martes, 12 de septiembre de 2023

EL MATRIMONIO: INSTRUCCIONES DE USO

Las garzas de Silgar se alimentan de nécoras y camarones "do país"


SUMARIO
1.-EL MATRIMONIO: INSTRUCCIONES DE USO
2.-VERANO AZÚL
3.-IL BRAGHETTONE

1.-EL MATRIMONIO: INSTRUCCIONES DE USO

Pregunta la futura casada si por el mero hecho del matrimonio en régimen de gananciales ya heredan automáticamente el cónyuge y los hijos; si las capitulaciones matrimoniales otorgadas en España tienen validez en Francia, nacionalidad del otro cónyuge; y como se instrumenta la tutela de los niños para el caso de faltar ambos padres.

 


En esta playa se realiza el esconxuro de las 9 olas para quedarse embarazada. Desde los tiempos de Valle Inclán, siempre fueron gallegas las que confiaron en el método; pero este año hemos visto señoras procedentes de Madrid, Barcelona e incluso extranjeras ¡esto va camino de convertirse en otro "camino de Santiago"!

RESPUESTA.

Creo que nos aclararemos mejor si separamos las tres preguntas, matrimonio, herencia y tutela. Lo que tienen en común estas tres instituciones es que su forma y efectos dependen “de lo que uno quiera” (bueno, dos), tal y como se lo expresemos al notario. Vamos pues a empezar, teniendo en cuenta de que, en principio, me ciño a relaciones sujetas  al Derecho de Galicia:

 

1.-EL MATRIMONIO.-Puede celebrarse ante notario, juez del registro civil, letrado de la justicia (antes secretarios judiciales), concejal delegado/alcalde, o ministro religioso.

Los regímenes económicos-matrimoniales a elegir, son:

 

a.-Gananciales.-Se hacen comunes las adquisiciones onerosas realizadas por cualquiera de los cónyuges o por ambos, y lo mismo pasa con las deudas, debiendo disponerse siempre por ambos conjuntamente. Se exceptúan los bienes ante-matrimoniales o los recibidos por herencia en vida o en muerte, o donación, que son privados.

 

b.-Separación.-Cada esposo conserva el dominio y la libre disposición de sus bienes, tanto de los adquiridos antes de casarse,  como de los de después. Ello no impide comprar a medias o avalar al otro, pero siempre voluntariamente, no de forma impuesta como en los gananciales.

 

c.-Participación.-En vida, funciona como un régimen de separación y cada uno dispone y responde de lo suyo; pero cuando se extingue por muerte, hay derecho a participar en las ganancias obtenidas por el consorte.

 

d.-Hay otros, pero mejor no enrollarse, porque esto son sólo generalidades.

 

 

¿Cómo se elige “régimen económico matrimonial”?: En el matrimonio ante notario es muy sencillo, pues lo normal es que el fedatario lo pregunte espontáneamente, y los contrayentes, de mutuo acuerdo, responden según sus deseos: “gananciales”, o “separación”, o lo que sea.   En las demás formas de matrimonio hay que acudir además al notario (antes o después de la celebración) para efectuar la elección. A la comunidad preferida se puede aplicar también un amplio elenco de regulaciones legales, a escoger: la de la residencia de ambos, o de cualquiera de ellos, o la de la nacionalidad de cualquiera de ellos, o la del lugar donde se registre el matrimonio. La opción, es reconocida por la legislación europea y se aplica, desde luego, tanto en España como en Francia (en el ejemplo).

 

(Si se olvidan o no quieren elegir: En defecto de elección, la ley supone que les gustaría un determinado régimen, por ejemplo, en Galicia, el de gananciales; en Cataluña o Baleares, el de separación. A falta de un régimen “de repuesto” común, por ejemplo, entre una catalana y un gallego, manda el régimen de la primera residencia común posterior a la celebración).

 

2.-HERENCIA.-Más o menos es lo mismo: Los bienes y las deudas de una persona transitan tras su muerte a las personas que ella misma libremente ha nombrado ante notario en un documento llamado “testamento”. Pueden ser hijos o esposos, o no, incluso, valga por caso, pueden ser sobrinos, aun habiendo hijo/s y/o cónyuge. Lo que manda es la libre voluntad. En Galicia los hijos únicamente tienen derecho a una compensación económica del 25% del líquido, a repartir, que puede pagarse en dinero (en cuanto a los viudos/as, eso mismo puede suceder a opción de los herederos, siendo bastante menor el montante, por ejemplo, mayores de 79 años: 2,5%).

Pero la herencia (la casa, la empresa, el auto…), puede deferirse a cualquiera, sea pariente directo o no. O pueden hacerse todas las diferencias que uno desee (ejemplo: dejar heredero a uno sólo de los cinco hijos).

 

Los delfines no nos tienen ningún respeto

De todos modos los testamentos más corrientes de los casados con hijos en Galicia, son:

-Usufructo universal al esposo/a e hijos herederos a partes iguales.

Efecto: para vender inmuebles, deben concurrir viudo/a + hijos.

-Esposo/a heredero en pleno dominio y aplazamiento del pago del crédito económico de los hijos hasta la muerte de ambos esposos, siendo estos herederos sustitutos, con lo que ya se pagan a sí mismos.

Efecto: el viudo/a puede vender inmuebles por sí sólo.

 

En Galicia existe una curiosa forma de testamento llamado “mancomunado”, que es el que otorgan ambos esposos a la vez, con el efecto de que, si lo cambia uno sólo, el notario se lo notifica al otro. Es decir, no se puede impedir que un cónyuge cambie de idea y no le deje nada a su esposo/a y/o hijos, pero al menos uno se entera y puede actuar en consecuencia.

 

Si se olvidan o  no quieren elegir heredero en testamento, la ley presume el siguiente rango de preferencia, de suerte que el orden anterior excluye al posterior: descendientes, ascendientes, cónyuge, hermanos e hijos de hermanos muertos, parientes hasta el 4º y Xunta de Galicia.

 

¿Orcas o delfines? Boh, pero si las orcas son delfines

3.-TUTELA.-La respuesta es la misma. El tutor o tutores, es decir quien hace de padre y de madre cuando falten ambos, es la persona que uno mismo elija ante notario. Hay que advertir que cuando ostentan la patria potestad ambos, el padre y la madre, deben ir de acuerdo, lo que a veces genera follones, pues uno quiere nombrar tutores a sus parientes, y el otro a los suyos. Mejor llevarlo pensado de casa.

 


Es verdad que la tutela a veces se confunde con el testamento: ello es debido a que hay que nombrar al tutor en escritura pública y el testamento lo es, con lo que se matan dos pájaros de un tiro.

 

Si se olvidan o no quieren nombrar tutor, lo hará el juez llegado el caso.

 

Todo esto son opiniones muy generales porque la materia da para un libro, bueno, creo que existen cientos de miles. Si quieres profundizar en tu problema, ve a cualquier notaria que, sin duda, se ceñirán a tu caso concreto con todo lujo de detalles. Ah, y si estáis en trance de casaros, lo primero es tramitar el expediente matrimonial (para determinar que reunís condiciones para el matrimonio). Si el matrimonio va a ser ante notario, hay que dirigirse al colegio notarial –lo más rápido-, en otros casos, al registro civil –para los que van por la vida sin prisas.


2.-VERANO AZÚL

Siempre he creído que Sanxenxo es un destino de calidad muy superior a Ibiza, Marbella o Costa Brava; pero este año, se desmadró. Ya en Julio, con 400.000 visitantes se convirtió en un pequeño infierno; cosas tan sencillas como andar por la calle o comer, se volvieron imposibles. Incluso, en franca competencia con los destinos-tortura, un calor húmedo privó a las masas del sueño y el agua del mar no quiso bajar de los veinte grados. Ignoro si la propaganda viene del Emérito, de don Amancio o del conde Lequio, pero, de momento, lo digo de corazón, no vengas. Así. no.




3.-IL BRAGHETTONE

La Inquisición "a la española", de la mano del hermano del duque de Alba, pone sus miras en el Buonarroti y Vitoria Colona, su volcánico amor. Es en este contexto que el Braghettone descubre en su interior un sincero anhelo de "ayudar" a Miguel Ángel. Van dos capítulos, como ya es costumbre, el VII y el VIII.


VII-

La Inquisición “a la española”

  La historia de Michelagnolo acabó siendo un chiste muy socorrido para arrancar burlas en tabernas y hosterías, como El Basilico. La gracia más celebrada por los alegres bebedores era cuando el narrador, tras una pausa dramática, subía el tono y concluía: ¡Lo hizo por el bien del mocito! ¡Ahora sabe lo que es el gozo! ¡Placer sin fin! ¡No parece que esté muy a disgusto! Es que se escacharraban. Nelo se sintió impotente como un ciego Sansón aferrado a las columnas del templo. Lo peor era que Vicenta escupía cada vez que el chulo le llevaba unas monedas de su parte.

 En medio de aquella dolorosa falta de claridad se dijo que tenía que tener una explicación con Vicenta. Nelo no iba a ser el chivo expiatorio de tamaña barbaridad. Sí le daba la absolución, estaba dispuesto a entregarle sus ganancias, igual que el Tiziano a su puta. ¡Gástalas en francachelas con Urbino, con Tomás! ¡Compra guantes, medias, sedas y un espejo veneciano! ¡No me importa! Bueno, si me importa, pero cualquier cosa es preferible a esta negrura, este pasarse las horas encogido en un asiento, estos suspiros doloridos que se me escapan a cualquier hora, incluso en sueños.

Pero cada vez que intentaba entrar por una de las puertas del Ortacio, se echaba atrás. Ves allí, junto a la garita, a un suizo ciclópeo de barba veteada, constelada de moscas, habas y migas de pan, con un hacha colgada de la espalda; y te lo piensas. Pero si ese guardia pontificio va y saca un enorme cuchillo y observas como se pela la barba con el filo y luego se limpia las uñas con la punta, es que no, no puedes seguir adelante, no puedes.

 Es decir que no es prudente para una persona como este Nelo que, de alguna forma, había estado implicado en las discusiones no siempre santas de Montecaballo. No siempre santas o, ¡quien sabe!, directamente heréticas, pues confiesa carecer de conocimientos suficientes al respecto. Ahora corrían otros tiempos. Ya nadie se atrevería a recorrer el Burgo vendiendo a los peregrinos estampas de Leda y el cisne en plena fornicación, como recuerda que habían hecho Urbino y él en el pasado. Donde más se notaba el cambio era en los barrios de vida airada como el Ortacio. Una sensación de frustración le invadió, de hallarse ante un problema insoluble. Su alma anhelaba la nueva virtud, sí, pero el viejo vicio le desgarraba con ganchos de hierro que tiraban de su cuerpo en dirección a Vicenta. El hilo de sus recuerdos le hizo retroceder tres o cuatro años, hasta aquel día en que se materializó ante sus ojos aquel cambio moralizador.

  Nelo se ve en un día de invierno seco y frío, típico de Roma, intentando abrirse paso entre la multitud de campo de Fiori. Un corro se amontona alrededor del rollo donde se fijan las Bulas. Aquí es. Es sorprendente que, aunque casi nadie sepa leer, todos comenten que Carafa y Álvarez de Toledo han sido nombrados generales inquisidores.

  —La Inquisición es ahora el poder supremo. Podrá echar mano a los príncipes igual que a los plebeyos… —hablan.

  —¡Que horror! ¡Nadie está libre!

  —La Inquisición “a la española” tortura y quema mucho menos de lo que vulgarmente se cree.

  —Sin embargo, ahora podrá llevar al poste a los aristócratas.

  —Cerrad esas malolientes bocazas, lamecoños. ¿Acaso pensáis que se atreverán con los grandes-grandes? ¿Ávalos? ¿Colonas? ¿De la Roveres? No. El papa absolverá a los malditos luteranos.

  —No puede. Está dicho por Nuestro Señor en el cuarto Evangelio: “El que en mí no está, será echado al fuego como sarmiento y se secará; amontonados los echaran al fuego para que ardan”.

  —¡Santa María nos ampare! Si la teología enciende la pira, el desnudo en las iglesias será como echarle azufre.

  —¡Ya estamos otra vez! ¡Estáis obsesionados con el libertinaje!

  —Esta vez es cierto. Está convocado un concilio universal en Trento que barrerá la inmundicia de los templos.

  Los más prudentes pusieron pies en polvorosa al oír la palabra Trento. Nelo escuchaba eso y no estaba asustado. El corazón latía violentamente, como un desbordante oleaje que anegase el pecho de gozo. Si estas medidas que se anunciaban representaban un estímulo para el Ángel de la Destrucción; si muchos frescos, pinturas y estatuas tenían que ser abatidos; si había que pintar espesos ropajes por encima, de suerte que no quedara ni marca de coños, culos y tetas sobre los santos cuerpos; tanto mejor. Podían contar con el Volterra para su reforma y adecentamiento, pero por supuesto que no era esta la razón de su aquiescencia. El dinero no es lo fundamental. Si no estuviera de acuerdo con el fondo del asunto que le olvidasen; pero lo cierto es que lo estaba. Odia el desnudo. Odia el eros animal. Odia con todas sus fuerzas el pecado. Odia el desmadre. Haría cualquier cosa para borrar la representación de dos seres desnudos que se refocilan en el barro. Vale, admitamos que esas cosas se hagan en la intimidad del hogar, sin ningún alarde. Pero no vamos a animar a que se represente el eros en las iglesias. ¡Menos aún, a que se pinten Evas arrodilladas! ¡Miembros pingantes a un palmo de sus sucios belfos! ¡Gorrinas que bufan como gatos rabiosos! ¡Víboras en celo! Por Gracia divina, cada vez quedaban menos iglesias que le provocasen un ardor de vergüenza en la cara con solo mirar sus frescos. Muy pronto sería una sola. Lo malo es que esa era la Capilla Sixtina y era la reina de todas.

Ahora volvamos al siniestro presente; recuperemos los tres o cuatro años que Nelo se había tomado la licencia de retroceder. Es otoño y ha transcurrido algo más de un año desde la desaparición del pobre niño. Justo el año de las burlas en las tabernas.

Llegó de la Curia una orden muy expresiva del nuevo clima que se respiraba en las alturas. Las dos puertas del Ortacio serían cerradas de noche. Por el día, las meretrices podrían salir, aunque se prohibió la entrada a los hombres. Ni siquiera los representantes del barrio; ni siquiera el gobernador. Tampoco podrían entrar los clérigos ni aún los piadosos franciscanos de los que nadie sospecharía. Y aún así, tenía que hablar con Vicenta. Y en la puerta de madera del Ortacio, la que da a la vía Lata, pusieron un cartel que dice:

 

  QUE NINGUN HOMBRE VIOLE LA PROHIBICION BAJO PENA DE CINCUENTA LATIGAZOS

 

 Y aún así, tenía que hablar con Vicenta. Interpretó aquel decreto papal como una crueldad, al impedir una aclaración que, en su ausencia, crearía un odio innecesario y muy peligroso. No se puede encerrar a la gente como animales, por más que se dedique a actividades tan bestiales como la succión peniana. Tienen más que suficiente con la vida que llevan. Pero no se piense que se iba a rendir sin lucha. Entonces ¿cómo podía entrar en un barrio prohibido a los hombres? Podía, por ejemplo, recurrir a Cornelia de Urbino, aunque quizá le pareciera mal que le sugiriese entrar en el Ortacio. Téngase en cuenta que había recibido una dura educación en la honestidad por parte de las monjas de las Arrepentidas, a diferencia de Vicenta, que no había tenido esa suerte. Bien, podía hablar con Cornelia. Y no tenía por qué sentirse mal, ya que no existía ninguna obligación de hacer todo lo que ella le propusiera a cambio.

  Se supone que ahora toca explicar como es Cornelia. Más o menos, tiene la talla de Vicenta, no muy alta, y los rasgos son casi iguales, carnosos, con la apreciable diferencia que la nariz de Cornelia no ha sido chafada, hasta la fecha. Como Vicenta, tiene una gruesa mata de pelo crespo, aunque sin ese pecaminoso tinte rojizo, sino que el suyo es de un decente marrón muy oscuro (o negro, según le dé la luz). Sus pechos son más pequeños y compactos, aunque sobre esto el que puede hablar es Urbino. Su madre había sido una interna forzosa del convento de las Arrepentidas; en cualquier caso, no debemos pensar que la depravación se transmita de madres a hijas. De buscarle un defecto, diríamos que es difícil imaginar nada más exaltado que esos ojos carbonosos, ardiendo en sentimientos de venganza, por más que, si es por la causa de Dios, dichos sentimientos estén plenamente justificados. Nelo siempre la miró con un particular respeto. La religión católica es todo para esta buena mujer, un carácter que adquiere su sublimación por su asistencia a todas las ejecuciones de herejes. Estuvo en primera línea en campo de Fiori, cuando un jamelgo arrastró a Abruzo por los suelos. El cuerpo quedó tan destrozado, que de la horca solo se pudo colgar una piltrafa. ¡De que divina materia estará hecha una moza que resiste impertérrita! Abruzo, ¡malhaya su memoria!, fue aquel blasfemo que negó el pecado original. Estuvo en primera fila en la quema de Aquila, en plaza Navona, y trajo de recuerdo a Macelo de Cuervos unas rosquillas bañadas en miel. Y Cornelia estuvo hace poco en el Capitolio, cuando colgaron a Francese por luterano, y, mientras sirvió la comida, no pudo pronunciar una sola palabra. Sus enfurruñados ojos oscuros parecían emitir una muda protesta ¿es que ahora ya no íbamos a quemarlos? ¿Qué ha dicho Cristo en la Parábola del Sarmiento? ¿Qué? ¿Qué? ¡Hasta donde va a llegar la inclemente clemencia del papa! El paroxismo de su virtud llegó hace unos días, cuando quemaron a Dolet por decir que Cristo es una especie de entelequia imposible de conocer. Pidió al verdugo que le dejara acarrear la leña. Es otra santa, como santo Domingo de Guzmán, como Santa Catalina de Siena, y no sería de extrañar que algún día la veamos en los altares ¡Santa Cornelia de Cuervos, ora pro nobis!

 Cornelia había sido, en la práctica, la que había criado al pobre niño en su última etapa. Un niño que había sido preterido en el corazón de Miguel Ángel ante el marqués Del Vasto, el hijo espiritual de Vitoria, asunto en el que Cornelia encontraba el verdadero motivo de su perdición. Por eso, cuando llegó a casa, aun inflamada por la ejecución de Dolet, los pensamientos que bullían en su interior parecieron materializarse como una aparición celestial: ¿De verdad tú crees, Nelo, que arderán los aristócratas?

  —¿Las aristócratas? —dijo descubriendo estúpidamente su pensamiento.

  —Lo dice la Bula. Sometidas todas las personas “sin distinción de calidad”. ¿O es que una Bula no sirve para nada?

  Por supuesto que entre los aristócratas hay gente buena. Pero, aún así, uno no podía dejar de hacerse cábalas sobre como habían influido las aspiraciones nobiliarias de Miguel Ángel en el triste final de aquel niño pobre que jugaba a escultor. Alguien le calentó la cabeza a Miguel Ángel con blasones, genealogías y pergaminos. Cornelia compartía esta aprensión, y cada vez que escuchaba las palabras duque o marqués, sus ojos se empequeñecían de rabia. Nelo se mantenía en el nosinmiguelángel, faltaría más, pero no podía dejar de comprender a esas personas santas que, en su bondad, aguardaban expectantes el fin de la impunidad que sin duda traería consigo el advenimiento de los nuevos tiempos. Una expectación que, por fuerza, acabaría volcando todas las miradas sobre el Juicio Universal, donde la influencia aristocrática había conseguido dejar la impronta del más peligroso de los juegos: el libre examen de la Biblia.

No se vaya a pensar que el aprecio de Nelo por Cornelia era compartido por todo el taller. Alguien, o Tomás, o Clovio, le había siseado en cierta ocasión que “menudo Sargento” y que había prohibido a su marido que participase en más frescos. Se refería a la intervención de Urbino en la escena de la Resurrección de la carne del Juicio Universal, sobre la que se abate más de una sombra. Los resucitados hacen compañía a un Infierno muy poco bíblico. Miguel Ángel ha sacado sus demonios de la Divina Comedia.

 

Caronte demonio con ojos de brasa

Con el remo sacude al que se retrasa

 

  Al respeto se le susurró que, según Cornelia, el inquisidor Carafa sospechaba que esos seres infernales con dos mandíbulas móviles y un solo diente eran una metáfora de la predestinación. ¡Claro indicio de luteranismo! Su interlocutor y él (casi seguro que era Clovio) debieron pensar al unísono lo mismo ¿Cómo sabe Cornelia lo que piensa el inquisidor? Tal vez ese fuera el motivo de que, cada vez que Cornelia, sacaba el tema religioso, Miguel Ángel la amonestase en tono desabrido:

  —¿Por qué no te callas? ¡Atiende a los fogones, mujer!

  Pero no seamos ingenuos. Toda Roma estaba al tanto de la acusación de herejía que se preparaba contra el Juicio Universal. Ninguno de los que había puesto su mano en el fatídico fresco quedaría libre de mancha. Desde los inspiradores del círculo de Montecaballo, hasta el más humilde de los manufactureros. Para todos habría hoguera. Se te ponían los pelos de punta. Parecería que lo habían buscado, al menos el maestro, pero nada de nada. Tan solo que estaba colado por una marquesa, marquesa que ya tenía el dorso de la mano constelado de venas varicosas, pero, en fin, era a él al que tenía que gustarle. En cuanto a los demás, estaban haciendo movimientos subterráneos para desmarcarse. El día que todo estallara, su intención era presentarse como unos simples espectadores al pie del poste de la quema. Todo lo más, ahogarían un tosido con la mano y dirían: ¡Dios me libre de respirar carne de hereje! Una idea que puede servir de disculpa para las almas más descarriadas es la de que Lutero y Calvino fueron los verdaderos culpables, que lo propio de los artistas son los pinceles y que se enredan con las palabras. Pero luego vas y, ¡o Dio!, te encuentras un tal Pontormo que pintarrajea 31 dibujos a lápiz negro sobre la justificación por la fe, dizque inspirados en el Juicio Universal. ¿Cómo te atreves, hereje de mierda?

  Nelo acabaría agradeciendo el que el maestro le hubiera prohibido poner una sola pincelada en el fresco. Las medidas para la condenación del Juicio estaban tomadas. Andaba de boca en boca la intervención del joven duque de Alba en el Consejo Secreto del Imperio, celebrado en Ratisbona, sobre el Rin. Algunos relatos eran tan vívidos que creeríamos estar viendo al duque: viene acatarrado, tras recorrer media Europa bajo la nieve. Se cubre con un gorro de lana en presencia del emperador, como Grande de España que es. Tosidos ducales profundos como cañonazos cubren de esputos a los inermes consejeros. Tal hombre es el primero en formular con toda claridad las palabras mil veces susurradas. Las palabras que, una vez proclamadas en público, ya no tendrán vuelta atrás. ¿Hasta que punto la Cristiandad debe soportar que en el lugar más sagrado se haya pintado un fresco a la par hereje e indecente?

—¡Mínese la Capilla Sixtina! ¡Salte en pedazos el Juicio Universal! ¡No se atreva a tomarnos el pelo esa caterva de herejes! ¡Aniquilémoslos de una maldita vez!

En cuanto al papa, es cierto que cayó de rodillas la primera vez que vio el supremo fresco. La obra destinada a ser la cumbre del arte universal cubrió las expectativas, esas expectativas. Su perfección no tiene límite, Lo que en realidad hizo el problema más difícil. Porque este objetivo, la Obra Suprema, no era en sí más que un medio para alcanzar un fin: la vindicación del catolicismo frente al Saco de Roma por los luteranos. A los pocos meses Pablo III ya estaba deliberando sobre como abatir el Juicio Universal. Le oyeron dedicarle estos epítetos: “Chusma de facinerosos e histriones”, “Besos de boda y burdel”, “San Blas enculando a Santa Catalina induce a la lujuria en vez de al temor de Dios...” Sin hablar de cuestiones más difíciles como ¿qué parte es luterana y qué parte católica? Al principio te resultan poco menos que incomprensibles las teorías de los Espirituales, pero luego vas comprendiendo en que consiste el guiso: un puñado de cuerno rayado, media libra de rabo y una pizca azufre.

 El papa Farnesio, sobrepasado por el problema, encomendó la solución a las filtraciones de sal nitro. Nombró a Urbino curator (cuidador) del fresco, en la seguridad de que lo único de que se cuidaría sería de cobrar el sueldo. Acertó. Un olor a orines invadió la obra de las obras. Clovio calculó que, a este ritmo, dentro de tres siglos no quedaría nada. Aretino, el veneciano sanguíneo y brutal que tanto llegó a destacar como polemista y chantajista de altura (de reyes y divinos, tipo Tiziano), se interesó por el cuadro en carta que por entonces tuvo entrada en Macelo de Cuervos:

 

“¡Indecencia! ¿Qué gesto es ese de agarrarse unos a otros por los genitales? ¡Las putas de un burdel bajarían los ojos de vergüenza! ¡Cómo se te ha ocurrido, oh Miguel Ángel, hacer eso en el más grande Santuario de Dios! Sin duda, has blasfemado…”

 

 Aretino estaba tan sinceramente convencido de su opinión, que no la retiraría, según escribió a Miguel Ángel, “si no me regalas uno de esos cartones desechados, que acabas tirando al fuego” (se cotizaban a precios de escándalo). Amenazó con multiplicar las cartas a prelados y jerarquías porque, escribió, no era tan tonto de enviar su misiva tan solo al maestro y arriesgarse a que la destruyera. Muy de pasada tocó el tema de las ideas de Vitoria, las ideas espirituales. No las relacionó con el Juicio. Pero la marquesa tomó nota del chantaje.

El Consejo Imperial no fue tan contemporizador. Exigió la implementación de una Inquisición a la española y envió a un agente llamado Francisco de Olanda. Un tipo espigado y ocurrente, bastante alto, cuyo rasgo más significativo era un pelo rubio de matiz verdoso, aunque, bien mirado, encontrabas algo peculiar para su oficio en semejante fascinación por las tabernas (que le había ganado el apodo de “Frasquito de Olanda”). En teoría pintor de fortalezas, estas tenían el defecto de que eran inevitablemente expugnadas por los españoles. Un día Nelo le hizo la observación de que no se escriben números y medidas encima de los cuadros: el tipo casi se muere de risa. Experimentado en las cosas de Italia, tenía entrada al círculo de Montecaballo como pariente del conde de Barajas. Lo que puede explicar sin tantos aspavientos el mecanismo por el que se transmitió la conspiración del Juicio a las autoridades inquisitoriales. Los tibios, los casi herejes, tienden a ver traiciones por todas partes, cuando la verdad es mucho más sencilla.

En resumidas cuentas: los tiempos habían cambiado y una ola de pureza se extendió sobre Roma. Ningún varón en sus cabales se atrevería a entrar en el Ortacio, y menos si ese ninguno era el pintor de la sala Regia por encargo de Su Santidad y se llamaba Nelo, el Volterra. Aun así, tenía que tener una explicación con Vicenta. En esa tesitura había pensado en pedir ayuda al ser humano más valiente y cabal que conocía.

 Cornelia es una persona que siempre te viene de frente, como los toreros, aunque a veces te pasa con ella que adivinas, por algo que dice o hace, que existe cierta corriente subterránea. No es que nadie la haya visto correr con chismes al palacio de la Cruz Verde (la Inquisición), jamás corre; pero Nelo preferiría pedirle un único favor y no tener que volver a pedirle otro nunca más. Nos encontramos ante un tipo de persona muy útil, por ejemplo, para entrar en el Ortacio, aunque en otras ocasiones su exceso de virtud te haga difícil la convivencia. A veces uno se pregunta porqué se hace tan insoportable. No se lo merece, ¡una persona decente y católica a carta cabal! Una mujer de una enorme talla espiritual, muy por encima de esos que sueltan lagrimones frente a las hogueras y luego no hacen nada por evitar la condenación de la humanidad.

 Lo único malo, recorcholis, por decirlo de alguna forma es que, bueno, bien mirada, en su bondad, casi no es humana. Viene a ser una Madona antigua, apolillada y llena de grietas, pero no por ello menos triunfadora del demonio. En ciertos momentos es difícil imaginar nada que incite menos al pecado, con su aliento estomacal y su olor a meados. Un rasgo ambiguo: si bien evitas el pecado, te priva del mérito. No, eso no es cierto; no es tan insoportable. Lo que pasa es que, para estar a su altura, sería necesario un largo período de ascesis y ayuno en algún desierto y la verdad es que en el Lacio no se encuentran muchos arenales.

Nelo pensó en pedir ayuda al ser más santo que conocía. Y cierto día de invierno en que soplaba un siroco seco y áspero procedente de Sicilia, empezó a tener solución su deseo de tener una explicación con Vicenta. La cosa sucedió gracias a un encuentro fortuito, encuentro que también marcó la época de los grandes líos entre la gente de Macelo de Cuervos y la Inquisición.

Estaba durmiendo la siesta detrás del seto de los aligustres, un lugar que en Roma nadie utiliza en invierno a diferencia de en Volterra, donde se aprovecha cada rayo de sol. Los arbustos forman figuras caprichosas, como de seres tullidos y mendicantes, medio arrastrados por el suelo. Esta imagen desencadenó una rápida y fulminante visión. Los fangos del Ortacio. Vicenta muerta de hambre, los pómulos, las costillas marcadas. La Magdalena. Su mano, vacilante como la de los leprosos, se extiende hacia la calzada, pidiendo caridad. No, no… ¡que horror!

—No irá a pasar hambre —susurró en un hilo de voz.

Era insoportable. Es cierto que, visto el asunto desde la perspectiva de la fe, la odiaba por su mala vida. Pero la imagen del hambre, bueno, crea sufrimiento. Se puede pensar en ella cada día sin pecar, sólo por caridad ¿no? La pobre vida de una puta no deja de ser algo precioso, como la de un pájaro o una hormiga ¿no es así? Dejó vagar su pensamiento por las Florecillas de San Francisco y todo eso de “Hermano lobo, te mando en nombre de Jesucristo...” Aunque uno no tenga un interés especial en determinada persona, uno se puede sentir conmovido por la felicidad de la raza humana de un modo genérico. ¿Verdad?

—Sólo tengo un medio de hacer lo que pides —dijo Cornelia que quizás había escuchado sus suspiros.

 Acababa de salir de tras un matorral y no tenía una labor en las manos. Siempre aparecía así, como una sombra o viento materializado en un cesto de pelo oscuro que, como un moño, aplastase aquel cuerpo robusto y no muy grande.

—¿Qué? ¿Qué medio?

Le clavo una mirada de otro mundo, como si viera a Dios por encima. Una vena morada transfiguró su frente, o, para decirlo con toda claridad, estaba un poco chalada. Bien entendido que Nelo reverenciaba esa locura, llamada por otro nombre Amor de Dios. Los ojos de Cornelia se pusieron en blanco. Dijo:

—¿Qué te pasa? —Que me das miedo— ¿Es que no confías en mí?

—No claro. O digo sí… ¿Cómo puedes pensar que no confío en ti?

Confiaba, sí. Confiaba en ella como en los santos o en los mártires, como en un San Lorenzo sonriente entre las llamas, que ya está asado por un lado y te dice ¿por qué no me das la vuelta? Ven. Túmbate aquí. Te hago un sitio en mi parrilla.

—Dime todo lo que sepas sobre la fuga de Ochino —dijo ella, dejándole con la boca abierta.

Ochino… ese hijo de perra protestante. Carne de hoguera…

¿Qué? ¿Qué has preguntado, Cornelia? Esta pregunta huele a carne quemada, impregnada en pez ardiente. A hereje que confiesa a Lutero entre aullidos y crucifijos de frailes que cortan la humareda, haciendo remolinos azules. A bonitos castillos de leña verde. Tal vez había escuchado mal y no había dicho Ochino sino Vicenta, que suena parecido.

  —Yo… ¿qué sé?

  —En Montecaballo. Hablabais de todo. Lo sé.

  Se quedó helado, mirándola en silencio. ¿Cómo se habría enterado de que, el día de autos, el hereje había pasado por Macelo de Cuervos? ¿Acaso no estaba durmiendo la servidumbre? No todos. Empezó a hacerse rápidas preguntas y, lo que es peor, a respondérselas. De pronto, lo vio muy claro. Antes de hablar de lo mío, quiere que haga una delación: es su precio. Michelagnolo será vengado. Quiere que hablemos de Ochino. Ochino, el calvinista, el protestante. El confesor de Vitoria. Un hereje de verdad. No un anfibio, como Polo, que lo quiere todo a la vez, a Dios y al diablo, el catolicismo y el protestantismo. ¡Que diferencia con Ochino! ¡Calvinista hasta las cachas! ¡A Cornelia le interesa el hereje! Algo había llegado a sus oídos, aunque no tenía ni idea de como. Bien. Así consiguió que Miguel Ángel le permitiera casarse con Urbino y venirse a casa. A pesar de que, en teoría, las mujeres y el matrimonio estaban prohibidos en Macelo. Bien. Es una mujer muy persuasiva. No le diría nada. Nada.

De nuevo el rostro famélico de Vicenta llenó su mente, pálido como un cadáver. Motivos estrictamente humanitarios hacían ineludible que Nelo ayudase a la pobre hetaira. Vicenta, Vicenta... O sea que se escuchó hablando, sin nula voluntad de hacerlo.

 

La fuga de Ochino sucedió una noche neblinosa de verano. Sonaron unos cascos por la parte de los foros...

  —... Vitoria se presentó en Macelo de Cuervos a media noche, acompañada de Ochino, el hereje. Había tomado prestados unos caballos de la cuadra de su hermano Ascanio…

La noche estaba oscura. Permaneció a caballo. No montaba de lado, como las damas, si no de una forma nueva. Sin duda –se debió decir el legañoso Miguel Ángel-, se proponía galopar como un hombre. “Un hombre en una dama”, la llamaba, porque como todo el mundo sabe el hombre es superior a la mujer. Pasaba la pierna derecha replegada por debajo del arzón, la silla equilibrada por una horca y el extremo del pie izquierdo reposaba en un largo estribo en semizapato. Aunque iba embozada, era reconocible por el duro quiebro español de la voz. Criada entre aragoneses en el castillo de Ischia, de niña apenas hablaba italiano. Miguel Ángel debió comprender que estaba inmersa en una de sus caballerescas aventuras, como cuando había intentado hacer que la descabezaran en tierras del Sultán.

Al llegar a este punto, Nelo se quedó callado. Cornelia parecía llamear de furia. En cuanto a él, dedujo de lo tirante de sus pestañas que probablemente tendría los ojos abiertos como platos. Sin poderlo evitar, un flujo de pensamientos hirientes y contradictorios se apoderó de su conciencia y llenó su mente de voces chillonas. Escucha, Nelo ¿Qué es lo que estás haciendo? Espero que no seas un delator... ¿Cómo? ¿Qué palabra has dicho? ¡Has dicho delator! ¡No existe delación cuando se defiende a la verdadera fe!  Espero que te quede grabado, ¡estúpido volterrano!

Proserpina se limpió los bigotes con su gatuna pata que previamente había impregnado en saliva. Sosiego. Y eso le hizo recordar que estaba sometido a una fuerte emoción. Un sentimiento que más adelante, racionalizaría. En la versión más comprensiva conmigo mismo sería algo así: “Ignoro para que quiere Cornelia saber este dato. Pero ¿qué problema hay en que cuente lo que sé? Mi interés es el mismo que el de cualquier buen cristiano: el triunfo de la fe. Bah, tal vez Cornelia se confiese con un familiar de la Inquisición. ¿Podría yo ser considerado un delator? De ningún modo. Aquel a quien defiendo sobre todas las cosas está por encima del juicio de los humanos. Jesús de Nazaret. Y si Cornelia me da un empujoncito en mi causa humanitaria, en mi deseo de prestar cuidados a Vicenta a pesar de su testarudez ¡bienvenido sea! ¡Bendita, bendita Cornelia!”

  —¡No me oyes! —La voz de Cornelia es algo gargajeante. Como si sorbiera mocos o rascase terciopelo—. Te tengo dicho que solo hay una forma de entrar en contacto con Vicenta. ¡Venga, espabila! Los detalles.

  Los detalles. Conocía muy bien esos detalles, por otro nombre “las pruebas”. Juzgó oportuno resistirse; solo confesaría si Dios le llevaba a alguna contradicción o a que se le escapara algo. En tal caso, de Dios sería la responsabilidad. Pero Cornelia no perdía el tiempo.

Proserpina deja la pata congelada en el aire, cruzada sobre el pecho, y Nelo se sumergió en las brumas del tiempo. La voz varonil de Vitoria, la de Miguel Ángel, elegante y silabeada a la manera florentina, parecen llenar de nuevo las negruras de su imaginación, como aquel día de la fuga de Ochino. Vitoria, había exigido al maestro, recién levantado:

—Necesito mil florines de oro.

—¿A estas horas?

—Ahora mismo.

  Luego, como viera que dudaba -aunque suponía que Miguel iba a aceptar y que sólo estaba concediendo unos segundos de consuelo a su tacañería-, tuvo la crueldad de añadir:

—Ta-ta-ta... Sé que en esta casa está más de la mitad de vuestra fortuna. A vos mismo he escuchado decir que sólo habéis colocado la mitad de vuestros fondos en títulos de la banca de Santa María Nueva.

  Una punzada de dolor latigueó el recién despierto cerebro del maestro con tanta fuerza que le hizo cerrar de nuevo los ojos. Al abrirlos, a la luz sucia de la luna nueva, presintió más allá del cortile una tez pálida, que luego supimos de Ochino. Un caballo de repuesto, guarnecido para el viaje, pateó inquieto el suelo. Por un instante Miguel Ángel fue presa del pánico al pensar que el caballo era para él y que se le abocaba a una suicida aventura luterana. Nelo no podría jurar si esos fueron sus exactos pensamientos, claro, pero siendo su alumno predilecto está seguro que se aproxima mucho. Cuando bajó de nuevo, Miguel Ángel movía los labios, como si estuviese echando números. “¿Quién puede disponer de semejante cantidad a estas horas de la madrugada, Marquesa?”, dijo el divino frotándose el cuello, como si ya sintiera el humo en su garganta. Por menos quemaron a Aquila. Cuando vio que Vitoria partía, mascullando algo, suspiró entre aliviado y humillado. Esta vez ella no añadió “mi único amigo”. Vitoria había salido aquella noche en dirección Florencia para ayudar a huir al luterano Ochino. Había sido su confesor. Ella en persona llevó al hereje un caballo de su hermano Ascanio y otros bastimentos. Gracias a dichos socorros eludió la Inquisición y puso rumbo a Suiza, la tierra de Calvino, sin duda pasando por el buen asilo que era Ferrara. Se queda uno de piedra al ver que puedan pasar estas cosas. ¡No podemos negarle su sarmiento a la hoguera por una estúpida cuestión sentimental! Aquella noche Nelo escuchó como Miguel Ángel daba vueltas en la cama, sobrecogido por la imprudencia.  De madrugada, próxima el alba, dijo en voz alta:

  —En Nápoles, el hereje Valdés ha enseñado a Vitoria una por una las letras de su Alfabeto Cristiano. Lo dicen y lo creo: bien se nota.

  Y ahora de nuevo estamos en la huerta. La gata da por terminado su aseo. Cornelia aprieta los labios, como diciéndole a Nelo había hecho todo lo que estaba en sus manos, y que ella lo aprueba y que, veré que puedo hacer por Vicenta, Nelo, confía en mí, y él confía.

  —Ahora déjate de misterios —añadió Cornelia agarrándole del luco a la altura del pecho—. Miguel Ángel no le dio ese dinero a Ochino ¿verdad? No se lo dio, claro. 

  Todo el equipo sabía que la mítica caja blindada estaba en el dormitorio. Pero Nelo se guardaba un secreto que reventaba de ganas de descubrir.

  —Bien yo... —dijo, excitado y nervioso—. Debes saber que yo... Es como sí...

  —¡Habla de una vez, Nelo! —dijo Cornelia, envolviéndole en una vaharada de ácida transpiración.

  —Yo soy el guardián de la caja blindada. Un día, Miguel ya no fue capaz de ver las letras pequeñas de la combinación. Entonces tuvo que pasar revista a sus allegados y buscar a alguien que fuese uña y carne con él. Alguien de absoluta confianza ¿entiendes?

  En esto, sorprendió un gesto fugaz de Cornelia. La cosa hubiera pasado desapercibida si no llevara un bonito cuello de volantes en su vestido color cerdo. Entrecerró los ojos y arrugó la frente. ¡Busco un pájaro, y he aquí que cazo dos! ¡Vitoria y Miguel Ángel! ¡Le dio el dinero, se lo dio! A la luz de lo que más tarde saldría en los interrogatorios del Santo Oficio, ese nimio gesto adquirió una importancia simbólica.

Por supuesto que estaba muy equivocada. Una cosa es Vitoria, allá ella y su crueldad española. Ya es vieja y, si arde como un sarmiento, no habremos hecho más que anticipar el día en que todo el siglo se disolverá en cenizas. Pero jamás levantaría un testimonio contra Miguel Ángel. Sin duda Nelo sirve al Ángel de la Destrucción, y es servido por él. Pero esto no se aplica a la obra del otro Ángel, el ángel Miguel y Dios sabrá coordinar los actos de sus servidores angélicos, su ejército de…

—¡Nelo! ¿Puedes bajar de las nubes?

  —¿Quién? ¿Yo? —dijo sacudiendo la cabeza— ¿Cuál era la pregunta? Ah, ya. Qué si le dio el dinero para Ochino. Por supuesto que se lo dio. Nunca le negó nada a Vitoria. Nada. Aquel día subió al piso. Aleteaba su nariz. Me pidió que abriera la caja y extrajo una Letra de Cambio por mil florines de oro, aún con el sello de la Dataria. Tenía títulos de Deuda, pero prefirió la letra: Así, cuando la fueran a cobrar en Ginebra, el descuento bancario se imputaría al presentante, ahorrándose un buen pico. Luego bajó de nuevo y se la dio en propia mano a la marquesa, que no llegó a desmontar en todo el rato. Creo que tengo el resguardo por este bolsillo… Aquí.

Espero que no se me llame delator, no en este caso, no para ÉL. ¿Qué peligro puede haber para un hombre al que emperadores y papas han puesto por encima de sí?

  —¿Cómo consiguió convencerle Vitoria? —preguntó de improviso Cornelia, mientras alzaba las cejas… que cejas ¡cepillos! Es incomprensible semejante tufo, pues ella se lava dos veces al mes.

  —Perdona la pregunta... ¿Estás o estuviste enamorada alguna vez?

  —Claro. De Jesucristo.

  —Digo amor de amor.

  —¡No te digo que amo a Dios!

  —En ese caso creo que no soy capaz de explicarte como consiguió Vitoria convencer a Miguel Ángel.

Sería como explicar a las ranas la música polifónica de Jacobo Arcandelt. Imposible. No. Bien entendido que Nelo no estuvo ni estará jamás enamorado, pero un artista debe conocer, vamos, que conoce, los aspectos técnicos de los sentimientos, el éxtasis en los rostros, la luminosidad de las figuras, etc, etc.

—¿Cómo que no puedes? ¿Por qué?

  —Amenazó con pedirle el dinero a otro. Eso bastó para que supiera atropellado las escaleras y cogiera los mil florines. Cornelia…

  —¿Decías algo?

  —Lo que sí que te suplico es que estas informaciones no vayan a caer en las manos equivocadas. No se lo dirás al Santo Oficio, espero —Se dio cuenta a su pesar de que su tono era muy poco convincente.

  —No, esta vez no. No tienes ni idea de cómo funciona esto.

  ¿Pretendía tranquilizarle o dejarle aun más preocupado?

  —¿Qué quieres decir? ¿Sabes algo que yo no sé?

  —Muchas cosas, Nelo, muchas cosas.

 

Vale. Cornelia, por ser mujer, podía entrar en el Ortacio y e iba a facilitar que Nelo prestara ayuda a la única persona que se había interesado por su vida. Parece ser que Vicenta solo había aceptado recibir de su parte una cesta de víveres, siempre que la acompañase de jugosas informaciones del tipo de la de la fuga de Ochino. Al menos ya sabía quien estaba interesado en el soplo; iba a ser cierto que no era Cornelia. ¿Para qué querría meter las narices en ese avispero? La cesta contenía un poco de todo. Carnes ahumadas secas y saladas, medicinas, incluida algún color de pintura como el giaollino que quita la fiebre del mal-aire, anguila y trucha ahumada, congrio ahumado, mazapanes, sal, azúcar, hongo de Malta para las fiebres... bueno, y ¿por qué no decirlo? Cincuenta ducados de oro en oro, que le habían quedado de sus trabajos en la Trinidad del Monte. Cien veces su tarifa de puta, dinero tirado.

Al día siguiente Cornelia estaba barriendo el taller. La persiguió con miradas abiertamente interrogativas. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo está Vicenta? ¿Se acuerda de mí? Hizo el gesto del dedo sobre la boca. Luego lo puso a girar, como diciendo que hablarían a la hora de la siesta del patrón. Pero cuando se sentaron en el gastado banco que rodea el hogar, Urbino tenía los ojos como el pescado pasado de fecha.

  —Lástima que a Tomás y a Clovio no les importe esto —dijo.

  No quería testigos.

  Cornelia sugirió que subieran a la torre y su marido estuvo de acuerdo.

  El cuarto de los Urbino es grande, casi doble, porque hubo que hacer obras cuando el patrón consintió la novedad de que se admitían matrimonios y niños y todo eso. Además, guardan un ajuar privado en dos grandes arcones de madera. El suelo estaba muy limpio, demasiado. Incluso el dosel restallaba de blancura. La gente honrada no lava la ropa de cama más que una vez al año. Tanta limpieza le deja a uno preocupado.

Cornelia contó su reunión con Vicenta. No le pareció que pasase hambre: durante la entrevista una criada negra trajo un regalo consistente en dos capones. Los términos de la conversación, fueron estos:

“—Sabía que Nelo iba a colaborar con la obra de Dios —dijo Vicenta.

“—¿Quieres decir que pasas informes al Santo Oficio? —dijo Cornelia.

Vicenta se echó a reír y negó con la cabeza.

“—¿Crees que los santos padres harían caso a una perdida?

—¡Claro que no! —dijo Urbino, repantigado en un encerado sillón de tipo castellano. Bien, amigo —pensó Nelo—, veo que afirmas tu posición de dueño de este mísero cuartucho. Siguió—: Una epeira no puede comunicar con un obispo, esto está claro.

—¿Epeira? —dijo Nelo— ¡Ah, hetaira! ¡Hetaira, hetaira! Vulgo puta, ramera. Qué. ¿Le gustó a Vicenta la cesta que le envié?

Cornelia se quedó con la palabra en la boca. Contestó su marido.

—Vicenta vende sus falsas denuncias a través de un tercero. El fisgón es Olanda, el escucha del pelo verde. Un agente del inquisidor Toledo.

—¿Falsas? —dijo Nelo—. No debemos considerar falsa la fuga de Ochino.

—No mereces la confianza del maestro —dijo Urbino—. Por eso no la tienes. Si la tuvieras, habrías pintado algunas escenas del Juicio, como yo. Cierto, te ha dado la combinación de la caja, pero ¿sabes por qué? —no respondió. Estaba algo enfadado porque no le había ofrecido asiento—. Yo te lo diré: porque cree que eres demasiado tonto para robarle —Miró al techo con ojos sombríos hasta que encontró las palabras exactas—: Dices que le admiras, pues ¡demuéstralo! Hablemos claro: esas delaciones tienen que acabar. ¡Que se acaben de una jodida vez!

El labio superior de Urbino temblaba de forma casi imperceptible. No era un matrimonio feliz el de Urbino y Cornelia. Ese temblor de labios venía a reconocer que no era capaz de controlar el santo celo de su mujer. Añadió:

  —¡Quieres no ser tan estúpido, Nelo! ¡Te estás metiendo en un pozo y lo sabes!

  —¿Un pozo?

  —Si llevas a la hoguera a Vitoria, el marques del Vasto dará buena cuenta de ti. Y eso aun podría entenderlo como una especie de martirio por la fe. Pero lo que sí que no me puedo explicar es lo otro. Podías haber contado que Ochino se entrevistó con Vitoria a medianoche. Y ya está. Pero has tenido que contar que “el maestro le prestó tantos y cuantos ducados”. Tenías que involucrarle. Espero que repases la historia. Sí, tú que tanto lees los escritos de Ulises, Zante y todos esos. Es importante que te fijes en como acaba la de Judas: con una cuerda al cuello.

Cornelia se había quedado muy callada. Clavó la vista en la columna de Trajano, a través de la ventana. Se ve que no le gusta que su marido defienda a Miguel Ángel, en temas que no conciernen al arte. Ella es mujer de una pieza. Bien, se dijo Nelo, no voy a ganar nada si me meto en una discusión conyugal.

  —Me voy —dijo Cornelia.

  —¿Cómo que te vas? —dijo Urbino incorporándose.

  —Vine aquí a dar cuenta a Nelo del encargo de su cesta.

  —Entonces cuenta —condescendió su marido.

  “—Oh, no me gustan los ahumados —dijo Cornelia que dijo Vicenta—. Tendrá que mandarme faisanes, trufas y amanitas cesáreas. Conozco un puesto en plaza Navona donde tienen de todo.

  —Si no quiere nada conmigo ¿por qué me pide cosas dignas de un rey? —se preguntó el volterrano en voz alta.

  —También yo me pregunto que es lo que esa mujer ve en ti —dijo Urbino.

  —En ese momento —prosiguió Cornelia—, pasó por la calle un aguador y Vicenta le preguntó si quería la cesta. Quería. (“Un momento, aguador. Esta bolsa de oro me la quedo, podrían acusarte de haberla robado”).

A Nelo se le iba el santo con frecuencia. En este caso, el despiste estaba justificado. De repente, cayó en la cuenta del motivo por el que se había ido de la lengua. A primera vista, podía parecer que quería acusar al maestro; la mera sospecha le hizo sentirse fatal. Hasta que advirtió que ¡todo lo contrario! Los mil florines son la prueba definitiva de la inocencia de Miguel Ángel. Primero: el ignoraba que iba a venir Ochino. Caso contrario, habría tenido preparado el dinero en efectivo. Segundo: en principio, se negó al pago. Si fuera una decisión premeditada, se hubiera ahorrado esa penosa escena que le dejó muy mal sabor de boca. Tercero: El capitán Zapata (el escolta de Vitoria) nunca anda lejos y cuando adelanta la mandíbula es terriblemente intimidante. Con esas pruebas, ningún tribunal admitiría que Miguel Ángel estuviese ansioso por ayudar a huir a un hereje. Por su ídolo estaría dispuesto a llegar a donde hiciera falta. ¿Acaso son malas para esta salsa, unas gotas de astucia?

¡Vaya! El ensimismamiento le había impedido escuchar alguna de las cosas que según Cornelia, dijo Vicenta:

“—... naturalmente el llorón querrá que acepte más regalos —la jadeante Cornelia se permitió imitar el tono de voz de Vicenta, a veces ronco, a veces, argentino—. ¡Nelo pierde el tiempo! Dile que solo aceptaré sus asquerosas truchas ahumadas, si hace lo que él sabe.

Lo que el sabe. Bien se ve que cobras del duque de Alba.

Es de suponer que se refería a un comportamiento técnico por su parte en relación al maestro. Interpretar su santísima voluntad por encima de los errores religiosos que una actuación personal, quizá torpe, puede aparentar. Su verdadera voluntad vendría a ser así compartir los deslices del Juicio Universal con los inquisidores, como medio seguro de no incurrir en ellos en el futuro. En el fondo, el divino está deseando informar de sus pecadillos a los santos padres, aunque ni él mismo lo sepa. Entonces, y solo entonces, Nelo volvería a escuchar la grave voz del Ángel de la Destrucción como un acto más de amor hacia el inmortal maestro.

Nelo siempre contó con el respeto del inquisidor Toledo, un hombre de afable papada de quien no pensarías que sea hijo de don Fadrique, el terrible 2º duque de Alba. Cada vez que conversaron en el palacio Navona sobre las especialidades del caso, es decir que se trataba de un tema escrúpulo doctrinal, pero que está fuera de duda que el divino viejo es un Santo, se encontró con su comprensión y garantía más absoluta. Tanto lo amaban ambos, que querían deseaban disipar cualquier sombra de duda de que un día, quizás pronto, ocuparía un puesto a la diestra del Señor, entre los demás santos ángeles.    

Desgraciadamente Miguel Angel no lo vio así. El pánico, la fuga y el miedo habían sido las constantes de su vida. En el primer chispazo de su existencia mortal. Miguel Ángel se veía con tres años, en brazos de su madre, cruzando a la carrera la gran plaza de Florencia, mientras ahorcaban al conspirador Pazi por la ventana de la Señoría. Desde entonces sintió ataques de pánico. No le importó esculpir la Piedad o el Pensativo, pintar la Sixtina, proyectar el Vaticano, alcanzar la cima del genio, todo con tal de escapar a la muerte, de alcanzar la inmortalidad. El pánico esculpía su rostro, mientras tallaba sin cesar estatuas de mármol, Esclavos, el Moisés, Piedades... envuelto en nubes de polvo de mármol…


 

-VIII-

Buonarroti peregrino a Compostela

Nelo necesitaba 50 escudos, importe del censo de una casa en el barrio Trevi, junto a los Capuchinos, muy apropiada para independizar su taller. Miguel Ángel se mostró extraordinariamente comprensivo con su petición y le dijo que se pasara por la obra de la Capilla Paulina, donde iba a entregarle una carta para ser bien acogido en los ambientes florentinos. Un noble de la ciudad de la flor de lis, Horacio Piatesi, estaba buscando quien le hiciera un busto de mármol y el contrato es tuyo, Nelo, lo que tú quieras. Le pareció algo excesiva tamaña solicitud: era extraño que aceptara una petición a la primera. Por eso, no tuvo ánimo para solicitarle algo más cerca, en la misma Roma: sin duda el maestro, abrumado por sus trabajos, no era consciente del perjuicio que le acarreaba prescindir de sus charlas con el influyente inquisidor Toledo. En fin, un busto es un busto.

Un par de días más tarde, en la Paulina reinaba un silencio antinatural, solo alterado por los ronquidos.

  —El maestro no está aquí —dijo Urbino, cuyo aliento apestaba a vinazo.

  —Pues donde esté. Tengo que verle —no es que el fuera un delator, él no tenía nada de delator, pero estaba dispuesto a dar todo tipo de explicaciones.

  —Tendrás que correr. Te lleva mucha ventaja, Nelo. Ji-ji. A laúdes ha salido caminando por la calle de Panaderos, con bordón, calabaza y esclavina. Va en peregrinación a un lugar al que conduce un camino de estrellas. Eso es todo lo que sé. La perdonanza de pecados que allí se concede supera todo lo conocido en Roma.

  La fuga venía a reconocer que las murmuraciones sobre el Juicio Universal habían afectado su dignidad. Era un hombre de honor. Hace años había huido a la roca de Capranica, cuando se corrieron aquellas maledicencias de que había matado un hombre por el mero capricho de pintar su agonía. Cuando lo de Febo, hizo amago de dirigirse a tierras del turco, camino de Jerusalén. Cuando hubo habladurías por lo de Mini, quiso ser peregrino a la tumba de Magdalena, en Provenza. Ahora camina hacia Compostela (campus-stelae) ¿a que si no ese misterio sobre “estrellas”? Tal vez habrían acudido a su imaginación aquellos casos de personas que llegaron a los cielos sin haber pasado por la muerte de los que el más famoso es el de Elías, elevado a bordo de un carro de fuego. Fuego. Una decisión radical. Podríamos muy bien conjeturar que no se sentía feliz con la maraña de delaciones que había desencadenado el torpe desenlace del caso Michelagnolo. ¡Sangre de Cristo, yo tampoco! El maestro, en su poesía, había evocado sus intentos de suicidio “pero la mano se mostró perezosa y el pie no quiso avanzar”. Tendría que partir en su busca deprisa, deprisa, ya se me está haciendo tarde.

  Allá se ve Daniele cabalgando en su persecución por la vía Flaminia en un jamelgo de posta. Santiago de Compostela es todo norte y luego se gira al Oeste, siguiendo la constelación de la Vía Láctea, aunque alguien pueda encontrar más conveniente la explicación de que Dios ha amojonado el camino a base de estrellas. En Espoleto toca sólo cambio de montura, pero decidió hacer noche pensando en si Alejandro, el hijo de Pierluigi, podría darle alguna pista.

 El nieto de su santidad era su delegado en la región y se hospedaba en el palacio Barberini que parecía rojo por efecto del sol poniente. Alejandro Farnesio había sido electo cardenal el día que fue destetado. Le recibió de inmediato en un salón con un largo banco de piedra y techado por un fresco de El rapto de Elías, lo que le dio mala espina. El joven y orondo cardenal se sentó con aire beatífico ante una mesa cubierta por un desgastado tapiz púrpura. Expuso el caso en dos frases, incidiendo en el interés que tenía su santidad en recuperar al maestro para que no dejara inacabados los frescos de la capilla Paulina. Había recibido el encargo pontificio de traerlo de vuelta, pero ¿cómo lo iba a hacer él, un simple discípulo? El cardenal no dejó de entrecruzar los dedos sobre la tripa, un esfuerzo en lo que se mostró tan competente que Nelo dedujo que debió haberle dedicado gran parte de su vida:

  —¡Ave María gratia plena! Vamos, que te preocupas por Miguel Ángel. Estás bien informado; es cierto que marchaba con unos propios por la vía Flaminia, camino de Santiago. Pero se ha dado cuenta que queda muy, muy lejos. Entonces, le he autorizado a penetrar en el bosque sagrado de Monteluco.

  —¿Es decir que ya no van a Santiago?

  —¿Qué sentido tiene andar tanto? ¿Por qué cruzar los Alpes? En mi legación tenemos lo mismo y mucho más cerca.  El bosque sagrado. ¿Nunca escuchaste a los fraticelli? “El bosque regenera el espíritu, sosiega a los moradores, induce a la paz interior”. Pobre, me imagino como debe sentirse… ¡Sí los santos varones de la cruz verde no son tan mala gente! Anda, Riciarelli, toma, te doy mi bendición para que tú también puedas penetrar en el bosque sagrado. ¿Deseas una escolta? (…) Bueno, yo en tu caso la llevaría. Informaré al abuelo que te lo llevas de vuelta a Roma. Venga, espabila.

 

  En el caluroso amanecer Nelo cruzó el puente de las Torres y reconoció en lo alto la roca Albornoz. Al otro lado descubrió un camino en la espesura que apuntaba recto hacia lo alto. La subida se hizo penosa al principio, pero en cuanto sobrepasó la cota de las canteras empezó a correr un aire frescachón y el paisaje se tiñó de un verde sobrenatural.

Aparece un miliario escrito en latín arcaico. Raspa el musgo. Traduce:

 

  QUE NINGUN HOMBRE PROFANE ESTE BOSQUE SAGRADO NO SIENDO EL DÍA EN QUE SE HACE EL SACRIFICIO ANUAL

 

 Aquí los antiguos arúspices vaticinaban sus terribles augurios deduciéndolos de la forma y el tamaño de las vísceras de pollos y cabras. Cierto efecto de insonoridad musical acentúa la sensación de hallarse fuera del mundo. En esto, distinguió una escalinata en la vegetación que, a través de un arco, se abría a una plazoleta a la que asomaban diez celdas o cuevas. Sin darse cuenta, apareció un fraticelli con las manos entre las mangas del hábito franciscano. Le saludó inclinando la capucha.

  —¿Dónde está Miguel Ángel?

  El maestro era reconocible por el turbante “de pintar” entre el grupo que subía por el camino de los huertitos, pero era casi imposible hablar con él. Monopolizaba la conversación que mejor podríamos llamar monólogo, vamos, lo de costumbre. Todo su discurso giraba en torno a la comparación entre la Pintura y la Escultura. Escuchó poco y mal, debido al cansancio del viaje, pero le pareció que su maestro se inclinaba por la Escultura. A su juicio la ventaja estaba en que el escultor utiliza todas las dimensiones, mientras el pintor debe conformarse con un vulgar plano. De pronto la conversación tomó un sesgo diferente, y el tema de la Escultura le llevó con toda naturalidad al de la “montaña de esculturas” o sea a la tumba del Drama. Como machaconamente solía insistir Miguel Ángel cada vez que surgía el tema, salieron a relucir las “ordenes imposibles” de los papas.

  —Por supuesto que en estos casos está dispensado el deber de la obediencia —dijo mientras hacia una parada, apoyado en su bastón amarillo—. Uno es un mortal y no puede hacer ciertas cosas, por más que le llamen “divino”.

  El abad, un hombre menudo de facciones regulares, movió espasmódicamente la cabeza, como si no se pudiese estar más en desacuerdo. ¿Qué quería decir el frailuco? ¿Qué si un día el papa te manda tirarte por la ventana, tienes que hacerlo? ¡Y un cuerno! Presa de una viva agitación, el franciscano casi arrastró al maestro hasta a un bancal explanado en la pendiente donde unos novicios estaban plantando lechugas. Los frailecillos tenían un simpático gesto de consternación en la cara, con los ojos muy abiertos; al mirar mejor, se veía que estaban enterrando las hojas en la tierra, dejando las raíces al sol. Todos excepto uno, un chico espigado y granujiento, que señalaba primero la raíz y luego la tierra, así una y otra vez, negándose a ojos vista a secundar tan peculiar método de cultivo de la lechuga. El abad apuntó con el dedo al granujiento:

  —Hijo mío, veo que eres un gran maestro; vete, puesto que mi Orden no es para ti —Y luego, girándose a Miguel Ángel, añadió—: Pues para obedecer conviene que seamos ciegos o que cerremos los ojos en obsequio del papa y que obedezcamos simplemente por el mérito de la obediencia.

  Nelo hizo un cayado con una rama de castaño. Obediencia ciega. Que concepto más peligroso. ¿En que medida obedecería ciegamente al papa? Imaginemos que le manda atacar al maestro, sí, sí, es absurdo, pero imaginémoslo como un mero divertimento, incluso, que sé yo, matarlo. Si hay que hacer caso a lo que dice este frailuco… Todo eso rondaba su cabeza, por más no tuviera ningún sentido. Tómatelo con calma, Nelo. Los papas Borgia están muertos y los Farnesio al menos intentan seguir a Cristo: no es probable que recibas esa orden jamás. Entonces ¿para qué preocuparte? 

Ruido de cascos. De improviso, apareció el espoletino Gallo con la montura cubierta de sudor. Lo conocía; había sido copero del papa antes de ver rajado su rostro en un duelo. Dijo a Miguel Ángel:

  —El papa os ordena que retornéis a Roma mañana mismo, o que os atengáis a las consecuencias. Tenéis que rematar el trabajo en la capilla Paulina.

  Miguel Ángel entendió el mensaje implícito: “¡Vuelve o será Pierluigi el que vaya a buscarte!” Evitando la mirada de Gallo, respondió:

—Esta noche la pasaremos aquí. Mandaré que te hagan una cama, Nelo.

Se alojaron en Santa María de la Gracía, la mayor de las celdas, en realidad una verdadera iglesia. La caída de la noche. Benito Faiano, el párroco, llenó una y otra vez las copas de sagrantino, un tinto tosco y algo ácido, como estas montañas. Se habló de todo. Primero, el maestro continuó con su defensa de la Escultura; después, hizo unas comparaciones entre el arte del fresco y el del óleo; más adelante, escucharon sobrecogidos unas comprometedoras reflexiones sobre una frase de Dante. (No se piensa cuanta sangre ha costado). “Con esa frase se refiere a la sangre que costó sembrar las Sagradas Escrituras en el mundo ¿Cómo oponer en la balanza nuestros miserables actos frente a Su grandioso sacrificio en la Cruz?” Aquello era demasiado espiritual y Nelo se esforzó en sacar un tema de conversación más inocente. Ah, ya:

  —Aquí os vais a convertir en un lacayo, sin pintar, sin esculpir, sin nada que leer...

  —No es cierto —dijo—. Mira este tomo que me ha regalado el cardenal Farnesio: La pintura comparada con la literatura. Demuestra que mi arte es superior al de Dante.

  —¡Ni un papel para escribir, para dibujar! ¡Eh! ¿Qué son esos números pintados en las paredes? —preguntó.

  —Ah, eso. Son las cuentas de los criados. Como no tengo libro, les hago el avance de los meses en la pared —Mientras esto decía, brillaban los ojos del maestro. Las cantidades pagadas eran cinco veces inferiores a lo acostumbrado.

  —Me estáis mirando de cierta forma —inquirió Nelo.

  —Reclama la mitad —el maestro cambió de tema—. La mitad del derecho de pontaje por el río Po. ¡Me va a dejar en la miseria! ¡Acaba con lo mejor que tengo!

  —¿De quien me habláis, por los Clavos de Cristo?

  —De Pierluigi. Va a pleito conmigo. Anda, Nelo, te ruego que seas mi procurador. Con un poco de suerte estoy seguro que resplandecerá la justicia de nuestra causa.

  No, ni de broma. Con Pierluigi no. Me niego en redondo.

  —Soy vuestro esclavo. Haré lo que me mandéis.

  —El papa ha firmado un Breve dándome la totalidad del pontaje. No se puede volver atrás. Sólo tienes que decir “no” ante el tribunal. Mira mis labios: “¡No!”. Es sencillo.

  O Dio, O Dio, O Dio. Se puso a sudar y a sofocarse y a crujir el talo y a sentir náuseas y, bueno, a todo eso que le sucedía. Sin embargo, y por espeluznante que vaya a ser, el pleito del Po acabará siendo importante para esta Historia, como muy pronto podrá verse. Gracias a esa oportunidad podrá reconstruirse a posteriori la peripecia del pobre Michelagnolo.

La vuelta a Roma fue bastante penosa por lluvias torrenciales. El lunes, al amanecer, cruzaron el Tíber cerca de Narni, rodeados por cortinas de agua. Él florentino llevaba la cabeza baja, oscilando a cada paso de la mula. Como una especie de milagro, al cruzar del lado de Roma, el sol de pronto hirió sus ojos. Juzgándolo buen presagio, se atrevió a animar al patrón:

  —No sois un perverso a sangre fría. Es muy difícil que nadie se crea lo que se dice de vos. Habéis sido un tonto por preocuparos. No sois sospechoso de nada.

  Caían violentas rachas alternas de calor y de frío, capaces de descomponer al más bragado.

  —Claro que lo soy. Porque creo que soy culpable —dijo.

  La conversación se desarrollaba muy lentamente, con largas pausas reflexivas, como sucede en los viajes sobre montura. A medida que se acercaban, se hicieron más y más amenazadores los baluartes de la torre Farnesio.

  —¿Sois culpable? —El alma se le cayó a los pies.

  —Es sorprendente, hijo, con que dureza se interpretan ahora cosas que hace nada eran inocentes —dijo, y continuó al cabo de un tiempo que se hizo eterno—: En el viaje de ida, paramos en Viterbo a cobrar una vieja deuda. La puerta de la fortaleza no mostraba nada raro. El olor venía de lo alto. Atisbando encima del baluarte, vimos una gran jaula de hierro colgada del porta-antorchas. El sol nos daba en la cara, pero se trataba de un gran trozo de carne seca y huesos, que en vida se había llamado Fabricio Rea, según nos informó un cartel. De hambre y sed. Por decir que la adoración a los santos es una práctica supersticiosa y que solo la Biblia es la palabra de Dios. Es sorprendente con que dureza se interpretan ahora cosas...

  —¿Qué cosas, que cosas? Digo, en concreto.

  —Bueno —se rascó la frente y dijo, mientras clavaba en él una mirada rara—, algunos malintencionados interpretan como luteranas ciertas almas del Juicio que ascienden al Cielo haciendo exhibición de sus manos vacías. Se han salvado por su sola fe, eso dicen. Antes no hacíamos esas distinciones entre el valor de la fe y el valor de las obras.

  —¿Sabéis lo que os digo? A veces pienso que algunas figuras de la Sixtina no son las mejores —se atrevió Nelo a insinuar—. No es que crea que haya nada pecaminoso, eso va de suyo, simplemente creo que… —Al maestro se le apagó esa mirada, quizá significativa, sin saberse bien de que—. En fin, que tal vez habría que escuchar a…

  —¿Pues sabes lo que te digo yo, Daniele? ¿Ves esa rata podrida? A veces pienso que algunas personas no son mejores que ratas…

 Hicieron el resto del viaje en silencio. De hecho, el viejo cerró demasiado la boca, remarcando sin querer su perfil desdentado. Nelo interpretó que se sentía fatal, temiendo haber hablado en exceso. Los tiempos que estaban llegando eran propicios a las delaciones. La mejor forma de no verse en peligro era adelantarse y entregar algo de carne a esas grandes fauces en que se estaba convirtiendo el Santo Oficio. Su prudente silencio era lo esperable. Nelo no se sintió ofendido, lo que le extrañó por lo que tenía de revelador de los cambios incontrolables que se estaban produciendo en su interior. Tanta prudencia tenía que haberla aplicado el divino a preservar la persona de Michelagnolo del vicio imperante. Miguel Ángel tenía la cabeza demasiado llena de arte. Apenas dejaba resquicio para la humanidad… ¡Nelo! —se auto-regañó para sus adentros, asombrado ante la insolencia de su pensamiento.

Cerca ya del ocaso, el aire les trajo ese tufo a cloaca que te dice: ya estas en Roma. Esta vez la peregrinación de Buonarroti había recorrido más leguas que todas las anteriores juntas, incluida la de Jerusalén.

 

Un mes y un día después Daniele el Volterra se encontraba en la antigua estancia del sello, disputando con Pierluigi, ¡oilmè!, sobre derechos de pontaje. Un lugar un poco extraño ¡lo reconoce! para enterarse de los detalles de una salvajada. Estos cuervos de toga te suelen hablar de otras cosas. De estas:

 

  ...con el presente documento se le asignan las rentas de paso del Po, en las cercanías de Piacenza, hasta este momento en manos de Francisco Burla, ahora difunto, con sus emolumentos, jurisdicción, honores y gastos, valorándose en mil cuatrocientos escudos de oro. A ti, Miguel Ángel Buonarroti, tal como hemos prometido, te las concedemos de por vida, por nuestra autoridad apostólica...

 

Por si no estuviera bastante nervioso terminaron de descomponerle los frescos de la pared, que representan el incendio del Burgo. Un musculoso atleta se descuelga por las murallas del Burgo para escapar a la quema, y quien fuera tú, amigo mío. Los largos y finos dedos de Pablo III, como patas de araña de las cavernas, reptan por los pomos de la silla gestatoria mientras escucha con embeleso a su amadísimo Pierluigi.

  —Santidad —tronó con voz que en si misma era un chorro de violencia—. ¿Me habías dado el derecho de paso por el Po a la altura de Piacenza? ¿A mí antes que a nadie? ¿Sí o no? Un año antes que a Miguel Ángel, haced memoria augusto padre...

  —¿Tú que opinas, Daniele? —dijo el pontífice atropellando las palabras.

  —Me opongo —contestó mientras intentaba controlar la respiración. Hizo memoria de lo que tenía que decir, ah, sí—: Miguel Ángel soporta trabajos exorbitantes, como la basílica de San Pedro, los frescos de vuestro dormitorio o la biblioteca de Florencia. Me ordena decir que se morirá de hambre si se le priva del derecho de peaje.

  En este momento irrumpió en el círculo de luz de las velas un robusto togado, de perilla negra y ojos tristes, con mucho blanco de ojos. Aníbal Caro, el abogado de los Farnesio, siempre conseguía que los testigos contrarios cambiasen su declaración. Las habladurías sobre el “como” lo conseguía podían ponerte los pelos de punta.

  —La basílica de San Pedro, decís —inquirió—. Creo que se le ha derrumbado.

  —¡Ha sido solo la capilla del Rey y eso porque las columnas crecieron demasiado! —protestó Nelo. No soportaba que se pusiera en duda al maestro, en cuanto que maestro.

  Pierluigi le miró con cara de un pescado muy raro y muy cruel, un pez sapo al acecho en las profundidades. ¡Dios, este me pierluigiza! 

  Aníbal alzó una mano.

  —Que el testigo me mire cuando le pregunto —dijo—. ¿Cuánto tiempo hace que Miguel Ángel sabe que el papa le ha dado lo que ya no era suyo?

  —¿Debo responder a eso?

  El papa no dijo nada. Se limitó a mirar con una sonrisa picaruela. ¿O tal vez eran los ropajes, que le comían el cuello, dándole un aspecto bufonesco?

  —Muy fácil —ahora la voz de Pierluigi tenía resonancias metálicas de espada—. Solo tienes que decir que hace un año.

  —El papa no dijo nada de repartos cuando le concedió el peaje a Miguel Ángel.

—Santidad —dijo el abogado, recogiéndose la toga— ¿sería un gran inconveniente que hiciéramos una pausa? El tiempo de rezar cinco padrenuestros. Creo que seré capaz de convencer al volterrano —La voz era atona, forense.

 ¡Ahora es cuando lo iban a pierluigizar! ¡O Dio! ¡O Dio! ¡O Dio!

  Aníbal le hizo sentar en un banco tallado con escenas del Bautista. ¿Con que historia se proponía aterrorizarle? Tuvo la respuesta cuando vio que le trataba de querido Nelo, y que si quería que le contase el asunto de la recepción del cardenal de Ferrara. Se sentía orgulloso de las hazañas eróticas de su patrocinado (es autor de rimas obscenas) y había captado que, si le contaba algo horrible, le ablandaría. No estaba tan descaminado, solo que llegaba con algo de retraso. Su ablandamiento, como el Saco de Roma, era cosa del pasado.

¿Le hacía el favor de volver a situarse aquel día de finales de Julio? Sí, mi buen Volterra, hará poco más de un mes, el día de la recepción del cardenal de Ferrara. Tú te marchaste para que Miguel Ángel y Pierluigi se despacharan a gusto con el pequeño, aunque ya veo que sufres y te concedo que tal vez, en tu fuero interno, te dijiste que ibas a descansar. Luego Pierluigi se acordó que tenía que ir a la fiesta de Hipólito de Este, el reverendo de Ferrara. Invitó a Miguel Ángel, que se disculpó porque tenía un trabajo pendiente en villa Farnesina. ¿Entendía que el niño sería un engorro, mientras el divino realizaba un dibujo que se le acababa de ocurrir? Sí, mi buen Volterra, que más natural que el tío Pierluigi se lo llevase a la recepción, puesto que Ferrara produce los más bellos mozos y Michelagnolo no desentonaría. En cuanto el gonfalonero llegó al palacio de la Embajada, observó unos bellos ojos que se cruzaron con los suyos y ya no vio más. ¡Por desgracia mi cliente padece furor de Cupido! Era un doncel de Ferrara de cabellos color de trigo y talle de Diana; en el acto cayó presa de un amor desesperado. Escuchó como rechazaba sus embajadas e incluso un collar de oro. ¿Entendía que su voz era un trino, como los madrigales de Arcandelt? —Sin duda, se dijo Nelo, se trataba de asustarlo con la comparación con otro mozo, pues Michelagnolo ni era de Ferrara ni quizás ni siquiera fuera doncel. Es decir, lo que hubiera podido pasar al pobre niño si hubiera sido el de Ferrara. Se propuso resisitir a pie firme la inocente prueba, incluso abriría unos trementos ojos de susto…

 Entonces, mi buen Volterra, Pierluigi escuchó como un tumulto y se había tirado por la ventana. ¡El efebo de Ferrara se había auto-defenestrado! Se acogió a la casa de un pariente. Pierluigi cercó la casa con una tropilla. Del interior le llegaban los ruegos desesperados de los parientes que le pedían que se entregase. En ese momento, se volvió a oír el ruido sordo de uno que se tira por la ventana y ¿le quería creer que está vez se rompió un tobillo y tampoco quiso consentir? Segunda auto-defenestración. Al gonfalonero le preocupa seriamente el deterioro del género. Sus agentes le dijeron que se había refugiado en casa de unos comerciantes genoveses. La puso cerco. De nuevo se tiró por la ventana y consiguió llegar a casa del cardenal. Tenía a cuarenta hombres detrás de él. Esta vez iba a por todas; primero me lo beneficio y luego al Tíber. Sí mi buen Volterra. Y ¿sabía yo lo que tuvo él, Pierluigi, gonfalonero papal, sí, lo que tuvo él, que escuchar del prelado de Ferrara? Que le había hecho ver a su paje la conveniencia de someterse a tan elevado señor, pero que no le podía culpar porque mantuviera la negativa. Y se negó, mi buen Volterra, le dejó con un palmo de narices. El cardenal consiguió meterlo en una silla de posta que salió disparada hacia Lombardía. ¿Cómo se atreve? Pierluigi volvió a la recepción para afear su conducta al prelado. Por allí andaba tu muchacho. Le hubiera valido cualquier trozo de carne. ¿Se puede acusar a uno de padecer una enfermedad, lepra, peste, furor de Cupido? No se puede.

Torció el gesto y terminó:

  —Ya lo sabes, mi buen Volterra.

  —Está... ¿en el Tíber?

  —Prefiero no dar más datos. Mis condolencias.

  Cuando se reanudó la sesión, Pierluigi fijó en Nelo una mirada displicente y lejana: era consciente de cómo le había dejado el cuerpo su abogado. ¡Quien estaba para pleitos después de esto! A fuerza de morder el labio, la sangre le corría por la barbilla.

  Con voz quebrada por la emoción dijo que “amen” a todo lo que se le requirió.

De ninguna manera se merecía la bronca que Miguel Ángel le echó en cuanto dio cuenta de su encomienda. ¿Qué? ¿El pleito del Po? En fin, era de suponer que el papa estuviera informado de a quien concedía derechos de pontaje. En el fondo, carecía de importancia la transacción del pleito. El papa desde luego, bendijo el acuerdo con mucho donaire. El peaje se distribuyó así: un barco para Miguel Ángel, otro para Pierluigi. ¿Qué hay de malo en ello? En el fondo, fue una gran una ayuda para el maestro. Desde que el gonfalonero estuvo al mando ya no hubo más líos ni regateos con los marineros y eso es una gran ventaja.

 

En cuanto a la información de mestre Aníbal, había sido, como mínimo, sesgada. Como se sabrá años más tarde, lo que a primera vista pareció desgracia, se acabaría convirtiendo en una bendición. Pierluigi hizo del mozo su pupilo preferido (a la manera griega), lo nombró paje de su corte de Parma, lo vistió de raso y seda, y lo colmó de dones. ¡Llegó a regalarle una heredad que rinde siete celemines de trigo y dos de avena! ¿Qué le esperaba en Macelo? ¿La asquerosa cebolla de diario? ¡Anda ya! Si sucumbre al mal español, lo que no es seguro, el cortejo partirá de casa con torre y portero de librea.

De la madre, de Vicenta, Nelo no podía saber como estaba, por no tener acceso al Ortacio. Quizá habría enfermado de fiebres o algo peor, tal vez no tenía nadie a quien recurrir. Eso, a cualquiera, le produce una punzada en el pecho. Pensó en hacer una nueva tentativa de entrar en contacto, pero, en estos tiempos revueltos, sería absurdo: podría comprometerle. Tranquiliza pensar que, la pobre, sea a menudo bendecida por el mosén visitador de las Arrepentidas: todo el mundo sabe que el agua bendita protege contra la peste y muchas otras afecciones. Aunque quede claro que no aprueba si ella, a su vez, acaso, bendice al bendecidor. Nelo dedicará hondas reflexiones al tema de como enfocará el tema de los caprichos del destino si vuelve a ver a esa mujer, esa pobre desgraciada. Le dirá, ah, sí, eso, le dirá que cuando le llegue la muerte, Michelagnolo recobrará la pureza y castidad que le había sido arrebatada. Sin duda, ocupará un trono al lado de los justos. ¡La pobre Vicenta! Es de esperar que comprenda. Pobre mujer.

 

  A su regreso de Monteluco, Miguel Ángel no dejó de cometer imprudencias a pesar de que el humo de las hogueras ensombrecía el horizonte casi a diario. La mejor prueba la tenemos en el episodio de los regalos, algo capaz de descomponer los humores al más bragado ¡Y ese no era precisamente Nelo el volterrano!:

 Las Rimas de Vitoria no se imprimían por decisión personal de la Marquesa. Era un regalo muy preciado, por el que suspiraban emperadores y papas. Vitoria solo regaló dos ejemplares encuadernados: uno a la reina Margarita de Navarra, hereje notoria, y otro a Miguel Ángel. Por algo sería. Nelo estuvo presente el día de la entrega.

En San Silvestre de Montecaballo el día estaba tan frío que hubo que calentar la capilla de la Leche con todo el velorio. Doña Vitoria no paró de manchar de sangre los pañuelos que llevaba escondidos en las mangas; era el inicio de una entretenida carrera entre la muerte natural y la hoguera de la Inquisición, a ver quien se la llevaba antes. Al gran inquisidor Pietro Carafa le había entrado prisa. Se sentía preocupado ante la posibilidad de que la muerte le arrebatara a aquella apasionada y apasionante mujer a la que había hecho responsable de la difusión del protestantismo en Italia. Miguel Ángel también estaba triste o, mejor dicho, impregnado de esa su forma especial de tristeza que podríamos llamar nostalgia. Algo así como si ya no fuera de este mundo, pero de todos modos lo observase con desesperanza. Un estado de ánimo reflejado en cierto gesto, a medio camino entre la tibia sonrisa y el rictus de amargura. Era fácil darse cuenta de que estaba asimilando el significado de aquel regalo que unas manos de aristocrática finura acababan de poner en las suyas: ciento tres sonetos encuadernados en cuero de oveja rojo con arabescos dorados y cuarenta poesías con tapas de lino. La escena resultó muy emocionante, sin faltar el lagrimeo, el babeo ni el temblor de manos. Decrepitud, frío, oscuridad: la mejor imagen del momento puede ser la de unas ratas que andaban por allí. Ratas de la Cloaca Máxima, grandes como gatos, de ojos enrojecidos y húmedos, de agitados movimientos temblorosos.

 ¡Ah, pero si resulta que había otra sorpresa! ¡Otro libro! ¡Vitoria le va a regalar otro libro a Miguel Ángel! Bien, esperemos que no sea esa famosa obra luterana, El alfabeto Cristiano, que tiene como protagonista a la propia Vitoria. No, Nelo, tú no deseas eso porque los suizos de Carafa se verían obligados a arrestar a ambos. Si alguien los denunciase, por supuesto. A arrojarlos a un calabozo del palacio de Toledo, un inquisidor al menos más humano que Carafa. No, claro que no, no es eso lo que piensas. Arderían atados a un poste en campo de Fiori. Por supuesto que no, de ningún modo es ese tu propósito ¿no es cierto, Nelo?

—También deseo que conserves esto como recuerdo mío: la Biblia de Brucioli. Zapata, dame —Lanzó una breve mirada a su guardia de corps, un tipo grande con los pies abiertos en compás, como un pato.

No debe resultar insólito que Nelo interviniera en la conversación en este preciso instante. Aquellas reuniones presumían de ser una especie de ágora de Atenas, impregnadas de talante democrático. Cualquiera podía hablar, hasta una sabandija. Incluso podían tener cabida las expresiones de un hijo del Arte de la Lana, como Nelo Riciarelli.

—Alto, un momento, pero si el maestro ya tiene una Biblia.

—Sí, pero esta está traducida directamente del hebreo ¿hay algún problema, volterrano?

—No, claro.

Miguel Ángel, disfrazado de mendigo con una capa de zorros algo tiñosos, dijo a su adorada:

—¿Por ventura me ofreces este regalo que yo no merezco como presente de despedida?

¿Se refería a la carrera entre la muerte y la Inquisición?

—No, no es eso —Vitoria tosió, se llevó el pañuelo a los labios; tardó unos segundos en calmarse. Luego prosiguió—: A quien sabe agradecer hásele de saber dar, sobre todo porque me queda a mí más parte dando, que a vos recibiendo.

¿Cómo el maestro podía ser tan ignorante? Esa Biblia está en el Índice francés, es pecaminosa, traducida como a ese hereje le ha dado la gana. ¡La única Biblia es la Vulgata! Es imposible que cualquier plebeyo pueda pone directamente sus sucios ojos sobre la Palabra de Dios sin intercesión de los Santos Padres. No la cojas, Miguel, no la aceptes…

—Es demasiada lectura para los ojos de Miguel Ángel —dijo Nelo—. Espero que lo entendáis, Marquesa.

—Pronto llegaran de Venecia las nuevas gafas que le encargué. Y a vos ¿qué se os da un ardite esto? —“Pronto” no se puede considerar una mentira, puede significar igual un año, que diez, que un siglo.

—No me importa, no.

A medida que avanzaba la sesión se sorprendió a mi mismo portándose con progresiva impertinencia. Quería a Miguel Ángel, sí, lo quería, lo amaba por encima de su ser mortal, perfectible, sin duda; lo adoraba en su esencia divina. Nelo era consciente del mal efecto que causaría lo desabrido de sus gestos en contraste con el ambiente elegante del Círculo; un lugar donde tanto trabajo le había costado ser admitido. Apenas escuchó el recital poético. Sí recordaría más adelante que Tolomei vertió desmesuradas alabanzas. A su juicio la marquesa había conseguido superar a toda la antigüedad greco-romana, poetisa Safo incluida. Nelo cree que, al menos, intentó asentir con la cabeza. Precisamente la estaba moviendo de derecha a izquierda, cuando Vitoria dijo:

—Te lo diré muy claro, volterrano, para que te entre bien en esa cabezota de batracio: Vete.

Vio frente a sí un soldadote español inmenso, con los dientes apretados, los puños a la altura del cinto y los pies de pato, como una tenaza a punto de cerrarse. ¡Oilmè! ¡oilmè!!

—Ni se te ocurra volver por Montecaballo.

  Lo que en el fondo no tuvo mayor importancia, porque las reuniones en Montecaballo entraron en decadencia, para desaparecer del todo dos o tres años más tarde. ¿Porque llamarán miedo a lo que no es sino santo temor de Dios? Pronto, al monasterio de Montecaballo le crecerían ranúnculos y dientes de león entre las grietas, que no tardaron en aparecer. Hay quien dice que el lugar destila cierto tufo a herejía -como a almendras machacadas-; también hay quien afirma que, quien se sienta en esas viejas piedras, queda esteril sin remedio.

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