miércoles, 25 de septiembre de 2013

LO MEJOR DE LA COSTA DA MORTE

    Jacques va a proponer ahora un paraíso vacacional bastante menos traumático que Kenia. Aunque en el pasado fue un Infierno. Pero ya no lo es. Aunque para algunos, sí. Lee, lee

                                     
Para Jacques no hay duda: el tramo de Camelle a cabo Vilán lo tiene todo: naufragios sensacionales, enclaves de misteriosa belleza y un Ecce Omo que entregó su vida por nuestros pecados. Sube a la bicicleta de fresca mañana, junto a la farmacia de Vimianzo, en ruta a Camariñas. Tras la desviación de CAMELLE la cercanía del mar hace ascender las temperaturas. Una avenida tropical, festoneada de agaves, entronca directamente con el muelle: allí está el Museo el Alemán. Al principio hay que fijarse bien para descubrir como el pedregal costero se ha transformado en una serie de esculturas monstruosas: un verdadero esperpento Valleinclanesco o capricho de Goya.



 El sueño de la razón de Manfred Gnadinger, el hoy celebrado alemán de Camelle, produjo esas quimeras. El lugar sobrecoge y, a juicio de Jacques, produce esa impresión sobre el alma que caracteriza al verdadero arte. Pero cree que el cuadro no quedaría completo sin un relato de su vida y muerte. De pequeño corretea por las calles de su Boringen natal (Selva Negra) golpeando una cántara de leche, aterrorizando a las niñas. Solitario hasta el desvarío, huye cuando se le declara la hija del pastelero para el que empieza a trabajar. Huye del amor, no por amor: la persona (Manfred Gnadinger) se empeñará siempre en desmentir al personaje (El alemán de Camelle). Busca un lugar desolado “como la luna”, lo encuentra en los arrecifes costeros de Camelle. Son los años sesenta; empieza su aventura aseado y bien trajeado pero su incomunicación lo arroja bien pronto a la indigencia. Desahuciado de su casa, apaleado por los vecinos, mordido; empieza a vivir sobre los mismos peñascos, pasando largas horas en el agua. La familia, en sus buenos sentimientos, se abstiene de toda visita en 40 años para evitar que se suicide. ¡Que difícil es tener un familiar, amante de vivir en la luna! Con los años culmina su metamorfosis a Nazareno, sin olvidar siquiera el paño de vergüenza para tapar las partes. Jacques supone la impresión que produciría semejante Robinsón en la Galicia atrasada de las pasadas décadas. Se explica su pasión y muerte.



Lo mató el Prestige. Los medios son unánimes: aquel barco ruso que petroleó la costa en el 2002 lo mató de pena. Sí, eso. Uno se queda de piedra viendo lo malo malísimo que fue el Prestige, mucho peor de todo lo que se pueda imaginar. Acabó con Man así, en tres días, sin asistencia médica, “sin doctor ni confesión”. El tal buque en su extremada maldad ni siquiera envió un asistente social que velara por aquel humano de personalidad extrema. El ciclista se imagina como transcurrirían aquellos últimos días del pobre misántropo, horrorizado al ver su territorio invadido por cientos de periodistas (que buscan un excelente encuadre para la noticia). La proclamada única víctima del Prestige dejó de sufrir el día de Inocentes del año 2002. Dejamos de apalearlo –de castigarlo, como él decía- y pasamos a adorarlo. Luego apareció un cofre enterrado con sus cartas. Como miles de sus conciudadanos ha escrito al Ministro alemán pidiendo mano dura contra la banda Baader-Meinhof. No tantos habrán escrito su protesta cuando los terroristas aparezcan ahorcados en sus celdas; quizás Man, nuestro Mesías, fuese uno de ellos. Hay una frase adecuada en la Biblia: el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Aquí, en el museo, las están tirando todas… para robarlas. Basura, excrementos, residuos plásticos, un camino de cabras, imposible para gente mayor.
Mientras se aprieta el casco y se pone los guantes, Jacques se queda inmerso en sus reflexiones. Lo que ve le parece penoso: el museo está en medio de un puerto de dominio público y en la demarcación de costas. Es el típico caso que se arrastra años y años en comités, delegaciones, tribunales… sin más resultado que unas cuantas comilonas a costa del erario público. Mientras tanto ¿no podría entregarse esto al cuidado de un ser humano que lo tenga aseado y rinda cuentas al alcalde? Manfred dejó un legado económico más que suficiente.



Perdóname Manfred, pero hoy para mí tiene que ser un día de disfrute. Jacques otea el camino en dirección a Arou y se dispone a hacer inmersión en el top-Costa da Morte. ¿Qué es lo que cree que va a ver?
Somalia. La Costa da Morte en el XIX y primeros del XX era la viva imagen del actual Cuerno de África. Esperanza de vida poco superior a los veinte años, hambre infinita, tuberculosis, miseria moral bajo el imperio de curas trabucaires e hidalgos de gotera. En tierra, ese es el cuadro. ¿Y en el mar? Un tiovivo fantástico se exhibe enfrente mismo de vuestras narices. La Revolución Industrial ha hecho eclosión en la Inglaterra Vitoriana y hace desfilar entre los peñascos un chorro de riquezas en sus comunicaciones con África, India, Australia, etc. Buques variopintos se acumulan por el camino más corto: la Costa da Morte. Cuando piensa en buques, piensa en naufragios y enseguida la insidiosa pregunta le salta a la lengua: ¿ayudaban los ribereños a naufragar a tan fastuosos barcos? ¿Cómo explicar sino que algunos días embarrancaran hasta dos y tres buques en el mismo peñasco? Jacques, en sus circunstancias, lo haría.
El mar asesino se despliega antes sus ojos y al ver los borreguitos de blanca espuma piensa en los miles de fantasmas que cobija. ¿Cuáles escogerá para dedicarles un recuerdo? Aquellos que hayan dejado huellas visibles sobre el terreno.
Remonta la parte empinada de Camelle, no sin esfuerzo, pero muy pronto debe detenerse para rendir homenaje a la campana de la iglesia del Espíritu Santo. Es la pequeña de las dos y tiene una inscripción “City of Agra”. Cierra los ojos y se deja mimar por la tibieza de la brisa.
Como sobrevivió, nunca lo sabrá. El suministrador de fieras del zoo de Londres golpea su cuerpo contra el mástil, como un latigazo. Aun aturdido, descubre que el City of Agra ha quedado partido en dos por el bajo Percebeiro. Hay jaulas (preparadas para tigres de la India) sembradas por todos los arrecifes entre Arou y Camelle. Una atmósfera enloquecida se apodera de los trabajadores indios. Claman a Alá, gatean el palo, se quiebra, caen al abismo. El domador, tras endilgarse un lingotazo de ginebra salta, se agarra a un madero, un bote de remos lo salva. Los camellanos le dan ropa seca. En un armario del pueblo aún se guarda la medalla concedida por la Corona Británica: February 1897. For Gallantry and Humanity. Jacques vuelve al desolador 1897. Por las negras aguas flotan docenas de cadáveres. ¡Que horror! ¿Qué horror? No, ¡que fortuna, que bendita fortuna! Los raqueros se desperdigan por la costa: es su momento, su cosecha. Un hombre y una mujer avizoran un cadáver por los Bolos de Xaviñán. Lo pescan, lo palpan, una cartera llena de libras esterlinas cae sobre la arena. Miran para todos lados. Nadie. Mitad para ti, mitad para mí. Ese mismo día la mujer escribe a su marido, emigrante miserable a Buenos Aires: puedes regresar, amor mío. ¿Pena? ¿Quién dijo pena? 1897. Otro vecino, Vitorio, pesca su cadáver pero está fuertemente encajado entre rocas. La marea sube, tiene que hacer algo, tira con todas sus fuerzas. De repente, siente una terrible bofetada. Solo más tarde comprende que ha sido el brazo, arrancado de cuajo, el que le ha golpeado.
Queda mucho que ver y Jacques reanuda el pedaleo por la pista que va directa de Camelle a Arou. Trata de decidir a cada momento por donde pasa su rueda entre nasas, palangres y otros aparejos de pesca que la gente coloca delante de sus casas. Todo tiene un aire familiar, pequeño y hasta el tufo de la carnada exhala una cierta dulzura. ¡Pensar que el capitán del Boris Scheboldaef acabó sus días en el Gulag por estrellar su barco justo aquí!
Arou: un pueblo con casas de colores: rojo, verde, azul, amarillo, naranja… Le recuerda otro que vio en la República Dominicana, llamado La Otra Banda. Playa blanca, acantilados siniestros y magníficas historias de naufragios para contar al amor de la lumbre. ¡Bah, que digo! ¡Supongo que preferirán ver Titanic cuando lo pasen por la tele! En Arou se hundió en 1927 el Nil cargado de aviadores, políticos, banqueros… en fin, gente importante. Y ¿qué lleva consigo la gente importante? Champagne. La justa fama del champagne francés de Arou (rosé) ha llegado a nuestros días. Da una idea de la miseria imperante el hecho de que haya llegado a usarse el preciado espumoso como sustituto del agua pura. Otro raquero encontró unos botes llenos de cierta sustancia blanca y oleosa. Pintó con ella su casa. Al poco los muros se llenaron de moscas. Negros quedaron. La Costa descubrió así la leche condensada.
Jacques avizora desde aquí mismo el bajo de Xan Ferreiro, pero lo esconde el vaivén de la marejada. Los chorros de espuma le traen de nuevo al recuerdo el gran naufragio del Nil, cargado de automóviles Renault (el no va mas en los años veinte), sedas, damascos, caviar y champagne. Cree poder oír los gritos, las imprecaciones del capitán Huarsch contra las oleadas de raqueros que asedian su embarcación. El pasado se despliega como un cuadro que ayuda a comprender como aquellos “naufragadores” ayudaban un poquito a esos barcos tozudos, que se negaban a hundirse. El Nil aguantó una temporada cabalgado sobre el Xan Ferreiro. Cada día se iba abriendo un boquete en su casco por el que salían toda clase de prodigiosas mercancías. Harto el capitán, Mr. Huarsch, recibió con un tiro en la cara al muchacho de 16 años que ya escapaba con su fardo. ¡Pobre! ¡La miseria concede ciertos derechos. Ahora, decide hacer un poco de deporte sostenido y se propone no parar tan a menudo. La elevada meseta cabalga sobre abruptos acantilados. El paisaje, repoblado de pinos, tiene cierto aire alpino. Brañas Verdes: allí arriba está la mina de wolframio que reforzó a los famosos antiaéreos alemanes del 88 durante la 2ª Guerra Mundial. Allá abajo, separadas de la carretera por abruptos acantilados, pequeñas calas de un blanco hiriente, casi tahitiano, enclavadas entre filosos arrecifes. No quería el ciclista de momento contar más historias de naufragios pero el paisaje le tira de la lengua. Por aquí arriba se ahogaron los tripulantes del Wolftrog. Sí, lector, has leído bien, se ahogaron en tierra. Aparecieron desnudos monte arriba, entre pinos y brezos. El pecio solo parió carbón; pero excelentes pellizas marineras sustituyeron a harapos. Ahora que lo piensa el carbón fue el combustible de la revolución industrial como ahora lo es el petróleo. Está lámina de agua que domina la vista fue el golfo Pérsico de su tiempo.
Allí abajo están las Lobeiras como salpicaduras pétreas del acantilado. Su nombre hace alusión a las focas o lobos marinos, frecuentes en Galicia hasta la Edad Media como hoy lo son en las costas de enfrente, en Bretaña, Inglaterra, etc. Pero no fueron las focas de las Lobeiras las que hundieron tres buques a la vez por las mismas fechas que el City of Agra. La pregunta vuelve a rondarnos: ¿Los hundían los naufragadores? ¿Es eso cierto?
Tal vez. La tradición oral habla de medios que pueden parecer rudimentarios: antorchas en los cuernos de las vacas para simular, en tierra, el tráfico marítimo; luces en los altozanos, remedando el faro Vilán. Pero hay que recordar que el faro era por entonces una simple vela (hasta que Inglaterra no obligó a hacer una instalación en condiciones, tras la tragedia de sus guardamarinas). Lo más seguro tal vez sea pensar que nuestros antepasados eran muy primitivos: remo frente a vapor. Sin duda querrían pillar todo lo que pasara por delante (yo querría); pero en la práctica sus hazañas se limitarían a hacer naufragar del todo a los que ya habían empezado a hacerlo por sus propios medios.
Han quedado atrás seis o siete kilómetros desde Arou y aparecen unos paneles situados frente al paisaje. La información sobre las dunas que lee le parece muy a propósito: unas son fósiles, clavadas al paisaje desde la última época interglaciar. Pero el Monte Blanco, un fenomenal tobogán de arena desde las cumbres hasta el mar (por el que se arrojan dando tumbos parejas de mozo y moza, para irritación de los ecologistas) es la única duna viva que queda en Galicia. A sus pies la impresionante playa del Trece, formada por trece calas, todas distintas. Jacques toma en una pequeña aldea la desviación a la derecha: CEMENTERIO DE LOS INGLESES. Baja volando por una pista, crecientemente inmersa en el paisaje, hasta una especie de anfiteatro montañoso, rodeado por el mar. Al cruzarse con una pista de tierra trata de decidir que hacer. A la izquierda, el marco teatral de la tragedia del Serpent; a la derecha, el Trece. Sí, mejor primero por aquí. Faltan palabras para describir un lugar tan bello: agua cristalina que en cada una de las trece calas adopta un color distinto: turquesa, verde-musgo, azul marino… Arena blanca como harina de conchas. Fósiles en las dunas: son pequeños trilobites conocidos como ollomoles por similitud con los ojos del besugo. En primavera, las orquídeas, Serapias, Morio y Ophrys brillarán como joyas de colores vivos en el sistema interdunar y, si tienes mal de amores, podrás cosechar el fruto rosado de la hierba de enamorar (Camariña). Ya sé que está prohibido, pero para los enamorados de verdad, dejan. Por aquí crían las últimas parejas del pingüino gallego, el arao dos cons, cuyo frac no tiene nada que envidiar a sus colegas antárticos. No los ve esta vez, ni tampoco al albatros, heraldo de tempestades desastrosas. Mejor así: los naufragios solo en la memoria.
Lástima que haya tanto que ver: no llega un solo día. Y luego, lo que maravilla a los turistas: no existen carreteras, asfalto. Incluso en agosto uno puede tener su propia playa privada como si fuese un actor de Hollywood en el archipiélago de Bora-Bora. Una de las 13 está esperándote, yo sé cual es la más bella. Pero no lo digo.



Vuelve apresuradamente en dirección contraria, pedalea hacia el cementerio de los ingleses. Tres carteles explican con detalle la tragedia del Serpent pero Jacques cree que le llega con sus propios conocimientos. El Boi, la piedra más siniestra de la Costa fue tumba de la flor y nata de los guardiamarinas ingleses. El que fuese el naufragio más famoso de la Costa no hay que atribuirlo al número de víctimas (hubo al menos otros dos que superaron las doscientas) sino, seamos sinceros, a su calidad aristocrática. 1890. El buque escuela Serpent había zarpado de Pylmouth en demanda de Sierra Leona pero las nieblas y la engañosa luz del cabo Vilán lo arrojó contra el Boi. El capitán ordenó disparar las cañones lanzacabos, intentando afirmar alguno en la roca pero… Pero si el lector sigue leyendo (hasta el siguiente naufragio), se enterará de lo que les puede pasar a los cabos. Recuerda: esto es Somalia. Los cabos se parten, las olas azotan la cubierta, los botes salen disparados ¡Sálvese quien pueda! Gritos, desesperación, bramidos, juramentos. Oh God, oh, God!
Se salvaron tres. Los otros 172 los fueron arrojando las aguas. El párroco de Xaviña quiso hacer las honras fúnebres pero el de Camariñas se opuso. ¡Solo había tres católicos! De paso, el ciclista recuerda el siniestro motivo por el que se crearon estos “románticos” cementerios en la arena. O eso o el muladar. Todo por culpa de Enrique VIII que llevó a los británicos por los caminos de la herejía.
El cementerio es un recinto o corral cuadrado en cuyo centro una lápida de mármol reza THE SERPENT. Flores de plástico. Un túmulo para los oficiales. Basta cruz de granito por los suelos. Durante años la flota inglesa se presentaba en la costa y honraba a los muertos con unos cañonazos. Ahora ya no viene nadie. Y sin embargo te embarga esa aureola de romanticismo, sí, que vinculamos a la muerte trágica de jóvenes cadetes. Es la elección de Aquiles: mejor una muerte heroica en plena juventud que arrastrar la desesperanza de la vejez. Los británicos enviaron un cañonero, el Lawpig para obligar a los lugareños a construir un faro de verdad y, de paso, regalar a los héroes del salvamento (si los hubiere) un barómetro gigante que el ciclista se dispone a admirar en Camariñas. Y vale: Good save the Queen. Ah, me olvidaba. Siguiente naufragio: el vapor Iris, en el propio Boi. Este hundimiento podría pasar a la HistoriaUniversal de la Infamia. Los náufragos arrojan por la borda un barril al que atan una cuerda, para que las olas la acerquen a tierra. Alguien la atará a las rocas y por allí podrán descolgarse salvos a tierra. Los raqueros aguardan en la playa. Deliberan, cabeza contra cabeza. Deciden cobrar la valiosa cuerda y cortar el resto. Los desgraciados se suben a los palos donde se van sumergiendo uno detrás de otro. El capitán se cortó la aorta. Así lo cuentan los viejos del lugar y que cada uno interprete los hechos a su gusto.
De nuevo en bici pasa junto al Coido, una playa de grandes bolas pétreas de probable origen glaciar. Y de nuevo la épica del naufragio, pero ahora la de Camilo José Cela. Este entrante que hace la costa tras el Boi es la famosa Furna de los Difuntos queimados, que sale en Madera de Bog. Pues nada que aquí se hundió el vapor Trinacria en 1893 rindiendo varias docenas de vidas. El perro de a bordo salvó al capitán pero al intentar lo mismo con su esposa, reventó de esfuerzo. Estas fantasías de la mentalidad gallega son capaces de convertir el drama de un naufragio en una dulce fábula, grata al corazón. Ninguna hazaña mayor que la del gato Chirri que entró en el puerto de Corme pilotando el vapor El Compostelano. ¡Palabra… de Camilo José Cela!
Pero me he desviado del tema. Estaba en el Trinacria al que engullen las olas entre súplicas, gemidos y desesperación. Muertos en las playas. Al cabo de unos días el mar arroja un gran bolo de madera, cabos, cadáveres descompuestos y cera, que era la carga. Hubo que quemarlo todo in situ: de ahí el nombre de difuntos quemados. La Furna está bien señalizada por uno de los carteles aledaños al Cementerio de los Ingleses y puede ser visitada por cualquier curioso ciclista. En las rocas, aún se palpa la serosidad de la cera. En general la señalización es muy correcta y nada más delicioso que un paseo en bici o andando.



Quedan muchas cosas por ver, pero Jacques se obsesiona con unos chipirones encebollados –son las 2- y toma por la pista asfaltada, rumbo a Camariñas. Vale, se queda sin ver el Foso de Lobos, una depresión donde arrojaban a esas alimañas tras conducirlas con empalizadas. Pobres bichos, no es lo mismo que si fuesen algunas personas, en cuyo caso podría estar justificado. El puerto de Camariñas, no sabe si por la crisis, es de una calma franciscana, con sus jubilados calentándose al sol. Terraza frente al muelle. Chipirones, pulpo a la feria, tarta de Santiago, Rioja Campillo, miento, El Coto.
—¿Por qué me mira tanto? —pregunta al camarero, un joven de vaqueros.
—El barómetro del Serpent está ahí detrás –no responde éste, señalando con el dedo.
—¿Qué?
—Como está escribiendo eso en el i-phone me pareció que…
No es el del Serpent. Es el que regaló el capitán del Lawpig cuando vino a ver que habíamos hecho con el Serpent. Lo digo porque no creo que los ingleses usen el español: ahora bien: es monumental, de época y vale la pena. Alguien de aquí tiene el mascaron de proa del buque-escuela (creo que el Viejo de los mares): al ciclista le gustaría que se exhibiera a la gente curiosa. Aunque a lo mejor él es el único curioso y preguntón. Bicicleta en ruta hacia Vimianzo. Pesan los chipiriones en la barriga, pero algo más les pesaría a los camariñanos durante la Guerra de la Independencia. El capitán Marcel, en represalia por la matanza de una patrulla francesa, les hizo cargar con el producto de los hórreos por esta misma carretera y luego los liquidó a todos aquí, en Vimianzo: el cuenta kilómetros marca 49 y la ruta deja una impresión de suave esfuerzo. Un hormigueo de insatisfacción hace ver al ciclista que se ha dejado muchas cosas en el tintero: ni siquiera ha visitado los dos faros villanos: el nuevo, con su edificio de fantasía y el antiguo, hoy museo (el que tan incompetentemente cumplió su función). Mejor, así tendrá un motivo para volver a este  Sitio Natural de Interés Nacional Cabo Vilán.
   

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