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El Rey |
SUMARIO
1.-PACTO DE MEJORA O DONACIÓN DE DIVIDENDOS FUTUROS
2.-REGATAS EN SANXENXO
3.-IL BRAGHETTONE
1.-PACTO DE MEJORA DE DIVIDENDOS FUTUROS.
Como veo que la respuesta a la pregunta sobre "construcción en suelo del cónyuge" está repetida, cuelgo aquí esta otra contestación, sobre si es posible otorgar un pacto sucesorio de mejora (o una donación) a favor de un hijo o nieto, sobre los dividendos futuros de determinadas acciones.
La cuestión desde el punto de vista civil no parece problemática: basta transmitir por pacto de mejora con entrega de bienes, un usufructo temporal sobre tales o cuales acciones (o participaciones), detallando su numeración. Por ejemplo, por plazo de cinco años. Es patente que los dividendos durante ese lapso corresponderían al mejorado. Naturalmente, la finalidad debe ser lícita. En cuanto a los aspectos fiscales, creo que será mejor que los estudie con su asesor, pues la complejidad del caso me impide hacerme una idea clara.
2.-REGATAS EN SANXENXO
Por fin el tiempo ha acompañado y hemo tenido la grata noticia de que la infanta Elena, una más, ha tenido la genial idea de cambiar Mallorca por Sanxenxo, aunque esperemos que no se difunda demasiado la cosa, pues cada vez son más los que se le caen los palos del sombrajo. Ahí van unas fotos.
Felicidades por Santa Elena, alteza real!
3.-IL BRAGHETTONE
Como aun estamos en verano, seguimos con la costumbre: par de capítulos, ahora los nº V y VI de Il Braghettone, el infame censor de Miguel Ángel.
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Así se preparó Il Braghettone |
¡Las putas de
un burdel bajarían los ojos de vergüenza!
La noche de vísperas al domingo en que Pablo III tenía
visita pastoral a San Andrés del Valle, Nelo hizo rechinar sin descanso el
hueso talo. Miguel Ángel sería del séquito papal y, a hora sexta, se desviaría
unos pasos y alabaría sus frescos del palacio Máximo. Hasta entonces, nunca
había encomiado la obra de nadie, ni siquiera la de Rafael. Urbino, que escuchó
la serenata de crujidos desde la habitación del al lado, dijo que creyó
hallarse en el Infierno de Zante…
—Dante.
Porque le pareció reconocer el tableteo de los dientes
de los condenados incrustados en el hielo, como los picos de las zarigüeyas...
—Las cigüeñas.
—Yo sólo me acordaba que terminaba en “ñas”
La hora canónica sexta, el cenit solar del mediodía,
se está aproximando a toda velocidad a la obra del Palazzo Máximo. Acompaña a
Nelo su ayudante Roseti… aunque es más probable que ya fuese su alumno Alberti.
¿Requiere presentación? Su padre era romano, del arte de… ¡Cielos, lo he olvidado!
Flaco, como consumido en su propia tristeza, ya de tan tierna edad sufría
malaria y tercianas. Y no hay más que decir, bueno, añádase que el tal es
obediente, pero sin sumisión.
—¿Qué ves? —preguntó Nelo a su alumno, que se había
subido al fuste de una columna del palacio Máximo para elevarse sobre la
multitud. Estaban por allí esos plebeyos romanos, tan preparados para los
aplausos como para proyectar tomates y cebollas podridas, según sea la calidad
del espectáculo. Su preferencia, cierto, son esos carros cargados de judíos que
se tiran desde el monte Testacio sobre los toros encerrados en la Marmorata.
Pero a veces los artistas ofrecen un bonito espectáculo.
—Parece que veo una bandada de patos, allá en el Tíber
—dijo Alberti—. O quizá se trata de un barullo de mitras blancas, camino de San
Andrés del Valle.
—Es la comitiva —aventuró el volterrano—. Las mitras
tienen forma de alas.
No podía estarse quieto. Los guantes en la mano ¿no
sonaría algo pretencioso? De este pensamiento pasó a otro más preocupante. ¿Y
si Miguel Ángel se empeñaba en recordar en público sus ideas sobre los pintores
que no son pintores? Nelo le había escuchado decir en Montecaballo, “Hay pintores que no tienen de tales más que
los óleos y los pinceles bastardos. Y así como hay pintores que no son
pintores, hay pintura que no es pintura, pues estos tales la hicieron”. “¿Hay
pintura que no es pintura?”, le había preguntado ingenuamente en aquella
ocasión. Él respondió: “El mal pintor no
sabe imaginar; el problema radica en que su obra se conforma a su imaginación o
poco peor. Si supiese imaginar bien, no podría tener tan corrupta la mano que
no mostrase algún indicio de su buen fondo”. En fin, podía haber dicho a
quien se refería en concreto.
—¿Qué ves?
—Pueden ser los
obispos. Veo como alas que se mueven... Deben ser las ínfulas que aletean al
viento. Aún lejos.
De pronto se formó un revuelo. Aquel objeto alargado
saliendo de la calima del río pareció a Alberti el báculo pontifical. Arcadas
de pánico. ¡Viene adelantado! Pero una visita pastoral jamás se adelanta. Al
perfilarse la imagen, apareció un marinero que, remo en alto, venía del puerto
de Ripeta.
Las campanas de San Andrés empiezan a repiquetear la
hora sexta. Y las de toda Roma, también. Es una hora hermosa… en otras circunstancias.
Tal vez iba a desmayarse.
—¿Qué ves, que ves?
Alberti vio cosas que parecían que eran capas pluviales
y lo eran. Pero sobre los hombros de cortesanas honestas significan un recuerdo
tardío del Saco y no una comitiva de obispos, camino del palacio Máximo.
Entonces, ahora sí, se escuchó el canto del Ángelus. Pero era la voz gangosa de
un párroco, nada que ver con el solemne ritual que acompaña al pontífice.
—Pues viene con algo de retraso ¿qué ves?
—Pues ahora no veo nada.
¡Uf!, suspiró. Por fin estaba aquí. Por eso estaba
vacía la calle. Sin duda la guardia suiza había despejado la vía Papal, para
que los mendigos y arrapiezos no desmerecieran la solemne belleza de la
procesión. Las visitas pastorales del obispo de Roma son todo un
acontecimiento. ¡Privilegios de ser la ciudad capitana del Mundo! Las mujeres
caminan de rodillas en procesión y eso crea un divertido efecto de rebaño de
elefantes.
Un último
repaso mental de los frescos que iba a exponer a la consideración de su
Santidad, y sobre todo, del divino. Escupió al pensar en el cuadro Fabio devuelve a un soldado la mujer amada:
la modelo había sido Vicenta y una especie de “hermano” le había exigido una
moneda, como si el servicio hubiera sido de otra clase. Pero el cuadro que más
le preocupaba era Oración de Fabio contra
Escipión. En la esquina derecha le había colocado un musculoso desnudo.
Estaba copiado de otro de Miguel Ángel: Amán, el crucificado de la Sixtina.
Supuso que le encantaría la reproducción de su obra. Aún siendo por pincel ajeno,
tendría que gustarle. Los antiguos griegos se copiaban unos a otros y ÉL duerme
con Platón a mano. Le alegraría, sí ¿por qué no? He sido un tonto por preocuparme, ahora ya me siento tranquilo.
Llenó de aire los pulmones.
La vía Papal volvió a llenarse de gente y aquí no
había pasado nada.
—¿Qué ves, que ves?
—¡La umbrela pontificia!
La umbrela se acercó. Era demasiado pequeña. Era la
sombrilla de Tulia de Aragón.
—¿Y ahora?
—Ahora nada.
Repicaron las campanas de San Pedro, señal de que el
papa había terminado su pastoral. No a san Andrea. Había sido la iglesia de
Loreto la que había sido bendecida con su santa presencia, en contra de lo
previsto inicialmente. Cambio de planes. Así fue como se lo contaron más tarde
a un Nelo entre perplejo e indignado:
Que al salir de la visita pastoral, el papa había
tomado la dirección de Macelo de Cuervos y que, como se verá, ese fue el motivo
de haber elegido la iglesia más cercana: Loreto. Que ofrecieron a Su Santidad
el sillón de mimbre del comedor, el tuyo, querido Nelo. Que se preguntaron si
resistiría el peso de la capa pluvial, recamada en oro y plata que pesa...
—¿Puedes abreviar, Urbino?
Los cardenales se esparcieron por el taller de Miguel
Ángel como perros en busca del jabalí. Lo que tenían que encontrar era algo muy
sencillo, de imposible ocultación. El primero en dar con la pieza fue Gonzaga,
el cardenal de Mantua. Tiró del paño y apareció el Moisés.
—¡Esta estatua basta por si sola para honrar la tumba
del papa Julio! —exclamó.
Pablo III guiñó
los ojos y arrugó la nariz.
—¡El cardenal de Mantua tiene razón! —dijo, y tras una
breve vacilación para hacer memoria, soltó la frase histórica que tenía preparada—: “El que tenga al Moisés en su
tumba, puede darse por satisfecho. No te preocupes del Drama, Miguel. Nos
haremos de forma que los De la Rovere se conformen sólo con el Moisés y dos
esculturas más”.
¿Se daba cuenta Nelo? No, no se daba. Estaba demasiado
cansado y humillado para darse cuenta de nada. Lo que Urbino quería hacerle ver
es que el Drama había terminado. La tumba descomunal quedaba reducida al Moisés
y dos estatuas de damas bíblicas que ni siquiera tenían que salir en su
totalidad de la mano del maestro. Raquel, de la que ya había boceto y cualquier
otra. El mismo Urbino podría esculpirlas tranquilamente, puesto que la compañía
del Moisés implicaba de facto una
especie de garantía de Miguel Ángel a la totalidad del panteón. El rostro de
Pablo III exultaba una alegría zorruna al comprobar la efectividad de su plan:
ahora Miguel Ángel podría dedicar la totalidad de sus energías al Juicio
Universal.
Su humillación aumentó al captar un brillo irónico en
los ojos de Urbino. El desaire lo había dejado anonadado, vertiendo inciertos
auguríos sobre su destino. Nelo se juró que la próxima vez no fallaría. Tenía
que dar con un método infalible para conseguir que Miguel Ángel avalase su
obra. ¿Cuál? Muy sencillo. Basta con husmear en el ambiente, con ser un atento
rastreador de las corrientes subterráneas que fluyen por Macelo de Cuervos.
Al entrar aquel otoño apenas faltaban pequeños
detalles al famoso fresco sixtino. No obstante, se tiraron ya los andamios,
porque para los remates a témpera bastan unas escaleras. Miguel Ángel se hacía
el despreocupado cada vez que alguno de sus discípulos expresaba temores ante
el dudoso cariz que estaban tomando el Juicio. Pero ¿cómo no iban a temer?
Tenían ojos en la cara. Pálidos se quedaron cuanto un jueves, el maestro, al
regreso de su paseo vespertino a caballo, va y anuncia que la Curia y los
notables han planeado para dentro de una hora una visita privada al Juicio
Universal. Los suspiros ahogados con que fue recibida aquella declaración
delataban que eran conscientes de que esta vez iba a descorrerse sin remedio la
cortina del secreto.
El párroco de Loreto le dijo a Miguel Ángel que estaba
con él, de corazón, que se animara. Había venido de visita inopinadamente y lo
encontró tomando unos trebianos con sus amigos. Se alegraba, sí, se alegraba
—la voz del cura carecía de inflexiones— de que no le pasara nada al Juicio. Era
un tipo alto, enjuto, de fría sonrisa en rostro de cónsul. Nelo bebió media
jarra de golpe. Horrorizaba pensar que ahora ya no se trataba de simples
cartones: el fresco ya estaba pintado y eso es eterno: algunos frescos etruscos
tienen más de dos mil años y lucen como el primer día. Los colores penetran en
la materia, en la piedra; se funden en un todo con ella. “No sé lo que vamos a
hacer si resulta que contienen errores”,
pensó. Miguel Ángel, con el ceño apretado, dejó resbalar su mirada por las
vigas del techo. El párroco, tal vez molesto ante la falta de respuesta,
insistió en lo tranquilo que se sentía al saber que una obra salida de los
divinos pinceles de Miguel Ángel no podía contener nada malo. Se bebió la otra
mitad de la jarra. El calor del vino le recorrió el espinazo y casi estuvo
dispuesto a creer que quien había enviado al sacerdote era de la misma opinión.
Nada malo.
La comitiva de
Macelo de Cuervos se puso en marcha hacia la Capilla Sixtina. Vía Papal, muelle
de la Banca, puente Sixto, río Tíber. La siniestra figura del Santángelo, cuyos
ojos de buey parecen avizorar crímenes espeluznantes, les recibió en la orilla
vaticana. Al acercarse a la Sixtina, pudieron escuchar el rumor de múltiples
relinchos, resoplidos y rebuznos: señal de que se había producido un importante
desembarco de personalidades. No era para menos si se trataba de inaugurar la
Máxima Obra de arte que la humanidad ha concebido jamás. Un día gris y húmedo,
pero sin viento ni lluvia. ¡Oilmè! ¡Vaya día para un entierro!
—Yo no digo nada, pero ahí viene una escuadra de
guardias —dijo, con esa risa boba, el contable florentino (cuyo nombre es mejor
silenciar por ser el responsable del traslado a Francia del Esclavo Moribundo).
Sin duda era
suizos, como delataban esos jubones a rayas verde y carmesí que sobresaltaron
sus miradas en día tan opaco. Los artistas encaminaron sus pasos a la Sixtina
con cierta aprensión, ante el estruendo metálico de las alabardas. Dicen que la
guardia pontificia nunca te ensarta sin bendecirte antes. Nelo solo pensaba en
huir con Miguel Ángel, en llevárselo de allí. ¡Esta despótica Vitoria! ¡Se le
antoja hacer propaganda de nosequé herejías y no se le ocurre nada mejor que
mirarle! Le parecía estar escuchando su elegante acento florentino: “De todos los
hombres, yo soy el más propenso a enamorarse”. ¡Mira la que has montado,
Vitoria! ¿Quién te manda pasar por delante de él, con un corpiño ajedrezado? ¿Y
las perlas de Arabia? ¡Busto, oro y joyas delante de un florentino! ¡Eso no lo
resisten! Maldad y más que maldad. Cayó enamorado como un pedrusco que se
despeña. Y luego, muy cariñosamente, cogiste del brazo a tu enamorado y lo
condujiste al palacio de la Santísima Inquisición.
¿Y ahora qué?
El desastre. ¡Un Juicio Universal
lleno de culos y tetas por tu culpa, marquesa asesina! Para mí que, cuando ves
los desnudos, te ríes a hurtadillas tras tu abanico de española. Claro que en
el fondo los culos te dan igual. Sirven como una especie de distracción, para
pasar tus opiniones sospechosas. ¡Oh, sí, el inquisidor Toledo me ha abierto
los ojos! He tenido ocasión, antes de ahora, de comentar con su Eminencia
algunas visitas clandestinas al fresco de personajes deseosos de presumir de
“haber sido los primeros” (visitas de las que he sido testigo y no por casualidad).
—¿Y?
—Siempre es lo mismo, Eminencia. Estos prelados gordos
y sanguíneos, resoplan, se excitan al ver los pecados de Venus. ¡Imperdonable!
¡Indecente! ¡Que se borre! —Y luego añaden, mirando hacia mí— ¿Podrías hacerme
una copia, hijo?
—Me dan pena ¡pobres diablos! ¡Tantos latines y son
incapaces de ver la mercancía podrida! ¡Oíd, eminencias! ¡Que los viejos
abraza-niños son un señuelo! ¿A quien le importa la pedofilia? ¿Es que no os
dais cuenta? ¿No veis que por debajo circula el auténtico veneno, la ponzoña
luterana? ¡Cuando a uno le han nombrado general-inquisidor, es por algo!
—terminó Toledo. Sabía detectar herejes con buenos modales, vaya si sabía. El
hermano del duque de Alba se valía solo o fundamentalmente de su habilidad
dialéctica, no como el otro general-inquisidor, Carafa, que con frecuencia
abusaba de la cuerda y el embudo para obtener confesiones (sin que por ello
tenga que ser menos santo).
Los suizos
apilan sus armas en pirámides y se sientan en el banco que recorre el muro
exterior de la Sixtina. Tal vez solo se trate de una guardia honorífica.
Entran. El divino es acogido por la turbamulta eclesiástica, que le manosea, le
alaba o le mira con fiereza. Nelo hubiera deseado absorber todas las críticas,
el veneno, las puñaladas... pero a él, nadie le hizo caso. Por supuesto que su
nombre no les decía nada, aun no, aun no. Era muy duro el no ser percibido en
su importancia; muy duro tener que disimular la alegría que le causaba el hecho
de que, al no entablar conversación con ningún personaje en concreto, podría
merodear de un grupo a otro, aguzando bien las orejas. Defendiendo la causa de
Nuestro Señor. Estas serían las frases escuchadas, tal como las recordará en el
momento oportuno:
—¡Lo ha conseguido! ¡Ha dado lo máximo a que el arte
de la pintura puede aspirar! Es la realidad.
—Por realidad entendéis chabacanería ¿verdad? ¿Por qué
no le ha puesto marco? Así, cualquiera es original. ¿Es que no hay separación
entre nosotros y el cuadro? ¿Nos está juzgando a nosotros?
Respondió un
secretario del embajador español, de amplia gola almidonada:
—Miguel Ángel
ha querido colgar su cuadro en el vacío porque el día del Juicio el mundo habrá
finalizado.
—¿Finalizado?
¡Quía! Está vivo como un sapo. Es algo viscoso que se retuerce delante de ti ¿qué
colores son esos? —dijo uno.
—Mala
observación. No es una alimaña. Es un río que gira en torbellinos... y nos
lleva dentro —replicó otro.
El embajador de
Venecia repasó la escena con su monóculo de plata.
—De acuerdo, es
un remolino de cuerpos mezclados. No existe acatamiento de los rangos, los
condenados luchan contra los ángeles por ocupar el Cielo, los muertos contra
los inmortales... ¡es la revolución!
—Roma debe
estar alerta. Esto es nicodemismo puro y duro ¡ya me gustaría conocer el
secreto que aquí se esconde, ya me gustaría! (…) Embajador, si seguís mirando
por la lente os vais a quedar ciego.
Algunos se limitaron a asentir con la cabeza, llenos
de admiración; bastantes más chistaron escandalizados o cuanto menos,
desconcertados. La cosa prometía para los más audaces, siempre que uno se
manifestase con circunspección. Más adelante podrían decir ¡yo estuve allí!; ya
fuera que quemasen al divino viejo, ya fuera que lo glorificasen aún más y le
cedieran, por ejemplo, los diezmos de la Iglesia.
Uno de los espectadores paseó la mirada por el área
superior derecha del cuadro. En cuanto hubo terminado gritó con voz tronante,
el rostro encendido de vergüenza:
—¡Estas escenas
serían demasiado fuertes incluso para una casa de lenocinio!
—¿Cuáles, cuáles?
—preguntaron varios.
—¿Dónde
dijisteis que está la escena más libertina? Es... para olvidarla antes.
—Hombres con
hombres, hombres con mujeres, viejos con niños, se besan en la boca, se abrazan
completamente desnudos, se entregan con fruición a las artes de Cupido.
Escondidos como en un jardín. ¡Ved ahí, ahí! ¡Ahí está representado el acto
generador: el amplexus!
—¿Dónde, dónde?
—¡Beatos
desnudos con cuerpos deslumbrantes de belleza!
—Miradas,
rostros ansiosos, erotismo.
—Cada uno
resucitará con su cuerpo, pero no el de su vejez, sino con miembros espléndidos
de juventud. Y los hijos de la tierra llenaran el mundo con nuevos habitantes.
—Pero ese viejo
de la barba blanca se ve que no quiere desaprovechar los residuos de su cuerpo
mortal ¡mientras dure!
—¡La capilla
Apostólica ha quedado deshonrada al representarse el amplexus!
—Dice la
Biblia: “Oh primo Juan, tú y mi óptimo Pedro y vosotros restantes diez
apóstoles, venid a nuestro amplexus!”
La Gloria es un eterno y continuado amplexus.
—¡Eso es de los
evangelios apócrifos!
—Serenémonos.
¿En qué sentido usáis la palabra amplexus?
A mi entender sirve tanto para el abrazo como para el acto generador.
—No podemos
pronunciarnos a ciencia cierta.
—Un franciscano
que predicó en Egipto contaba una historia parecida. En los muros de la
pirámide se cuenta que Nut y Geb estaban en continua unión sexual. Una unión de
la que solo les sacó, mil años después, un rapto de celos.
—¿Y que me
decís de la exasperación amorosa de San Blas y Santa Catalina... en… encu…
cula…?
—¿Podéis
repetir lo que habéis dicho?
—¡Enculada,
demonios, enculada! ¿ES QUE NO LO VÉIS?
(Aunque en los años cuarenta no se sabía,
aquella sodomización será la gota de agua que, andando el tiempo, colmará el
vaso de las fuerzas sanas de la Iglesia).
—¿De que os escandalizáis? —dijo un
jovencísimo obispo con las palmas hacia abajo— ¿Acaso es la primera vez que
Miguel Ángel representa el eros en la Sixtina? Hace veinte años, en la bóveda,
puso los labios de Eva a un palmo del miembro de Adán. ¡Allá, arriba, seguid mi
dedo! ¡Vez la felatio! Y por sí había
alguna duda el árbol del bien y del mal es una higuera, esa...; y un angelito
hace la higa ¿lo veis?... y...
—La eterna
alegría de las almas es comparable al perpetuo acto amoroso, al descubrirse
formando una misma persona con la divinidad. ¡Miguel Ángel ha acertado! Como
siempre. ¿A vos os interesa pasar la eternidad congelado de frío, colgando de
una nube colmada de granizo y cellisca? Haced lo que queráis, pero yo he
pensado para mí en otra modalidad más divertida.
El rostro de
quien esto decía estaba tan radiante, bañado por la luz de las antorchas, que
todos se aplicaron a mirar intensamente el cuadro aunque cada uno vio lo que
quiso.
—Estoy haciendo
memoria y no recuerdo haber visto jamás un Todopoderoso sin barbas —dijo un
dominico, al tiempo que se alisaba el hábito blanquinegro.
—¿Es todo lo
que os llama la atención? ¿Que no recordáis haber visto jamás un Todopoderoso
sin barbas? —repitió con estudiada calma un teatino de barba afilada, como si
esta observación le inspirase profundas reflexiones.
—¿Dónde se han
visto ángeles sin alas? —dijo otro dominico.
—Sin alas...
mmm... —dijo el teatino—. Parece que el problema radica en las alas. Sin alas.
—¡Demonios sin
rabo!
—Sin rabo, demonios
sin rabo —repitió por tercera vez el teatino con la vista baja y amenazadora—.
Algunos si lo tienen... ¿Estáis seguro de que así se arregla el problema? ¿Así
se conforma la Teología? —Cerró los ojos y apretó los puños, como si a él le
quemaran las “otras” escenas.
Las palabras
del teatino provocaron un incómodo silencio. Nelo tragó saliva y desvió la
mirada. ¡Ya sería una felonía haberles reunido aquí para enviarlos todos juntos
a la hoguera! Parecería un acto indigno del vicario de Cristo pero ¿para qué
había hecho venir a la Guardia Suiza? Bah,
trata de calmarte. ¿No ves que está aquí Miguel Ángel?
—¿Podéis parar
de insinuar desastres? —replicó al fin un obispo de fuerte acento inglés—
Tenemos ojos.
—Veo un ciclón
que gira y gira. Sube por la izquierda, baja por la derecha y luego vuelve a
subir. En el ojo del huracán Cristo surge como una presencia arrasadora y
fulmina su rayo sobre la humanidad —dijo un funcionario del sello, algo poeta,
mirando al techo con ojos semicerrados.
—Cristo aparece
como Júpiter amo del trueno, pero bello como un Apolo.
—Cristo
todopoderoso se deshace de los pecadores con un gesto a la vez violento y
sereno de su brazo ¿es un trono de nubes ese del que se está levantando?
—La zorra se
mostró león —dijo el Papa que había caído de rodillas, en una especie de
éxtasis. Segundos antes, un suizo había colocado en el suelo tres cojines de
pluma de airón.
—¿Qué queréis
decir, Santidad?
—Que Miguel
Ángel hace sin parecer que hace. Nos lo creíamos flojo, pero ha prescindido de
nuestras instrucciones. ¡Nos prohibimos pintar el amor humano! Y ¿qué vemos? La
representación de sus diversas variedades. Pero ante tamaña grandiosidad ¿cómo
no quedar pasmado y en oración? ¡El
florentino ha cubierto con una capa de oro su desobediencia!
—Ha
desobedecido al vicario de Cristo.
—¡Anatema, sea anatema!
Vamos a ver,
vamos a ver, se dijo Nelo. ¿Qué es lo que estoy escuchando? Erotismo,
fornicación… herejía. Por primera vez en su vida, aun pendiente de un hilo
confuso de la conciencia, tuvo la lejana intuición de la misión que Cristo le
había asignado en este mundo. ¿Sería posible que él, Daniele Riciarelli,
estuviera destinado a salvar a Miguel Ángel del monstruo que su espíritu había
parido? Alto, un momento, seamos razonables ¿cómo iba él a atreverse a tocar
nada salido de las manos del maestro?
—Bah, bah, bah.
Nos lo hemos divinizado ¿recordáis? —dijo el papa— ¿Se puede quemar a Dios en
la hoguera? ¿No sería mayor nuestro sacrilegio?
—Lo que no
tiene perdón es que no haya pintado alas a los ángeles. Imaginaos que un ángel
hace su aparición ante una virgen casta ¿por qué signos lo reconocería? Nos
encontraríamos así que el único ángel seguro sería Buonarroti.
—Nos y los
otros papas hemos declarado que Miguel Ángel Buonarroti forma parte del número
de los ángeles. Es normal que borre las alas, puesto que, si tantea su espalda
con las manos, no aprecia la existencia de plumas.
Estaban: Del Monte, Cervini, Madruci, el embajador
Mendoza, Polo, Cesena, Zorrilla, Navajero y muchos otros, que un año después
repetirían para la inauguración oficial. Daniele miraba fascinado al torbellino
de desnudos, intuyendo de alguna forma enigmática que en aquel cuadro se
contenía su verdadero destino. Y al mismo tiempo le aterraba volar tan alto,
enfrentarme al numen todopoderoso, resplandeciente de gloria.
De repente,
Pablo III mandó llamar a la guardia suiza y un calambre hizo sangrar su
estómago. ¡Maldita úlcera!
Él, que soy yo, Nelo, había conseguido alcanzar la
escalinata para darse a la fuga; en ese momento vio la puerta obstruida por un
par de atléticos alabarderos que hacían su entrada. Se refugió junto al cancel,
intentando empequeñecerse a tamaño hormiga. Cuando los empujones y el pánico
estaban a punto de desatarse, los asistentes repararon en que los guardias
estaban ayudando a levantarse a su Santidad. Empezaron a darse tranquilizadoras
palmadas en la espalda, exteriorizando de esa forma que habían caído en que
solo había llamado a los suizos para ponerlo de pie, pues estaba muy mayor. Es
perfectamente posible que los diplomáticos y prelados presentes fueran tan
ingenuos de pensar que una exhibición de tropas pontificias se hace solo por
cuestiones domésticas, como una especie de mayordomía armada. ¡Vamos, anda!
Mientras le
sacudían el alba, el papa lanzó significativas miradas de reprobación en todas
direcciones. Parecían querían decir: ¿no os dais cuenta del problema? Hemos
divinizado a Miguel Ángel. ¿Cómo íbamos nos a sospechar que se atreviese a
pintar esto? Total, nos somos quien tiene potestad para decidir lo que está bien y
lo que está mal. Aquí, no ha pasado nada. Los ojos de su santidad eran más
zorrunos que nunca. Quería evitarse problemas. ¿Cómo iba a permitir esa
horrible vociferación de doctores católicos contra luteranos que se desataría,
si admitía que en el Juicio había materia opinable? Estos comentarios tienen que acabar, tienen que acabar… o
¡comprenderéis de verdad para que he hecho desfilar a los alabarderos!
La Capilla Sixtina se cerró al público y a partir de
entonces nadie supo muy bien qué hacer. Cuando un embajador preguntaba algo el
papa sonreía; entonces el diplomático sonreía también y ninguno se atrevía a
decir nada. La consigna era evitar las palabras comprometidas, como “desnudo”,
“beso”, “fornicación”, etc.; por supuesto que, si alguien hubiese hablado de
Teología a los discípulos de Macelo de Cuervos, hubiesen respondido: Eminencia,
no sé de que me habla. Y durante todo este tiempo, Miguel Ángel se regodeaba en
soltarles su eterno discurso, poniendo de los nervios a más de uno. ¿No
podíamos entender que el hombre que aspire a concebir obras superiores debe
permanecer casto? Nada hay que seque más el genio que el vicio de la carne. Sí,
admiraba la poesía de Vitoria; pero las habladurías eran tan ridículas que le
hacían daño. Aún dentro de los que se abandonan al amor, ÉL solo admitiría el
que se siente por el hombre viril, es decir, al que siente predilección por los
muchachos. El hombre desea abrazarse al hombre, a lo que es semejante a él, a
lo que le es connatural. Así lo había aprendido de Platón en la academia
florentina de Carregi –en donde había estudiado- y así lo creía aún. Creer, es
cierto que lo creía.
Miguel Ángel no podía esperar que hubiera otro hombre
tan dispuesto a llevar a cabo sus enseñanzas como Daniele de Volterra. Sería
tan casto que reventaría de castidad. No
divaguemos Nelo. Las nuevas funciones de Vicenta como modelo habían
exacerbado la heroicidad de su... De su nada. Tal vez pasó lo que tenía que
pasar. Por algunos detalles, a Nelo le llegó a parecer que se le había quedado
corto el título de “discípulo”, aunque quizás no mereciese aun el de “hijo” de
Miguel Ángel. Volterra se preguntaba si el maestro no habría cambiado su
actitud hacia él. Últimamente le buscaba para algo, se hacía el encontradizo:
los tímidos se entienden a pesar de sus fríos y agobiantes silencios. Por fin,
mientras vigilaba el pulido de uno de los Esclavos,
(ahora ¡incluso sobraban esculturas de la famosa tumba-drama!), Miguel Ángel le
cogió del codo por atrás y dijo:
—Se te dan bien
los frescos…
—No sé, no
estoy seguro. Y ya no pintaré más en mi vida.
—Pintaremos un
fresco para Elena Orsini en la Trinidad del Monte. No importa si estás seguro o
no.
El papa había
nombrado oficialmente dios a Miguel Ángel. La Bula que Piombo acababa de sellar
ese mismo día decía que en adelante sería el Supremo arquitecto, el Supremo
escultor y el Supremo pintor. Nadie, so pena de herejía, podría, no ya
superarle, sino ni siquiera igualársele. En la curia alguien comentó que esos
honores tenían por finalidad “protegerlo de la envidia”, aunque Nelo, que a
estas alturas, ya se manejaba con fluidez en idioma nicodémico, sabía lo que
esa frase quería decir: “Hacerlo inmune a la Inquisición”. Algo por otra parte
imposible, como más adelante descubrirá con estupor, el pobre. La causa de Dios
siempre triunfa. De momento, el papa le concedió como prueba de su aprecio una
medalla en la que aparecía el sombrero tres-reinos sobre fondo dorado. Todas
las obras de arte, incluida la dirección arquitectónica de la basílica de San
Pedro pasarían por sus manos. Tan importante tarea no podía ser recompensada
simplemente en el Cielo, donde dan un miserable ciento por uno. Se le concedió
el pontaje por el Po: los barcos que quisieran pasar por el río rendirían tributo
al divino.
El problema fue
que quiso acaparar no solo el trabajo pontificio, sino también los encargos
privados. Y era divino, cierto, pero tenía serías dudas sobre si también sería
Todopoderoso. Ejecutar todo el arte del Roma, vale decir la mitad del arte
universal, bueno, eso sería caer en la trampa. Salir de un Drama para caer en
veinte. Miguel Ángel tenía ideas mejores. Arte a-la-manera-de-Buonarroti. Ahí entraría Nelo, necesariamente.
¿Dónde encontraría alguien más dispuesto a servir?
—Por supuesto
que pintaré en la Trinidad ¿he dicho algo en contra?
—Bueno, pero
solo si quieres de corazón —añadió.
Pero esta vez,
maestro, te lo ruego, te lo imploro, te lo pido de rodillas: Di que te gusta mi
trabajo. Avala ante el mundo que yo soy el profeta del dios Buonarroti. ¿Sí?
¿Lo harás? ¿No? ¡Ah, por eso no estoy dispuesto a pasar! Había reflexionado
mucho en largas noches de insomnio. Al fin, su mente alumbró una receta. Esta
vez dejaría una prueba directamente visible sobre la pintura, algo que probase
al mundo que su arte era una emanación del genio inmortal del Buonarroti, como
un hijo procede de un padre.
—De corazón...
Elena Orsini había heredado el patronazgo de una
capilla de las de la izquierda, en la Trinidad del Monte. Era una mujer bondadosa, de aspecto insulso y
aristocrática frialdad a flor de piel. Había visto los frescos de la Sixtina y
no se conformaría con menos para su capilla. Al principio Miguel Ángel ni
siquiera le prestó atención, abrumado por la basílica de San Pedro y los frescos
de San Pablo en las estancias pontificias. Un día el gran chambelán comentó al
maestro, como de pasada, que le había
chocado su desinterés porque Elena podía pagar el doble que el papa.
Inmediatamente Miguel Ángel hizo llegar un mensaje a doña Elena. En realidad,
no tenía nada interesante que hacer aquellos días. Pero ¡claro!, toda una
basílica de San Pedro no es algo que se planifique distraídamente mientras se
acaricia la gata. Nelo cobraría lo que tasara el maestro, pero que en la parte
de trabajo “arréglatelas como puedas”.
Fue el propio cliente quien exigió una obra “a la Maniera (manera) de Miguel
Ángel”. Nelo casi enfermó de pánico. Estaba dispuesto a copiar, pincelada a
pincelada, la Capilla Sixtina, pero temía la reacción del divino. Entonces tendría
que ser un tema salido de su propio caletre con una especie de... garantía divina. La garantía es algo en lo
que había estado pensado desde el día en que Miguel Ángel se “olvidó” de venir
al palacio Máximo. Tenía el plan bien rumiado. Bastaba que firmara un
papelucho. La idea se la dio el banquero Riccio, que había hecho pintar unos
cuartetos dedicados de Miguel Ángel en el frontispicio de su casa de banca.
Para él, valían como si fuera un fresco; ¿acaso no se trataba de algo salido se
las divinas manos?
Sugirió el tema a doña Elena, una Deposición de la Cruz, y no le pareció tan mal. Pero luego ella le
miró de forma significativa y añadió que “le encantaría tener la primera
Deposición a la maniera de Miguel Ángel”.
Todo el mundo sabe porqué a los volterranos les van las deposiciones: la ciudad
se cae a trozos. El tremendo barranco de los Balze digiere poco a poco las
edificaciones, como un estómago gigante. Es divertido si no eres de Volterra.
Para exorcizar los derrumbamientos, sus artistas han creado magníficas Deposiciones de la Cruz, como la que
está en el duomo, tan fría y desangelada, o como la de Rosso Florentino, tan
movida, casi carnavalesca. Cierto día frío y gris, doña Elena le dijo que venía
de la Sixtina y que al ver aquellos cuerpos gloriosos había caído en oración.
Al parecer, no veía pecado en los desnudos siempre que fueran pintados. ¡O Dio! ¡Pretende saber más que el hermano
Caterino!
—Ya, excelencia —respondió—. Nuestro fresco también
llevará cuerpos musculosos... —A la maniera miguelangelesca, pero eso no lo
dijo.
Muchas veces, que en su mente se convierten en una
sola, Nelo podía verse entrando en la capilla Orsini vestido con el luco negro
de Miguel Ángel, apoyar el bastón contra la verja, igual que el que suele
llevar el divino, tocarse con un gorro de cartón a la buonarrotesca, coronado
por la vela de sebo de cabra. Mantenerse a tres o cuatro brazas del muro, ya
sintiéndose Miguel Ángel del todo. Los cartones, clavados con chinchetas,
representan un Cristo musculoso al que otros personajes del mismo estilo,
descuelgan de la cruz. Ha vestido, no obstante, a sus personajes con decencia
(le inspiran el mayor de los respetos en Cristo las palabras de fray Caterino
“¡Convirtamos en cal los antiguos desnudos!”). Debajo de la cruz, las santas y
arropadas mujeres, lloran. La Virgen, al pie del madero, desmayada...
¡despatarrada! (ha llegado a sus oídos que Piombo ha usado esa palabra)… y se
ha roto el encanto. No puede entender como una crítica de este correveidile
puede ponerle tal peso en el corazón; es algo que le supera.
Estaba desesperado. Según la gente, el cuadro tenía
valor si estaba inspirado por el divino. Si no, nada. Doña Elena se presentó un
viernes en visita de inspección. El caso es que no entendía la técnica del
punzoneo de los cartones. Soplamos ceniza, excelentísima señora, por unos
orificios que siguen el perfil del dibujo para así trasladarlo a la pared.
—Esos cartones alcanzarán un gran valor. Todo lo que
sale de la mano de Miguel Ángel, vale una fortuna —dijo Elena—. Micer
Riciarelli, haced que se guarden.
No valen nada, nada, pensó. Podía acabar en la cárcel,
o muerto de una estocada, si no podía garantizar su relación con el maestro.
Cierto, tenía un plan. Pero daba la impresión de que con sus peticiones cansaba
al maestro. “Que simpático está Nelo con la boca cerrada”. En su bondad, sí
bondad, no se daba cuenta del daño que le estaba haciendo. Podría decir más:
sin duda dispuso de suficientes detalles como para qué una persona más
desconfiada que él hubiera supuesto que Miguel Ángel no soportaba a los
competidores. Una fuente de absoluta garantía -que no debe descubrirse en
atención a la importancia que en Roma tiene la función del Sello-, le trasladó
esta frase del maestro:
—Unos personajes tan llorosos como los de esa Deposición, amenazan anegar Roma. ¡Como
cuando la crecida del Tíber, válgame Dios!
Lo peor sucedió
el día de la Santísima Trinidad. El papa vino a la celebración de las dos
Trinidades, la del Monte y la de los Españoles. Mientras esperaba frente a su
fresco, Nelo suplicó de rodillas:
—Soy vuestro, Miguel Ángel. Por las horas que os he
esperado en el Máximo... —¡Muérdete la lengua!—.
Eso no me importó nada. Solo te suplico que esta vez me alabéis cuando el papa
pase por aquí.
Total ¿qué más
le daba? Terminada la ceremonia, el pontífice hizo un aparte con doña Elena y
con él en la capilla de la Deposición.
A sus halagos de fórmula (¡Qué músculos! ¿Son tuyos, Riciarelli?) respondió
que, Santidad, todo el mérito está en los divinos consejos de Miguel Ángel. Su
mirada se posó en el maestro que estaba apoyado en la verja. De sus palabras
iba a depender la tasación del trabajo, tal como era lo pactado. Observó la
extraña forma en que arrugó el bigote. Un escalofrío le recorrió el espinazo.
—Debes de estar en un error, Daniele. Haz memoria,
esos consejos te los tuvo que haber dado Sodoma o Peruzi. Yo no he podido
examinar los frescos de la Trinidad, por falta material de tiempo.
Consternado, Nelo se volvió hacia Elena temiendo que
le hiciera devolver los anticipos. Se había puesto colorada y eso significaba
que iba a dar con sus huesos en la cárcel. Por suerte no fue así. Miguel Ángel
debió ver tan agitado a su discípulo que le tocó un brazo diciendo que ya
hablarían del tema. Eso pareció bastar de momento a la Orsini.
Un día que estaban en el taller, el maestro bajó de su
cuarto y regaló un dibujo a Tomás (el rubio de los ricitos retratado en el
Juicio junto a la pierna izquierda de Cristo). Era Faetón cayendo de los cielos
con su carro de caballos. Se iban a matar, sí, pero haciendo unos escorzos de
inimitable belleza. Debió ver algo en la cara de Nelo, como se apagaban sus
rasgos. Llevaba semanas suplicando que le diera algo, un cartón roto, esos
esbozos que se tiran al fuego, algo que salvara su cara frente a la clienta.
Cogió de mala gana un trozo de papel y garrapateó cuatro líneas. El papel,
dejado al descuido en la esquina de una mesa, cayó al suelo. Nelo lo recogió.
Si fuera para Tomás no hubiera caído, pensó. Los regalos al efebo rubiales,
como el Faetón o el Ticio, eran menos volátiles. El dibujo que le dio,
representa tres diablillos. Nelo aún no había entendido nada, pero dijo:
—Sabía que podía confiar en vos, maestro.
—Ahora nadie podrá decir que no pintas a la maniera de Miguel Ángel.
Cayó en la cuenta del sentido de sus palabras. Los
diablillos tenían, uno una balanza, otro un compás, un ábaco el tercero. Quería
decir: pesado, contado, medido. La obra de Nelo pesa, suma y mide exactamente
lo mismo que la de Miguel Ángel. ¡Una prueba viva de su igualdad!
Hubiera copiado los geniecillos en la pared de la
Trinidad ¿cómo no iba a hacerlo? Incluso hubiera copiado en el frontispicio las
palabras de Miguel Ángel, pero eran demasiado largas. Aquellas palabras que
suscitaron las cantarinas puyas de sus compañeros. ¿Cuales? Que si bien no
tenía genio propio, con un inmenso trabajo conseguía llegar al arte por la
fatiga. Sí, lo hubiera copiado todo, sin dudar, si no fuera porque el cartón de
los diablillos se evaporó al mismo
tiempo que Vicenta, algo que estaba a punto de suceder.
Gracias a Dios consiguió otro encargo en la Trinidad y
esta vez no iba a fallar. Una Asunción de
la Virgen para la capilla De la Rovere. Había tenido una idea genial para
conseguir que el santo saliera avalista por él y, lo que es mejor, sin necesidad
de molestarle Con frecuencia soñaba con un cuerpo muerto, un cadáver que
empieza a blanquear y a perder calor. A veces, el cuerpo es un cerdo o una
vaca. Otras es un rostro humano de gran fealdad, provisto de unas asas de
hueso, pómulos salientes y nariz chafada. No
sé porqué mis sueños me llevan por esos vericuetos, pero aplico sobre ese
rostro aceite, vaselina y agua. Luego un barro de gran pureza. ¡He compuesto su
máscara funeraria!
Ese sueño le dio la pista sobre como convertir a
Miguel Ángel en garante de su cuadro. La gran idea fue dejar vacío el óvalo del
rostro, correspondiente a un admirativo espectador de la Asunción. El día de su
muerte, modelaría la máscara funeraria sobre el divino rostro, antes de que se
enfriase. Luego la trasladaría al óvalo vacío. ¿Quién podrá entonces negar que
ÉL mira hacia su obra con divina admiración?
Un blandengue.
Un blandengue. Un sucio plebeyo. Eso es lo que era.
Porque cuando profundizó en la esencia de su “remedio” se dio cuenta de que
habría que esperar a la muerte del divino viejo, un ser que se perfilaba como
inmortal –y muchos lo creían-. Si le planteaba directamente la posibilidad de
hacerle un retrato lo más seguro es que en su vanidad no se opusiera. Tal vez
no tendría que decir para que lo quería; tal vez pensara que solo deseaba tener
un recuerdo.
Miguel Ángel posaría bien para los retratos si no
fuera por esa manía de hablar con el artista, algo que tenía prohibido a sus
modelos. A Nelo le perforaban aquellos ojos chispeantes:
—¿Por qué no le pintas un fondo al retrato? —inquirió
el maestro desde su banqueta— ¿Un paisaje esfumato? ¿Unos árboles? ¿Pintas mi
rostro en un óvalo solo porque lo vas a pegar a un espejo?
—No entiendo el sentido de vuestra pregunta…
—Me llega con tu respuesta, gracias Nelo. Veo que voy
a pasar los siglos aterido de frío en el altar de los De la Rovere. Intuyo que
la Segunda Vida es como la Primera… Porca miseria.
Pero en Macelo de Cuervos no todo era arte grandioso y
la escalera de la fama. Un cerdo con alas; eso es el hombre; y no siempre
consigue remontarse a las alturas. Estaban cuatro o cinco en el taller. Entró
el nuevo criado, con sus saltitos de de urraca y una tarjeta en alto. El
maestro no permite que se le interrumpa cuando está esculpiendo, salvo cosa de
importancia. Enfermo Urbino, Nelo alargó la mano y leyó la tarjeta: Jacopo di
Jacopo. El nombre no le dijo nada. Pero no sabría decir por qué, aquella
tarjeta le causó una sensación de ahogo. Iba a gritar ¿quién conoce...?, cuando
el mismo cayó en la respuesta. ¡El hermano de Vicenta! ¡El hermano de profesión
“hermano”! Corrió al patio, rodeó la solana y entró en el vestíbulo. Pero allí
ya no había nadie. Desde lo alto de la torre llegó un griterío. Una bronca, eso
es lo que era. Empezó a su vez a subir las escaleras, o sea que apoyó un pie en
el primer escalón. Urbino, desde su cama gritaba: ¡Yo no fui! ¡Yo no fui! El
tal Jacopo, a su vez, bramaba: ¡Os voy a matar a todos! En ese momento, desde
abajo, Miguel Ángel, que se había acercado a la solana, chilló a su vez: ¡Yo
tampoco fui! ¡Por quien me tomas, plebeyo! Nelo miró a través de la puerta del
patio: el divino tenía vuelto el rostro a lo alto, hacia la torre. Decidió
subir unos cuantos escalones más. En ese momento apareció el monstruo en el
rellano. Jacopo era una especie de gigante con cara de caballo. La arrastró por
los pelos. Al caer en la cuenta de la preñez de la barriga de Vicenta, Nelo
sintió que el alma se le caía a los pies. Suspiró hondo. ¡Yo no fui!, gritaban
de arriba. ¡Como se atreve! ¡Yo no fui!, gritaban de abajo. ¡Sí, es cierto lo
que dicen!, se dijo Nelo, y no mentía. Jacopo profirió amenazas, que os joda el
verdugo. Reclamaría ante la Curia el pago de la dote de su hermana. ¿Se va a
atrever Miguel Ángel a alegar mal comportamiento? Lo dudaba.
—¡Por los Clavos de Cristo que no pagaré ni un bronce!
—dijo el divino.
Urbino, que en ningún momento salió de la cama,
bramaba tanto que enronqueció: por una vez, era verdad que no había sido él.
Jacopo y su prisionera dejaron la puerta abierta. Los criados del palacio
Zambecari salieron a ver que pasaba. Se cuchicheaban unos a otros con la mano
sobre la boca. No necesitaron discurrir mucho para darse cuenta de que se
trataba. Uno de los mejores escándalos del año, eso es lo que tenemos. El pobre
Michelagnolo se disponía a nacer. El cordero del sacrificio. Es casi imposible
escribir sobre él sin sentir una pena muy rara. Estamos hablando de un niño,
nada más, nada menos. Aunque si bien se piensa, no tenía salvación; no estaba
en mano de los simples humanos modificar su destino. Si el pobre hubiera tenido
suficiente juicio habría suplicado de rodillas ante aquellos dos monstruos, uno
de maldad y otro de bondad, ante los que se iba a decidir su vida y su muerte.
Uno, un monstruo de divina bondad, un ser por encima de todos nosotros que
vuela entre los ángeles del Cielo y que ha sido retirado de la vida sin pasar
por la muerte: Miguel Ángel. ¿Qué preocupación podía mostrar por su minúscula
existencia? Por supuesto, si hubiera sospechado su influencia sobre la suerte
del Juicio, seguramente habría actuado con más diligencia. Otro, un virtuoso de
la perversión, Pierluigi, el hijo del papa. Un ángel malo que desde que fijó
sus ojos en el pobre niño, no pudo dormir entre fiebres de delirio y deseo. Se
siente un escalofrío al recordar lo que los protestantes dijeron al enterarse
de la pierluigización de tantos niños
durante las postrimerías del Saco.
—Los católicos han encontrado un nuevo método de
martirizar a los santos.
-VI-
Michelagnolo
pierluigizado
Jacopo se llevó a Vicenta casi dos meses después de la
presentación del Juicio. A Daniele le acusaron de dejar puesta la llave en la
caja fuerte porque desaparecieron cosas. Cuando se hizo inventario faltaban
unas monedas de oro (robadas por el jardinero de vílla Muti y que Urbino había
intentado cambiar, sin éxito); el cartón de los diablillos (que no estaba claro
que hubiera estado en la caja, pero nadie se lo desmintió con claridad a Nelo)
y objetos del maestro (como ciertas gafas de plata venecianas). Luego, no se
supo más del enredo hasta marzo del año siguiente. Aquel día había un ambiente
de invierno en la huerta, pero eran los almendros, a los que el viento
arrancaba sus níveas hojas. Marsilio, el tocinero de Macelo de Cuervos, se
presentó diciendo que tenía novedades procedentes del vícolo de charcuteros.
Nelo se preparó mentalmente para recibir una noticia que le iba a traer la
inquietud, que le obligaría a andar sin rumbo de aquí para allá y que, en
definitiva, iba a ponerle en una agonía miserable. Algo que le obligaría en
conciencia a asumir una horrible responsabilidad, ahora que sus asuntos
parecían encauzarse en la dirección correcta.
Marsilio enfoca su sonrisa de comadreja, mientras
corta el salchichón con un cuchillo mellado. Disfruta de su impaciencia. Le
obliga a abrir la conversación.
—¿Has visto a
Vicenta? —inquirió Nelo con un hilo de voz.
—Sí —respondió,
poniendo media libra en la balanza romana.
—¿Entonces?
—repreguntó, exhalando un suspiro.
—Ha sido niño.
—Y Vicenta ¿se
ha recuperado?
—Ni siquiera
parece que haya parido.
—Díos sea loado
—dijo con los ojos cerrados, respirando hondo.
Solo después
cayó en que no había preguntado por el niño, aunque del contexto podía
deducirse que era sano y fuerte. Semejante olvido era muy intrigante; en cierta
forma era indicativo de una extraña reserva mental que decidió confesarme
abiertamente. No es que no lo quisiera, eso está fuera de duda. El
alumbramiento de un varón es la alegría de las alegrías, pues todo un Dios se
desgajó del seno de Eva para convertirse en hombrecito. Pero hay que reconocer
que había nacido en el momento más inadecuado. Había dedicado ímprobos
esfuerzos a consolidar su posición como artista. Y un nacimiento siempre trae
problemas. Cualquier mujer sabe, debería saber, como manejar estas cosas. Se
dice que algunas recurren a la ruda, la sabina o el esparto, aunque un artista
no entiende de esas cosas. En fin, lo más importante es que esté bien…
Fijó la vista
en Marsilio, para ver si había algún error. Un rostro impávido. Entonces es
cierto. ¡Va y da a luz un niño! Justo unos meses después de la inauguración
privada del Juicio, justo cuando los Teatinos se están haciendo cruces por las
escenas eróticas de la esquina derecha. ¡Va y pare un niño! ¡Así, por las
buenas! Vale Volterra, basta ya. Eso no es lo que ahora importa. Si no
estuviésemos seguros de que ambos están perfectamente, lo demás estaría de
sobra.
Como era de temer, no hizo falta más que esa
criatura para que los Teatinos clasificaran el taller de Miguel Ángel en el
terreno de las actividades orgiásticas. “Alguien ha dicho que ocultan
prostitutas en ese taller y cuando uno es Gran Inquisidor, no puede menos que
tomar buena nota”. Y lo peor estaba por venir. Es fácil inferir lo que iban a
pensar las clases plebeyas de todo esto. Se reflejaba en los ojos de Marsilio,
en esa mirada color verde moho como de grasa rancia, con que los escrutaba cada
semana. Las mentes perversas del vícolo, que alguien habría podido creer
estúpidas, consiguieron exprimir al máximo el zumo de maldad que cabría esperar
de un suceso tan banal como un alumbramiento. En su grasienta perversión, no se
les ocurrió otra cosa que poner de nombre al niño Michelagnolo (miguelangelete). Las sugerencias
maliciosas encontraron en el nombre una especie de confirmación, por más que en
Roma las habladurías no precisen de ningún estímulo. Sin necesidad de revelar
ningún secreto, basta pensar con la cabeza la cabeza para deducir que, el
divino, jamás se habría acostado con una plebeya.
¿Qué es lo que cambiaba un niño? El problema no estaba
en que fuese un niño. Las riberas del Tíber los producen a millares y casi
todos acaban flotando muy bien, dando vueltas en el remolino de la isla
Tiberina; téngase en cuenta que los curas no pueden ser padres y el vecindario
de Roma es el que es. El problema estaba
en que Vicenta pudiera llamarle Michelagnolo y nadie se riese. Por un lado, en
que lugar dejaba a eso a Nelo; y por otro, era fácil ver que Miguel Ángel no
era hombre dibujado por el Creador para la empresa de la paternidad. El que lo
conociera vería de inmediato que la aventura iba a durar poco y acabar mal.
Todo este desgraciado asunto fue un error de cálculo de Vicenta. Estaba harta
de que la llevasen de un lado para otro como un animal. Su instinto le dictó
que el único remedio a su alcance era convertirse en una persona respetable.
Para eso, concibió un plan.
Casi desde su nacimiento, Vicenta formó parte de la
tropa de las que permanecen en la calle después del toque de queda. Sus
familiares la habían vendido en Venecia, la ciudad donde nunca se suben las
faldas, a cambio de un barril de vino de Mantua (en versión de Urbino). Desde
ahí fue siguiendo a diversos artistas, de fresco en fresco y de plaza en plaza.
Había llegado a Roma formando parte de la troupe de Sodoma, uno de los
fresquistas del palacio Máximo y fue allí donde puso sus ojos en Nelo. Pasó lo
que tenía que pasar. Hasta entonces, el mapa de los afectos de Nelo había sido
un desierto silencioso, triste como un alba de invierno. Cada vez que la miraba,
empezaba a arder. Que le llamen imbécil o palurdo, allá los Tomases o los
Cechinos que se dicen horrorizados por la blandura enfermiza del cuerpo
femenino, por el ensanchamiento antinatural de las caderas, por la inflamación
pectoral. Vicenta le encendió el deseo simultáneo de volver a verla una vez más
y de librarse de ella. La hizo posar en el taller noches enteras, incluso de
madrugada. Corrigió sus posturas, inclinándose por encima de sus hombros,
obsesionado con la idea de estrecharla hasta la estrangulación. Abajarle las
ropas, apartarle la carne de las costillas, hundir en su pecho las manos
pringadas de sangre, estrujarle el corazón, untarse con el producto de sus
intestinos. Le aterraba la completa belleza de sus grandes pechos, la dureza
que adivinaba en sus muslos. Tan pronto se apagaba el eco de sus pasos le
empezaba a corroer la impaciencia, no veía llegada la hora de que regresase. Un
día, mientras escuchaba el toque a difunto en las campanas de Loreto,
comprendió que aquel padecimiento podía dañar la obra, la única cosa que nos
hace triunfar de la muerte. No la carne, no, no los hijos, no, no la derrama
del semen, no: la obra y sólo la obra. La fama. La segunda vida. Temió
convertirse en uno de esos corrompidos que solo buscan el cubrir un cuerpo a la
manera de un cuadrúpedo. En un ser abyecto que ama más al cuerpo que el alma.
¿Merecería entonces el amor del divino maestro?
Vicenta tenía un plan. No era nada tonta, al
contrario, los comerciantes le pedían consejo y muy en serio sobre la cotización
del bono del Banco de Santa María. Enseguida percibió el ansia exasperada de
perpetuación que imbuía el alma de aquellos fresquistas. Estos, no podían tener
una esposa normal, no. Ya habían abandonado el mundo de los tenderos, su arte
los había elevado; pero aún no habían alcanzado las elites de la aristocracia.
No, el hijo, el sucesor, no les podría llegar de una mujer de su mundo, de la
hermana de un colega. Pero las marquesas desdeñaban concebir prole de
semejantes advenedizos. Ninguna mujer les servía. Serían castos, infinitamente
castos, ¡campeones de castidad! Casi
todo lo fueron..., en apariencia. La mujer sería algo oculto, vergonzoso y sin
embargo ¿cuan segura no sería la posición de la madre de un Buonarroti, un
Tiziano, un Signorelli? Una cosa tenía clara: tan pronto encontrase su genio,
no debería crearle complicaciones. Tan solo actuaría sobre su bolsa. Aquí
tienes tu bebé, si no te importa nada ¡déjalo! Pero si sí, no olvides que tiene
una madre. Su dignidad ahora es parte de la tuya. ¡Provéela de rentas! ¡Dótala!
El único problema de Vicenta es que había actuado demasiado a la vista. Su
reputación dejaba mucho que desear y la elección de pintor se convirtió en una
tarea delicada.
Roma se estaba reconstruyendo tras el Saco y los
artistas acudían como polillas a la luz. Ellas, las que están tras de los
artistas, también. La Tortora, la Padovana, la Panta, la Tulia y treinta mil
más. Para los artistas el servicio podía ser simplemente posar desnuda ya que,
como estaba prohibido, la única forma de conseguir modelo era pagar la tarifa.
El problema era pretender los dos servicios por el precio de uno; las peleas a
cuchillo con los chulos eran casi diarias. Vicenta pertenecía a la calle,
cierto; pero había fijado su mirada mucho más arriba, algo que no debe
considerarse insólito en una mujer de su inteligencia. Decidió introducirse en
esos círculos de nuevos ricos que eran los talleres de los grandes pintores, y
pronto puso sus ojos en el más famoso de todos. Claro que una no podía entrar
en Macelo de Cuervos con la tarifa de puta tatuada en la frente, sería el
hazmerreir. Con el manto amarillo de las prostitutas, imposible, pero ¿por qué
no hacerlo como madre? Debió ser por entonces cuando decidió que Miguel Ángel
fuera el padre de su hijo, o uno de los padres, o el padre principal, que todo
viene a ser lo mismo. La fama obnubila las mentes y nadie iba a perder el
tiempo en la consideración de un padre alternativo. De todas formas, cualquier
que fuese el procedimiento genésico, la criatura debería proceder de la Escuela de Miguel Ángel.
Sin duda un hijo criado dentro de la Familia, tendría
grandes posibilidades de convertirse en heredero de una fortuna que rivalizaba
con la del papa. En Macelo de Cuervos estaban acostumbrados a hablar de hijos espirituales con toda la seriedad
del mundo. La astuta cortesana sabía perfectamente lo que se hablaba en
Montecaballo; tenía un arte especial para hacer que le contaran hasta el último
detalle, si es que a eso se le puede llamar arte.
Vicenta casi podía escuchar la voz autoritaria de la
marquesa, que está hablando de algunas batallas en que las que ha participado
su sobrino, el marques del Vasto. Casi podía verla: Perlas en su cuello y
escote de matrona. Han terminado los oficios en San Silvestre y los criados sirven
frascas de vino, colocan fuentes con higos, nueces y pájaros en escabeche. De
pronto, sin venir mucho a cuento, Miguel Ángel levanta la voz, y dice:
—Contad otra vez, marquesa, eso de que tenéis un
verdadero hijo en el marqués del Vasto.
—Os lo cuento, mi más que queridísimo amigo, mi esposo
de alma. A los que me llaman estéril les digo que, tal vez lo sea de cuerpo,
pero fecunda de alma y que eso me convierte en pura madre de clara prole. Mi hijo espiritual está tan orgulloso de
vos... Presume de Miguel Ángel como de un padre místico. Teníais que haberle
visto desafiar al Aretino por haber dicho que en el Juicio Universal hay
escenas de lupanar. No, de ese no. Al maestro sírvele de la frasca de trebiano
degli oliveri. ¡Estoy harta de estos criados incompetentes!
Pudiera pensarse a primera vista que se trataba de
algo meramente espiritual. Pero la maternidad metafísica ofrece la ventaja de
que te convierte en heredero de quien te apetezca, ya sea la de Miguel Ángel o
cualquier otro que pase por la calle en silla de manos. Supongo que a Vitoria
le preocupaba el asunto. ¡Dios mío, que horror! ¡Heredar un montón de cuadros
valorados en millares de ducados de oro!
—Los antiguos
romanos —terminaba Miguel Ángel—, trataban mejor a los hijos adoptivos que a
los de la sangre, por ser aquellos electivos.
Y el marques del Vasto terminó por heredar el Noli me Tanguere, una Crucifixión y una Piedad entre otras obras del divino, ya que tal vez también él se
consideró padre espiritual del vástago espiritual de su amada. ¿Por qué no, si
se decía su esposo en Cristo? Y los oyentes de San Silvestre pensaron que ser hijo espiritual era algo que estaba muy,
pero que muy bien.
Vicenta tenía un plan y se dijo que estaba en el
camino correcto. Había aprendido a leer sola mirando las inscripciones de los
monumentos, lo que ya de por sí sería una buena prueba de su inteligencia
natural si no hubiera otras. Aquellos comentarios sobre hijos espirituales que todos repetían con la mayor de las
inocencias, debieron ser una especie de revelación para ella. Había conocido
(dejémoslo así) a los mejores artistas de su tiempo y no pudo dejar de apreciar
que Miguel Ángel era un pez gordo con un pensamiento original. Desesperadito
por alcanzar la inmortalidad. Si estaba empezando a mejorar de antepasados, si
se hizo entroncar con la familia imperial ¿iba a tener inconveniente en
reconocer a un hijo... de quien fuera? No, si tenía genio. En eso consiste la
filiación espiritual. Ese marques del
Vasto apenas merece nombre de hijo, comparado con el que han parido mis
entrañas. El papel de Nelo en esto fue ¿cómo decirlo?, una especie de
ganzúa para abrir el cofre del tesoro Miguel Ángel.
Por aquel entonces el viejo protector de Daniele, el
Ángel de la Destrucción, se había preocupado de nuevo por su pupilo. Se trataba
de un Isaías dañado por los luteranos. Rafael lo había pintado para el banquero
Chigi. La restauración le rentó treinta escudos. Se permitió añadir dos
angelitos desnudos, ¡DESNUDOS!, uno a cada lado. Quien quiera saber como fue el
pobre Michelagnolo –ese rostro plano como un cogote-, vaya y vea el de la
derecha: están en la iglesia de San Agustín. A los pocos días, Daniele ya
estaba profundamente avergonzado. Nunca se había comportado de una forma tan
indecente. Desde muy pequeño había tomado la decisión de no pintar jamás
desnudos. Se moría solo de pensarlo, se puso a morir; y solo fue capaz de
explicarse semejante proceder dentro del contexto de aquella atmósfera malsana
que acompañó los llamados “días de Michelagnolo”.
Pero no necesitaba visitar San Agustín para tener muy
presente al pobre niño. Al principio, Vicenta se conformaba con pasear al
mamoncete por la calle de Panaderos. Luego lo exhibía en el vestíbulo, y a los
dos o tres años, ya jugaba en la solana. Como si tal cosa. Si llegaba a
enterarse de lo que pasaba, Miguel Ángel montaría en cólera. Nelo experimentó
la punzante sensación de que estaba en riesgo de ser expulsado del paraíso por
haber puesto al maestro en semejante compromiso. Todo lo que distraiga de la Obra debe ser arrojado lo más lejos
posible.
Estaba equivocado. El niño le encantó. Del presunto
robo de las gafas de plata, ni se habló ¿qué robo?
Macelo vio el
espectáculo de un Miguel Ángel que tantea la dureza de su barriguita con el
pulgar, tal como se hace con los melones o los quesos, pellizca los hombros y
la cara, mide sus pies, pasa la vara por su rostro. Había oído decir que los
abuelos babean, pero esta vez Nelo lo comprobó materialmente: se podía estar
muy tranquilo. Cuando se cansaba, se lo daba a la Catalina, la matrona de
Setignano, que lo enfajaba, lo ataba con dos gruesas cintas negras y se lo
aplicaba con la mano derecha a una de esas grandes ubres rezumantes, mientras
con la izquierda empujaba al propio gaznate un salchichón de Toscana. ÉL, “el
que es y será”, controlaba la operación con ojos encendidos.
Mientras transcurría tan tierna escena, Nelo espiaba a
Urbino y Tomás que estaban jugando a las cartas. No quería parecer muy
interesado. En esto, que Urbino puso una mirada soñadora y dijo:
—Magnífico. A Miguel Ángel le vuelven a gustar los
niños.
¡Como te has
pasado, jodido cabrón!, no pudo menos
que pensar. Aquel “vuelven”, encubría una sutil insidia, aludiendo al pequeño
Febo di Pogio. Los niños como quesos marzolinis: la alusión era a esa
mentalidad. Pero había algo más
inquietante. ¿Por qué en sus fantaseos se sentía obligado a defender a
Miguelagnolo? ¿No quedamos en que lo suyo era el arte? ¡Que absurdo! Tiró un
manotazo a las cartas de Urbino y se las arrancó de las manos. Ellos se
quedaron de piedra. Bah, mira por donde
Nelo va y se preocupa del hijo dudoso de una puta reconocida.
Desvió la
mirada para esconder una lágrima de rabia, no fueran a pensar que era una
especie de preceptor. Es cierto, lo reconoce, que días atrás tuvo que pedir a
Catalina que abrigase al niño con la toquilla de lana de Castilla que le había
comprado. Cuidado del modelo. Un
artista nunca sabe cuando tendrá que pintar un modelo vivo (Michelagnolo daba
para un perfecto angelito pillo) por poco o mucho que a uno le importen los
niños, unos seres que en Roma inundan las calles donde defecan sin ningún
cuidado y que, por millares, acaban en el río sus breves vidas. Su ahogamiento
no es un asunto de maldad; se trata más bien de una horrible necesidad. Si
estos pequeñuelos ya no pueden tener padres –los romanos son hombres de
Iglesia-, ¡imagínate madres! –las romanas son prostitutas-. Es evidente que las
crías sin progenitores mueren pronto, como esos pajarillos que caen del nido y
la gata recoge en un rápido y fugaz bocado. Esos, cree recordar que eran sus
pensamientos, aunque a veces le entra la duda de si son postizos, depues de que
hubiese pasado lo que pasó.
Habladurías corrieron por Roma, demasiadas. Por ejemplo, que lo primero que hacía el
divino al levantarse era ir a ver si aún respiraba el pequeño. Necesitaba
padres. Decentes y honrados. La necesidad se volvió acuciante la mañana de un
domingo, cuando en Montecaballo, Latancio Tolomei se había empeñado en ilustrar
a los cofrades sobre el linaje de doña Vitoria. Que Colona por parte de padre,
Montefeltro, por parte de madre, Ávalos, por matrimonio, Orsini, De la
Róvere... Difícilmente se encontraría en toda Italia una sangre más exquisita.
—Los
Buonarroti también están emparentados con los condes de Canosa y a través de ellos
con la emperatriz Matilde y la familia imperial —escucharon atónitos la
exageración de Miguel Ángel, intentando aproximar su árbol genealógico al de su
amada.
Vitoria bajó la vista al suelo y dijo con
calmosa crueldad:
—Si, y los De
la Rovere se emparentan con Julio César y a su través con la diosa Venus, los
Orsini con Diocleciano y remontándose más creo que son hijos de la Osa Mayor
y...
—Hablo en
serio —replicó Miguel Ángel, mientras sus narices aleteaban ruidosamente—. En
los más vetustos nobiliarios ya aparece probada la nobleza de los Buonarroti—.
Había pagado una fortuna a un genealogista poco escrupuloso llamado Gaurici.
Siempre estaba dispuesto a confeccionar nobiliarios que entroncaban a sus
clientes con el rey David, como poco.
—Lo sé, lo
sé. Los Ávalos procedemos de Avalón, la misteriosa isla del rey Arturo y la
tabla redonda. De allí nos llamó el rey Sancho el fuerte de Navarra para
combatir a los moros. Eso dicen. Y también descendemos del niño de Salomón, el
que estuvo a punto de ser partido en dos. Avalón, Salomón ¿entendéis? Sí es que
sois pariente de la familia imperial es posible que seamos primos.
—Primos
segundos —dijo él.
—Es que
cuando os escucho —dijo Vitoria— siento una violenta envidia de vuestros
ancestros ¡que Dios me perdone! ¿Qué son los Colona, el rey Arturo y el niño
divisible de Salomón al lado de la familia imperial? Lo cierto es que a veces,
cuando me ataca ese sentimiento de envidia... ¡es que se me va enseguida! Intento que persista un poco más, pero se me
va la cabeza a esa antepasada de vuestro Michelagnolo que, vaya por Dios,
¡cobra por la tarifa nº VII! Y, lo siento, pero me falta el valor para sentir
envidia de vuestra genealogía.
Michelagnolo necesitaba padre y madre. Decentes y
honrados. Por más que Vitoria exageraba: Vicenta cobraba por la tarifa VIII, la
de las putas honestas, que no por la VII. De todos modos, el parentesco era
igual de poco recomendable y a Vicenta se la prohibió acercarse siquiera a la
vía de Panaderos.
Un ruido gutural, sentido en sus adentros, quitó
abruptamente a Nelo de su fantaseo. Aquel día se encontró a Tomás junto a la
chimenea. Acababa de esputar una cáscara de castaña. Supo que estaba allí para
informarle.
—¿Puedes hablar? —dijo al rubiales. El “amigo del
alma” de Miguel Ángel hizo un gesto con la mano pidiendo paciencia y al poco,
dijo:
—Vicenta no podía ser la madre, eso estaba decidido.
El dilema supongo que lo tuvo, no te enfades Nelo, por favor, digo que el
dilema fue si el padre ibas a ser tú o Urbino. ¿Nunca te explicó el maestro por
qué eligió a Urbino? ¿Eh, Pintamonas?
(Tomás entró en el taller gracias a unos “Estudios
sobre ojos”, redondos como monedas. Sin que salga de aquí: fue un asunto de
nalgas. Pero llamando Pintamonas a Nelo, ganaba categoría).
—Nunca me insultó de frente.
—Tú y tu amiga Vicenta digamos que no despertabais
demasiada admiración en el Círculo de Montecaballo. Lo diré aun más claro: en
Vitoria. Supongo que el resto lo recuerdas.
—Pues parece que no me enteré de mucho —dijo Nelo— ¿Te
refieres a la boda de Cornelia y Urbino en Loreto?
Nelo sonrió con ojos tristes al pensar en Cornelia,
después de todo una santa mujer. Se trata de una exuberante morena, antigua
alumna de las Arrepentidas, el convento patrocinado por Vitoria Colona. Pero no
por haber hecho nada malo; su madre estaba interna y simplemente nació allí.
Por supuesto, las buenas de las monjitas velan para que el vicio no se divulgue
entre sus pupilas y Cornelia debe ser de las pocas romanas que no es
prostituta. Tanta castidad es buena y santa, pero tiene el inconveniente de
mantenerte en perpetuo estado de sofocación: En estos casos, si no basta
Urbino, nada basta.
—¿No son una
pareja perfecta? Michelagnolo ha sido inscrito en el libro de bautizados como
su primero y urgente hijo. Un delicioso embarazo de una hora y un minuto.
Un olor a
hollín llegó desde las menguantes brasas de la chimenea. Tomás se había
relajado y se mostraba incapaz de contener su lengua. Parecían alabarderos
recordando antañonas batallas perdidas en el tiempo.
—¿Es que ya no te acuerdas —prosiguió Tomás— de lo
emocionado que estaba el maestro? ¡Ja! ¡La habitación que pusimos al trío en la
torre parece una casa de baños turcos!
—Sí —asintió Nelo—, el maestro al principio parecía
radiante de felicidad con el niño. Parecía.
—Y aun lo está, recuerda los paseos que disfruta con
el niño por el Tíber —la sonrisa de Tomás desmentía la literalidad de su frase.
—Esperemos que no le pase nada —concluyó el
volterrano—. A veces creo que Cornelia se cree verdadera madre ¿te fijas como suspira
cuando el niño atrapa un simple catarrito? Si pasa algo es capaz de cometer una
barbaridad. Yo no digo que esté bien, pero hay madres que son auténticas
leonas.
Por aquellos días Daniele aun podría ganar la carrera
del palio sin un jadeo. Quizá por eso la familia Farnesio le había encargado
que pintase unos lunetos en las cornisas de villa Farnesina, un trabajo que
requería ciertas dotes acrobáticas. Miguel Ángel se abstenía, por costumbre, de
inspeccionar las obras privadas de sus discípulos. Pero ahora se había impuesto
un cierto cambio de hábitos y solía venir de visita, paseando con el niño en
plan abuelete a lo largo del Tíber, entre cipreses, libélulas, carroñas,
harapos, pinos viejos y esos vestigios romanos que tanto le encantaban. Las márgenes
embarradas, cubiertas de hierbas deslizantes, se inclinaban hacia el río. A
partir de mediodía, Nelo echaba frecuentes ojeadas al camino de sirga,
levantando la vista del fresco de la Farnesina. Tenía claro que no todos los
pupilos del maestro tenían porque acabar en el envilecimiento. Al cabo de unos
cuantos vistazos, por fin, conseguía descubrir por donde llegaban. Veía a
Michelagnolo luchando por zafarse de la mano del maestro, y ya no podía pintar
más, es que no podía. El maestro abría la mano, vaya si la abría, e
invariablemente el niño desaparecía entre los juncos. Entonces Nelo se sentaba
en el banco de la fachada y movía el tobillo, haciendo crujir el hueso talo. No
paraba de suspirar: todo el mundo sabe lo que pasa en este río. Aquel pequeño, entre
monstruos, ¡era demasiado! ¿Por qué permitía Vicenta esos paseos? ¿Es que solo
tiene importancia la olla podrida de diario y una brazada de leña para el
invierno?
Mientras espera, comiéndose las uñas, le viene a
mientes algo que había sucedido en carnavales. La tradicional carrera de viejos
en la vía del Corso había incorporado una fantástica innovación: la blusa de
los corredores había sido acortada más allá de los límites consentidos por la
decencia. Eso atrajo montones de clientes para las cortesanas, tanto honestas
como de candela. Nelo se había pasado el día trabajando en las carrozas
carnavalescas que se hacen para la fiesta del Testacio, con los pies tiesos de
frío. Se le ocurrió ir a tomar un vino caliente con los camaradas de Macelo de
Cuervos. No pasó del candelabro de la entrada. Vicenta se precipitó contra él,
arrastrando al niño. Mientras se lo entregaba, gritó con una especie de
histerismo:
—¡Pasa de
vísperas! ¿Dónde te has metido?
Vale, pues eso.
Parece que tenía la obligación de ser una especie de “preceptor” del niño. Un
deber especial y más intenso que los demás mortales. ¡Por favor! ¿Por qué él
entre millares de padres en potencia?
—¡Calabazas
fritas! —espetó a la hetaira— ¿Me oyes? No te preocupes por los clientes de vía
del Corso. Ya encontraran otras hermosas Venus. Las hay a patadas.
Las pecas de la
nariz vicentesca se arrugaron como el rostro de una leona.
—Ten cuidado
con nosotros, la gente de la calle. No creemos en las leyes. Pa nosotros la venganza es simplemente
una obligación. ¡No le faltes al niño, eh! ¡No le faltes! ¡Por estas! —Hizo la
higa—. ¡Ni se te ocurra!
Bien, eso
había sido en invierno. Luego vino el decreto papal y Vicenta tuvo que acogerse
al Ortacio, un dédalo de callejas alrededor del Tíber. El maestro ordenó que se
le pusieran unos padres adoptivos al niño (Urbino y Cornelia), y que cesasen
las visitas porque en el ambiente estaba que advenía una nueva era: la de la
decencia. Naturalmente, Nelo supuso que había acabado su papel de guardián.
Entonces, ya en primavera, fue cuando había empezado a pintar en villa
Farnesina.
Poco después empezaron los sorprendentes paseos de
Miguel Ángel con el niño por dicha villa, propiedad de Pierluigi y Ranucio
Farnesio. Sí, Pierluigi, aunque es cierto que no tenía porqué coincidir con el
pequeño. Nelo no dejó de preguntarse si, en este caso, Vicenta seguiría
esperando una guarda especial por su parte. La respuesta tal vez era que sí,
aunque ¿cómo saber lo que estaba pensando sin verla ni oírla? El niño, está
claro, era la palanca vicentina para quedarse con el negocio del arte, la “casa
Buonarroti”. ¡Santo Dios, si lo había conducido en sus propios brazos a las
aguas bautismales! Para toda Roma Miguel Ángel era el padrino y Michelagnolo,
el figlioccio (ahijado). ¿Como se llama
en Roma a la adopción espiritual? ¡Que zorruna previsión la de Vicenta!
El día de la
tragedia había empezado por un amanecer radiante. En villa Farnesina hacía
tanto calor que había que pintar en dos horas, para evitar que se secara el
fresco. Entonces tuvo que ser uno de los días del cambio de mes, mejor julio
que agosto. A hora sexta Nelo estaba intentando comer en las gradas que dan al
río; Villa Farnesina es un paradisíaco palacio de ribera. Pero la barriga se le
estremecía con las náuseas. ¿Hay que decir que Pierluigi estaba sentado tan
cerca que cuando soplaba el viento de su lado te daban arcadas? Había traído
una cesta de vino y pan, y, como plato fuerte, un pastel de restos de jabalí
picados y hervidos con polenta. Difícil resistir ciertas invitaciones, mejor
dicho, imposible, ¡con tal que no fuera carne humana! El propietario de la
villa era su hermano Ranucio, pero, dado el interés que mostraba el ultrajador de Fano por la casa, Nelo se
hizo a la idea de que muy pronto una indigestión –y no de perdices- lo iba a
dejar como heredero único de Pablo III. Pierluigi le había ordenado que pintase
unos Ignudi (desnudos) en los
lunetos, a imitación de los de Miguel Ángel, a imitación de los de Miguel
Ángel, a imitación de los de Miguel Ángel…
—Y no acepto un
no por respuesta —terminó la frase el mostruo.
También podía
haberle pedido que compusiera una Divina
Comedia en ratos libres a imitación de Dante, pero no lo hizo porque estaba
distraído. El pervertido dejaba caer nostálgicas miradas sobre el río, como si
esperase que de un momento a otro fuera a aparecer por allí Ganímedes, el
copero de los dioses, no se sabe si más famoso por su infantil belleza o su
lascivia. Explicó con los brazos que los Ignudi
de su imaginación eran como mujercitas preparadas al sacrificio. O sea, como
las Sabinas, pero en plan hombres o mejor niños. Nelo se atrevió a replicar:
—¿Imitaciones?
Oíd, yo también soy pintor de originales. ¿Habéis visto los frescos del
cardenal Máximo?
Pero no
pintaría a su gusto porque él, Pierluigi, era el que estaba al mando, que si lo
entendía, y él ¡claro!, lo entendía: Daniele
Riciarelli: frescos a la manera de Miguel Ángel pero más baratos.
Lanzó una
mirada alrededor e incluso inclinó la cabeza, como para escuchar con más
nitidez. Le pareció haber oído a alguien. Ayer Miguel Ángel había dicho que
mañana –por hoy- haría mucho calor para sacar de paseo al niño. Luego mezcló el
caldo de una gallina con un limón, una naranja y un huevo, revolvió todo, se
agachó y le sirvió el vaso al pequeño. ¿Acaso hace eso un mostruo? Aún tenía en
la cabeza el crujido que dieron sus viejos huesos al acuclillarse.
Evitó seguir mirando hacia el río, como si eso bastase
para disipar la posibilidad de que ambos aparecieran. Por más que dicha visita
fuera improbable, Nelo había prevenido al maestro de lo fatal que sería para el
niño un golpe de calor. Incluso se había inventado un hermano difunto por culpa
del astro rey. La cosa era que Vicenta no le dejaba en paz. Su chulo le
transmitía, con regularidad, histéricos recados. ¡Pierluigi ha forzado al niño!
¡Lo ha tirado al Tíber! Le respondió por el mismo conducto que no solo no había
pasado eso, sino que era imposible. ¿Por quien había tomado al maestro? ¿Es que
creía que se lo iba a prestar a Pierluigi? ¡El maestro es un personaje! ¡Amigo
del papa! En sus manos y en las de Cornelia está tan seguro como en las del
mismo Ángel de la Guardia. Es de suponer que no había ningún problema en que
vinieran de visita (en cuanto a la visita), pero había otros factores y se alegraba
de que hoy se hubieran quedado en Macelo de Cuervos.
El hijo del
papa insistió, erre que erre, en que tenía que pintar como Miguel Ángel y,
entremedias, preguntó porque el Hércules que estaba pintando en un luneto no
tenía polla. A Nelo se le atragantó el salchichón. Sintió su difícil recorrido
a lo largo del esófago. En su total impotencia ante el desastre que presentía,
se ofreció a acompañar a Pierluigi a la Sixtina para que le dijese exactamente
que figuras quería que copiase y como. Una idea obsesiva se adueñó de su mente:
Salgamos de aquí antes que sea tarde. El pierluigiesco rostro color agua de
cloaca, se elevó interrogativo, mientras con índices y pulgares se limpiaba
ambos extremos del bigote. ¿Cómo se asean
las ratas?
—¿Crees que soy
tan fácil de engañar? —dijo sin venir muy a cuento, con la mirada perdida. Acto
seguido, friccionó los dientes con el pulgar. Así no.
El Volterra
consideró la posibilidad de sacar calcos de los Ignudi de la Sixtina. Repasó mentalmente el lugar, empezando por lo
más alto. La cerrada curva de la cúpula era un problema ¿cómo llegar hasta
allí? Y además hacerlo en secreto. Porque si Miguel Ángel se enteraba, estaba
perdido. Se sabe lo que piensa de las copias. Para colmo, allí se celebran
ceremonias de continuo. Impensable conseguir un permiso especial. Y luego está
el problema de la iluminación.
Iluminadas por
un rayo de sol, pequeñas olas arrancaron destellos al río como si Roma fuese
una ciudad incendiada. Atisbó en lontananza una figura apoyada en un bastón
amarillo. Luego distinguió un sombrero negro de ala y un luco holgado al estilo
florentino. Sólo podía ser Miguel Ángel. Sólo. Por suerte no estaba acompañado.
Respiró hondo. ¡Había pasado el peligro!
—Apuesto...
—dijo Pierluigi—. Si en el tiempo de un padrenuestro no aparece cierto
apetitoso Cupido, te encomiendo los frescos de la sala Regia del Vaticano. ¿Eh
Nelo? Un informador me ha asegurado que vendría por este lado del Tíber. Verás
que maravilla. Rizos de oro y un culito tan duro que por más que aprietes, no
cede. ¡Un manjar para hombres! ¡Verdaderos hombres!
Padre nuestro
que estás en los cielos...
¡Uf! Por suerte
llegó al amen sin novedad. El patrón
se había mostrado prudente, bendito sea Dios. Pierluigi estiró el brazo y le
pellizcó la mejilla. Una vaharada de caries, podagra y meados le alcanzó en
plena cara. Hubiera podido esquivar su mano, pero le debía respeto, aunque solo
fuera como hijo del papa. Ya más tranquilo, tomó notas mentales del extraño
peinado del gonfalonero en negras ondas sucesivas, como una mina de carbón
(quizás lo retrate algún día). Las mejillas, color gris-oliváceo. La mirada,
tan fija y penetrante, tan... ¡asesina!, que se hacía insoportable. Por suerte
el maestro en solitario –eso era ahora lo más importante-, ya estaba a la altura
de la fuente de la Máscara. Un chorrito gorgoteaba desde el caño, encastrado en
la boca de una careta de piedra. Su sonrisa teatral, torcida hacia abajo, y el
fúnebre golpeteo del agua, tensaron sus nervios como cuerdas de un laud a punto
de saltar.
—Habéis perdido
la apuesta —dijo a Pierluigi, esbozando una sonrisa parecida a la de la
máscara.
—No te hagas
ilusiones —dijo el otro mientras hundía el labio inferior bajo el superior. Demasiado vicioso incluso para una rata.
—No os pediré
que cumpláis vuestra promesa —dijo Nelo—. Lo de la Sala Regia… sé que era una
broma. Descuidad —Lo único, repito, lo único importante es que el niño ha
quedado en casa al cuidado de Cornelia.
—La apuesta
está ganada, falta saber por quien —dijo un Pierluigi enigmático.
El discípulo se
levantó para ir a recibir a Miguel Ángel junto al río. Venía un tanto agitado,
mirando a derecha e izquierda, como si le subiesen pulgas por los flancos.
—Veamos lo que
has pintado, Daniele.
—Son cosas que
han salido de mi cabeza y no valen mucho.
—¿De dónde? —El
maestro inclinó la cabeza con esa risita, esa risita...
—De mi cabeza.
En esto que
Miguel Ángel engordó. El cuerpo casi se duplicó bajo el luco. Algo
inexplicable. La parte ampliada era una agitación negra, como el mar Tirreno en
otoño. En ese momento Nelo cayó en su increíble error. El niño jugaba con
astucia a esconderse entre las faldas del enorme luco ¡y a fe que lo había
conseguido! Por desgracia, por horrible desgracia. La sangre latía en sus
oídos.
El monstruo tenía un carácter incontrolable.
Michelagnolo parecía tan perdido como si ya estuviera en la punta de una pica.
Si Pierluigi se había propasado con el obispo de Fano, al pie del altar ¿se iba
a parar en barras ante una cosa rechoncha, con la barbilla y los mofletes
enrojecidos por las babas? Su mujer, una Orsini, comprensiva con este vicio, se
había limitado a poner cuartos separados. De todos modos, daba un poco de risa
el que pudiera gustarle ese trocito de carne inmadura, oliendo a caquita
blanda. No estamos ante un apolíneo
obispo. Pues bien, la risa se le heló en la cara. En cuanto el gonfalonero
pontificio lo hubo examinado a su antojo, introdujo su brazo por el cuello del
juboncito verde. Sus dedos hormiguearon por el pechito, como un hermano topo en
su covacha. Luego, tantearon expertos entre las minúsculas calzillas.
—Creo que
deberíais disfrutar más de la vida —dijo Pierluigi.
Nelo miró de
soslayo a Miguel Ángel. Le pareció que sus ojos amarillos se rodeaban de
arrugas y se estrechaban, como los de un astuto campesino que calcula el precio
de una vaca. En términos generales no tenía porque hacerse cruces ante lo que
estaba viendo. Todos los días rechazaba proposiciones de padres que le ofrecían
a sus hijos como aprendices. “Ningún problema si os lo queréis llevar a la
cama”. Lo que estaba viendo no podía gustarle, pero... Sus ojos chispearon de
pajitas verdes y azules, haciéndose aún más elocuentes. A estas alturas Nelo
era capaz de seguir su pensamiento con facilidad. Lo que de verdad le llamaba
era la Historia, la fama, la inmortalidad. A un Supremo pintor, arquitecto y
escultor lo que más le importa es estar a bien con el papa, fuente de todo
encargo grandioso, como la basílica del Vaticano, la Capilla Sixtina o el
palacio pontificio. Y la voluntad del papa es su bien amado Pierluigi, díscolo,
pero amado. El clásico hijo pródigo. Mientras Miguel Ángel dedicara hasta la
última gota de su esfuerzo a confeccionar obras que serían el pasmo de los
siglos, estaría cumpliendo su designio vital en los Cielos, aunque tuviera que
sufrir alguna que otra insidia a nivel de la Tierra. Y ¡que demonios!, alguien
tendría que iniciar al pobre, como había hecho Guirlandaio, su maestro, para
con él. ¡No es para tanto, Dios Bendito! ¡Nadie se murió por eso! Eso es lo que
vio Nelo en los ojos amarillo cuerno de su maestro y no creía andar muy
descaminado. O ¿tal vez sí?
—¡Oh, lo mío es la escultura, no el placer! —respondió
Miguel Ángel al cabo de un momento eterno—. Y ahora, gonfalonero, dadle
descanso a esas manos. No creo que os convenga hacer lo que estáis pensando.
Considero que hay muchachos mejores que mi sobrino.
—No entiendo con que derecho me decís eso, maestro
—dijo Pierluigi limpiándose las manos en las calzas—. ¡Os habéis vuelto muy
gazmoño, Miguel Ángel!
Soltó una carcajada; los demás lo imitaron con escaso
entusiasmo. Michelagnolo también se rió, aunque abriendo mucho los ojos, como
hacen los niños cuando se rían por imitación, sin entender nada. Pero no pasó
inadvertida al maestro la agitación interior de su discípulo que delataba esa
forma de apretar sus puños contra la boca.
—Pero ¡qué estás pensando, Nelo, que estás pensando!
—susurró el maestro a su oído mientras el otro aun se mondaba de risa—. Haz el
favor de serenarte ¿tú sabes de quien estás sospechando? Es el hijo del Vicario
de Cristo en la Tierra y toda Roma es como una grande y casta iglesia.
—¿No irá a hacer una salvajada, verdad, no irá a hacer
una salvajada? —dijo Nelo.
—Esto es el colmo ¿es que me has tomado por un
cualquiera? Cálmate, Nelo, cálmate. ¿Acaso no sabes que mi fama es el escudo
más seguro? A ver ¿quieres que eche una ojeada a tus frescos sí o no? Pues no
quiero verte rondando por aquí: así que no vuelvas hasta mañana.
—Jamás he dudado de vos —Daniele respiró hondo. ¿Y
cómo se podía dudar seriamente del que había sido declarado entre el número de
los ángeles, inmortal en la Tierra? El divino no tenía motivos para mentir,
especialmente viendo el afecto que había
venido demostrando al infante. Una vez que había comprometido su honor, el
peligro había pasado. ¡Uf!
Nelo pasó toda la noche bebiendo agua. Es una reacción
normal cuando se regurgita bilis. Al día siguiente se presentó a primera hora
en la Farnesina. Le aguardaba allí el cuadro más horripilante que se pueda
imaginar. Su vida se vino abajo en unos segundos. Los que tardó en recorrer con
la vista aquello y comprender que era el fin. Repasó uno por uno los lunetos de
la Sala de las Perspectivas para ver
si había algún error. Pero sus ojos siempre volvían al del muro de la derecha,
inmediato a la fachada. En aquel luneto estaba EL ROSTRO, un rostro horrible y
patético que heló su corazón.
¿Qué había pasado? Miguel Ángel lo contaría más
adelante con cierta gracia. El día anterior, tras quedarse “solo”, el maestro
se dispuso a echar una ojeada a los frescos de la Farnesina. Se sentó en la
sala de las Perspectivas y permaneció un tiempo observando los paisajes que
Nelo había pintado en las paredes. Si pensó algo se lo calló, pero es sabida la
opinión que le merecen los paisajes y todo lo que no sea el cuerpo humano. En
determinado momento, llevado de un impulso irresistible, eso dijo, pensó en
dibujar algo sobre la pared, seguro de hacer una cosa agradable a su discípulo.
Se subió al andamio y comenzó a dibujar en el luneto que quedaba libre. Es una
gran cabeza en escorzo que combina los rasgos de los rostros de las tumbas de
la sacristía Nueva de Florencia. Luego se cansó de esperar y desapareció por la
escalera que preside el escudo de los Chigi en caliza dorada.
A la mañana siguiente, tan pronto llegó Nelo a la
Farnesina, sus ojos fueron a caer sobre el enérgico dibujo que había hecho el
maestro. EL ROSTRO. Supo al primer golpe de vista que su desgracia estaba
hecha. El cardenal Ranucio (Pierluigi estaba ausente o viviendo una de sus
aventuras) no quiso saber nada de sus bosques, sus ríos ni de sus montañas,
teniendo a mano una figura auténtica del Divino. Mandó cubrir los paisajes con
tapices y despidió a Volterra. Estaba tan encantando que identificó al
retratado con un lejano antepasado, de nombre Ranucio como él. A Nelo la vida
se le vino abajo en unos segundos. No se le podía ocurrir nada peor.
Todo el mundo
supo entonces que Volterra era uno más de esos eternos ayudantes de Miguel
Ángel, algo así como una especie de Urbino, más alto y menos cabezorro, o una
especie Clovio, el miniaturista croata, pero sin esos ojos sangrientos.
A su edad, decían unos, ya no se podía esperar que
Volterra descollase por si solo, ya que tenía que pedir ayuda al maestro para
un tema tan simple como el ornato de villa Farnesina. Otros recordaban el
asunto de la Deposición Orsini:
Miguel Ángel se había negado a hacer la tasación del fresco, como si no valiera
nada. Aquel nuevo golpe, asestado un lugar tan público, quedó para siempre como
recordatorio de que Nelo Riciarelli carecía de genio propio.
Aquel ROSTRO heló su alma.
—¿Por qué me miras así, Nelo?
—No me di cuenta de que os miraba —respondió.
Miguel Ángel se
ofreció a dar explicaciones, ahora ya sin este tono zumbón. Si el día anterior
había dibujado algo en la Farnesina, fue en un impulso súbdito y, por supuesto,
mi muy querido Nelo, absolutamente seguro de que te iba a gustar. Se había
subido al andamio para ver mejor y la mano, en la que por casualidad llevaba
una tiza negra, se movió independiente de su voluntad y dibujó un rostro en el
luneto que aun estaba libre. Se dio la increíble coincidencia de que también
tenía una tiza roja y le había añadido algunos retoques y un ligero esfumado.
“No querido no, yo no necesito apropiarme de la obra de otros y si algunos
quieren ver en el rostro mis rasgos de juventud, su interés crematístico
tendrán. Antes te gustaba que apareciera en tus obras, pero veo que ahora
quieres volar muy alto tú sólo. Esperemos que tus alas no se derritan como las
de Ícaro”.
Al principio
Nelo, dolorido por la deslealtad, apenas escuchaba; solo al cabo de un rato
llamó su atención el que Miguel hablase en singular, como si el fuese la única
persona que se encontrase allí y al niño se lo hubiera comido la tierra. Debió
de dar por sentado que Nelo estaba al corriente de algo.
—Daniele, ¡me estás mirando de una forma rara!
—¡Oh no, divino maestro! ¡Como podría atreverme a…!
—A ti te pasa algo así que me lo vas a decir —dijo
señalándole con el dedo.
—Digo ayer. El niño se aburría mientras pintabais...
—¿Me estás acusando de algo?
—¿De qué os he acusado?
—En realidad no se aburrió. Estaba hartándose con
manjares que escapan a toda descripción: capones a pares; reproducciones en
azúcar rosa de galeras y trirremes sobre columnas de azúcar espolvoreada con
piñones; el Panteón, el Coliseo y las Termas hechos de mazapán; peces de
gelatina; mortadela coloreada con azafrán; sopa de almendra y flores de saúco;
todo ello regado por una fuente de loza de Indias de la que manaba un hilillo
de malvasía.
—¿Queeé? ¿Michelagnolo?
—¡Ay Nelo, Nelo! ¡Eres tan corto de entendederas! No
lo digo por mal, hombre. En el fondo, consigues llegar al quid de las cosas,
pero a base de una paciencia infinita del que te habla. Lo que uno entiende en
un suspiro, tú tardas un año. Vamos a ver ¿no había ayer presentación del
cardenal de Ferrara? ¡Pues claro, hombre, claro! ¡Toda Roma habla y no para de
los platos! ¡Que si sesos de ruiseñor por aquí, que si trufas blancas y negras
por allá! ¡Qué si pecho de capón con miel, harina de arroz y leche de cabra!
¡Ay Nelo, Nelo, por los Clavos de Cristo, pero mira que eres simple! Y ¿se iba
a tirar toda esa comida? Pierluigi tuvo la buena idea de invitar al niño para
que se hartara. Quiero que sepas que siempre tengo muy presente a ese chaval,
que no se te olvide. ¿Qué miras? Nada de imprudencias en este caso ¡eh! Sé
positivamente que no es el nuestro quien le interesa, sino un rubio doncel de
Ferrara de carrillos inflamados. Del séquito del cardenal ferrarense, espero
que esto te tranquilice en cuanto que preceptor Michelagnolo.
Comprendió. El día de la Farnesina, sería la última
vez en que viera la pureza en la sonrisa de aquel rostro plano, que tanto se le
parecía.
Unas semanas después estaban todos celebrando el
funeral en la iglesia del Aracoeli.
—Parece removida la losa —comentó Nelo al oído de
Tomás, con la vista fija en la tumba de mármol—. ¿Crees que habrán dejado
descansar ahí otro cuerpo torturado?
—¿De dónde has sacado eso? No, no creo. Mmm... Me
imagino que será fácil hacer desaparecer el cadáver en una de esas emocionantes
fosas y catacumbas que nos ha legado la antigüedad, donde nadie está tan loco
de aventurarse ¿a ti que te parece?
A la salida, cuando llegó la hora de los pésames, el
banquero Brachi apoyó su cabeza en el pecho de Miguel Ángel durante varios
minutos. Pero cualquiera de los espectadores se dio cuenta de que no es que
sintiera pena por el muerto, su sobrino Cechino Brachi, sino que pretendía que
el maestro le esculpiera un mausoleo. Cechino había sido una de esas
embarazosas amistades de Miguel Ángel con gran entusiasmo de la familia, porque
para los fuorosciti el único Dios es el interés. Pero el artista debió de
considerar bien pagado ese amor con el poema que ahora lucía en letras de
mármol sobre la tumba del joven, salvo que se interpreten de otra forma sus
palabras:
—Un poema llegará mejor hasta los cielos, que es donde ahora mora el alma del pobre Cechino ¿no crees, Brachi?
Al menos Cechino tenía una tumba. En cuanto a Michelagnolo, de no ser por una de esas casualidades de la vida, Nelo jamás se hubiera enterado de su destino. Es lógico; el Volterra era ahora una emanación de Miguel Ángel como siempre había deseado; una obra más de su taller. Por lo que a él hacía, el maestro podía disponer de él y las personas de su entorno como más gustara. Pero esta historia había diseminado semillas de rencor en su alma, semillas que jamás deberían germinar si es que Nelo no quería arriesgar la ruina de su Segunda Vida, una vida por siempre, siempre, siempre, por toda la eternidad.
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