¿Era el de la propietaria? ¿Era la diseñadora? Quizá cuando se cruzaron en el boulevard se dirigía, o venía, precisamente de la modista, la tal madame Reichard. Pero eso le importaba menos que el tamaño de la famosa nariz de Cleopatra, o sea nada. Nada. ¿No eres capaz de admitir una derrota, Mefistófeles?

 

No podía imaginarse nada más aburrido que aquel pasarse las horas mirando para el techo. Pero si al menos consiguiese amistarse con Latour y ponerse a trabajar con el famoso Papiro, daría su tiempo por bien empleado. La búsqueda de la Gloria era su destino en la vida, ¿no?, lo demás, la bella esquiva, era simplemente un indiferente agradable. Lo malo es que al abuelete se le erizaban las canas cada vez que hablaba con un filólogo de verdad (como él). A Gipini aquellas conversaciones vespertinas, que bien podría calificar de velatorios, le daban ganas de llorar.

—Estoy desorientado, triste —le había dicho el anciano, sentados en la veranda de la residencia del director, un lugar sombreado de maracuyás y glicinias—. Ha comenzado un período repugnante en mi vida, el de la melancolía y el sufrimiento crónico de estómago. Antes me apasionaba por todo, ahora no tengo gusto por nada. Las noches son para mí un tedioso aguardo insomne de una rendija de luz en la ventana; pero el día, un día igual que cualquier otro, no me trae ningún consuelo. He aquí que jeroglíficos que antes traducía de corrido ahora me causan una marea de sufrimientos. 

¿Traducir? ¿Tú? Mejor será que no diga nada. Cuando uno es comisionado del Presidente de la República, debe guardar cierta diplomacia con estos viejos fósiles. Ese asunto que tanto inquieta en las cancillerías quedará completamente traducido por mí. Las críticas pueden ser todo lo feroces que gusten: El filólogo alemán que pueda corregirme a mí, simplemente no existe.

 

Seis días después del de la entrevista en la ciudadela, anunció su visita el casero, doctor Rocadimonte. Gipini nunca se pondría en manos de tan distinguido médico homeópata, que era capaz de sostener que algunas mujeres pueden poner huevos y de ellos nacer niños, caso que al parecer había sucedido en Gebel-Barkal. “Pero un experimento para ser científico debe repetirse y esos orates prefirieron freír el segundo huevo”. Era un hombre tan panzudo que sus interlocutores se cubrían el rostro por si salían disparados los botones del chaleco. Se dejaba crecer la barba para ahorrarse la molestia de poner corbata, pero, por desgracia, no era tan cuidadoso a la hora de infligir molestias a los que llamaba sus primos (con los que carecía de parentesco alguno, algo común en Francia).

—Toma, crecepelo. Entre primos y franceses tenemos que ayudarnos. Ya eres francés ¿verdad?

—Me alisté en la guerra contra los prusianos y obtuve la carta de naturaleza bajo las banderas. ¿Porque me has traído crecepelo?

—Vaya pregunta. Tu pelo empieza a escasear cerca de la coronilla y dentro de cinco años… ¿Con que es cierto que pretendes averiguar el Secreto de la pirámide caníbal?

—¿Pirámide? —dijo Gipini mientras inspeccionaba el frasco—. El cónsul de Damasco me dijo que el secreto de Latour se trata más bien a un llamado Papiro de las Vísceras. Nadie ha encontrado jamás jeroglíficos inscritos en la cámara funeraria de una pirámide.

—Si la gente de aquí supiera lo listo que eres, empezaría a preocuparse, ¿cómo lo has adivinado? Entonces ¿acierto si digo que has decidido quedarte unos días para meter mano a ciertos jeroglíficos que Latour encontró sobre los muros de una pirámide invertida? Si lo que quieres es pedirme consejo…

—¡No!

—…te diría que renuncies. El viejo topo no soltará prenda y nunca revelará el Secreto de la Pirámide si no se le extrae con fórceps.

 

Roca se había servido un largo vaso de punch de crecepelo que, según él, era el único remedio contra las infecciones en estos climas. El alcohol mata todo. Gipini se levantó un instante y volvió con un plato de macarrones a la italiana, un queso mohoso y dos cuchillos.

—... En Francia —añadió— nadie cree del todo en esas barbaridades que se cuentan.

—Aquí tampoco —aclaró Roca, que como todos en la colonia se las daba un poco de arqueólogo, aunque él era cirujano por Montpellier—. En Egipto incluso tenemos menos tragaderas porque aquí hasta los niños de teta saben diferenciar a cuál de los tres imperios pertenece determinada momia.

—Sin embargo, hace cinco años apareció algo. Se llegó a hablar de canibalismo.

—Mira primo, por aquí pasa gente de todo pelo. Exorcismos, rituales, prácticas de iniciación... No hay chalado que no se presente aquí y no se pasé la noche arrodillado en el desierto con una vela en la cabeza y salmodiando: Isis bendita, Isis fecunda, Isis sapientísima… Es casi imposible que me acuerde de cada extravagancia. Aunque si me das algún dato, si se trata de algo verdaderamente original...

—¿Apareció un hígado humano en la casa de reposo de los turistas?

—Y un corazón. Cocinados a la egipcia.

—¡Uf, que tonterías! ¿Es ese el sistema que hay en Egipto para atraer turistas cuando viene un brote de peste? ¡Menudas payasadas! Bueno, basta del temita. Hay otra cosa que quería preguntarte, bueno, no es que tenga mucha importancia —dijo Gipini—. Días atrás, cuando paseaba por el boulevard de Bulaq, camino del Museo...

—Te he dicho que mi casa era de lo más céntrico de El Cairo. Puedes considerar un favor de familiar que solo te cobre cuatro libras de alquiler. ¿Preferirías los chinches de la embajada?

—No sabes cómo los añoro, pero dejemos eso —respondió Gipini—. Yo lo que quería preguntarte es por una joven muy bien vestida con la que me crucé por el boulevard. Francesa en nueve décimas partes, desde luego, pero ¡Dios mío!, tiene algo de griega. Antes se consideraba aceptables a las mujeres del Sur, piensa en Cleopatra. La cara ancha con una palidez sugerente. La mirada sin embargo es pura chispa, como caramelo o cierto tipo de miel. Y otra cosa, aunque bien mirado, quizás se deba al corsé: Los pechos...

—¿En forma de semi bellotas?

—Eso, eso mismo ¿la conoces?

—Es frecuente esa configuración glandular en el Misr debido a la dieta con dátiles y leche de cabra. En Gebel-Barkal...

—Su andar es majestuoso, si te digo eso, primo, estoy seguro que vas a darme ahora mismo su nombre y apellido.

—Y viste muy elegantemente ¿verdad? Un traje cortado tipo princesse, con su ruche en el cuello y una gran balayeuse en los fondos para protegerse de las inmundicias.

—Y lazos de seda, mira —Roca que tuvo que levantar los ojos del bote de mermelada que estaba absorbiendo a cucharones—: Firmado Reichard, madame Reichard. ¿Se llamará así? ¿Entonces la conoces?

—No te pongas gazmoño y di si es verdad o no que tiene los pechos abellotados, algo muy corriente aquí. En mis palpamientos se dan unos porcentajes del...

—Métete por... los dientes tus dichosos porcentajes. ¿Dónde vive? ¿Qué lugares frecuenta? ¿Está casada, comprometida?

—En El Cairo la colonia europea se concentra en tres o cuatro hoteles. Luego está el Museo, algunas iglesias, el hospital de Cook&Cie. Es como recorrer el Quartier Pigalle, das un paseo y te encuentras a todas las pájaras, incluso a las que no quieres ver.

—¿Cómo te atreves a llamarla así? —Gipini retiró violentamente el bote de mermelada—. Y encima pareces haber perdido de golpe toda la sabiduría de que presumías sobre la colonia de El Cairo. Te voy a dar otra pista. Parecer ser que tiene conocimiento o parentesco con un hombre maduro que lleva botines blancos, chaqueta de twed con pañuelo a la vista, flor natural, una caña de paseo enmangada en plata y cuando se enfada tira de pistolete. Ptaf, ptaf. La cara es pura arruga. Parece alto de lejos, pero es un efecto de rigidez: al acercarte se ve que tira a bajito.

—¿Uno que lleva una flor en la solapa? —dijo el doctor Roca—. Ése sí que es un espécimen único, nadie lleva una rosa más que él. Se consiguen en los jardines del Hotel Shepeard y el maître las guarda como si fueran diamantes. Ahora sí que me dices cosas razonables., primo.

—¿En el Shepeard? Gracias, muchas gracias. Creo que no dormiré ni una noche más aquí —Cuando una gloria de la ciencia visita a Egipto, se aloja en el mejor hotel. Ahora lo tengo claro—. No es que tenga nada contra tus tarántulas, escolopendras y demás especímenes del género repugnantus, pero ¡montan tal algarabía! No me dejan dormir. Bueno, podrás contarme algo más del caballero de la rosa de té ¿o no?

—No hay mucho que decir.

—Hablo en serio. Muy en serio —intentó reprimir el temblor de sus manos.

—En fin, si eso te vale para algo, lo único que sé es que se trata de un excavador alemán privado o sea que tiene Firman anterior a la era del monopolio francés. Comercia con antigüedades y trata directamente con los consulados de Alemania y Gran Bretaña, que solo adquieren piezas importantes. Es un noble, tiene el “Von” creo. Ah, recuerdo una curiosidad, seguro que te interesará: le encanta una especie de juego que se practica dentro de un sarcófago gigantesco (La Vaca). Si algún día te lo enseña, comprenderás de lo que te hablo. No, no me pidas que te explique nada ¡te estropearía la sorpresa! ¡Ya te advertí que en Egipto tienen cabida excentricidades de todo pelo!

—El Shepeard es ese edificio en forma de pastel de merengue que está en la avenida de los Tamariscos ¿verdad? Me parece que mañana me pasaré por allí.

—Si estás pensando en mudarte al Shepeard por lo que yo creo, mejor sería que continuases viviendo en mi fascinante cabaña. ¿A que tu elección está condicionada por la posibilidad de coincidir con el alemán? Si es así, me veo en la obligación de advertirte de que no estará. Mañana nadie estará en su casa.

—¡Dios mío! ¿La peste está ya extendida?

—Un planeta nuevo, eso dicen, y la buena sociedad se dispone a cruzar el río para evitar interferencias con el alumbrado público. Vulcano. Aparece al atardecer todos los años, en las postrimerías del equinoccio, con un anillo que dice “Amigo de los hoteleros”. Cuando se aburren de las momias inventan planetas y el espectáculo prolonga la temporada un par de semanas. Ten en cuenta que los médicos prescriben a los tísicos, vacaciones de tres o cuatro meses, y las pirámides se ven en un día. Unos se imaginan planetas y otros, británicos sobre todo, el “crimen perfecto”. Mañana, en el muelle, habrá falukas de vela para todo el que quiera vadear el Nilo. Y si quieres que te dé un consejo… Vale, no muevas la cabeza, no quieres. Pero si lo quisieras creo que te sería muy útil pasarte por el festejo. Estará toda la colonia de El Cairo, gente que te vendrá muy bien conocer ahora que tus intereses se diversifican.

—Harto me tienes. ¡Es imposible seguir una conversación en serio contigo, primo! ¿Y qué tamaño dices que tiene ese nuevo planeta?

—Menor que La Tierra e incluso que Marte. Pero suficiente para que en su hemisferio Norte se vea a un Ramsés II de nariz enrojecida, bailando la polka con la faraona Hapsesut a la que el polisón magnifica su enorme trasero.

—Deberían amordazarte —respondió Gipini con una chispilla de chanza en la mirada.

 

Ya es el día siguiente. Una obsequiosa voz de camarero le recibió a su llegada al merendero organizado en pleno desierto occidental, para que la espera de Vulcano no te pille con el estómago vacío.

—Usted primero, por favor. Soy el barman del Shepeard y estoy a su completo servicio, monsieur Gipini —¿Cómo sabe mi nombre? ¿Cómo podría ser que en este poblachón de vapores rojizos no se supiese algo?

Se había construido una empalizada de ramas de palmera y solado el recinto con esteras y alfombras viejas compradas de rebajas en el zoco. Grandes almohadones rellenos de paja y divanes al estilo turco, colocados a lo largo de la faja de sombra, contribuían a crear un ambiente muy oriental. De haber existido Vulcano, sin duda hubiera aprobado la inmejorable situación de su observatorio, una plataforma sobre una mastaba del Imperio Medio que domina la caída de aguas que fluye al valle de las Pirámides. Aprovechando la pared inclinada de la gigantesca tumba se había previsto el graderío, un marco perfecto al que se trasladarían en su momento para presenciar la espectacular caída de sol, el más inolvidable recuerdo que un viajero pueda llevarse de Egipto. Incluso si no se presenta ningún planeta postizo. Pero el delicioso efluvio que exhalaban una docena de fogones -estaban anunciados 6 tipos de carne-, pareció descomponer a Gipini. Al adentrarse en la zona de sombra, la cabeza se le llenó de puntitos negros.


No hay comentarios:

Publicar un comentario