viernes, 18 de agosto de 2023

PACTO DE MEJORA O DONACIÓN DE DIVIDENDOS FUTUROS

El Rey


SUMARIO

1.-PACTO DE MEJORA O DONACIÓN DE DIVIDENDOS FUTUROS

2.-REGATAS EN SANXENXO

3.-IL BRAGHETTONE  




              1.-PACTO DE MEJORA DE DIVIDENDOS FUTUROS.

Como veo que la respuesta a la pregunta sobre "construcción en suelo del cónyuge" está repetida, cuelgo aquí esta otra contestación, sobre si es posible otorgar un pacto sucesorio de mejora (o una donación) a favor de un hijo o nieto, sobre los dividendos futuros de determinadas acciones.

La cuestión desde el punto de vista civil no parece problemática: basta transmitir por pacto de mejora con entrega de bienes, un usufructo temporal sobre tales o cuales acciones (o participaciones), detallando su numeración. Por ejemplo, por plazo de cinco años. Es patente que los dividendos durante ese lapso corresponderían al mejorado. Naturalmente, la finalidad debe ser lícita. En cuanto a los aspectos fiscales, creo que será mejor que los estudie con su asesor, pues la complejidad del caso me impide hacerme una idea clara.


2.-REGATAS EN SANXENXO



Por fin el tiempo ha acompañado y hemo tenido la grata noticia de que la infanta Elena, una más, ha tenido la genial idea de cambiar Mallorca por Sanxenxo, aunque esperemos que no se difunda demasiado la cosa, pues cada vez son más los que se le caen los palos del sombrajo. Ahí van unas fotos.

 

Felicidades por Santa Elena, alteza real! 


 3.-IL BRAGHETTONE

    Como aun estamos en verano, seguimos con la costumbre: par de capítulos, ahora los nº V y VI de Il Braghettone, el infame censor de Miguel Ángel.


Así se preparó Il Braghettone



-V-

¡Las putas de un burdel bajarían los ojos de vergüenza!

La noche de vísperas al domingo en que Pablo III tenía visita pastoral a San Andrés del Valle, Nelo hizo rechinar sin descanso el hueso talo. Miguel Ángel sería del séquito papal y, a hora sexta, se desviaría unos pasos y alabaría sus frescos del palacio Máximo. Hasta entonces, nunca había encomiado la obra de nadie, ni siquiera la de Rafael. Urbino, que escuchó la serenata de crujidos desde la habitación del al lado, dijo que creyó hallarse en el Infierno de Zante…

—Dante.

Porque le pareció reconocer el tableteo de los dientes de los condenados incrustados en el hielo, como los picos de las zarigüeyas...

—Las cigüeñas.

—Yo sólo me acordaba que terminaba en “ñas”

 

La hora canónica sexta, el cenit solar del mediodía, se está aproximando a toda velocidad a la obra del Palazzo Máximo. Acompaña a Nelo su ayudante Roseti… aunque es más probable que ya fuese su alumno Alberti. ¿Requiere presentación? Su padre era romano, del arte de… ¡Cielos, lo he olvidado! Flaco, como consumido en su propia tristeza, ya de tan tierna edad sufría malaria y tercianas. Y no hay más que decir, bueno, añádase que el tal es obediente, pero sin sumisión.

 

—¿Qué ves? —preguntó Nelo a su alumno, que se había subido al fuste de una columna del palacio Máximo para elevarse sobre la multitud. Estaban por allí esos plebeyos romanos, tan preparados para los aplausos como para proyectar tomates y cebollas podridas, según sea la calidad del espectáculo. Su preferencia, cierto, son esos carros cargados de judíos que se tiran desde el monte Testacio sobre los toros encerrados en la Marmorata. Pero a veces los artistas ofrecen un bonito espectáculo.

—Parece que veo una bandada de patos, allá en el Tíber —dijo Alberti—. O quizá se trata de un barullo de mitras blancas, camino de San Andrés del Valle.

—Es la comitiva —aventuró el volterrano—. Las mitras tienen forma de alas.

No podía estarse quieto. Los guantes en la mano ¿no sonaría algo pretencioso? De este pensamiento pasó a otro más preocupante. ¿Y si Miguel Ángel se empeñaba en recordar en público sus ideas sobre los pintores que no son pintores? Nelo le había escuchado decir en Montecaballo, “Hay pintores que no tienen de tales más que los óleos y los pinceles bastardos. Y así como hay pintores que no son pintores, hay pintura que no es pintura, pues estos tales la hicieron”. “¿Hay pintura que no es pintura?”, le había preguntado ingenuamente en aquella ocasión. Él respondió: “El mal pintor no sabe imaginar; el problema radica en que su obra se conforma a su imaginación o poco peor. Si supiese imaginar bien, no podría tener tan corrupta la mano que no mostrase algún indicio de su buen fondo”. En fin, podía haber dicho a quien se refería en concreto.

  —¿Qué ves?

 —Pueden ser los obispos. Veo como alas que se mueven... Deben ser las ínfulas que aletean al viento. Aún lejos.

De pronto se formó un revuelo. Aquel objeto alargado saliendo de la calima del río pareció a Alberti el báculo pontifical. Arcadas de pánico. ¡Viene adelantado! Pero una visita pastoral jamás se adelanta. Al perfilarse la imagen, apareció un marinero que, remo en alto, venía del puerto de Ripeta.

Las campanas de San Andrés empiezan a repiquetear la hora sexta. Y las de toda Roma, también. Es una hora hermosa… en otras circunstancias. Tal vez iba a desmayarse.

—¿Qué ves, que ves?

Alberti vio cosas que parecían que eran capas pluviales y lo eran. Pero sobre los hombros de cortesanas honestas significan un recuerdo tardío del Saco y no una comitiva de obispos, camino del palacio Máximo. Entonces, ahora sí, se escuchó el canto del Ángelus. Pero era la voz gangosa de un párroco, nada que ver con el solemne ritual que acompaña al pontífice.

—Pues viene con algo de retraso ¿qué ves?

—Pues ahora no veo nada.

¡Uf!, suspiró. Por fin estaba aquí. Por eso estaba vacía la calle. Sin duda la guardia suiza había despejado la vía Papal, para que los mendigos y arrapiezos no desmerecieran la solemne belleza de la procesión. Las visitas pastorales del obispo de Roma son todo un acontecimiento. ¡Privilegios de ser la ciudad capitana del Mundo! Las mujeres caminan de rodillas en procesión y eso crea un divertido efecto de rebaño de elefantes.

 Un último repaso mental de los frescos que iba a exponer a la consideración de su Santidad, y sobre todo, del divino. Escupió al pensar en el cuadro Fabio devuelve a un soldado la mujer amada: la modelo había sido Vicenta y una especie de “hermano” le había exigido una moneda, como si el servicio hubiera sido de otra clase. Pero el cuadro que más le preocupaba era Oración de Fabio contra Escipión. En la esquina derecha le había colocado un musculoso desnudo. Estaba copiado de otro de Miguel Ángel: Amán, el crucificado de la Sixtina. Supuso que le encantaría la reproducción de su obra. Aún siendo por pincel ajeno, tendría que gustarle. Los antiguos griegos se copiaban unos a otros y ÉL duerme con Platón a mano. Le alegraría, sí ¿por qué no? He sido un tonto por preocuparme, ahora ya me siento tranquilo. Llenó de aire los pulmones.

La vía Papal volvió a llenarse de gente y aquí no había pasado nada.

—¿Qué ves, que ves?

—¡La umbrela pontificia!

La umbrela se acercó. Era demasiado pequeña. Era la sombrilla de Tulia de Aragón.

—¿Y ahora?

—Ahora nada.

Repicaron las campanas de San Pedro, señal de que el papa había terminado su pastoral. No a san Andrea. Había sido la iglesia de Loreto la que había sido bendecida con su santa presencia, en contra de lo previsto inicialmente. Cambio de planes. Así fue como se lo contaron más tarde a un Nelo entre perplejo e indignado:

Que al salir de la visita pastoral, el papa había tomado la dirección de Macelo de Cuervos y que, como se verá, ese fue el motivo de haber elegido la iglesia más cercana: Loreto. Que ofrecieron a Su Santidad el sillón de mimbre del comedor, el tuyo, querido Nelo. Que se preguntaron si resistiría el peso de la capa pluvial, recamada en oro y plata que pesa...

—¿Puedes abreviar, Urbino?

Los cardenales se esparcieron por el taller de Miguel Ángel como perros en busca del jabalí. Lo que tenían que encontrar era algo muy sencillo, de imposible ocultación. El primero en dar con la pieza fue Gonzaga, el cardenal de Mantua. Tiró del paño y apareció el Moisés.

—¡Esta estatua basta por si sola para honrar la tumba del papa Julio! —exclamó.

 Pablo III guiñó los ojos y arrugó la nariz.

—¡El cardenal de Mantua tiene razón! —dijo, y tras una breve vacilación para hacer memoria, soltó la frase histórica que tenía preparada—: “El que tenga al Moisés en su tumba, puede darse por satisfecho. No te preocupes del Drama, Miguel. Nos haremos de forma que los De la Rovere se conformen sólo con el Moisés y dos esculturas más”.

¿Se daba cuenta Nelo? No, no se daba. Estaba demasiado cansado y humillado para darse cuenta de nada. Lo que Urbino quería hacerle ver es que el Drama había terminado. La tumba descomunal quedaba reducida al Moisés y dos estatuas de damas bíblicas que ni siquiera tenían que salir en su totalidad de la mano del maestro. Raquel, de la que ya había boceto y cualquier otra. El mismo Urbino podría esculpirlas tranquilamente, puesto que la compañía del Moisés implicaba de facto una especie de garantía de Miguel Ángel a la totalidad del panteón. El rostro de Pablo III exultaba una alegría zorruna al comprobar la efectividad de su plan: ahora Miguel Ángel podría dedicar la totalidad de sus energías al Juicio Universal. 

Su humillación aumentó al captar un brillo irónico en los ojos de Urbino. El desaire lo había dejado anonadado, vertiendo inciertos auguríos sobre su destino. Nelo se juró que la próxima vez no fallaría. Tenía que dar con un método infalible para conseguir que Miguel Ángel avalase su obra. ¿Cuál? Muy sencillo. Basta con husmear en el ambiente, con ser un atento rastreador de las corrientes subterráneas que fluyen por Macelo de Cuervos.

Al entrar aquel otoño apenas faltaban pequeños detalles al famoso fresco sixtino. No obstante, se tiraron ya los andamios, porque para los remates a témpera bastan unas escaleras. Miguel Ángel se hacía el despreocupado cada vez que alguno de sus discípulos expresaba temores ante el dudoso cariz que estaban tomando el Juicio. Pero ¿cómo no iban a temer? Tenían ojos en la cara. Pálidos se quedaron cuanto un jueves, el maestro, al regreso de su paseo vespertino a caballo, va y anuncia que la Curia y los notables han planeado para dentro de una hora una visita privada al Juicio Universal. Los suspiros ahogados con que fue recibida aquella declaración delataban que eran conscientes de que esta vez iba a descorrerse sin remedio la cortina del secreto.

 

El párroco de Loreto le dijo a Miguel Ángel que estaba con él, de corazón, que se animara. Había venido de visita inopinadamente y lo encontró tomando unos trebianos con sus amigos. Se alegraba, sí, se alegraba —la voz del cura carecía de inflexiones— de que no le pasara nada al Juicio. Era un tipo alto, enjuto, de fría sonrisa en rostro de cónsul. Nelo bebió media jarra de golpe. Horrorizaba pensar que ahora ya no se trataba de simples cartones: el fresco ya estaba pintado y eso es eterno: algunos frescos etruscos tienen más de dos mil años y lucen como el primer día. Los colores penetran en la materia, en la piedra; se funden en un todo con ella. “No sé lo que vamos a hacer si resulta que contienen errores”, pensó. Miguel Ángel, con el ceño apretado, dejó resbalar su mirada por las vigas del techo. El párroco, tal vez molesto ante la falta de respuesta, insistió en lo tranquilo que se sentía al saber que una obra salida de los divinos pinceles de Miguel Ángel no podía contener nada malo. Se bebió la otra mitad de la jarra. El calor del vino le recorrió el espinazo y casi estuvo dispuesto a creer que quien había enviado al sacerdote era de la misma opinión. Nada malo.

  La comitiva de Macelo de Cuervos se puso en marcha hacia la Capilla Sixtina. Vía Papal, muelle de la Banca, puente Sixto, río Tíber. La siniestra figura del Santángelo, cuyos ojos de buey parecen avizorar crímenes espeluznantes, les recibió en la orilla vaticana. Al acercarse a la Sixtina, pudieron escuchar el rumor de múltiples relinchos, resoplidos y rebuznos: señal de que se había producido un importante desembarco de personalidades. No era para menos si se trataba de inaugurar la Máxima Obra de arte que la humanidad ha concebido jamás. Un día gris y húmedo, pero sin viento ni lluvia. ¡Oilmè! ¡Vaya día para un entierro!

—Yo no digo nada, pero ahí viene una escuadra de guardias —dijo, con esa risa boba, el contable florentino (cuyo nombre es mejor silenciar por ser el responsable del traslado a Francia del Esclavo Moribundo).

  Sin duda era suizos, como delataban esos jubones a rayas verde y carmesí que sobresaltaron sus miradas en día tan opaco. Los artistas encaminaron sus pasos a la Sixtina con cierta aprensión, ante el estruendo metálico de las alabardas. Dicen que la guardia pontificia nunca te ensarta sin bendecirte antes. Nelo solo pensaba en huir con Miguel Ángel, en llevárselo de allí. ¡Esta despótica Vitoria! ¡Se le antoja hacer propaganda de nosequé herejías y no se le ocurre nada mejor que mirarle! Le parecía estar escuchando su elegante acento florentino: “De todos los hombres, yo soy el más propenso a enamorarse”. ¡Mira la que has montado, Vitoria! ¿Quién te manda pasar por delante de él, con un corpiño ajedrezado? ¿Y las perlas de Arabia? ¡Busto, oro y joyas delante de un florentino! ¡Eso no lo resisten! Maldad y más que maldad. Cayó enamorado como un pedrusco que se despeña. Y luego, muy cariñosamente, cogiste del brazo a tu enamorado y lo condujiste al palacio de la Santísima Inquisición.

 ¿Y ahora qué? El desastre. ¡Un Juicio Universal lleno de culos y tetas por tu culpa, marquesa asesina! Para mí que, cuando ves los desnudos, te ríes a hurtadillas tras tu abanico de española. Claro que en el fondo los culos te dan igual. Sirven como una especie de distracción, para pasar tus opiniones sospechosas. ¡Oh, sí, el inquisidor Toledo me ha abierto los ojos! He tenido ocasión, antes de ahora, de comentar con su Eminencia algunas visitas clandestinas al fresco de personajes deseosos de presumir de “haber sido los primeros” (visitas de las que he sido testigo y no por casualidad).

—¿Y?

—Siempre es lo mismo, Eminencia. Estos prelados gordos y sanguíneos, resoplan, se excitan al ver los pecados de Venus. ¡Imperdonable! ¡Indecente! ¡Que se borre! —Y luego añaden, mirando hacia mí— ¿Podrías hacerme una copia, hijo?

—Me dan pena ¡pobres diablos! ¡Tantos latines y son incapaces de ver la mercancía podrida! ¡Oíd, eminencias! ¡Que los viejos abraza-niños son un señuelo! ¿A quien le importa la pedofilia? ¿Es que no os dais cuenta? ¿No veis que por debajo circula el auténtico veneno, la ponzoña luterana? ¡Cuando a uno le han nombrado general-inquisidor, es por algo! —terminó Toledo. Sabía detectar herejes con buenos modales, vaya si sabía. El hermano del duque de Alba se valía solo o fundamentalmente de su habilidad dialéctica, no como el otro general-inquisidor, Carafa, que con frecuencia abusaba de la cuerda y el embudo para obtener confesiones (sin que por ello tenga que ser menos santo).

  Los suizos apilan sus armas en pirámides y se sientan en el banco que recorre el muro exterior de la Sixtina. Tal vez solo se trate de una guardia honorífica. Entran. El divino es acogido por la turbamulta eclesiástica, que le manosea, le alaba o le mira con fiereza. Nelo hubiera deseado absorber todas las críticas, el veneno, las puñaladas... pero a él, nadie le hizo caso. Por supuesto que su nombre no les decía nada, aun no, aun no. Era muy duro el no ser percibido en su importancia; muy duro tener que disimular la alegría que le causaba el hecho de que, al no entablar conversación con ningún personaje en concreto, podría merodear de un grupo a otro, aguzando bien las orejas. Defendiendo la causa de Nuestro Señor. Estas serían las frases escuchadas, tal como las recordará en el momento oportuno:   

—¡Lo ha conseguido! ¡Ha dado lo máximo a que el arte de la pintura puede aspirar! Es la realidad.

—Por realidad entendéis chabacanería ¿verdad? ¿Por qué no le ha puesto marco? Así, cualquiera es original. ¿Es que no hay separación entre nosotros y el cuadro? ¿Nos está juzgando a nosotros?

  Respondió un secretario del embajador español, de amplia gola almidonada:

  —Miguel Ángel ha querido colgar su cuadro en el vacío porque el día del Juicio el mundo habrá finalizado.

  —¿Finalizado? ¡Quía! Está vivo como un sapo. Es algo viscoso que se retuerce delante de ti ¿qué colores son esos? —dijo uno.

  —Mala observación. No es una alimaña. Es un río que gira en torbellinos... y nos lleva dentro —replicó otro.

  El embajador de Venecia repasó la escena con su monóculo de plata.

  —De acuerdo, es un remolino de cuerpos mezclados. No existe acatamiento de los rangos, los condenados luchan contra los ángeles por ocupar el Cielo, los muertos contra los inmortales... ¡es la revolución!

  —Roma debe estar alerta. Esto es nicodemismo puro y duro ¡ya me gustaría conocer el secreto que aquí se esconde, ya me gustaría! (…) Embajador, si seguís mirando por la lente os vais a quedar ciego.

Algunos se limitaron a asentir con la cabeza, llenos de admiración; bastantes más chistaron escandalizados o cuanto menos, desconcertados. La cosa prometía para los más audaces, siempre que uno se manifestase con circunspección. Más adelante podrían decir ¡yo estuve allí!; ya fuera que quemasen al divino viejo, ya fuera que lo glorificasen aún más y le cedieran, por ejemplo, los diezmos de la Iglesia.

Uno de los espectadores paseó la mirada por el área superior derecha del cuadro. En cuanto hubo terminado gritó con voz tronante, el rostro encendido de vergüenza:

  —¡Estas escenas serían demasiado fuertes incluso para una casa de lenocinio!

  —¿Cuáles, cuáles? —preguntaron varios.

  —¿Dónde dijisteis que está la escena más libertina? Es... para olvidarla antes.

  —Hombres con hombres, hombres con mujeres, viejos con niños, se besan en la boca, se abrazan completamente desnudos, se entregan con fruición a las artes de Cupido. Escondidos como en un jardín. ¡Ved ahí, ahí! ¡Ahí está representado el acto generador: el amplexus!

  —¿Dónde, dónde?

  —¡Beatos desnudos con cuerpos deslumbrantes de belleza!

  —Miradas, rostros ansiosos, erotismo.

  —Cada uno resucitará con su cuerpo, pero no el de su vejez, sino con miembros espléndidos de juventud. Y los hijos de la tierra llenaran el mundo con nuevos habitantes.

  —Pero ese viejo de la barba blanca se ve que no quiere desaprovechar los residuos de su cuerpo mortal ¡mientras dure!

  —¡La capilla Apostólica ha quedado deshonrada al representarse el amplexus!

  —Dice la Biblia: “Oh primo Juan, tú y mi óptimo Pedro y vosotros restantes diez apóstoles, venid a nuestro amplexus!” La Gloria es un eterno y continuado amplexus.

  —¡Eso es de los evangelios apócrifos!

  —Serenémonos. ¿En qué sentido usáis la palabra amplexus? A mi entender sirve tanto para el abrazo como para el acto generador.

  —No podemos pronunciarnos a ciencia cierta.

  —Un franciscano que predicó en Egipto contaba una historia parecida. En los muros de la pirámide se cuenta que Nut y Geb estaban en continua unión sexual. Una unión de la que solo les sacó, mil años después, un rapto de celos.

  —¿Y que me decís de la exasperación amorosa de San Blas y Santa Catalina... en… encu… cula…?

  —¿Podéis repetir lo que habéis dicho?

  —¡Enculada, demonios, enculada! ¿ES QUE NO LO VÉIS?

  (Aunque en los años cuarenta no se sabía, aquella sodomización será la gota de agua que, andando el tiempo, colmará el vaso de las fuerzas sanas de la Iglesia).

   —¿De que os escandalizáis? —dijo un jovencísimo obispo con las palmas hacia abajo— ¿Acaso es la primera vez que Miguel Ángel representa el eros en la Sixtina? Hace veinte años, en la bóveda, puso los labios de Eva a un palmo del miembro de Adán. ¡Allá, arriba, seguid mi dedo! ¡Vez la felatio! Y por sí había alguna duda el árbol del bien y del mal es una higuera, esa...; y un angelito hace la higa ¿lo veis?... y...

  —La eterna alegría de las almas es comparable al perpetuo acto amoroso, al descubrirse formando una misma persona con la divinidad. ¡Miguel Ángel ha acertado! Como siempre. ¿A vos os interesa pasar la eternidad congelado de frío, colgando de una nube colmada de granizo y cellisca? Haced lo que queráis, pero yo he pensado para mí en otra modalidad más divertida.

  El rostro de quien esto decía estaba tan radiante, bañado por la luz de las antorchas, que todos se aplicaron a mirar intensamente el cuadro aunque cada uno vio lo que quiso.

  —Estoy haciendo memoria y no recuerdo haber visto jamás un Todopoderoso sin barbas —dijo un dominico, al tiempo que se alisaba el hábito blanquinegro.

  —¿Es todo lo que os llama la atención? ¿Que no recordáis haber visto jamás un Todopoderoso sin barbas? —repitió con estudiada calma un teatino de barba afilada, como si esta observación le inspirase profundas reflexiones.

  —¿Dónde se han visto ángeles sin alas? —dijo otro dominico.

  —Sin alas... mmm... —dijo el teatino—. Parece que el problema radica en las alas. Sin alas.

  —¡Demonios sin rabo!

  —Sin rabo, demonios sin rabo —repitió por tercera vez el teatino con la vista baja y amenazadora—. Algunos si lo tienen... ¿Estáis seguro de que así se arregla el problema? ¿Así se conforma la Teología? —Cerró los ojos y apretó los puños, como si a él le quemaran las “otras” escenas.

  Las palabras del teatino provocaron un incómodo silencio. Nelo tragó saliva y desvió la mirada. ¡Ya sería una felonía haberles reunido aquí para enviarlos todos juntos a la hoguera! Parecería un acto indigno del vicario de Cristo pero ¿para qué había hecho venir a la Guardia Suiza? Bah, trata de calmarte. ¿No ves que está aquí Miguel Ángel?

  —¿Podéis parar de insinuar desastres? —replicó al fin un obispo de fuerte acento inglés— Tenemos ojos.

  —Veo un ciclón que gira y gira. Sube por la izquierda, baja por la derecha y luego vuelve a subir. En el ojo del huracán Cristo surge como una presencia arrasadora y fulmina su rayo sobre la humanidad —dijo un funcionario del sello, algo poeta, mirando al techo con ojos semicerrados.

  —Cristo aparece como Júpiter amo del trueno, pero bello como un Apolo.

  —Cristo todopoderoso se deshace de los pecadores con un gesto a la vez violento y sereno de su brazo ¿es un trono de nubes ese del que se está levantando?

  —La zorra se mostró león —dijo el Papa que había caído de rodillas, en una especie de éxtasis. Segundos antes, un suizo había colocado en el suelo tres cojines de pluma de airón.

  —¿Qué queréis decir, Santidad?

  —Que Miguel Ángel hace sin parecer que hace. Nos lo creíamos flojo, pero ha prescindido de nuestras instrucciones. ¡Nos prohibimos pintar el amor humano! Y ¿qué vemos? La representación de sus diversas variedades. Pero ante tamaña grandiosidad ¿cómo no quedar pasmado y en oración?  ¡El florentino ha cubierto con una capa de oro su desobediencia!

  —Ha desobedecido al vicario de Cristo.

  —¡Anatema, sea anatema!

  Vamos a ver, vamos a ver, se dijo Nelo. ¿Qué es lo que estoy escuchando? Erotismo, fornicación… herejía. Por primera vez en su vida, aun pendiente de un hilo confuso de la conciencia, tuvo la lejana intuición de la misión que Cristo le había asignado en este mundo. ¿Sería posible que él, Daniele Riciarelli, estuviera destinado a salvar a Miguel Ángel del monstruo que su espíritu había parido? Alto, un momento, seamos razonables ¿cómo iba él a atreverse a tocar nada salido de las manos del maestro?

  —Bah, bah, bah. Nos lo hemos divinizado ¿recordáis? —dijo el papa— ¿Se puede quemar a Dios en la hoguera? ¿No sería mayor nuestro sacrilegio?

  —Lo que no tiene perdón es que no haya pintado alas a los ángeles. Imaginaos que un ángel hace su aparición ante una virgen casta ¿por qué signos lo reconocería? Nos encontraríamos así que el único ángel seguro sería Buonarroti.

  —Nos y los otros papas hemos declarado que Miguel Ángel Buonarroti forma parte del número de los ángeles. Es normal que borre las alas, puesto que, si tantea su espalda con las manos, no aprecia la existencia de plumas.

Estaban: Del Monte, Cervini, Madruci, el embajador Mendoza, Polo, Cesena, Zorrilla, Navajero y muchos otros, que un año después repetirían para la inauguración oficial. Daniele miraba fascinado al torbellino de desnudos, intuyendo de alguna forma enigmática que en aquel cuadro se contenía su verdadero destino. Y al mismo tiempo le aterraba volar tan alto, enfrentarme al numen todopoderoso, resplandeciente de gloria.

 De repente, Pablo III mandó llamar a la guardia suiza y un calambre hizo sangrar su estómago. ¡Maldita úlcera!

Él, que soy yo, Nelo, había conseguido alcanzar la escalinata para darse a la fuga; en ese momento vio la puerta obstruida por un par de atléticos alabarderos que hacían su entrada. Se refugió junto al cancel, intentando empequeñecerse a tamaño hormiga. Cuando los empujones y el pánico estaban a punto de desatarse, los asistentes repararon en que los guardias estaban ayudando a levantarse a su Santidad. Empezaron a darse tranquilizadoras palmadas en la espalda, exteriorizando de esa forma que habían caído en que solo había llamado a los suizos para ponerlo de pie, pues estaba muy mayor. Es perfectamente posible que los diplomáticos y prelados presentes fueran tan ingenuos de pensar que una exhibición de tropas pontificias se hace solo por cuestiones domésticas, como una especie de mayordomía armada. ¡Vamos, anda!

 Mientras le sacudían el alba, el papa lanzó significativas miradas de reprobación en todas direcciones. Parecían querían decir: ¿no os dais cuenta del problema? Hemos divinizado a Miguel Ángel. ¿Cómo íbamos nos a sospechar que se atreviese a pintar esto? Total, nos somos quien tiene potestad para decidir lo que está bien y lo que está mal. Aquí, no ha pasado nada. Los ojos de su santidad eran más zorrunos que nunca. Quería evitarse problemas. ¿Cómo iba a permitir esa horrible vociferación de doctores católicos contra luteranos que se desataría, si admitía que en el Juicio había materia opinable? Estos comentarios tienen que acabar, tienen que acabar… o ¡comprenderéis de verdad para que he hecho desfilar a los alabarderos!

La Capilla Sixtina se cerró al público y a partir de entonces nadie supo muy bien qué hacer. Cuando un embajador preguntaba algo el papa sonreía; entonces el diplomático sonreía también y ninguno se atrevía a decir nada. La consigna era evitar las palabras comprometidas, como “desnudo”, “beso”, “fornicación”, etc.; por supuesto que, si alguien hubiese hablado de Teología a los discípulos de Macelo de Cuervos, hubiesen respondido: Eminencia, no sé de que me habla. Y durante todo este tiempo, Miguel Ángel se regodeaba en soltarles su eterno discurso, poniendo de los nervios a más de uno. ¿No podíamos entender que el hombre que aspire a concebir obras superiores debe permanecer casto? Nada hay que seque más el genio que el vicio de la carne. Sí, admiraba la poesía de Vitoria; pero las habladurías eran tan ridículas que le hacían daño. Aún dentro de los que se abandonan al amor, ÉL solo admitiría el que se siente por el hombre viril, es decir, al que siente predilección por los muchachos. El hombre desea abrazarse al hombre, a lo que es semejante a él, a lo que le es connatural. Así lo había aprendido de Platón en la academia florentina de Carregi –en donde había estudiado- y así lo creía aún. Creer, es cierto que lo creía.

Miguel Ángel no podía esperar que hubiera otro hombre tan dispuesto a llevar a cabo sus enseñanzas como Daniele de Volterra. Sería tan casto que reventaría de castidad. No divaguemos Nelo. Las nuevas funciones de Vicenta como modelo habían exacerbado la heroicidad de su... De su nada. Tal vez pasó lo que tenía que pasar. Por algunos detalles, a Nelo le llegó a parecer que se le había quedado corto el título de “discípulo”, aunque quizás no mereciese aun el de “hijo” de Miguel Ángel. Volterra se preguntaba si el maestro no habría cambiado su actitud hacia él. Últimamente le buscaba para algo, se hacía el encontradizo: los tímidos se entienden a pesar de sus fríos y agobiantes silencios. Por fin, mientras vigilaba el pulido de uno de los Esclavos, (ahora ¡incluso sobraban esculturas de la famosa tumba-drama!), Miguel Ángel le cogió del codo por atrás y dijo:

  —Se te dan bien los frescos…

  —No sé, no estoy seguro. Y ya no pintaré más en mi vida.

  —Pintaremos un fresco para Elena Orsini en la Trinidad del Monte. No importa si estás seguro o no.

  El papa había nombrado oficialmente dios a Miguel Ángel. La Bula que Piombo acababa de sellar ese mismo día decía que en adelante sería el Supremo arquitecto, el Supremo escultor y el Supremo pintor. Nadie, so pena de herejía, podría, no ya superarle, sino ni siquiera igualársele. En la curia alguien comentó que esos honores tenían por finalidad “protegerlo de la envidia”, aunque Nelo, que a estas alturas, ya se manejaba con fluidez en idioma nicodémico, sabía lo que esa frase quería decir: “Hacerlo inmune a la Inquisición”. Algo por otra parte imposible, como más adelante descubrirá con estupor, el pobre. La causa de Dios siempre triunfa. De momento, el papa le concedió como prueba de su aprecio una medalla en la que aparecía el sombrero tres-reinos sobre fondo dorado. Todas las obras de arte, incluida la dirección arquitectónica de la basílica de San Pedro pasarían por sus manos. Tan importante tarea no podía ser recompensada simplemente en el Cielo, donde dan un miserable ciento por uno. Se le concedió el pontaje por el Po: los barcos que quisieran pasar por el río rendirían tributo al divino.

 El problema fue que quiso acaparar no solo el trabajo pontificio, sino también los encargos privados. Y era divino, cierto, pero tenía serías dudas sobre si también sería Todopoderoso. Ejecutar todo el arte del Roma, vale decir la mitad del arte universal, bueno, eso sería caer en la trampa. Salir de un Drama para caer en veinte. Miguel Ángel tenía ideas mejores. Arte a-la-manera-de-Buonarroti. Ahí entraría Nelo, necesariamente. ¿Dónde encontraría alguien más dispuesto a servir?

  —Por supuesto que pintaré en la Trinidad ¿he dicho algo en contra?

  —Bueno, pero solo si quieres de corazón —añadió.

  Pero esta vez, maestro, te lo ruego, te lo imploro, te lo pido de rodillas: Di que te gusta mi trabajo. Avala ante el mundo que yo soy el profeta del dios Buonarroti. ¿Sí? ¿Lo harás? ¿No? ¡Ah, por eso no estoy dispuesto a pasar! Había reflexionado mucho en largas noches de insomnio. Al fin, su mente alumbró una receta. Esta vez dejaría una prueba directamente visible sobre la pintura, algo que probase al mundo que su arte era una emanación del genio inmortal del Buonarroti, como un hijo procede de un padre.

  —De corazón...

 

Elena Orsini había heredado el patronazgo de una capilla de las de la izquierda, en la Trinidad del Monte.  Era una mujer bondadosa, de aspecto insulso y aristocrática frialdad a flor de piel. Había visto los frescos de la Sixtina y no se conformaría con menos para su capilla. Al principio Miguel Ángel ni siquiera le prestó atención, abrumado por la basílica de San Pedro y los frescos de San Pablo en las estancias pontificias. Un día el gran chambelán comentó al maestro, como de pasada, que le  había chocado su desinterés porque Elena podía pagar el doble que el papa. Inmediatamente Miguel Ángel hizo llegar un mensaje a doña Elena. En realidad, no tenía nada interesante que hacer aquellos días. Pero ¡claro!, toda una basílica de San Pedro no es algo que se planifique distraídamente mientras se acaricia la gata. Nelo cobraría lo que tasara el maestro, pero que en la parte de trabajo “arréglatelas como puedas”.

Fue el propio cliente quien exigió una obra “a la Maniera (manera) de Miguel Ángel”. Nelo casi enfermó de pánico. Estaba dispuesto a copiar, pincelada a pincelada, la Capilla Sixtina, pero temía la reacción del divino. Entonces tendría que ser un tema salido de su propio caletre con una especie de...  garantía divina. La garantía es algo en lo que había estado pensado desde el día en que Miguel Ángel se “olvidó” de venir al palacio Máximo. Tenía el plan bien rumiado. Bastaba que firmara un papelucho. La idea se la dio el banquero Riccio, que había hecho pintar unos cuartetos dedicados de Miguel Ángel en el frontispicio de su casa de banca. Para él, valían como si fuera un fresco; ¿acaso no se trataba de algo salido se las divinas manos?

Sugirió el tema a doña Elena, una Deposición de la Cruz, y no le pareció tan mal. Pero luego ella le miró de forma significativa y añadió que “le encantaría tener la primera Deposición a la maniera de Miguel Ángel”. Todo el mundo sabe porqué a los volterranos les van las deposiciones: la ciudad se cae a trozos. El tremendo barranco de los Balze digiere poco a poco las edificaciones, como un estómago gigante. Es divertido si no eres de Volterra. Para exorcizar los derrumbamientos, sus artistas han creado magníficas Deposiciones de la Cruz, como la que está en el duomo, tan fría y desangelada, o como la de Rosso Florentino, tan movida, casi carnavalesca. Cierto día frío y gris, doña Elena le dijo que venía de la Sixtina y que al ver aquellos cuerpos gloriosos había caído en oración. Al parecer, no veía pecado en los desnudos siempre que fueran pintados. ¡O Dio! ¡Pretende saber más que el hermano Caterino!

—Ya, excelencia —respondió—. Nuestro fresco también llevará cuerpos musculosos... —A la maniera miguelangelesca, pero eso no lo dijo.

Muchas veces, que en su mente se convierten en una sola, Nelo podía verse entrando en la capilla Orsini vestido con el luco negro de Miguel Ángel, apoyar el bastón contra la verja, igual que el que suele llevar el divino, tocarse con un gorro de cartón a la buonarrotesca, coronado por la vela de sebo de cabra. Mantenerse a tres o cuatro brazas del muro, ya sintiéndose Miguel Ángel del todo. Los cartones, clavados con chinchetas, representan un Cristo musculoso al que otros personajes del mismo estilo, descuelgan de la cruz. Ha vestido, no obstante, a sus personajes con decencia (le inspiran el mayor de los respetos en Cristo las palabras de fray Caterino “¡Convirtamos en cal los antiguos desnudos!”). Debajo de la cruz, las santas y arropadas mujeres, lloran. La Virgen, al pie del madero, desmayada... ¡despatarrada! (ha llegado a sus oídos que Piombo ha usado esa palabra)… y se ha roto el encanto. No puede entender como una crítica de este correveidile puede ponerle tal peso en el corazón; es algo que le supera.

Estaba desesperado. Según la gente, el cuadro tenía valor si estaba inspirado por el divino. Si no, nada. Doña Elena se presentó un viernes en visita de inspección. El caso es que no entendía la técnica del punzoneo de los cartones. Soplamos ceniza, excelentísima señora, por unos orificios que siguen el perfil del dibujo para así trasladarlo a la pared.

—Esos cartones alcanzarán un gran valor. Todo lo que sale de la mano de Miguel Ángel, vale una fortuna —dijo Elena—. Micer Riciarelli, haced que se guarden.

No valen nada, nada, pensó. Podía acabar en la cárcel, o muerto de una estocada, si no podía garantizar su relación con el maestro. Cierto, tenía un plan. Pero daba la impresión de que con sus peticiones cansaba al maestro. “Que simpático está Nelo con la boca cerrada”. En su bondad, sí bondad, no se daba cuenta del daño que le estaba haciendo. Podría decir más: sin duda dispuso de suficientes detalles como para qué una persona más desconfiada que él hubiera supuesto que Miguel Ángel no soportaba a los competidores. Una fuente de absoluta garantía -que no debe descubrirse en atención a la importancia que en Roma tiene la función del Sello-, le trasladó esta frase del maestro:

—Unos personajes tan llorosos como los de esa Deposición, amenazan anegar Roma. ¡Como cuando la crecida del Tíber, válgame Dios!

 Lo peor sucedió el día de la Santísima Trinidad. El papa vino a la celebración de las dos Trinidades, la del Monte y la de los Españoles. Mientras esperaba frente a su fresco, Nelo suplicó de rodillas:

—Soy vuestro, Miguel Ángel. Por las horas que os he esperado en el Máximo... —¡Muérdete la lengua!—. Eso no me importó nada. Solo te suplico que esta vez me alabéis cuando el papa pase por aquí.

 Total ¿qué más le daba? Terminada la ceremonia, el pontífice hizo un aparte con doña Elena y con él en la capilla de la Deposición. A sus halagos de fórmula (¡Qué músculos! ¿Son tuyos, Riciarelli?) respondió que, Santidad, todo el mérito está en los divinos consejos de Miguel Ángel. Su mirada se posó en el maestro que estaba apoyado en la verja. De sus palabras iba a depender la tasación del trabajo, tal como era lo pactado. Observó la extraña forma en que arrugó el bigote. Un escalofrío le recorrió el espinazo.

—Debes de estar en un error, Daniele. Haz memoria, esos consejos te los tuvo que haber dado Sodoma o Peruzi. Yo no he podido examinar los frescos de la Trinidad, por falta material de tiempo.

Consternado, Nelo se volvió hacia Elena temiendo que le hiciera devolver los anticipos. Se había puesto colorada y eso significaba que iba a dar con sus huesos en la cárcel. Por suerte no fue así. Miguel Ángel debió ver tan agitado a su discípulo que le tocó un brazo diciendo que ya hablarían del tema. Eso pareció bastar de momento a la Orsini.

Un día que estaban en el taller, el maestro bajó de su cuarto y regaló un dibujo a Tomás (el rubio de los ricitos retratado en el Juicio junto a la pierna izquierda de Cristo). Era Faetón cayendo de los cielos con su carro de caballos. Se iban a matar, sí, pero haciendo unos escorzos de inimitable belleza. Debió ver algo en la cara de Nelo, como se apagaban sus rasgos. Llevaba semanas suplicando que le diera algo, un cartón roto, esos esbozos que se tiran al fuego, algo que salvara su cara frente a la clienta. Cogió de mala gana un trozo de papel y garrapateó cuatro líneas. El papel, dejado al descuido en la esquina de una mesa, cayó al suelo. Nelo lo recogió. Si fuera para Tomás no hubiera caído, pensó. Los regalos al efebo rubiales, como el Faetón o el Ticio, eran menos volátiles. El dibujo que le dio, representa tres diablillos. Nelo aún no había entendido nada, pero dijo:

—Sabía que podía confiar en vos, maestro.

—Ahora nadie podrá decir que no pintas a la maniera de Miguel Ángel.

Cayó en la cuenta del sentido de sus palabras. Los diablillos tenían, uno una balanza, otro un compás, un ábaco el tercero. Quería decir: pesado, contado, medido. La obra de Nelo pesa, suma y mide exactamente lo mismo que la de Miguel Ángel. ¡Una prueba viva de su igualdad!

Hubiera copiado los geniecillos en la pared de la Trinidad ¿cómo no iba a hacerlo? Incluso hubiera copiado en el frontispicio las palabras de Miguel Ángel, pero eran demasiado largas. Aquellas palabras que suscitaron las cantarinas puyas de sus compañeros. ¿Cuales? Que si bien no tenía genio propio, con un inmenso trabajo conseguía llegar al arte por la fatiga. Sí, lo hubiera copiado todo, sin dudar, si no fuera porque el cartón de los diablillos se evaporó al mismo tiempo que Vicenta, algo que estaba a punto de suceder.

Gracias a Dios consiguió otro encargo en la Trinidad y esta vez no iba a fallar. Una Asunción de la Virgen para la capilla De la Rovere. Había tenido una idea genial para conseguir que el santo saliera avalista por él y, lo que es mejor, sin necesidad de molestarle Con frecuencia soñaba con un cuerpo muerto, un cadáver que empieza a blanquear y a perder calor. A veces, el cuerpo es un cerdo o una vaca. Otras es un rostro humano de gran fealdad, provisto de unas asas de hueso, pómulos salientes y nariz chafada. No sé porqué mis sueños me llevan por esos vericuetos, pero aplico sobre ese rostro aceite, vaselina y agua. Luego un barro de gran pureza. ¡He compuesto su máscara funeraria!

Ese sueño le dio la pista sobre como convertir a Miguel Ángel en garante de su cuadro. La gran idea fue dejar vacío el óvalo del rostro, correspondiente a un admirativo espectador de la Asunción. El día de su muerte, modelaría la máscara funeraria sobre el divino rostro, antes de que se enfriase. Luego la trasladaría al óvalo vacío. ¿Quién podrá entonces negar que ÉL mira hacia su obra con divina admiración?

Un blandengue.

Un blandengue. Un sucio plebeyo. Eso es lo que era. Porque cuando profundizó en la esencia de su “remedio” se dio cuenta de que habría que esperar a la muerte del divino viejo, un ser que se perfilaba como inmortal –y muchos lo creían-. Si le planteaba directamente la posibilidad de hacerle un retrato lo más seguro es que en su vanidad no se opusiera. Tal vez no tendría que decir para que lo quería; tal vez pensara que solo deseaba tener un recuerdo.

Miguel Ángel posaría bien para los retratos si no fuera por esa manía de hablar con el artista, algo que tenía prohibido a sus modelos. A Nelo le perforaban aquellos ojos chispeantes:

—¿Por qué no le pintas un fondo al retrato? —inquirió el maestro desde su banqueta— ¿Un paisaje esfumato? ¿Unos árboles? ¿Pintas mi rostro en un óvalo solo porque lo vas a pegar a un espejo?

—No entiendo el sentido de vuestra pregunta…

—Me llega con tu respuesta, gracias Nelo. Veo que voy a pasar los siglos aterido de frío en el altar de los De la Rovere. Intuyo que la Segunda Vida es como la Primera… Porca miseria.

 

Pero en Macelo de Cuervos no todo era arte grandioso y la escalera de la fama. Un cerdo con alas; eso es el hombre; y no siempre consigue remontarse a las alturas. Estaban cuatro o cinco en el taller. Entró el nuevo criado, con sus saltitos de de urraca y una tarjeta en alto. El maestro no permite que se le interrumpa cuando está esculpiendo, salvo cosa de importancia. Enfermo Urbino, Nelo alargó la mano y leyó la tarjeta: Jacopo di Jacopo. El nombre no le dijo nada. Pero no sabría decir por qué, aquella tarjeta le causó una sensación de ahogo. Iba a gritar ¿quién conoce...?, cuando el mismo cayó en la respuesta. ¡El hermano de Vicenta! ¡El hermano de profesión “hermano”! Corrió al patio, rodeó la solana y entró en el vestíbulo. Pero allí ya no había nadie. Desde lo alto de la torre llegó un griterío. Una bronca, eso es lo que era. Empezó a su vez a subir las escaleras, o sea que apoyó un pie en el primer escalón. Urbino, desde su cama gritaba: ¡Yo no fui! ¡Yo no fui! El tal Jacopo, a su vez, bramaba: ¡Os voy a matar a todos! En ese momento, desde abajo, Miguel Ángel, que se había acercado a la solana, chilló a su vez: ¡Yo tampoco fui! ¡Por quien me tomas, plebeyo! Nelo miró a través de la puerta del patio: el divino tenía vuelto el rostro a lo alto, hacia la torre. Decidió subir unos cuantos escalones más. En ese momento apareció el monstruo en el rellano. Jacopo era una especie de gigante con cara de caballo. La arrastró por los pelos. Al caer en la cuenta de la preñez de la barriga de Vicenta, Nelo sintió que el alma se le caía a los pies. Suspiró hondo. ¡Yo no fui!, gritaban de arriba. ¡Como se atreve! ¡Yo no fui!, gritaban de abajo. ¡Sí, es cierto lo que dicen!, se dijo Nelo, y no mentía. Jacopo profirió amenazas, que os joda el verdugo. Reclamaría ante la Curia el pago de la dote de su hermana. ¿Se va a atrever Miguel Ángel a alegar mal comportamiento? Lo dudaba.

—¡Por los Clavos de Cristo que no pagaré ni un bronce! —dijo el divino.

Urbino, que en ningún momento salió de la cama, bramaba tanto que enronqueció: por una vez, era verdad que no había sido él. Jacopo y su prisionera dejaron la puerta abierta. Los criados del palacio Zambecari salieron a ver que pasaba. Se cuchicheaban unos a otros con la mano sobre la boca. No necesitaron discurrir mucho para darse cuenta de que se trataba. Uno de los mejores escándalos del año, eso es lo que tenemos. El pobre Michelagnolo se disponía a nacer. El cordero del sacrificio. Es casi imposible escribir sobre él sin sentir una pena muy rara. Estamos hablando de un niño, nada más, nada menos. Aunque si bien se piensa, no tenía salvación; no estaba en mano de los simples humanos modificar su destino. Si el pobre hubiera tenido suficiente juicio habría suplicado de rodillas ante aquellos dos monstruos, uno de maldad y otro de bondad, ante los que se iba a decidir su vida y su muerte. Uno, un monstruo de divina bondad, un ser por encima de todos nosotros que vuela entre los ángeles del Cielo y que ha sido retirado de la vida sin pasar por la muerte: Miguel Ángel. ¿Qué preocupación podía mostrar por su minúscula existencia? Por supuesto, si hubiera sospechado su influencia sobre la suerte del Juicio, seguramente habría actuado con más diligencia. Otro, un virtuoso de la perversión, Pierluigi, el hijo del papa. Un ángel malo que desde que fijó sus ojos en el pobre niño, no pudo dormir entre fiebres de delirio y deseo. Se siente un escalofrío al recordar lo que los protestantes dijeron al enterarse de la pierluigización de tantos niños durante las postrimerías del Saco.

—Los católicos han encontrado un nuevo método de martirizar a los santos.

 

 

 

 

 

 

 

 

-VI-

Michelagnolo pierluigizado

Jacopo se llevó a Vicenta casi dos meses después de la presentación del Juicio. A Daniele le acusaron de dejar puesta la llave en la caja fuerte porque desaparecieron cosas. Cuando se hizo inventario faltaban unas monedas de oro (robadas por el jardinero de vílla Muti y que Urbino había intentado cambiar, sin éxito); el cartón de los diablillos (que no estaba claro que hubiera estado en la caja, pero nadie se lo desmintió con claridad a Nelo) y objetos del maestro (como ciertas gafas de plata venecianas). Luego, no se supo más del enredo hasta marzo del año siguiente. Aquel día había un ambiente de invierno en la huerta, pero eran los almendros, a los que el viento arrancaba sus níveas hojas. Marsilio, el tocinero de Macelo de Cuervos, se presentó diciendo que tenía novedades procedentes del vícolo de charcuteros. Nelo se preparó mentalmente para recibir una noticia que le iba a traer la inquietud, que le obligaría a andar sin rumbo de aquí para allá y que, en definitiva, iba a ponerle en una agonía miserable. Algo que le obligaría en conciencia a asumir una horrible responsabilidad, ahora que sus asuntos parecían encauzarse en la dirección correcta.

Marsilio enfoca su sonrisa de comadreja, mientras corta el salchichón con un cuchillo mellado. Disfruta de su impaciencia. Le obliga a abrir la conversación.

  —¿Has visto a Vicenta? —inquirió Nelo con un hilo de voz.

  —Sí —respondió, poniendo media libra en la balanza romana.

  —¿Entonces? —repreguntó, exhalando un suspiro.

  —Ha sido niño.

  —Y Vicenta ¿se ha recuperado?

  —Ni siquiera parece que haya parido.

  —Díos sea loado —dijo con los ojos cerrados, respirando hondo.

  Solo después cayó en que no había preguntado por el niño, aunque del contexto podía deducirse que era sano y fuerte. Semejante olvido era muy intrigante; en cierta forma era indicativo de una extraña reserva mental que decidió confesarme abiertamente. No es que no lo quisiera, eso está fuera de duda. El alumbramiento de un varón es la alegría de las alegrías, pues todo un Dios se desgajó del seno de Eva para convertirse en hombrecito. Pero hay que reconocer que había nacido en el momento más inadecuado. Había dedicado ímprobos esfuerzos a consolidar su posición como artista. Y un nacimiento siempre trae problemas. Cualquier mujer sabe, debería saber, como manejar estas cosas. Se dice que algunas recurren a la ruda, la sabina o el esparto, aunque un artista no entiende de esas cosas. En fin, lo más importante es que esté bien…

 Fijó la vista en Marsilio, para ver si había algún error. Un rostro impávido. Entonces es cierto. ¡Va y da a luz un niño! Justo unos meses después de la inauguración privada del Juicio, justo cuando los Teatinos se están haciendo cruces por las escenas eróticas de la esquina derecha. ¡Va y pare un niño! ¡Así, por las buenas! Vale Volterra, basta ya. Eso no es lo que ahora importa. Si no estuviésemos seguros de que ambos están perfectamente, lo demás estaría de sobra.

  Como era de temer, no hizo falta más que esa criatura para que los Teatinos clasificaran el taller de Miguel Ángel en el terreno de las actividades orgiásticas. “Alguien ha dicho que ocultan prostitutas en ese taller y cuando uno es Gran Inquisidor, no puede menos que tomar buena nota”. Y lo peor estaba por venir. Es fácil inferir lo que iban a pensar las clases plebeyas de todo esto. Se reflejaba en los ojos de Marsilio, en esa mirada color verde moho como de grasa rancia, con que los escrutaba cada semana. Las mentes perversas del vícolo, que alguien habría podido creer estúpidas, consiguieron exprimir al máximo el zumo de maldad que cabría esperar de un suceso tan banal como un alumbramiento. En su grasienta perversión, no se les ocurrió otra cosa que poner de nombre al niño Michelagnolo (miguelangelete). Las sugerencias maliciosas encontraron en el nombre una especie de confirmación, por más que en Roma las habladurías no precisen de ningún estímulo. Sin necesidad de revelar ningún secreto, basta pensar con la cabeza la cabeza para deducir que, el divino, jamás se habría acostado con una plebeya.

¿Qué es lo que cambiaba un niño? El problema no estaba en que fuese un niño. Las riberas del Tíber los producen a millares y casi todos acaban flotando muy bien, dando vueltas en el remolino de la isla Tiberina; téngase en cuenta que los curas no pueden ser padres y el vecindario de Roma es el que es.  El problema estaba en que Vicenta pudiera llamarle Michelagnolo y nadie se riese. Por un lado, en que lugar dejaba a eso a Nelo; y por otro, era fácil ver que Miguel Ángel no era hombre dibujado por el Creador para la empresa de la paternidad. El que lo conociera vería de inmediato que la aventura iba a durar poco y acabar mal. Todo este desgraciado asunto fue un error de cálculo de Vicenta. Estaba harta de que la llevasen de un lado para otro como un animal. Su instinto le dictó que el único remedio a su alcance era convertirse en una persona respetable. Para eso, concibió un plan.

Casi desde su nacimiento, Vicenta formó parte de la tropa de las que permanecen en la calle después del toque de queda. Sus familiares la habían vendido en Venecia, la ciudad donde nunca se suben las faldas, a cambio de un barril de vino de Mantua (en versión de Urbino). Desde ahí fue siguiendo a diversos artistas, de fresco en fresco y de plaza en plaza. Había llegado a Roma formando parte de la troupe de Sodoma, uno de los fresquistas del palacio Máximo y fue allí donde puso sus ojos en Nelo. Pasó lo que tenía que pasar. Hasta entonces, el mapa de los afectos de Nelo había sido un desierto silencioso, triste como un alba de invierno. Cada vez que la miraba, empezaba a arder. Que le llamen imbécil o palurdo, allá los Tomases o los Cechinos que se dicen horrorizados por la blandura enfermiza del cuerpo femenino, por el ensanchamiento antinatural de las caderas, por la inflamación pectoral. Vicenta le encendió el deseo simultáneo de volver a verla una vez más y de librarse de ella. La hizo posar en el taller noches enteras, incluso de madrugada. Corrigió sus posturas, inclinándose por encima de sus hombros, obsesionado con la idea de estrecharla hasta la estrangulación. Abajarle las ropas, apartarle la carne de las costillas, hundir en su pecho las manos pringadas de sangre, estrujarle el corazón, untarse con el producto de sus intestinos. Le aterraba la completa belleza de sus grandes pechos, la dureza que adivinaba en sus muslos. Tan pronto se apagaba el eco de sus pasos le empezaba a corroer la impaciencia, no veía llegada la hora de que regresase. Un día, mientras escuchaba el toque a difunto en las campanas de Loreto, comprendió que aquel padecimiento podía dañar la obra, la única cosa que nos hace triunfar de la muerte. No la carne, no, no los hijos, no, no la derrama del semen, no: la obra y sólo la obra. La fama. La segunda vida. Temió convertirse en uno de esos corrompidos que solo buscan el cubrir un cuerpo a la manera de un cuadrúpedo. En un ser abyecto que ama más al cuerpo que el alma. ¿Merecería entonces el amor del divino maestro?

Vicenta tenía un plan. No era nada tonta, al contrario, los comerciantes le pedían consejo y muy en serio sobre la cotización del bono del Banco de Santa María. Enseguida percibió el ansia exasperada de perpetuación que imbuía el alma de aquellos fresquistas. Estos, no podían tener una esposa normal, no. Ya habían abandonado el mundo de los tenderos, su arte los había elevado; pero aún no habían alcanzado las elites de la aristocracia. No, el hijo, el sucesor, no les podría llegar de una mujer de su mundo, de la hermana de un colega. Pero las marquesas desdeñaban concebir prole de semejantes advenedizos. Ninguna mujer les servía. Serían castos, infinitamente castos, ¡campeones de castidad! Casi todo lo fueron..., en apariencia. La mujer sería algo oculto, vergonzoso y sin embargo ¿cuan segura no sería la posición de la madre de un Buonarroti, un Tiziano, un Signorelli? Una cosa tenía clara: tan pronto encontrase su genio, no debería crearle complicaciones. Tan solo actuaría sobre su bolsa. Aquí tienes tu bebé, si no te importa nada ¡déjalo! Pero si sí, no olvides que tiene una madre. Su dignidad ahora es parte de la tuya. ¡Provéela de rentas! ¡Dótala! El único problema de Vicenta es que había actuado demasiado a la vista. Su reputación dejaba mucho que desear y la elección de pintor se convirtió en una tarea delicada.

Roma se estaba reconstruyendo tras el Saco y los artistas acudían como polillas a la luz. Ellas, las que están tras de los artistas, también. La Tortora, la Padovana, la Panta, la Tulia y treinta mil más. Para los artistas el servicio podía ser simplemente posar desnuda ya que, como estaba prohibido, la única forma de conseguir modelo era pagar la tarifa. El problema era pretender los dos servicios por el precio de uno; las peleas a cuchillo con los chulos eran casi diarias. Vicenta pertenecía a la calle, cierto; pero había fijado su mirada mucho más arriba, algo que no debe considerarse insólito en una mujer de su inteligencia. Decidió introducirse en esos círculos de nuevos ricos que eran los talleres de los grandes pintores, y pronto puso sus ojos en el más famoso de todos. Claro que una no podía entrar en Macelo de Cuervos con la tarifa de puta tatuada en la frente, sería el hazmerreir. Con el manto amarillo de las prostitutas, imposible, pero ¿por qué no hacerlo como madre? Debió ser por entonces cuando decidió que Miguel Ángel fuera el padre de su hijo, o uno de los padres, o el padre principal, que todo viene a ser lo mismo. La fama obnubila las mentes y nadie iba a perder el tiempo en la consideración de un padre alternativo. De todas formas, cualquier que fuese el procedimiento genésico, la criatura debería proceder de la Escuela de Miguel Ángel.

Sin duda un hijo criado dentro de la Familia, tendría grandes posibilidades de convertirse en heredero de una fortuna que rivalizaba con la del papa. En Macelo de Cuervos estaban acostumbrados a hablar de hijos espirituales con toda la seriedad del mundo. La astuta cortesana sabía perfectamente lo que se hablaba en Montecaballo; tenía un arte especial para hacer que le contaran hasta el último detalle, si es que a eso se le puede llamar arte.

Vicenta casi podía escuchar la voz autoritaria de la marquesa, que está hablando de algunas batallas en que las que ha participado su sobrino, el marques del Vasto. Casi podía verla: Perlas en su cuello y escote de matrona. Han terminado los oficios en San Silvestre y los criados sirven frascas de vino, colocan fuentes con higos, nueces y pájaros en escabeche. De pronto, sin venir mucho a cuento, Miguel Ángel levanta la voz, y dice:

—Contad otra vez, marquesa, eso de que tenéis un verdadero hijo en el marqués del Vasto.

—Os lo cuento, mi más que queridísimo amigo, mi esposo de alma. A los que me llaman estéril les digo que, tal vez lo sea de cuerpo, pero fecunda de alma y que eso me convierte en pura madre de clara prole. Mi hijo espiritual está tan orgulloso de vos... Presume de Miguel Ángel como de un padre místico. Teníais que haberle visto desafiar al Aretino por haber dicho que en el Juicio Universal hay escenas de lupanar. No, de ese no. Al maestro sírvele de la frasca de trebiano degli oliveri. ¡Estoy harta de estos criados incompetentes!

Pudiera pensarse a primera vista que se trataba de algo meramente espiritual. Pero la maternidad metafísica ofrece la ventaja de que te convierte en heredero de quien te apetezca, ya sea la de Miguel Ángel o cualquier otro que pase por la calle en silla de manos. Supongo que a Vitoria le preocupaba el asunto. ¡Dios mío, que horror! ¡Heredar un montón de cuadros valorados en millares de ducados de oro!

 —Los antiguos romanos —terminaba Miguel Ángel—, trataban mejor a los hijos adoptivos que a los de la sangre, por ser aquellos electivos.

Y el marques del Vasto terminó por heredar el Noli me Tanguere, una Crucifixión y una Piedad entre otras obras del divino, ya que tal vez también él se consideró padre espiritual del vástago espiritual de su amada. ¿Por qué no, si se decía su esposo en Cristo? Y los oyentes de San Silvestre pensaron que ser hijo espiritual era algo que estaba muy, pero que muy bien.

Vicenta tenía un plan y se dijo que estaba en el camino correcto. Había aprendido a leer sola mirando las inscripciones de los monumentos, lo que ya de por sí sería una buena prueba de su inteligencia natural si no hubiera otras. Aquellos comentarios sobre hijos espirituales que todos repetían con la mayor de las inocencias, debieron ser una especie de revelación para ella. Había conocido (dejémoslo así) a los mejores artistas de su tiempo y no pudo dejar de apreciar que Miguel Ángel era un pez gordo con un pensamiento original. Desesperadito por alcanzar la inmortalidad. Si estaba empezando a mejorar de antepasados, si se hizo entroncar con la familia imperial ¿iba a tener inconveniente en reconocer a un hijo... de quien fuera? No, si tenía genio. En eso consiste la filiación espiritual. Ese marques del Vasto apenas merece nombre de hijo, comparado con el que han parido mis entrañas. El papel de Nelo en esto fue ¿cómo decirlo?, una especie de ganzúa para abrir el cofre del tesoro Miguel Ángel.

Por aquel entonces el viejo protector de Daniele, el Ángel de la Destrucción, se había preocupado de nuevo por su pupilo. Se trataba de un Isaías dañado por los luteranos. Rafael lo había pintado para el banquero Chigi. La restauración le rentó treinta escudos. Se permitió añadir dos angelitos desnudos, ¡DESNUDOS!, uno a cada lado. Quien quiera saber como fue el pobre Michelagnolo –ese rostro plano como un cogote-, vaya y vea el de la derecha: están en la iglesia de San Agustín. A los pocos días, Daniele ya estaba profundamente avergonzado. Nunca se había comportado de una forma tan indecente. Desde muy pequeño había tomado la decisión de no pintar jamás desnudos. Se moría solo de pensarlo, se puso a morir; y solo fue capaz de explicarse semejante proceder dentro del contexto de aquella atmósfera malsana que acompañó los llamados “días de Michelagnolo”.

Pero no necesitaba visitar San Agustín para tener muy presente al pobre niño. Al principio, Vicenta se conformaba con pasear al mamoncete por la calle de Panaderos. Luego lo exhibía en el vestíbulo, y a los dos o tres años, ya jugaba en la solana. Como si tal cosa. Si llegaba a enterarse de lo que pasaba, Miguel Ángel montaría en cólera. Nelo experimentó la punzante sensación de que estaba en riesgo de ser expulsado del paraíso por haber puesto al maestro en semejante compromiso. Todo lo que distraiga de la Obra debe ser arrojado lo más lejos posible.

Estaba equivocado. El niño le encantó. Del presunto robo de las gafas de plata, ni se habló ¿qué robo?

 Macelo vio el espectáculo de un Miguel Ángel que tantea la dureza de su barriguita con el pulgar, tal como se hace con los melones o los quesos, pellizca los hombros y la cara, mide sus pies, pasa la vara por su rostro. Había oído decir que los abuelos babean, pero esta vez Nelo lo comprobó materialmente: se podía estar muy tranquilo. Cuando se cansaba, se lo daba a la Catalina, la matrona de Setignano, que lo enfajaba, lo ataba con dos gruesas cintas negras y se lo aplicaba con la mano derecha a una de esas grandes ubres rezumantes, mientras con la izquierda empujaba al propio gaznate un salchichón de Toscana. ÉL, “el que es y será”, controlaba la operación con ojos encendidos.

Mientras transcurría tan tierna escena, Nelo espiaba a Urbino y Tomás que estaban jugando a las cartas. No quería parecer muy interesado. En esto, que Urbino puso una mirada soñadora y dijo:

—Magnífico. A Miguel Ángel le vuelven a gustar los niños.

¡Como te has pasado, jodido cabrón!, no pudo menos que pensar. Aquel “vuelven”, encubría una sutil insidia, aludiendo al pequeño Febo di Pogio. Los niños como quesos marzolinis: la alusión era a esa mentalidad.  Pero había algo más inquietante. ¿Por qué en sus fantaseos se sentía obligado a defender a Miguelagnolo? ¿No quedamos en que lo suyo era el arte? ¡Que absurdo! Tiró un manotazo a las cartas de Urbino y se las arrancó de las manos. Ellos se quedaron de piedra. Bah, mira por donde Nelo va y se preocupa del hijo dudoso de una puta reconocida.

 Desvió la mirada para esconder una lágrima de rabia, no fueran a pensar que era una especie de preceptor. Es cierto, lo reconoce, que días atrás tuvo que pedir a Catalina que abrigase al niño con la toquilla de lana de Castilla que le había comprado. Cuidado del modelo. Un artista nunca sabe cuando tendrá que pintar un modelo vivo (Michelagnolo daba para un perfecto angelito pillo) por poco o mucho que a uno le importen los niños, unos seres que en Roma inundan las calles donde defecan sin ningún cuidado y que, por millares, acaban en el río sus breves vidas. Su ahogamiento no es un asunto de maldad; se trata más bien de una horrible necesidad. Si estos pequeñuelos ya no pueden tener padres –los romanos son hombres de Iglesia-, ¡imagínate madres! –las romanas son prostitutas-. Es evidente que las crías sin progenitores mueren pronto, como esos pajarillos que caen del nido y la gata recoge en un rápido y fugaz bocado. Esos, cree recordar que eran sus pensamientos, aunque a veces le entra la duda de si son postizos, depues de que hubiese pasado lo que pasó.

Habladurías corrieron por Roma, demasiadas.  Por ejemplo, que lo primero que hacía el divino al levantarse era ir a ver si aún respiraba el pequeño. Necesitaba padres. Decentes y honrados. La necesidad se volvió acuciante la mañana de un domingo, cuando en Montecaballo, Latancio Tolomei se había empeñado en ilustrar a los cofrades sobre el linaje de doña Vitoria. Que Colona por parte de padre, Montefeltro, por parte de madre, Ávalos, por matrimonio, Orsini, De la Róvere... Difícilmente se encontraría en toda Italia una sangre más exquisita.

—Los Buonarroti también están emparentados con los condes de Canosa y a través de ellos con la emperatriz Matilde y la familia imperial —escucharon atónitos la exageración de Miguel Ángel, intentando aproximar su árbol genealógico al de su amada.

 Vitoria bajó la vista al suelo y dijo con calmosa crueldad:

—Si, y los De la Rovere se emparentan con Julio César y a su través con la diosa Venus, los Orsini con Diocleciano y remontándose más creo que son hijos de la Osa Mayor y...

—Hablo en serio —replicó Miguel Ángel, mientras sus narices aleteaban ruidosamente—. En los más vetustos nobiliarios ya aparece probada la nobleza de los Buonarroti—. Había pagado una fortuna a un genealogista poco escrupuloso llamado Gaurici. Siempre estaba dispuesto a confeccionar nobiliarios que entroncaban a sus clientes con el rey David, como poco.

—Lo sé, lo sé. Los Ávalos procedemos de Avalón, la misteriosa isla del rey Arturo y la tabla redonda. De allí nos llamó el rey Sancho el fuerte de Navarra para combatir a los moros. Eso dicen. Y también descendemos del niño de Salomón, el que estuvo a punto de ser partido en dos. Avalón, Salomón ¿entendéis? Sí es que sois pariente de la familia imperial es posible que seamos primos.

—Primos segundos —dijo él.

—Es que cuando os escucho —dijo Vitoria— siento una violenta envidia de vuestros ancestros ¡que Dios me perdone! ¿Qué son los Colona, el rey Arturo y el niño divisible de Salomón al lado de la familia imperial? Lo cierto es que a veces, cuando me ataca ese sentimiento de envidia... ¡es que se me va enseguida!  Intento que persista un poco más, pero se me va la cabeza a esa antepasada de vuestro Michelagnolo que, vaya por Dios, ¡cobra por la tarifa nº VII! Y, lo siento, pero me falta el valor para sentir envidia de vuestra genealogía.

 Michelagnolo necesitaba padre y madre. Decentes y honrados. Por más que Vitoria exageraba: Vicenta cobraba por la tarifa VIII, la de las putas honestas, que no por la VII. De todos modos, el parentesco era igual de poco recomendable y a Vicenta se la prohibió acercarse siquiera a la vía de Panaderos.   

Un ruido gutural, sentido en sus adentros, quitó abruptamente a Nelo de su fantaseo. Aquel día se encontró a Tomás junto a la chimenea. Acababa de esputar una cáscara de castaña. Supo que estaba allí para informarle.

—¿Puedes hablar? —dijo al rubiales. El “amigo del alma” de Miguel Ángel hizo un gesto con la mano pidiendo paciencia y al poco, dijo:

—Vicenta no podía ser la madre, eso estaba decidido. El dilema supongo que lo tuvo, no te enfades Nelo, por favor, digo que el dilema fue si el padre ibas a ser tú o Urbino. ¿Nunca te explicó el maestro por qué eligió a Urbino? ¿Eh, Pintamonas?

(Tomás entró en el taller gracias a unos “Estudios sobre ojos”, redondos como monedas. Sin que salga de aquí: fue un asunto de nalgas. Pero llamando Pintamonas a Nelo, ganaba categoría).

—Nunca me insultó de frente.

—Tú y tu amiga Vicenta digamos que no despertabais demasiada admiración en el Círculo de Montecaballo. Lo diré aun más claro: en Vitoria. Supongo que el resto lo recuerdas.

—Pues parece que no me enteré de mucho —dijo Nelo— ¿Te refieres a la boda de Cornelia y Urbino en Loreto?

Nelo sonrió con ojos tristes al pensar en Cornelia, después de todo una santa mujer. Se trata de una exuberante morena, antigua alumna de las Arrepentidas, el convento patrocinado por Vitoria Colona. Pero no por haber hecho nada malo; su madre estaba interna y simplemente nació allí. Por supuesto, las buenas de las monjitas velan para que el vicio no se divulgue entre sus pupilas y Cornelia debe ser de las pocas romanas que no es prostituta. Tanta castidad es buena y santa, pero tiene el inconveniente de mantenerte en perpetuo estado de sofocación: En estos casos, si no basta Urbino, nada basta.

  —¿No son una pareja perfecta? Michelagnolo ha sido inscrito en el libro de bautizados como su primero y urgente hijo. Un delicioso embarazo de una hora y un minuto.

  Un olor a hollín llegó desde las menguantes brasas de la chimenea. Tomás se había relajado y se mostraba incapaz de contener su lengua. Parecían alabarderos recordando antañonas batallas perdidas en el tiempo.

—¿Es que ya no te acuerdas —prosiguió Tomás— de lo emocionado que estaba el maestro? ¡Ja! ¡La habitación que pusimos al trío en la torre parece una casa de baños turcos!

—Sí —asintió Nelo—, el maestro al principio parecía radiante de felicidad con el niño. Parecía.

—Y aun lo está, recuerda los paseos que disfruta con el niño por el Tíber —la sonrisa de Tomás desmentía la literalidad de su frase.

—Esperemos que no le pase nada —concluyó el volterrano—. A veces creo que Cornelia se cree verdadera madre ¿te fijas como suspira cuando el niño atrapa un simple catarrito? Si pasa algo es capaz de cometer una barbaridad. Yo no digo que esté bien, pero hay madres que son auténticas leonas.

 

Por aquellos días Daniele aun podría ganar la carrera del palio sin un jadeo. Quizá por eso la familia Farnesio le había encargado que pintase unos lunetos en las cornisas de villa Farnesina, un trabajo que requería ciertas dotes acrobáticas. Miguel Ángel se abstenía, por costumbre, de inspeccionar las obras privadas de sus discípulos. Pero ahora se había impuesto un cierto cambio de hábitos y solía venir de visita, paseando con el niño en plan abuelete a lo largo del Tíber, entre cipreses, libélulas, carroñas, harapos, pinos viejos y esos vestigios romanos que tanto le encantaban. Las márgenes embarradas, cubiertas de hierbas deslizantes, se inclinaban hacia el río. A partir de mediodía, Nelo echaba frecuentes ojeadas al camino de sirga, levantando la vista del fresco de la Farnesina. Tenía claro que no todos los pupilos del maestro tenían porque acabar en el envilecimiento. Al cabo de unos cuantos vistazos, por fin, conseguía descubrir por donde llegaban. Veía a Michelagnolo luchando por zafarse de la mano del maestro, y ya no podía pintar más, es que no podía. El maestro abría la mano, vaya si la abría, e invariablemente el niño desaparecía entre los juncos. Entonces Nelo se sentaba en el banco de la fachada y movía el tobillo, haciendo crujir el hueso talo. No paraba de suspirar: todo el mundo sabe lo que pasa en este río. Aquel pequeño, entre monstruos, ¡era demasiado! ¿Por qué permitía Vicenta esos paseos? ¿Es que solo tiene importancia la olla podrida de diario y una brazada de leña para el invierno?

Mientras espera, comiéndose las uñas, le viene a mientes algo que había sucedido en carnavales. La tradicional carrera de viejos en la vía del Corso había incorporado una fantástica innovación: la blusa de los corredores había sido acortada más allá de los límites consentidos por la decencia. Eso atrajo montones de clientes para las cortesanas, tanto honestas como de candela. Nelo se había pasado el día trabajando en las carrozas carnavalescas que se hacen para la fiesta del Testacio, con los pies tiesos de frío. Se le ocurrió ir a tomar un vino caliente con los camaradas de Macelo de Cuervos. No pasó del candelabro de la entrada. Vicenta se precipitó contra él, arrastrando al niño. Mientras se lo entregaba, gritó con una especie de histerismo:

  —¡Pasa de vísperas! ¿Dónde te has metido?

  Vale, pues eso. Parece que tenía la obligación de ser una especie de “preceptor” del niño. Un deber especial y más intenso que los demás mortales. ¡Por favor! ¿Por qué él entre millares de padres en potencia?

  —¡Calabazas fritas! —espetó a la hetaira— ¿Me oyes? No te preocupes por los clientes de vía del Corso. Ya encontraran otras hermosas Venus. Las hay a patadas.

  Las pecas de la nariz vicentesca se arrugaron como el rostro de una leona.

  —Ten cuidado con nosotros, la gente de la calle. No creemos en las leyes. Pa nosotros la venganza es simplemente una obligación. ¡No le faltes al niño, eh! ¡No le faltes! ¡Por estas! —Hizo la higa—. ¡Ni se te ocurra!

  Bien, eso había sido en invierno. Luego vino el decreto papal y Vicenta tuvo que acogerse al Ortacio, un dédalo de callejas alrededor del Tíber. El maestro ordenó que se le pusieran unos padres adoptivos al niño (Urbino y Cornelia), y que cesasen las visitas porque en el ambiente estaba que advenía una nueva era: la de la decencia. Naturalmente, Nelo supuso que había acabado su papel de guardián. Entonces, ya en primavera, fue cuando había empezado a pintar en villa Farnesina.

Poco después empezaron los sorprendentes paseos de Miguel Ángel con el niño por dicha villa, propiedad de Pierluigi y Ranucio Farnesio. Sí, Pierluigi, aunque es cierto que no tenía porqué coincidir con el pequeño. Nelo no dejó de preguntarse si, en este caso, Vicenta seguiría esperando una guarda especial por su parte. La respuesta tal vez era que sí, aunque ¿cómo saber lo que estaba pensando sin verla ni oírla? El niño, está claro, era la palanca vicentina para quedarse con el negocio del arte, la “casa Buonarroti”. ¡Santo Dios, si lo había conducido en sus propios brazos a las aguas bautismales! Para toda Roma Miguel Ángel era el padrino y Michelagnolo, el figlioccio (ahijado). ¿Como se llama en Roma a la adopción espiritual? ¡Que zorruna previsión la de Vicenta!

  El día de la tragedia había empezado por un amanecer radiante. En villa Farnesina hacía tanto calor que había que pintar en dos horas, para evitar que se secara el fresco. Entonces tuvo que ser uno de los días del cambio de mes, mejor julio que agosto. A hora sexta Nelo estaba intentando comer en las gradas que dan al río; Villa Farnesina es un paradisíaco palacio de ribera. Pero la barriga se le estremecía con las náuseas. ¿Hay que decir que Pierluigi estaba sentado tan cerca que cuando soplaba el viento de su lado te daban arcadas? Había traído una cesta de vino y pan, y, como plato fuerte, un pastel de restos de jabalí picados y hervidos con polenta. Difícil resistir ciertas invitaciones, mejor dicho, imposible, ¡con tal que no fuera carne humana! El propietario de la villa era su hermano Ranucio, pero, dado el interés que mostraba el ultrajador de Fano por la casa, Nelo se hizo a la idea de que muy pronto una indigestión –y no de perdices- lo iba a dejar como heredero único de Pablo III. Pierluigi le había ordenado que pintase unos Ignudi (desnudos) en los lunetos, a imitación de los de Miguel Ángel, a imitación de los de Miguel Ángel, a imitación de los de Miguel Ángel…

  —Y no acepto un no por respuesta —terminó la frase el mostruo.

  También podía haberle pedido que compusiera una Divina Comedia en ratos libres a imitación de Dante, pero no lo hizo porque estaba distraído. El pervertido dejaba caer nostálgicas miradas sobre el río, como si esperase que de un momento a otro fuera a aparecer por allí Ganímedes, el copero de los dioses, no se sabe si más famoso por su infantil belleza o su lascivia. Explicó con los brazos que los Ignudi de su imaginación eran como mujercitas preparadas al sacrificio. O sea, como las Sabinas, pero en plan hombres o mejor niños. Nelo se atrevió a replicar:

  —¿Imitaciones? Oíd, yo también soy pintor de originales. ¿Habéis visto los frescos del cardenal Máximo?

  Pero no pintaría a su gusto porque él, Pierluigi, era el que estaba al mando, que si lo entendía, y él ¡claro!, lo entendía: Daniele Riciarelli: frescos a la manera de Miguel Ángel pero más baratos.

  Lanzó una mirada alrededor e incluso inclinó la cabeza, como para escuchar con más nitidez. Le pareció haber oído a alguien. Ayer Miguel Ángel había dicho que mañana –por hoy- haría mucho calor para sacar de paseo al niño. Luego mezcló el caldo de una gallina con un limón, una naranja y un huevo, revolvió todo, se agachó y le sirvió el vaso al pequeño. ¿Acaso hace eso un mostruo? Aún tenía en la cabeza el crujido que dieron sus viejos huesos al acuclillarse.

Evitó seguir mirando hacia el río, como si eso bastase para disipar la posibilidad de que ambos aparecieran. Por más que dicha visita fuera improbable, Nelo había prevenido al maestro de lo fatal que sería para el niño un golpe de calor. Incluso se había inventado un hermano difunto por culpa del astro rey. La cosa era que Vicenta no le dejaba en paz. Su chulo le transmitía, con regularidad, histéricos recados. ¡Pierluigi ha forzado al niño! ¡Lo ha tirado al Tíber! Le respondió por el mismo conducto que no solo no había pasado eso, sino que era imposible. ¿Por quien había tomado al maestro? ¿Es que creía que se lo iba a prestar a Pierluigi? ¡El maestro es un personaje! ¡Amigo del papa! En sus manos y en las de Cornelia está tan seguro como en las del mismo Ángel de la Guardia. Es de suponer que no había ningún problema en que vinieran de visita (en cuanto a la visita), pero había otros factores y se alegraba de que hoy se hubieran quedado en Macelo de Cuervos.

  El hijo del papa insistió, erre que erre, en que tenía que pintar como Miguel Ángel y, entremedias, preguntó porque el Hércules que estaba pintando en un luneto no tenía polla. A Nelo se le atragantó el salchichón. Sintió su difícil recorrido a lo largo del esófago. En su total impotencia ante el desastre que presentía, se ofreció a acompañar a Pierluigi a la Sixtina para que le dijese exactamente que figuras quería que copiase y como. Una idea obsesiva se adueñó de su mente: Salgamos de aquí antes que sea tarde. El pierluigiesco rostro color agua de cloaca, se elevó interrogativo, mientras con índices y pulgares se limpiaba ambos extremos del bigote. ¿Cómo se asean las ratas?

  —¿Crees que soy tan fácil de engañar? —dijo sin venir muy a cuento, con la mirada perdida. Acto seguido, friccionó los dientes con el pulgar. Así no.

  El Volterra consideró la posibilidad de sacar calcos de los Ignudi de la Sixtina. Repasó mentalmente el lugar, empezando por lo más alto. La cerrada curva de la cúpula era un problema ¿cómo llegar hasta allí? Y además hacerlo en secreto. Porque si Miguel Ángel se enteraba, estaba perdido. Se sabe lo que piensa de las copias. Para colmo, allí se celebran ceremonias de continuo. Impensable conseguir un permiso especial. Y luego está el problema de la iluminación.

  Iluminadas por un rayo de sol, pequeñas olas arrancaron destellos al río como si Roma fuese una ciudad incendiada. Atisbó en lontananza una figura apoyada en un bastón amarillo. Luego distinguió un sombrero negro de ala y un luco holgado al estilo florentino. Sólo podía ser Miguel Ángel. Sólo. Por suerte no estaba acompañado. Respiró hondo. ¡Había pasado el peligro!

  —Apuesto... —dijo Pierluigi—. Si en el tiempo de un padrenuestro no aparece cierto apetitoso Cupido, te encomiendo los frescos de la sala Regia del Vaticano. ¿Eh Nelo? Un informador me ha asegurado que vendría por este lado del Tíber. Verás que maravilla. Rizos de oro y un culito tan duro que por más que aprietes, no cede. ¡Un manjar para hombres! ¡Verdaderos hombres!

Padre nuestro que estás en los cielos...

  ¡Uf! Por suerte llegó al amen sin novedad. El patrón se había mostrado prudente, bendito sea Dios. Pierluigi estiró el brazo y le pellizcó la mejilla. Una vaharada de caries, podagra y meados le alcanzó en plena cara. Hubiera podido esquivar su mano, pero le debía respeto, aunque solo fuera como hijo del papa. Ya más tranquilo, tomó notas mentales del extraño peinado del gonfalonero en negras ondas sucesivas, como una mina de carbón (quizás lo retrate algún día). Las mejillas, color gris-oliváceo. La mirada, tan fija y penetrante, tan... ¡asesina!, que se hacía insoportable. Por suerte el maestro en solitario –eso era ahora lo más importante-, ya estaba a la altura de la fuente de la Máscara. Un chorrito gorgoteaba desde el caño, encastrado en la boca de una careta de piedra. Su sonrisa teatral, torcida hacia abajo, y el fúnebre golpeteo del agua, tensaron sus nervios como cuerdas de un laud a punto de saltar.

  —Habéis perdido la apuesta —dijo a Pierluigi, esbozando una sonrisa parecida a la de la máscara.

  —No te hagas ilusiones —dijo el otro mientras hundía el labio inferior bajo el superior. Demasiado vicioso incluso para una rata.

  —No os pediré que cumpláis vuestra promesa —dijo Nelo—. Lo de la Sala Regia… sé que era una broma. Descuidad —Lo único, repito, lo único importante es que el niño ha quedado en casa al cuidado de Cornelia.

  —La apuesta está ganada, falta saber por quien —dijo un Pierluigi enigmático.

  El discípulo se levantó para ir a recibir a Miguel Ángel junto al río. Venía un tanto agitado, mirando a derecha e izquierda, como si le subiesen pulgas por los flancos.

  —Veamos lo que has pintado, Daniele.

  —Son cosas que han salido de mi cabeza y no valen mucho.

  —¿De dónde? —El maestro inclinó la cabeza con esa risita, esa risita...

  —De mi cabeza.

  En esto que Miguel Ángel engordó. El cuerpo casi se duplicó bajo el luco. Algo inexplicable. La parte ampliada era una agitación negra, como el mar Tirreno en otoño. En ese momento Nelo cayó en su increíble error. El niño jugaba con astucia a esconderse entre las faldas del enorme luco ¡y a fe que lo había conseguido! Por desgracia, por horrible desgracia. La sangre latía en sus oídos.

El monstruo tenía un carácter incontrolable. Michelagnolo parecía tan perdido como si ya estuviera en la punta de una pica. Si Pierluigi se había propasado con el obispo de Fano, al pie del altar ¿se iba a parar en barras ante una cosa rechoncha, con la barbilla y los mofletes enrojecidos por las babas? Su mujer, una Orsini, comprensiva con este vicio, se había limitado a poner cuartos separados. De todos modos, daba un poco de risa el que pudiera gustarle ese trocito de carne inmadura, oliendo a caquita blanda. No estamos ante un apolíneo obispo. Pues bien, la risa se le heló en la cara. En cuanto el gonfalonero pontificio lo hubo examinado a su antojo, introdujo su brazo por el cuello del juboncito verde. Sus dedos hormiguearon por el pechito, como un hermano topo en su covacha. Luego, tantearon expertos entre las minúsculas calzillas.

  —Creo que deberíais disfrutar más de la vida —dijo Pierluigi.

  Nelo miró de soslayo a Miguel Ángel. Le pareció que sus ojos amarillos se rodeaban de arrugas y se estrechaban, como los de un astuto campesino que calcula el precio de una vaca. En términos generales no tenía porque hacerse cruces ante lo que estaba viendo. Todos los días rechazaba proposiciones de padres que le ofrecían a sus hijos como aprendices. “Ningún problema si os lo queréis llevar a la cama”. Lo que estaba viendo no podía gustarle, pero... Sus ojos chispearon de pajitas verdes y azules, haciéndose aún más elocuentes. A estas alturas Nelo era capaz de seguir su pensamiento con facilidad. Lo que de verdad le llamaba era la Historia, la fama, la inmortalidad. A un Supremo pintor, arquitecto y escultor lo que más le importa es estar a bien con el papa, fuente de todo encargo grandioso, como la basílica del Vaticano, la Capilla Sixtina o el palacio pontificio. Y la voluntad del papa es su bien amado Pierluigi, díscolo, pero amado. El clásico hijo pródigo. Mientras Miguel Ángel dedicara hasta la última gota de su esfuerzo a confeccionar obras que serían el pasmo de los siglos, estaría cumpliendo su designio vital en los Cielos, aunque tuviera que sufrir alguna que otra insidia a nivel de la Tierra. Y ¡que demonios!, alguien tendría que iniciar al pobre, como había hecho Guirlandaio, su maestro, para con él. ¡No es para tanto, Dios Bendito! ¡Nadie se murió por eso! Eso es lo que vio Nelo en los ojos amarillo cuerno de su maestro y no creía andar muy descaminado. O ¿tal vez sí?

—¡Oh, lo mío es la escultura, no el placer! —respondió Miguel Ángel al cabo de un momento eterno—. Y ahora, gonfalonero, dadle descanso a esas manos. No creo que os convenga hacer lo que estáis pensando. Considero que hay muchachos mejores que mi sobrino.

—No entiendo con que derecho me decís eso, maestro —dijo Pierluigi limpiándose las manos en las calzas—. ¡Os habéis vuelto muy gazmoño, Miguel Ángel!

Soltó una carcajada; los demás lo imitaron con escaso entusiasmo. Michelagnolo también se rió, aunque abriendo mucho los ojos, como hacen los niños cuando se rían por imitación, sin entender nada. Pero no pasó inadvertida al maestro la agitación interior de su discípulo que delataba esa forma de apretar sus puños contra la boca.

—Pero ¡qué estás pensando, Nelo, que estás pensando! —susurró el maestro a su oído mientras el otro aun se mondaba de risa—. Haz el favor de serenarte ¿tú sabes de quien estás sospechando? Es el hijo del Vicario de Cristo en la Tierra y toda Roma es como una grande y casta iglesia.

—¿No irá a hacer una salvajada, verdad, no irá a hacer una salvajada? —dijo Nelo.

—Esto es el colmo ¿es que me has tomado por un cualquiera? Cálmate, Nelo, cálmate. ¿Acaso no sabes que mi fama es el escudo más seguro? A ver ¿quieres que eche una ojeada a tus frescos sí o no? Pues no quiero verte rondando por aquí: así que no vuelvas hasta mañana.

—Jamás he dudado de vos —Daniele respiró hondo. ¿Y cómo se podía dudar seriamente del que había sido declarado entre el número de los ángeles, inmortal en la Tierra? El divino no tenía motivos para mentir, especialmente viendo el afecto que  había venido demostrando al infante. Una vez que había comprometido su honor, el peligro había pasado. ¡Uf!

 

Nelo pasó toda la noche bebiendo agua. Es una reacción normal cuando se regurgita bilis. Al día siguiente se presentó a primera hora en la Farnesina. Le aguardaba allí el cuadro más horripilante que se pueda imaginar. Su vida se vino abajo en unos segundos. Los que tardó en recorrer con la vista aquello y comprender que era el fin. Repasó uno por uno los lunetos de la Sala de las Perspectivas para ver si había algún error. Pero sus ojos siempre volvían al del muro de la derecha, inmediato a la fachada. En aquel luneto estaba EL ROSTRO, un rostro horrible y patético que heló su corazón.

¿Qué había pasado? Miguel Ángel lo contaría más adelante con cierta gracia. El día anterior, tras quedarse “solo”, el maestro se dispuso a echar una ojeada a los frescos de la Farnesina. Se sentó en la sala de las Perspectivas y permaneció un tiempo observando los paisajes que Nelo había pintado en las paredes. Si pensó algo se lo calló, pero es sabida la opinión que le merecen los paisajes y todo lo que no sea el cuerpo humano. En determinado momento, llevado de un impulso irresistible, eso dijo, pensó en dibujar algo sobre la pared, seguro de hacer una cosa agradable a su discípulo. Se subió al andamio y comenzó a dibujar en el luneto que quedaba libre. Es una gran cabeza en escorzo que combina los rasgos de los rostros de las tumbas de la sacristía Nueva de Florencia. Luego se cansó de esperar y desapareció por la escalera que preside el escudo de los Chigi en caliza dorada.

A la mañana siguiente, tan pronto llegó Nelo a la Farnesina, sus ojos fueron a caer sobre el enérgico dibujo que había hecho el maestro. EL ROSTRO. Supo al primer golpe de vista que su desgracia estaba hecha. El cardenal Ranucio (Pierluigi estaba ausente o viviendo una de sus aventuras) no quiso saber nada de sus bosques, sus ríos ni de sus montañas, teniendo a mano una figura auténtica del Divino. Mandó cubrir los paisajes con tapices y despidió a Volterra. Estaba tan encantando que identificó al retratado con un lejano antepasado, de nombre Ranucio como él. A Nelo la vida se le vino abajo en unos segundos. No se le podía ocurrir nada peor.

 Todo el mundo supo entonces que Volterra era uno más de esos eternos ayudantes de Miguel Ángel, algo así como una especie de Urbino, más alto y menos cabezorro, o una especie Clovio, el miniaturista croata, pero sin esos ojos sangrientos.

A su edad, decían unos, ya no se podía esperar que Volterra descollase por si solo, ya que tenía que pedir ayuda al maestro para un tema tan simple como el ornato de villa Farnesina. Otros recordaban el asunto de la Deposición Orsini: Miguel Ángel se había negado a hacer la tasación del fresco, como si no valiera nada. Aquel nuevo golpe, asestado un lugar tan público, quedó para siempre como recordatorio de que Nelo Riciarelli carecía de genio propio.

Aquel ROSTRO heló su alma.

—¿Por qué me miras así, Nelo?

—No me di cuenta de que os miraba —respondió.

  Miguel Ángel se ofreció a dar explicaciones, ahora ya sin este tono zumbón. Si el día anterior había dibujado algo en la Farnesina, fue en un impulso súbdito y, por supuesto, mi muy querido Nelo, absolutamente seguro de que te iba a gustar. Se había subido al andamio para ver mejor y la mano, en la que por casualidad llevaba una tiza negra, se movió independiente de su voluntad y dibujó un rostro en el luneto que aun estaba libre. Se dio la increíble coincidencia de que también tenía una tiza roja y le había añadido algunos retoques y un ligero esfumado. “No querido no, yo no necesito apropiarme de la obra de otros y si algunos quieren ver en el rostro mis rasgos de juventud, su interés crematístico tendrán. Antes te gustaba que apareciera en tus obras, pero veo que ahora quieres volar muy alto tú sólo. Esperemos que tus alas no se derritan como las de Ícaro”.

  Al principio Nelo, dolorido por la deslealtad, apenas escuchaba; solo al cabo de un rato llamó su atención el que Miguel hablase en singular, como si el fuese la única persona que se encontrase allí y al niño se lo hubiera comido la tierra. Debió de dar por sentado que Nelo estaba al corriente de algo.

—Daniele, ¡me estás mirando de una forma rara!

—¡Oh no, divino maestro! ¡Como podría atreverme a…!

—A ti te pasa algo así que me lo vas a decir —dijo señalándole con el dedo.

—Digo ayer. El niño se aburría mientras pintabais...

—¿Me estás acusando de algo?

—¿De qué os he acusado?

—En realidad no se aburrió. Estaba hartándose con manjares que escapan a toda descripción: capones a pares; reproducciones en azúcar rosa de galeras y trirremes sobre columnas de azúcar espolvoreada con piñones; el Panteón, el Coliseo y las Termas hechos de mazapán; peces de gelatina; mortadela coloreada con azafrán; sopa de almendra y flores de saúco; todo ello regado por una fuente de loza de Indias de la que manaba un hilillo de malvasía.

—¿Queeé? ¿Michelagnolo?

—¡Ay Nelo, Nelo! ¡Eres tan corto de entendederas! No lo digo por mal, hombre. En el fondo, consigues llegar al quid de las cosas, pero a base de una paciencia infinita del que te habla. Lo que uno entiende en un suspiro, tú tardas un año. Vamos a ver ¿no había ayer presentación del cardenal de Ferrara? ¡Pues claro, hombre, claro! ¡Toda Roma habla y no para de los platos! ¡Que si sesos de ruiseñor por aquí, que si trufas blancas y negras por allá! ¡Qué si pecho de capón con miel, harina de arroz y leche de cabra! ¡Ay Nelo, Nelo, por los Clavos de Cristo, pero mira que eres simple! Y ¿se iba a tirar toda esa comida? Pierluigi tuvo la buena idea de invitar al niño para que se hartara. Quiero que sepas que siempre tengo muy presente a ese chaval, que no se te olvide. ¿Qué miras? Nada de imprudencias en este caso ¡eh! Sé positivamente que no es el nuestro quien le interesa, sino un rubio doncel de Ferrara de carrillos inflamados. Del séquito del cardenal ferrarense, espero que esto te tranquilice en cuanto que preceptor Michelagnolo.

Comprendió. El día de la Farnesina, sería la última vez en que viera la pureza en la sonrisa de aquel rostro plano, que tanto se le parecía.

 

Unas semanas después estaban todos celebrando el funeral en la iglesia del Aracoeli.

—Parece removida la losa —comentó Nelo al oído de Tomás, con la vista fija en la tumba de mármol—. ¿Crees que habrán dejado descansar ahí otro cuerpo torturado?

—¿De dónde has sacado eso? No, no creo. Mmm... Me imagino que será fácil hacer desaparecer el cadáver en una de esas emocionantes fosas y catacumbas que nos ha legado la antigüedad, donde nadie está tan loco de aventurarse ¿a ti que te parece?

A la salida, cuando llegó la hora de los pésames, el banquero Brachi apoyó su cabeza en el pecho de Miguel Ángel durante varios minutos. Pero cualquiera de los espectadores se dio cuenta de que no es que sintiera pena por el muerto, su sobrino Cechino Brachi, sino que pretendía que el maestro le esculpiera un mausoleo. Cechino había sido una de esas embarazosas amistades de Miguel Ángel con gran entusiasmo de la familia, porque para los fuorosciti el único Dios es el interés. Pero el artista debió de considerar bien pagado ese amor con el poema que ahora lucía en letras de mármol sobre la tumba del joven, salvo que se interpreten de otra forma sus palabras:

—Un poema llegará mejor hasta los cielos, que es donde ahora mora el alma del pobre Cechino ¿no crees, Brachi?

Al menos Cechino tenía una tumba. En cuanto a Michelagnolo, de no ser por una de esas casualidades de la vida, Nelo jamás se hubiera enterado de su destino. Es lógico; el Volterra era ahora una emanación de Miguel Ángel como siempre había deseado; una obra más de su taller. Por lo que a él hacía, el maestro podía disponer de él y las personas de su entorno como más gustara. Pero esta historia había diseminado semillas de rencor en su alma, semillas que jamás deberían germinar si es que Nelo no quería arriesgar la ruina de su Segunda Vida, una vida por siempre, siempre, siempre, por toda la eternidad. 

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