SUMARIO
1.-¿EL DESAPEGO PRIVA DE LA LEGÍTIMA?
2.-NOVELA POLICIACA DE TEMA EGIPCIO
1.-¿EL DESAPEGO PRIVA DE LA LEGÍTIMA?
La frialdad afectiva (desapego)
es el motivo más frecuentes de desheredación de los hijos . Las quejas son
repetitivas: no asistió a la boda de su
hermano, al entierro de su madre, a la última enfermedad de su padre. ¿Cómo se aborda?
Antes de empezar, hay que tener
en cuenta que en España rigen diversas normativas, según autonomías. Lo que
cuenta la TV sobre la herencia de Paquirri se aplica en unos sitios sí, y en
otros no. Muy resumidamente, existe una normativa llamada el Derecho Común
vigente en la mayor parte del territorio español (Madrid, Castillas, Andalucía,
Extremadura, etc.); y Derechos Especiales, de aplicación en diversas
autonomías, en particular del Norte (Galicia,
País Vasco, Cataluña, etc.). En cada una de ellas el término “legítima”
significa algo distinto. Curiosamente, la posibilidad de privar a los hijos
hasta del más mísero céntimo, depende de la importancia y substancia que se dé
al concepto de “legítima”.
En el Derecho Común (el
que sale en los programas del corazón de la TV) el DESAPEGO tiene un juego
dificilísimo como causa de privación de la legítima. Ello se debe a que la
legítima en esos territorios es una especie de bomba atómica jurídica: los
hijos (o hijos de padres muertos) son aquí herederos forzosos; a la fuerza
deben intervenir y firmar la herencia. Su porcentaje “a la fuerza” es
astronómico: 2/3. Encima, cuando no existen descendientes, los padres se
convierten en esos forzadores de la herencia (hasta ½) que limitan la voluntad
del testador a disponer de las sobras. Naturalmente, con este panorama (los
hijos son más dueños de las cosas paternas que sus propios dueños), el Tribunal
Supremo es terriblemente restrictivo con el desapego como causa de
desheredación: se requiere una falta de relación
continua imputable al desheredado que haya causado al padre o a los padres un
daño psicológico grave y demostrable. O sea que el desapego es
inoperante (o casi) como causa de desheredación. No veo al viudo internado en
un psiquiátrico porque el hijo no asistió al entierro de la madre, o causas
semejantes.
Al revés, en ciertos Derechos
Especiales (Navarra, Fuero Vasco, Aragón, Alava-Ayala…) puedes no dejarle nada a alguno/algunos de los hijos sin
citar siquiera la causa, porque sí. En estos casos,, mejor que
escribir perrerías en el testamento, a menudo se redacta de esta forma: “No
dejo nada a mi hijo Pepito por los motivos que él bien conoce”.
El Derecho Especial de
Cataluña y el Derecho Especial de Galicia comparten una característica: los
hijos no son herederos forzosos, son simples acreedores a los que se debe un
monto económico, como si fuera la tarjeta de El Corte Inglés o del Banco
Pastor. Por ejemplo, puedes nombrar heredero a uno solo de tres: ese será el que se adjudique tus bienes y
pague tus deudas. Los otros dos no intervienen en la herencia: son acreedores
ordinarios. Como mucho, si no se les paga, pueden ir al juzgado a ejercitar su
acción personal. Al registro de la propiedad, únicamente tiene acceso el
derecho del heredero, no el de los acreedores de legítima (que lo son de un
cuarto de valor líquido de la herencia a repartir, por ejemplo, si son tres,
cada uno ostenta un crédito de 1/12).
Como veremos, en estas legislaciones intermedias,
el desapego se aborda más
favorablemente que en el Derecho Común, pero más desfavorablemente que el las
jurisdicciones partidarias de la libertad e testar.
En el Derecho Especial de
Cataluña, el desapego está reconocido como causa de privación de la
legítima. Lo es según el CCCat, art. 451.17.e): “La
ausencia manifiesta y continuada de relación familiar entre el causante y el
legitimario, si es por una causa exclusivamente imputable al
legitimario”. Como se ve, aquí basta la falta de relación (“ni siquiera
felicitar por Navidad”); no es preciso un grave daño psicológico. El problema,
como suele, será el de la prueba de la causa (el hijo descastado, dirá: “¡Pero
si les llamaba a diario!”). Más adelante, incidiremos en el tema.
Vamos con el Derecho Especial
de Galicia.
Como sabemos, aquí la legítima es
un derecho de baja intensidad si el testador lo quiere así: apenas una deuda
económica sin relevancia para la notaría ni el registro, a cuyos libros no
tiene acceso. Deuda que no siempre existe (puede estar pagada en vida) o que todavía
no sea exigible: como disposición particional particular puede deferirse su
exigibilidad conjunta al fallecimiento de ambos esposos, o gravarse en
usufructo foral, en cuyos casos apenas implica la posibilidad de exigir un
aval. En estos casos, no es preciso explicitar “causa”.
Pero pongamos que existe la deuda
legitimaria y que es exigible. ¿Puede alegarse el DESAPEGO como causa de
negación del pago? Entiendo que esta postura tiene apoyo en nuestro derecho a
través de un doble juego:
*El art. 263 de la ley gallega
(LG), señala como causa 1ª de privación de legítima, la siguiente:
“1ª.-Haberle negado alimentos a
la persona testadora”.
Si la comparamos con la norma
equivalente del Código Civil (Derecho Común), vemos que allí se añade la
coda “sin motivo legítimo”. En Galicia da igual que el hijo haya tenido o no
motivos para esta “falta de relación”. Pero además, el derecho gallego define
la prestación de alimentos (su contenido básico, sin perjuicio de modalizarlo
en el contrato de vitalicio). Señala el art. 148.1 LG:
“La prestación alimenticia deberá
comprender el sustento, la habitación, el vestido y la asistencia médica, así
como las ayudas y cuidados, incluso los
afectivos, adecuados a las circunstancias de las partes”.
Por lo tanto el afecto, o
diríamos “el afecto mínimo” es un bien
jurídicamente exigible el Galicia; un desapego que implique cortar toda
relación, frustrar el conocimiento de los nietos, ausentarse del entierro de la
madre/padre, de la última enfermedad, etc., sin duda implican una grave
privación de los cuidados afectivos exigibles a un hijo o nieto. No
es preciso que produzca un “grave daño psicológico”. Dada la proliferación de
comunicaciones gráficas y geográficas que caracteriza nuestro tiempo, y por
penoso que resulte, no estaría demás que los padres recordasen al hijo/a descastado, una por una,
dichas abdicaciones del afecto mínimo exigible: por WP, mensajería, mail, etc.,
a medida que vayan produciendo, pre-constituyendo un archivo de pruebas.
Entiendo que también existe otra
vía (de las del 262 LG) que puede servir de respuesta al desapego. Dice la
causa 2ª del art. 263:
De todos modos, la cosa estaría
mucho mas clara sin el Gobierno y el Parlamento gallego adaptaran las leyes a
lo que quiere la sociedad, como si hacen en Cataluña y muchos otros territorios.
Aquí el Derecho Civil está considerado como un vicio. A mi entender, están en
la inopia. Se trata de uno de los pocos campos que, sin exigir esfuerzo
presupuestario, proporciona votos gratis.
Estoy rehaciendo la novela Curaçao bleu que me ha quedado muy espesa. Admito todas las críticas y opiniones que me queráis transmitir, incluso las más sangrantes (en cuyo caso me reservo el derecho de opinar sobre vuestras cosas)
1.-COMISARIA
DE LA CIUDADELA, EL CAIRO
A primeros de abril
de 1878, el policía de El Cairo Mark Kabis se encaminaba a la comisaría para
dar cuenta a su superior Ismet Pachá de sus investigaciones sobre cierto pelotazo que la misión arqueológica
francesa se traía entre manos, sin informar al gobierno egipcio. Sus zancadas,
su cabeza gacha, le abrían paso entre los tímidos solicitantes del barrio
gubernamental, mientras el chamsín enarenaba su único traje europeo.
Pero esta era la menor de sus preocupaciones.
El gobierno kedival
había dilapidado el patrimonio histórico y, por entonces, no daba la impresión
de que las cosas estuviesen a punto de cambiar. Franceses, alemanes, ingleses e
italianos habían saqueado las antigüedades hasta el punto de que los americanos,
últimos llegados, se quejaron de que ya no quedaba un solo buen obelisco que
llevarse a Washington. La misión de sabios franceses a la que con optimismo se
confió la represión del tráfico de antigüedades (el Service des Antiquités) acabó pronto con el contrabando al
exterior... de Francia, es decir con los alijos de los alemanes. Su director,
François Latour, traducido al árabe como El Mamur, quizá por sus casi
dos metros, se preocupaba más que nada del embalaje de las 230 o 250 cajas
-esculturas, joyas, momias- que cada seis meses volaban al museo del Louvre a
bordo de la fragata Albatros. Y quien dice objetos, dice esos descubrimientos
científicos que dan honor ante el mundo: era inimaginable que un sabio egipcio
descifrase la clave de los jeroglíficos, como el francés Champollión, o el
misterio de la escritura demótica, como el alemán Brugsch. Y la causa de que
fuera inimaginable es que los egipcios, a pesar de que tenían buenos lingüistas
formados en
—Y nadie da mérito a una traducción del
francés —se dijo entre dientes Kabis.
Pero aquel estado de
cosas estaba a punto de pasar a la historia. El kedive Ismail acababa de dictar
un firmán por el que se conduciría
ante el tribunal consular a todo extranjero que traficase con antigüedades. Un
cuerpo de la policía egipcia vigilaría a
los vigilantes franceses en el más riguroso de los secretos (la soberanía
de Egipto era limitada y los tratados internacionales asignaban el mando de su
ejército a un marshal inglés y el
cuidado de su patrimonio a un savant
francés). Mark Kabis dirigiría ese cuerpo llamado el SASA (Servicio de
Antigüedades Secreto Autóctono) bajo la sola autoridad del jefe supremo Ismet
Pachá y bajo la sola autoridad de otros tres directivos más, conformando una
plantilla total de cinco.
Kabis parpadeaba nerviosamente, como todos los
días que era llamado a dar novedades ante el pleno. Tanto le perforaban sus
prietas miradas (a lo entomólogo-estudiando-insecto)
que a veces se preguntaba qué es lo que verían; si les parecería grande su
cabeza; si se darían cuenta de que nunca miraba de frente o de que no llevaba
barba como ellos, porque a los cuarenta ya se había resignado a ser
barbilampiño de orejas para abajo. O si, por el contrario, apreciarían sus
aspectos positivos: pecho y cuello de deportista, talla equilibrada, nariz
clásica y ojos verde musgo que, según había escuchado al profesor Lepsius, eran
un atavismo procedente de un Faraón ya que “vosotros, los cristianos coptos,
entroncáis directamente con las grandes dinastías”.
Ahora iba a
necesitar toda su flema. La comunidad científica estaba en efervescencia ante
los rumores sobre el hallazgo de un papiro casi inconcebible; algo que, con
solo pensarlo, te ponía los vellos de punta y que revolucionaba todo lo que se
sabía hasta ahora sobre historia faraónica. Historia culinaria, para ser
precisos. De la investigación para dar con él y del horrendo crimen que fue su
consecuencia, es de lo que trata este libro. Kabis resopló. El asunto era de
una urgencia supina. La carrera entre las naciones, -Francia, Inglaterra,
Alemania, Italia-, por ser la primera en descifrar el llamado Papiro de las Vísceras estaba a punto de
comenzar, pero esta vez había un nuevo corredor en boxes: Egipto. De salida,
nadie en sus cabales hubiera apostado un franco a favorito por este caballo.
El ministro de
cultura, Ismet Pachá, jefe natural del SASA, solía hacer esperar a sus visitas.
No obstante, esta vez a Kabis no le causó sorpresa ser admitido de inmediato.
Ismet recibía en el último piso del departamento del Fisco cuyas ventanas se
abrían al zoco de los edificios del gobierno, a derecha e izquierda. Cuando se
generaban corrientes, por ejemplo, al abrir una puerta, los visillos se
estiraban y permitían admirar el paisaje del fondo: un centenar de minaretes,
como un puerto repleto de mástiles y, más allá, la sombra de las pirámides
difuminada entre vapores nilóticos enrojecidos. Aquella podía considerarse la
oficina central del SASA, en plena ciudadela de Saladino. Mientras entraba en
el recinto Kabis iba tanteando el reloj de bolsillo: nunca había visto madrugar
a un pachá. Claro que el asunto de las vísceras (digámoslo así de
momento) había hecho tanto ruido que había llegado no solo a las sanguíneas
orejas del kedive, sino también a las pilosas del presidente francés, e incluso
a las empolvadas de Victoria de Inglaterra. Pero hoy no estaba atemorizado.
Presentía que aquel asunto podría esconder la oportunidad de su vida para un
nacionalista… siempre y cuando fuera capaz de levantar un pico de la cortina
que tapaba lo que ocurría en los camarines de las potencias coloniales. Hasta
ahora, debía confesarse, lo único que había conseguido, es que un destello de
alerta asomase a las miradas venosas de aquellos alcohólicos funcionarios
consulares cada vez que, con palabras veladas, se había atrevido a plantear
aquel extraño rumor capaz de helarles la sangre en sus venas. Si la tuvieran.
Ismet, tras su mesa,
no estaba sólo. Kabis suspiró: la convocatoria del pleno quería decir que
consideraba el caso de la máxima importancia. Mordisqueó una uña mientras
cavilaba la mejor forma de decir que no había averiguado nada que valiese la
pena. “Bueno, nada de nada, entendámonos”. Enseguida reconoció a los tres
personajes que se sentaban en el diván y que completaban la plantilla del SASA.
Eran el doctor Companyo, jefe forense del virreinato; el general Makrizi, de
quien se decía que cuando estaba despierto era contrabandista amateur de
antigüedades; y otro hombre que lo era a cara descubierta: Salomón Fernández.
Tras los saludos un secretario de fajín púrpura indicó al elemento laboral del
SASA que se sentase en la silla desportillada. Kabis obedeció lo mejor que pudo
y reparó en que el médico y el general estiraban el cuello entre el cortinaje
para espiar el interesante espectáculo que tenía lugar allá abajo, en el zoco.
Él hizo lo mismo, porque Ismet, la barbilla pegada al pecho, parecía absorto, o
rezando.
El zoco era un
recinto rectangular de atmósfera polvorienta, batido por el sol, habitáculo de
tenderos, encantadores, peluqueros y sicofantes, alrededor del cual se reunían
las oficinas del fisco, la empresa nacional azucarera, el servicio de canales y
puertos y un vendedor de galgos llamado Andrea. Una delegación egipcia estaba
recibiendo con música y bandera tricolor a determinado personaje. Supuso que
sería parisino porque asentía a todo y los de París lo entienden todo: “¿Ha visto usted los Boticelli de los
Uffici? No, pero he sabido que se divorcian”. Kabis estuvo en un tris de
contar el chiste en voz alta, pero, al ver la mandíbula serrada de Makrizi, se
lo pensó mejor. El presunto parisino del patio, un hombre de frente globosa,
cuidada barba negra y barriguilla senatorial, era un desconocido para Kabis. Y
quizás no debiera serlo, porque enseguida lo rodearon cinco individuos tocados
con el tarbuch, el rojo sombrero
troncocónico de los altos funcionarios. El francés se esponjó a su vez, como un
gatazo ronroneante y satisfecho. Visiblemente, se había dado cuenta de la
admiración que producía entre la población local, con solo ver la sucesión de
rostros morenos que asomaba entre las cortinas del edificio del Fisco.
Los que observaban
desde la oficina del SASA estaban más que preocupados. La presencia de un
francés importante significaba peligro de robo de obeliscos. “Un día empezaran
a llevarse pirámides”. Para colmo, esta vez el robo de obeliscos o pirámides,
no era la peor de las posibilidades. Aquel hallazgo, del que se hablaba entre
susurros, sería el tema más importante de su vida; de las vidas de muchos: el
famoso caso del Papiro de las Vísceras. Kabis aguzó la vista: uno de los
anfitriones resultó ser Mustafá Pachá, hermano del kedive; en las pobladas
cejas de otro de los del patio creyó reconocer los rasgos del propio primer
ministro, Riyad Pacha. Antes de que Kabis tuviera tiempo de decir nada, el
doctor Companyo se levantó y le ofreció una taza de café.
—Ahora que lo pienso... —dijo—, me gustaría que examinara una figurilla que traigo envuelta en el Times —La desenvolvió.
—Es que no soy un técnico... —protestó Kabis. Le desconcertaba el doctor,
un tipo desgarbado con nariz ciranesca de quien nunca podías estar seguro de si
te estaba tendiendo una trampa.
—Lo sé agente, pero como hizo un cursillo de
egiptología... Quería saber si hice bien en pagar diez francos.
—¿Cómo dice?
—Bah, tonterías. ¿De dónde la ha...?
—Es de antes del firmán, es legal.
—¡Oh, no doctor! ¿Cómo iba a atreverme…?
—había estado a punto de decirle que el ushabti
podía ser indicio de un yacimiento saqueado, pero se limitó a tragar saliva.
Ismet seguía sin
decir nada.
Al poco, fue el
general Makrizi quien se encaró con Kabis. Llevaba un uniforme diseñado por sí
mismo -como el de Napoleón, aunque varias tallas más-, compuesto por una
guerrera azul marino con enormes charreteras púrpura y botas de montar blancas.
También sobre él, se abatía una sombra de corrupción.
—No nos vamos a destrozar entre nosotros
¿verdad? —dijo al tiempo que su pesada mano sobre la
espalda de Kabis arrancaba a este un tosido—. Eso son pecadillos. De lo que se
trata es de lo que le están haciendo a Egipto...
De improviso, la voz
de Ismet Pachá surgió tras la pila de papeles. Su voz era gutural hasta la casi
procacidad; su aspecto, entre gorila y momia, “o mejor de gorila momificado”,
pensó Kabis.
—El asunto del papiro sale publicado en los
periódicos franceses. Por el humo se conoce dónde está el fuego. Veamos qué es
lo que ha averiguado, agente.
Kabis esbozó una
sonrisa compungida. Ser un soldado del SASA significa ser el quinto de cinco y
el único que actúa sur-le-champ.
¡María Egipcíaca, salva este pobre agente! En ese momento todos pudieron
escuchar algo similar a un maullido algo aflautado, probablemente un milano.
Sin duda despistado por el ave rapaz, el general se puso a pensar en otra cosa
y dijo:
—No puedo entender como los galos pueden
dominarnos sin soldados. Los británicos ponen las tropas y los quesitos-blancos se llevan los tesoros
arqueológicos.
Egipto era en teoría
un virreinato turco, en la práctica una colonia-cóctel
anglo francesa, nueve partes de la primero, una de lo segundo.
—Los británicos se conforman con un puesto
para carbonear los buques de la India —dijo el Pachá con contenida agresividad—. Son tan brutos que ignoran que la verdadera mina de oro de Egipto son
los descubrimientos —destellan de avaricia sus ojos amarillos—. Mientras tanto
los franceses llenan el Louvre que algún día los hará ricos. ¿Qué se proponen
está vez, Mark?
—Es un asunto
complejo.
—¿En qué sentido? —preguntó Makrizi—. ¿Por qué se habla de un Papiro de las
Vísceras? Venga, espabile, largue, que no tenemos toda la mañana.
—He leído en Le Bistouri, sí, lo he leído ayer —interrumpió Companyo con voz suspirada—, que el papiro explica cómo hacer trasplantes
de corazón, de hígado, de cabeza, de pulmones… ¿Estamos ante el gran misterio
el de la-vida-eterna-que-tomaron-los-cristianos-de-los-egipcios y blablablá?
¡No, no me lo diga! Sé que esa revista ha sido tildada de sensacionalista.
—Puede que el material que nos escamotean
tenga que ver con la medicina o puede que no —dijo un Kabis encantando por tantas interrupciones—. Pero creo que debemos centrarnos en los
datos que van saliendo. ¿Qué significa tomar el corazón, los pulmones o las
piernas de otros hombres? Para mí es prematuro que los relacionemos con el
concepto religioso de la transubstanciación.
—¿La vida eterna? —dijo Companyo con la mirada perdida en las
alturas.
—La vida ¿qué? —recalcó Kabis intentando que
no se trasparentase la satisfacción que sentía porque nadie se preocupase de
sus investigaciones.
—¿Y con el canibalismo? —dijo Makrizi mirando fijamente a su taza,
como si la sujetase con los párpados—. Hace años se rumoreó algo en el entorno de la misión francesa.
—No hay pruebas. No. Creo que no —dijo Kabis que también miraba su taza.
—Los franceses pueden permitirse eso y más —intervino Ismet abanicándose con fuerza—. Lo más que les puede caer es una multa.
Pero basta de divagar, Mark. Usted entró aquí recomendado por la casa del
kedive ¿de verdad sabe para qué sirve el SASA? ¿Me lo puede repetir? Viendo su
actitud, me entra la sospecha de que está en este puesto como podía estar en el
de aposentador de los harenes reales.
—¿Yo? ¿Es a mí?
Se estremeció al
sentir sobre si la mirada bovina del pachá. Dijo como quien recita un tema
escolar:
—Es... es.... es para evitar que Egipto se
pierda de nuevo un descubrimiento científico
—¿Casos? ¿Ejemplos? —dijo Ismet como tomándole
la lección para aleccionar a sus agentes.
—Como la traducción
de la piedra de Roseta por Champollión, o de las listas reales por Lepsius —siguió Kabis en plan alumno aplicado—. No se trata de objetos sino de su
publicación. Su desvelamiento al mundo deberá partir de nosotros en el futuro.
De los egipcios. Primero llegará el prestigio nacional, después, seremos
llamados a ocupar el puesto que nos corresponde en el concierto de las grandes
potencias.
—Bravo, bravo —dijo
Ismet del que un bostezo desmintió el presunto entusiasmo—. ¡Para eso la casa
real nos ha enviado a un verdadero zorro! Un zorro para quien las artimañas
francesas no cuentan nada. Bueno Kabis, ¿hasta dónde ha llegado? ¿Tiene ya en
su poder esos jeroglíficos viscerales?
¿Qué clase de secreto vital nos revelan? ¿Es posible la consecución de la vida
eterna por asimilación digestiva de enemigos? ¡Tenemos derecho a saber!
El policía hinchó el
pecho para infundirse valor. De repente abrió mucho los ojos. Acababa de ser
golpeado por una idea tan idiota que casi se le saltan las lágrimas de la
emoción.
—Excelencia, a día de hoy, de hoy, repito,
quizás no sea adecuado que avancemos un solo palmo en la investigación. Se
trata de escamotear algo a los franceses ¿no? Pues piense que ese monsieur del patio viene de hablar con
el hermano del kedive, que le habrán prometido algo. Nunca salen con las manos
vacías. Como mínimo, una pequeña esfinge. Cierto, al día siguiente de habérsela
regalado el augusto se enfadará y nos volverá a ordenar al SASA que
salvaguardemos el patrimonio nacional. Pero hoy 3 de abril, mientras el francés
esté en la augusta presencia, le ofrecerán y le ofrecerán... ¡lo más zorruno es
no saber nada!
—Me parece que nos quiere tomar el pelo —dijo Ismet repantigándose en sus almohadones—. ¿De verdad cree que le hemos contratado
para que se dedique a la política? ¿Un kafir
como usted que ni siquiera reza cinco veces al día como manda el Profeta?
—No se disguste su excelencia —respondió Kabis mientras manoseaba la taza de
café—, el asunto ha avanzado mucho. Se puede decir
que va por buen camino. Solo que me pareció prudente plantear esa cuestión. ¿No
se va a disgustar, verdad?
—¿Qué si me voy a disgustar? Usted preocúpese
de contestar a lo que se le pide. ¿Dónde está el papiro? ¿Se trata medicina,
magia o canibalismo? ¿Detiene la vejez? ¿Hijos a los noventa? ¿El gran misterio
tiene aplicación práctica hoy en día? ¿Lo ha encontrado el Service des
Antiquités? ¿Por qué no lo tradujeron aún? ¿Por qué esos puercos franceses no
se nos han puesto en contacto? ¿Acaso no trabajan para nosotros? ¿Por qué? ¿Por
qué? ¿Por qué?
—No se disguste excelencia, por lo que más
quiera. Tenemos mucha información, un montón de información. Ali Efendi, un
becario que hemos enviado a París, nos sopló que Latour ha remitido al
Instituto de Francia unos calcos de jeroglíficos. Ali consiguió su traducción a
pesar de la torpeza de los signos.
—Diga a grosso modo de que tratan.
—Es que me los sé íntegros. Son sólo tres
versos.
Ismet gesticuló
abriendo y cerrando los ojos. ¿Qué hace usted? ¿Por qué no empieza?
Ruborizado como un
escolar en su primer día, Kabis recitó:
Se
construye hornos con las piernas de sus esposas
Se
come los pulmones de los sabios
Es
feliz de alimentarse de sus corazones y de sus magias.
—¡Que cara más dura! —bramó Ismet—. Esos tres versos son precisamente los que pusieron en marcha este
caso. ¡Se ha pasado las últimas semanas retozando con alguna Gracia! —corría el rumor de que Kabis, solterón empedernido, tenía siempre
novias gordas y sudorosas, como las Gracias
de Rubens—. ¡Fernández! —el pachá giró violentamente el rostro—: ¿Cuál es su visión del caso?
Fernández, un
sefardí adiposo de voz lejana y ojos de onanita, respondió con voz tomada
(debido a la dificultad de hablar mientras uno se hurga los dientes):
—En mi opinión el Service des Antiquités ha
dado con una primicia bomba y se propone traicionarnos a sus patronos,
atribuyendo el mérito a Francia. ¿Qué dónde está ese papiro? Cuando les
preguntas a los monsieurs, te hablan de la nariz de Cleopatra. Seamos lógicos
¿quién tiene acceso antes que nadie a los hallazgos arqueológicos? Latour: es
el jefe y ejerce la jefatura ¡vaya si la ejerce! Lleva eso como si fuera su
propio campo de alcachofas; existe cierta clase de hombres que jamás
compartiría un hallazgo; no hay sitio para todos en los libros de Historia. Yo
no le pediría a Colón que repartiera a pachas conmigo el Descubrimiento de
América. ¿Tan difícil es espiarle? ¿Acaso el franchute trabaja con sus propias
manos? El Service des Antiquités emplea cerca de 500 fellahs. ¿Son todos ricos
por familia?
—No se disguste excelencia —Kabis intentó hacerse valer—. ¿Puedo hacer una pregunta? ¿Por qué
hablamos de papiro y no de un texto escrito sobre otro material?
—Le he dicho que no me disgusto, pero ahora le
toca estar callado —el
pachá palmeó la mesa, sin pasión, y añadió—: ¡Esta vez no vamos a hacer idioteces! Vamos a averiguar donde se
esconde ese papiro y se lo daremos a traducir a un sabio egipcio. ¡El mundo
sabrá que existimos!
—¿Se habrá inventado... hum, como lo ha
llamado ese francés caduco... Ah, sí, lo de: “un hallazgo de extraordinaria
importancia”? —preguntó el general Makrizi.
—Sería imposible —dijo Salomón Fernández con voz de pato—. Los calcos de esos jeroglíficos han sido
declarados top secret y como es natural circulan por todas partes. Los mejores
filólogos alemanes han contrastado la época, el estilo… En materia cultural,
los germanos envidian a los franceses y hubieran pegado saltos de gozo ante
cualquier superchería. Sin duda es auténtico.
—Lo que me reconcome
—gruñó Ismet— es que esto es solo el aperitivo. Los franceses ya están anunciando el
corpus completo del descubrimiento del siglo. Y Egipto, al margen. Como
siempre, maldita sea, como siempre. ¿Para qué le pagan el sueldo, Kabis? Haga
algo, hombre, haga algo.
—Yo lo que me pregunto es porque hablamos de papiro
—Kabis se acercó a la mesa y reposó allí la
taza de café sin haberlo probado. De improviso, pegó un brinco, al ver que el
pachá se había abofeteado a sí mismo. ¿De desesperación? Pero, al retirar la
mano, una flor de sangre reveló que solo se trataba de un mosquito
espachurrado.
—Kabis, se lo hemos repetido un montón de
veces —el tono de Fernández desmentía la virulencia
de sus frases—. Este texto de las vísceras no es otra cosa
que una de las múltiples fórmulas del Libro de los Muertos, la guía Baedecker
del mundo inferior. ¿Qué ahora se trate de la absorción de las vísceras? ¿Y
qué? El Libro de los Muertos siempre se ha dibujado sobre papiros enrollables
que se depositaban en las tumbas. Me agota, agente —Como corroborando su agotamiento, el sefardí
escupió con parsimonia una minucia interdental.
Kabis juntó las
manos.
—Vamos, señores, los
jeroglíficos se pueden inscribir en piedra, madera… aunque naturalmente, si hay
que creer que se trata de un papiro, yo lo creo. Dejemos eso. Lo que me
pregunto es: ¿Para qué quieren los muertos las vísceras de los vivos?
—Es religión ¿entiende? —dijo el doctor Companyo agitando las manos—. Metafísica, milagros y todo eso. Cuando le
predica su sacerdote copto sobre la Resurrección
de Lázaro no se hace tantas preguntas, caramba.
—Aun así —Kabis apoyó el mentón en los nudillos de su mano derecha, cruzando la
otra sobre su pecho—. Quiero decir que tan pronto se extraigan las vísceras a
los vivos se convertirán en vísceras muertas. Como los difuntos ya tienen sus
propias vísceras muertas.... ¿no les serán más simpáticas las suyas? Quiero
decir que si llevo un año vivo-muerto y tengo mis propios pulmones hediondos
¿para qué voy a quitarle los suyos?
—¡Perro copto! ¡No cree ni su propia Resurrección
de la Carne! —esputó
Fernández.
—De eso quería hablar con usted, querido
Salomón, y ya que lo tengo aquí...
—¡Cómo Napoleón en Austerliz! —bromeó Ismet—. Kabis tiene un plan, ¡el tipo es capaz de concebir una estrategia!
Tras alargar el
silencio varios segundos en señal de reproche, Mark se sintió interpelando a
Salomón con una extraña voz fuerte y firme:
—Usted es un sefardí un especialista en
incunables españoles —dijo
el agente Kabis—. Me han dado una idea las Crónicas de los primeros exploradores
americanos...
—¿Ve eso práctico? —dijo Makrizi sin dejar de huronear con la uña
en la boca.
—La antropología moderna se vale del paralelismo —aclaró el policía sin inmutarse—. Unas mismas
circunstancias históricas pueden dar lugar a prácticas paralelas en pueblos
dispares. Me refiero, amigo Salomón, a la extracción quirúrgica del corazón que
practicaban los aztecas.
—Yo también había
pensado en eso, aunque luego rechacé la idea —dijo Salomón Fernández—. ¡Los egipcios fueron un dechado de civilización! De todas formas, aún
está por determinar el sentido de ese misterioso secreto que esconden los
franceses... Si insiste —Kabis movió afirmativamente la cabeza—, me ceñiré a
los aztecas. El español Bernal Díaz nos cuenta lo que vio el día que subió los
114 escalones del cu de Tenochitlán.
Allí, en lo alto del gran cu tenían unos andamios y en ellos puestos unos
quirófanos de piedra. ¡La higiene del lugar recordaba nuestro ultramoderno
hospital de El Cairo! Dice Díaz que suelo y paredes de aquel cuarto estaban
negras de costras de sangre y que en los mataderos de Castilla no había tanto
hedor.
—Alto ¿qué es un cu?
—preguntó el doctor Companyo.
—Una pirámide
—respondió Salomón—, una pirámide como las de aquí. Los pacientes hacían cola
al pie de la pirámide. Cinco enfermeros reclamaban al que estaba el primero de
la fila y lo llevaban hasta la cúspide, donde aguardaba el cirujano. Una vez
allí lo obligaban a ponerse de pie sobre el quirófano para que lo valorasen los
que estaban abajo; después lo tumbaban boca arriba. Un enfermero lo cogía del
brazo derecho, otro del izquierdo, uno del pie izquierdo, otro del derecho y el
quinto le ataba el cuello con una cuerda y lo sostenía para que no pudiera
moverse. Luego, el oficiante practicaba una doble incisión pectoral en forma de
pez con un cuchillo de obsidiana, volteaba al paciente y ¡voilá!, el
corazón se deslizaba solo, tal como el cuerpo de la almeja de su valva. Si
conseguía que palpitase fuera del cuerpo, ¡bingo!, la multitud estallaba en un
aplauso cerrado. En cuanto al destino de los despojos, ya se lo imaginarán… Me
cuesta trabajo creer que en nuestras pirámides egipcias sucediera otro tanto,
pero los últimos acontecimientos introducen ciertamente una sombra de sospecha.
En ese momento la
conversación se interrumpió a causa de una arenga que provenía del patio.
Todos, excepto el pachá, se levantaron y se aplicaron a descorrer el cortinaje,
para mejorar la visión. El visitante francés discurseaba en el patio señalando
con su brazo la ruta de las pirámides.
—Ese histrión... —dijo Ismet entre dientes— ¡Nos va a arruinar!
—¿Sabe quién es? —preguntó el doctor.
—Un catedrático de lenguas orientales —respondió aquél—. Profesor del Collège de France, conservador adjunto del Louvre. Viene
comisionado por su gobierno para convencer al kedive de que debe visitar
—Qué raro, mandan a otro arqueólogo teniendo
aquí a Latour como jefe de misión.
—Latour está enfermo, mal de la chaveta —aseguró el pachá—. Además, esta es una misión diplomática; si
han enviado a un arqueólogo es para despistar a los ingleses que a mi entender
son los que cuentan. Los franceses quieren hacerles creer buscan una nueva
estatua de Osiris.
—¿Tendrá algo que ver con lo otro? —dijo Makrizi.
—¿Qué otro? —respondió Ismet.
—Los calcos... El Papiro de las Vísceras —aclaró el primero.
—No. He conocido a ese profesor en la
recepción de
—¿Seguro que buscamos un papiro? —Kabis recorrió con la vista cuatro miradas
furiosas clavadas en la suya y cambió de tema—. Cual es mí plan. Me pegaré al
terreno...
—Y le pisarán, y le pisarán y tendremos un
Kabis extra-plano. No hace falta que se convierta en una asquerosa zapatilla,
basta que se convierta en un buen policía —dijo Ismet.
—Quiero decir que esto debe ser cosa de una
sola persona. Si hubiera más implicados ya no habría secreto: estamos en
Egipto. Me convertiré en la sombra de Latour… y de ese Citroni. No se me ocurre
nada más.
—¿Acaso no le ha quedado claro que ese Citroni
solo está aquí de weekend?
—A ver… llega un
emisario a hablar con el kedive; resulta que es un comisionado personal del
presidente de la República Francesa; resulta que, ¡oh casualidad!, es profesor
del Collège de France, ¡y su excelencia aun cree que no tiene nada que ver con
los famosos calcos del Papiro de las Vísceras! Vamos, señor director.
No bien hubo
terminado su perorata, Kabis agitó la mano en el aire como pidiendo más tiempo.
Había algo de lo que quería acordarse, sin conseguirlo.
—Lo que no acabo de entender, querido Kabis —le interrumpió Makrizi— es porque Latour no traduce de una maldita
vez todos esos textos. Gana Francia, partido terminado.
—Eso nos indica a las claras que hay algo que
se lo impide —dijo Ismet—. Y, (prosigo mi razonamiento), como desde Champollión no se sabe de
ningún egiptólogo que tenga impedimentos para descifrar un jeroglífico, hay que
concluir que se trata de algo personal. Y hay otro hecho significativo... ¿pero
por qué no se toman el café?
—Quema —dijo Kabis.
—Vale. Me dirijo a usted Kabis —dijo Ismet—. Responda ¿qué quiere decir el que Latour mantenga escondido ese
maldito papiro?
—¿Seguro que es un papiro?
—Me tiene harto, lo voy a hacer empalar —Ismet gesticuló con el abanico y añadió—: Responderé yo a mi pregunta. Si Latour no
suelta el molde del Texto de las Vísceras, es porque quiere reservarse todo el
mérito. Lo tiene oculto bajo una baldosa. Sus propios compatriotas son sus
enemigos. Está claro que sea cual sea su impedimento, tiene la esperanza de
superarlo.
Dicho esto, el pachá
puso a girar como un trompo el pisapapeles de vidrio verde para darse tiempo a
pensar.
—Latour está senil —añadió al cabo—. Muy enfermo. Si muere, se llevará su secreto a la tumba. Kabis, le
doy dos meses o... —y
le miró con esa mirada fría, animal, que bastó para que al policía se le
licuaran los huesos.
Se hizo un incómodo
silencio. Kabis cerró los ojos, sujetando la cabeza con ambas manos, como
queriendo exprimir sus capacidades deductivas. Había visto la foto de uno de
esos calcos, cree que en un infolio titulado L´Égypte de Latour… ¿Cómo
podía ser posible calcar encima de un papiro? Se podría si estuviésemos hablado
de papel de seda, pero en este caso, a la vista estaba, era papel de barba del
más grueso… Debe haber una conclusión policíaca de todo esto, la tengo en la
punta de la lengua…
El prolongado
silencio fue roto por la chillona voz de Makrizi en la que había un leve matiz
de cólera:
—Mirad, abajo. Se abrazan y se besan. Se
intercambian los relojes.
—Eso quiere decir que el kedive visitará la
Exposición Universal de París —casi eructó Fernández.
—Ahora es más necesario que nunca rodear a
Egipto de prestigio para que tenga voz en el concierto de las naciones —dijo Ismet.
Kabis se dijo que
sin duda el pachá les estaba largando un retazo de algún discurso mal escuchado
en la Escuela de Nobles. Uf, que
palabreja: “concierto de las naciones”. Se propuso responder con idéntica
altura:
—¿Concierto? Creo que la partitura aún no ha
salido de Egipto —dijo—. Registramos a todos los viajeros, bueno, a
todos los plebeyos, y... si alguna nación tuviera en su poder el Papiro de las
Vísceras ya nos lo hubiese restregado por las narices.
—Acabo de darme cuenta de cuál es el
impedimento de Latour —dijo
Companyo.
—¿Y va a ser tan cruel de no decírnoslo,
doctor? —dijo Ismet recolocándose la pistola, como si
le oprimiese el paquete.
—Es un hombre inseguro con la filología,
aunque no estoy seguro de la causa —aclaró el interpelado—. Es un gran excavador, sin duda, y tiene buen ojo para saber que bajo
cierto embudo en la arena existe una galería llena de maravillas. Distingue si
determinado texto es un retazo del Libro de los Muertos o la narración de la
Batalla de Qadesh, hasta ahí llega. Pero me barrunto que largos años en el
desierto lo han embrutecido y ha olvidado lo más importante de la ciencia
jeroglífica.
—¿De verdad? —Se echó atrás en el sillón Ismet.
Companyo se sentó de
nuevo.
—¿Qué decir de un hombre que no ha dado ni un
libro a la Ciencia? —dijo—. Le he visto enrojecer como un crío cuando se
le echa en cara que a su muerte no dejará ni un miserable folleto.
Se escucharon unas
voces en la escalera. Mustafá Pachá convocó a su colega Ismet para celebrar en
una sala del piso principal, el acuerdo a que habían llegado con Francia. El
obligarle a brindar con él era una especie de humillación, porque Mustafá conocía
el talante nacionalista de Ismet, un hijo putativo del kedive como
probablemente lo era la mayor parte de la población egipcia. ¿Qué otra cosa
podrían celebrar los brindis, que un nuevo robo de obeliscos? Los demás
miembros del SASA, escoltaron a su jefe. Su bello gesto fue recompensado con
sendas monedas de 50 francos; abajo había mesas, bebidas y dátiles reventones
pringa-dedos. Durante la recepción Fernández se las arregló para hacer un
aparte con Kabis.
—Yo tampoco tomé café —dijo—. ¿Estaba envenenado?
—¡Que va! —respondió aquel—. Lo que pasa es que cuando la taza está tan sucia me limito a mirar el
café.
En ese momento un
edecán acercó a Kabis y compañía el acuerdo franco-egipcio y les advirtió que
todos los presentes estarían obligados a firmar como testigos. La misión
egipcia en
—Los franceses pueden estar tranquilos —se burló Ismet—. Ya está aquí Kabis y sus experimentos científicos. ¿No pretenderá
robar el Tratado? Ande Mark, es hora que lo devuelva al edecán, apresúrese,
firme.
Mientras continuaban
los brindis con curaçao bleu (por el president Haureau, por el kedive, por el
sultán, por el Louvre, por... ) el agente se acercó a un alfeizar y maniobró
con cautela. Ahora intentó calcar su moneda de oro de 50 francos. El papel. El
lápiz. Al poco se dibujaba en su hoja el perfil de Napoleón III en trazos
negros. En este caso, sí. Pero excepto en el perfilado, el calco estaba muy
lejos de parecerse a los calcos de los Textos Caníbales, muy lejos de eso.
Napoleón Le Petit se delineaba en negro sobre blanco; los jeroglíficos de
marras (la fotografía no miente), estaban trazados en blanco sobre negro.
Faltaba el último
experimento. Busco algo con afán, miro en ventanas, portadas, columnas,
frontispicios y cornisas. En este país, todo es material reutilizado de tumbas
y mastabas. Encontró lo que buscaba en la parte superior del zócalo: un festón
de cuarcita gris en bajo-relieve a base jeroglíficos. El papel. El lápiz. El
calco. Ahora se perfilaban en blanco sobre negro varios jeroglíficos,
transparentándose con claridad el del pajarito y el de la taza. Kabis se quedó
demasiado consternado para comprender lo que había descubierto y repitió la
acción. Mismo resultado. La sangre se le agolpaba en los oídos.
—Necesito una copa
¡ahora! —dijo Kabis dirigiéndose al snack.
De momento no le
diría al jefe que, por fin, teníamos aquí un progreso.
El visitante francés
se dirigió a la puerta de salida. Apretaba bajo un brazo el pliego en rollo del
tratado: el kedive visitaría
—Buen porte sin llegar a ser alto, mirada
entre soñadora y adormilada, barba escultórica y gesto teatral, debe limitar el
pan y las patatas… —se
dijo Kabis para la ficha policial. Intentaré estrecharle la mano.
Cuando el visitante francés vio ante sí a un
hombre cabezón que lo miraba de arriba abajo, como si sondeara sus intenciones,
lo primero que pensó fue en el embajador alemán. Solo ellos son tan lerdos.
Pero el rostro atezado de Mark Kabis le convenció de que estaba ante otro de
esos burocráticos funcionarios locales que admira a un verdadero savant francés. Él. La meticulosidad de
la inspección solo podía significar que trabajaba para los británicos, como
tantas razas serviles dispersas por el ancho mundo, llámense kanakas, cipayos o
gurkas. Espionaje tenemos. De acuerdo boy: aquí tienes un ejemplar de la
mejor raza de las Galias. A la vista de la puerta de Bab el Mutavelle, el pachá
se soltó con cuidado del ganchete del francés. Estaba hablando de algo relativo
a “un hígado sanglant” y Kabis pensó
que se refería a un filete de hígado para la cena.
Riyad se quedó
callado un momento, pero la insolente presencia de ese humilde siervo llamado…
Mark, sí, ese, que se negaba a apartarse y le había hecho interrumpir cierta
interesante conversación gastronómica. Tras un resoplido de hastío, tuvo que
hacer las presentaciones:
—Monsieur, creo que
por un descuido imperdonable he olvidado presentarle a nuestro mejor elemento
de la Policía de Antigüedades. Kubis… Kepis… Kabis. Mark Kabis.
El francés se acicaló el lazo de la corbata y se sometió a la adoración del indígena. No le ofrecería la mano, podría sonar algo excesivo. Sin contar que, había tenido la incómoda sensación de que aquel polizonte le sonaba de algo… malo.
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