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Illa de Ons, praia Area dos cans |
1.-LOS INCENDIOS FORESTALES
2.-BIENES PRIVATIVOS DE LOS NOVIOS
3.-THE SWIMMING MUMMY (CAPÍTULO 10)
1.-LOS INCENDIOS FORESTALES
Ciñéndome a Galicia (y bajo la inspiración del profesor Barreiro) los incendios forestales son un fenómeno normal del estío y no hay ni que pensar en que no se reproduzcan el año que viene, y el siguiente, y el siguiente, etc.
El acabamiento de esta plaga bíblica es posible, pero requiere acometerse a largo plazo y conociéndonos, seamos serios, no se hará nunca. Como en Suiza o en Australia, habría que racionalizar el bosque, privarlo de su carácter actual de artefacto explosivo. Lo primero, suprimir cientos de miles de hectáreas (el estado natural de Galicia no es el de ser un bosque descomunal), quizás mediante quemas controladas, como en Australia. Lo segundo, estableciendo los perímetros de protección (kilométricos) de las zonas habitadas, vías de comunicación, industrias, etc. La prohibición de la dejadez forestal vendría a continuación: pensemos en las infinitas fincas cuyos propietarios se abstienen de todo control o laboreo, dejando a la naturaleza el papel de crear biomasa vendible. Si arde, ya pagarán los trabajos de extinción los impuestos del vecino. Creo que la actividad económica al respecto debe estar condicionada a un Seguro obligatorio de extinción, sea a cargo del vendedor o del comprador. En fin, tal vez sea ocioso repetir aquí estas cosas que todos tenemos en mente con la certeza de que nunca se hará nada al respeco.
Plagiando al profesor Barreiro, no hace falta enviar cámaras a los incendios del final del verano: las imágenes de un año sirven para otro, cambiándo el texto y la data. Este año, por ejemplo, el locutor podría añadir a las espectaculares filmaciones de los fuegos de 1985, 1989, 2006, la novedad de las trifulcas políticas.
(*) Sí, "población forestal", no "repoblación", como se dice. La Galicia histórica no era un bosque infinito, como se aprecia en los cuadros de Sotomayor; los verdes castros están tapizados de hierba, no de pinos y eucaliptus.
P.D.-No me resisto a reproducir la información que trae hoy La Voz de Galicia, expresiva de la población (no repoblación) o conquista (no reconquista) de la casi la totalidad del suelo de Galicia por el bosque, allá donde no existan edificios ni infraestructuras, pero apretujándolos. Dadas las circunstancias bioclimáticas de nuestro país, es de esperar que en sucesivos años se produzcan incendios ya "en serio" (no como los de estos años), de estilo australiano. Extraña que nadie, ni los más "progresistas", haya pedido las quemas controladas de grandes extensiones. Así, vamos al brasero; aquí el absentismo generalizado de los propietarios equivale a acumulación de combustible en la chimenea.
2.-BIENES PRIVATIVOS DE LOS NOVIOS
Circula por las redes una extraña información que viene a decir algo así como "Si compras un piso como soltero, te casas en gananciales y se convierte en la vivienda habitual, el piso pasa a ser ganancial desde el día de la boda". La noticia se atribuye a una notaria, aunque estoy convencido de que la tergiversación se debe atribuir al ánimo sensacionalista del periodista que ha confeccionado el titular. La verdad es que si compras un piso como soltero y te casas en gananciales, el piso sigue siendo privativo del ex-soltero y no se convierte en ganancial. La especialidad consiste en que, para disponer del domicilio conyugal, hace falta el consentimiento del cónyuge no-dueño o, en su defecto, autorización judicial y que basta manifestar que "no" constituye tal domicilio, para que sea innecesario tal consentimiento o autorización. La manifestación errónea o falsa sobre si constituye o no domicilio, no perjudica al comprador de buena fe, que mantiene su adquisición.
Quede claro pues, especialmente para temas sucesorios, que lo privado sigue siendo privado y no se convierte en ganancial.
3.-THE SWIMMING MUMMY (CAPÍTULO 10)
Gipini cumplió su
parte del trato. Dukakis, consignatario de la Compañía Peninsular y Oriental,
aceptó poner un cable al comodoro Fraser comunicando que la suite, en principio
destinada a Gipini, sería ahora ocupado por madame
de Pompadour y su doncella. Chélu, agente del Credit Lyonnais, puso más
dificultades: desembolsó 15.000 francos en billetes pequeños, sí, pero exigió a
cambio que pignorase la cuenta López. O sea, los fondos mejicanos. Por último,
el grand apparat fue conducido al
aviario de teja belga por cuatro botones del Shepeard en un sarcófago
ptolemaico de madera de balsa. Son endiabladamente ligeros, mantienen fresca la
ropa, conservan incorruptos los fiambres; por eso, casa Reichard los aconseja
encarecidamente a su distinguida clientela como embalaje para sus mejores
trajes y vestidos.
Gipini se dispuso a
esperar su recompensa en total tranquilidad y seguridad. A tal efecto, decidió
regalarse un día entero sentado en la terraza del Shepeard, viendo pasar la
vida. Holgazaneaban allí al tibio sol de la mañana, como en la cubierta de un buque,
oficiales ingleses tocados con salacot, turistas despellejados en uniforme
blanco y señoras con zapatos amarillos de gruesos tacones. ¿Qué aspecto tendría
el recadero? Seguro que la modista enviaría uno de sus inefables dragomanes de
fajín púrpura y bigotón. Y, a juzgar por lo que había dicho Piehl sobre el peso
de los ostraka, supuso que sería un tipo bastante fornido. Todo estaba en
avistarlo a tiempo por la Corniche y así tener preparados los cinco sous de propina: odiaba la típica escena
de andar revolviendo en los recovecos de los bolsillos, mientras un botones te
lanza ávidas miradas al tiempo que suplica: ¡bakish! Es más, estaba tan seguro
de que iba a recibir la entrega, que extrajo cinco de piezas de calderilla de
su cartera y las colocó sobre el velador. Ya sin otras obligaciones, se relajó
con el espectáculo que se ofrecía a sus ojos: carruajes delante de las cuales
corrían criados descalzos con manto rojo; niños muy serios con una puerta en la
cabeza y encima, una pirámide de hogazas; nobles embutidos en chaquetas
bordadas de filigrana de plata porteados en silla de manos; asnos solitarios
mordisqueando unas briznas entre el polvo; recuas de camellos reventados por el
peso de los bultos; oficiales de ordenes montados en níveos caballos árabes...
Cerca del mediodía creyó escuchar el cuerno de un mensajero. Era un toque grave
y largo. Demasiado. Era el viento. Parece
que nos lo tomamos con calma, madame. No se movió en todo el día excepto
para alguna necesidad líquida: desde aquel puesto elevado se domina el bosque
de palmeras por el que serpentea el camino de Bulaq. A primera hora de la
tarde, cayó en algo que le pareció de cajón. “¡Claro, lo enviará a lomos de un
jumento provisto de alforjas de paja! ¡A estos vagos les dejas un ostraka en la
mano, les cae y lo atomizan!” De comida había cordero; estaba un poco bravío;
luego pidió un Pernod. Dos. Tres. Vale, doce. Acababa de ahogar un suspiro de
nerviosismo cuando ¡por fin! descubrió entre el jaleo a un auténtico pollino
con alforjas de paja. Llevaba unas cosas de madera atravesadas y detrás, en
otro burro, iba un señor, montado de espaldas, muy deprimido. Pero rebasaron el
hotel al trote. A veintitantos metros de la ribera los jenízaros armaron las
cosas de madera, una encima de otra, y las encastraron con un mazo. Resultó que
las cosas de madera eran una horca portátil. Luego, los jenízaros colgaron al
señor deprimido. Ya a última hora, los snobs de chaqueta blanca y pajarita
empezaron a mover sillas para ver el famoso crepúsculo local. Trata de calmarte,
Gastón, no te impacientes. Probablemente necesitará más de un día para poner a
buen recaudo el plano. No se moviliza fácilmente una lasca de caliza de cierto
peso.
Al segundo día, el
gusano de la duda comenzó a corroerle. De cuando en vez cruzaban delante de
Gipini unos seres recubiertos de negro ropaje de los cuales apenas podía
distinguir los pies, delicados, calzados de rojas babuchitas. Mujeres veladas.
¿Sería alguna de ellas por fin Marie Latour? ¿Portaría el ostraka en su propio
regazo? Cada vez que la esperanza se frustraba, Gipini abría por un instante el
Times para demostrarse lo tranquilo que estaba; al poco lo cerraba; lo guardaba
bajo el brazo; seguía esperando con los brazos cruzados delante del estómago,
cada vez más ácido; con un rictus, cada vez más amargo. Los intervalos entre el
ciclo completo de los cuatro movimientos –desplegar el diario, plegarlo,
guardarlo, cruzarse de brazos- se volvieron cada vez más breves.
Al tercer día tuvo que reconocer: “Me ha
estafado. Como a un auvernés. ¡Merde!”. ¿Porque me ha hecho eso? ¡Dice que me
ama y mira tú que clase de besos! ¡Así son las mujeres! ¡Puro veneno! ¡Todas
putas! ¡Si por lo menos pudiese anular la prenda de López! Y podría ser peor,
ve tú a saber si le da por correr la bola. Mi prestigio, mi carrera… Creerán
que soy tonto. ¡Marie, cielo, entrégame lo que es mío!
Un blandengue,
¡basta ya de conmiseraciones! Ese no es tu carácter. No te queda más que una
salida y lo sabes. Los seres como yo no
recurrimos a la Justicia de los hombres ordinarios, nos la hacemos a nosotros
mismos. Algunos personajes menores deben desaparecer para que la Obra, la
obra maestra que es la Vida, continue en un nuevo escenario.
Inició una marcha
sin sentido por la calle Muski. No tenía muy claro lo que iba a hacer, pero sí
su objetivo: Vendetta. La venganza, si bien no cura del todo, al menos es un
lenitivo para el corazón pisoteado. Iba tan descompuesto que a menudo sucedía
que no se enteraba que un camello le venía por detrás hasta que ya tenía sus
belfos tocando el sombrero: Gipini prefería los de paja fresca, tipo hongo. El
camello, también. Una pregunta martilleaba su cerebro: ¿Por qué? Necesitaba una
respuesta, la necesitaba ahora, la necesitaba ya. De repente se hizo la luz.
—Ahora lo comprendo
todo. Entre Marie y el barón Below me han tendido una trampa. Está clarísimo,
nom de Dieu ¿no estaban juntos el día que la conocí, cuando me miró de aquella
forma tan seductora?
“El barón, su
amante, le dijo: yo no puedo pagarte esos caprichos en París. Pero aquí tenemos
un panoli que lo hará en encantado: solo tienes que dejar un lazo de tu vestido
escondido en el árbol maldito. Todo el mundillo de la arqueología sabe que vino
forrado de Méjico: sangrémosle. Luego, cuando tal vez te sientas cansada de la
vida de París, lo dejas con un palmo de narices y vuelves con tu cariñito
alemán”. Intentó forzar una risa de desprecio, pero lo que le salió más bien
parecía el débil graznido de un cuervo tiñoso.
—¡Puta, más que
puta! ¡Si quieres dinero, acuéstate con veinte al día! ¡Como todas!
En un santiamén
decidió, en términos generales, lo que hacer con Marie, pero le costó más
trabajo la elección del método más cruel. Desde la crucifixión con clavos o el
soterramiento en vida de las Vestales, los avances de la humanidad en la
materia han sido constantes. Aunque la verdadera habilidad consiste en que sean
otros los que se manchen las manos de sangre y sesos. Las distracciones le
hacían perder el hilo. Se estaba fijando con demasiada intensidad en los
movimientos de aquel camello. El animal se encorvaba para pasar por debajo de
los toldos mientras la carga, que colgaba a sus flancos, penetraba en las
pequeñas tiendas. De alguna forma, el movimiento serpenteante del camello
vehiculizó su pensamiento: “Mi venganza tiene que ser igual de astuta, tengo
que conseguir la misma maleabilidad que ese bicho jorobado. Me adaptaré a las
circunstancias para ajustar cuentas con Marie. Aquí tienen pasado cosas capaces
de helarle la sangre a cualquiera. Una más, simplemente hará temblar las carnes
a los encantados turistas ¿no? Hace años que ha pasado de moda ese rollo de la
momia que te persigue trastabillando los pasos por sus propias vendas. El
alemán no se irá tampoco de rositas. Veamos ¿qué tengo contra Below?” Sin
haberlo pergeñado del todo, comenzó a ejecutar su plan, como un autómata. En
una sombrerería compró un auténtico tarbuch. Comprendió entonces cual era el
propósito que había anidado en su pecho.
Estaba subiendo un
camino escarpado y acababa de sobrepasar una puerta en arco de herradura a la
que daban guardia dos soldados con polainas y fusiles de chispa. Miró a su
alrededor: en aquel lugar donde se concentran fortificaciones, palacios y
mezquitas, todos los funcionarios usan el tarbuch. Se tocó el suyo; en estos
asuntos es muy importante no llamar la atención. Estaba en la ciudadela de El
Cairo. Allí, en un discreto lateral, está el despacho del inspector Mark Kabis.
Gipini tenía conocimiento de la existencia del SASA, ya que en Egipto está
considerado de mal gusto un Secreto de Estado que no sea conocido por todo el
Mundo; a él le había llegado a través Makrizi (“Entre nosotros”). Traspasó
aquella puerta.
—¿El inspector
Kabis?
—¡Imbécil, déjeme
trabajar! Ah, es usía. Por favor, excelencia, déjeme adecentar un asiento.
Aquí... Que honor más inconmensurable.
—¿No me va a
preguntar qué es lo que quiero? —apartemos
cuanto antes este cáliz.
—¿Qué quiere un
catedrático del Collége de este humilde policía?
—Vengo a poner una
denuncia...
—Pero aquí no, por
favor —Kabis se tocó las orejas mirando a los chupatintas—. Subamos a la
terraza. Por aquí. Tomará un coñac conmigo.
—Perdone, pero no
bebo —en pequeñas cantidades—. Me vale aquí, en el portal. Solo vengo a
formular una denuncia: el barón Von Below ha robado el cuchillo de obsidiana.
Puedo atestiguar el hecho de ciencia propia. Ha llegado a jactarse en mi
presencia de que tiene especialistas en cambiar las cosas de sitio. Conoce el
artículo del Débats ¿verdad?: “El cuchillo aporta una nueva interpretación
de la época de las pirámides, etc., etc.” Estaba destinado a ser la
estrella de
—No sabe, querido
Gipini, cuanto le agradezco que nos permitan perseguir a esos depredadores que
saquean el patrimonio de Egipto. ¡Pero qué demonios estoy diciendo! (…) Bueno,
en realidad los que roban son los felláhs —con esa vocecita infantil que tanto
odiaba, añadió— ¿Tiene pruebas?
—La pregunta es
¿quien cree que le abrió las puertas del Museo?
—Podría ser que se
las franquease el mismo con una ganzúa.
—Como poder, podría,
agente, es cierto. Pero usted que tiene espías por doquier ¿acaso no sabe quién
es su pupila?
—Monsieur, se pueden
saber cosas que no conviene sacar al exterior.
Enfurecido por
semejante pachorra de burócrata encallecido, Gipini le clavó unos ojos de fuego
y se dio media vuelta.
—Pero ¡no se vaya
tan pronto, excelencia! —Y no vuelva.
Gastón no escuchó
esas últimas palabras. Se alejó a grandes zancadas. Mientras descendía por el
empinado camino que baja de la ciudadela veía a sus pies el mar de casas;
detrás las ruinas del acueducto de El Cairo; más allá la faja azul del Nilo
silueteada por el verde de los palmerales; entre la neblina, la llanura del
Delta. Estiró el cuello: “Lástima de país estropeado por el carácter apático de
sus moradores. ¡Serán insolentes! Hace… nada, mil, cinco mil años, aun usaban
instrumentos de piedra y ahora ¡pretenden hacer alta política! ¡Dieu
Tuitpuissant!” Aún le duraba el sofoco. Este Kabis era ¡el colmo de la
indelicadeza! ¡Depredadores! ¡Como si los franceses fueran los invitados a un
banquete! Francia, en materia de egiptología, ejerce un derecho propio. Después
de aquello, no le quedó más remedio que marcharse dando un portazo. ¡Que
metedura de pata!
¡Que metedura de
pata!, pensó Kabis mientras desde la terraza veía alejarse sendero abajo a
Gipini. “Solo me faltó añadir: gracias por ayudarme a combatir a esos
presuntuosos franceses como usted”.
¿Qué sentido tenía esa denuncia que acababa de
presentarle? Sí, sin duda, si iba con la historia a lord Duftering, retiraría
la licencia al alemán. Britania lo deseaba aún más que el estirado profesor. En
cuanto a la madame que le había metido en problemas, mejor sería que empezase a
correr ya mismo. Antes de que la matase, ese tipo de personas tiene en más a
sus gallinas que al menos le sirven para llenar el puchero.
Pero ¿Egipto que sacaba de todo eso?
A Kabis le vino a
mientes el informe presentado por el agente Fernández. Gipini había restituido
el vestido grand apparat a Marie Latour y la única razón válida para hacerlo es
que estaba perdidamente enamorado. ¡Gipini y Below eran rivales amorosos! Estaban
claros los motivos de la visita.
—¡Magnífico! —se
dijo entre un trago y otro de curaçao bleu, los ojos fijos en la hermosura del
paisaje nacional—. Los colonialistas están empezando a destrozarse entre sí.
“La parte mala es
que esto representa trabajo duro. Se derrumba mi teoría de que ha sido el
propio Latour quien escondió el cuchillo para eviscerar a Gipini y absorber por
vía alimenticia sus conocimientos. ¿Cómo se me ocurrirán tales desatinos? Lo
malo es que la hermosa instrucción que me ha dado el jefe Ismet, la más bella
que un funcionario puede recibir (¡no haga nada!), decae por sí misma. Habrá
que investigar de nuevo el affaire. El primer paso será interrogar a Below”.
Encaminó sus pasos
al hotel Nile, siguiendo la margen del río. El lodo estaba reseco, en espera
ansiosa de la crecida anual. Los saduf bombeaban agua desde la lejana corriente
movidos por un señor en pañales con el que, palos, capacho y contrapeso, parecían
formar un todo unitario. Frente a la fuente del pilón presenció un drama. Una
paloma de gran buche blanco se refrescaba en el charco. De repente cayó del
cielo un halcón de negro antifaz. De inmediato atizó una picotada al buche, que
se tiñó de sangre. La presa no se movió. Kabis comprendió que la paloma era
coja. Tampoco se apresuró el halcón: balanceó la cabeza a un lado y a otro para
ver qué opinaba monsieur Kabis. Se produjo una suspensión del tiempo y la
acción: el halcón se tomó su tiempo, ensimismado por su increíble buena suerte;
la propia paloma congelada en el tiempo, inmóvil, estaba estupefacta de que se
pudiera desafiar su belleza con tanto desparpajo. Luego vino la carnicería, el
volar de plumas, de trozos de carne blanca y el salpicar de gotas de sangre que
resbalaban por el ferruginoso pilón. Kabis respiró hondo: la naturaleza es tan
sabia, que ha previsto su particular sala de torturas. Al poco, divisó los
afilados mástiles de tres falukas que se inclinaban entre lo azul; entonces
supo que estaba llegando a su destino.
Cuando Kabis se
personó en el almacén de Below se sorprendió al ver que la cerca del hotel
había sido tomada por una bandada de fellahs. Pronto advirtió que aquella
actividad tenía por objeto deshacerse de la mercancía en unas lanchas, por la
parte que da al río. A la postre cayó en la cuenta de que su presencia se había
interpretado como el preludio de una redada.
—¿No pueden estarse
quietos? —dijo Kabis a Von Below que caminaba hacia él, seguido por una bandeja
con piernas conteniendo café, té y pastas. Añadió—: le juro, le puedo jurar
barón, que nada más lejos de mis intenciones que ponerme a hacer un registro en
este momento.
—Es por higiene
laboral —respondió éste—, prefiero que descarguen el almacén cada vez que vean
un policía. Los fellahs no entienden las instrucciones con variables.
Kabis apreció que la
bandeja era llevada por un niño en galabiya. Como el varón estaba agarrado de
una tos potente y profunda, e incluso le pareció que un estornudo le había
hecho saltar un diente, se propuso no beber ni un sorbo. Tomó aire de lado y
dijo:
—Se ha formulado
contra usted una grave acusación. Deberá comparecer ante el tribunal consular.
—¿Ha perdido la
razón, Kabis? Si el propio Service des Antiquités tiene una Sala de Ventas en
la que se puede adquirir desde una momia de faraón hasta una esfinge. Le voy a
responder como Francisco I cuando el papa repartió el mundo entre España y
Portugal: ¿En qué parte del Santo Evangelio dice que el buen Dios negó a los
alemanes parte alguna en el reparto del antiguo Egipto y se lo dio todo a los
franceses y a los ingleses?
Los fellahs al ver
que no se trataba de un asunto urgente se habían quedado inmóviles y observaban
a la pareja a prudente distancia. El lugar era un abigarramiento de objetos
arqueológicos que se amontonaban hasta superar en algunos puntos las dos vigas del
techo. Kabis abrió los brazos con las manos abiertas y dijo:
—Esta vez se trata
de algo grave, barón. Va a ser expulsado de Egipto, privado de su licencia. No
se trata de un asunto del artículo 1º del decreto de protección de antigüedades
(excavación ilegal). Se le acusa de contravenir el artículo 3º.
—¿El 3º, robar en un
Museo? ¿Me va a decir todo eso mientras se come tranquilamente mis pastas y su
barbilla chorrea mí café?
—No hace falta
ponerse maleducado —el alemán estaba siendo injusto con él. Su prudencia había
llegado al extremo de, ni tocar la taza, ni mentar a Mme. Latour para evitar
complicaciones diplomáticas.
—¿Y según el SASA
para que haría yo eso?
—Va a vender el
cuchillo de obsidiana...
—¡Con que se trata
del cuchillo! Empiezo a comprender...
—...a Rostovich y
Pagnon.
—Diga Kabis ¿qué es
lo que cree saber?
—Ha desaparecido ¿le
parece poco? Usted nos tiene acostumbrados a…
—Lo sé, lo sé. Todos
hemos visto su cerquillo en el terciopelo. Pero no pensaría... Ah, ahora
entiendo. Por Dios, inspector. ¿Cómo puede acusarme de eso? Piense, reflexione,
discurra: ¿Ha denunciado el robo alguien?
—Bueno hoy Gipini ha
presentado una denuncia formal.
—Hoy. El robo data
de hace tiempo. Dígame, ¿en la policía han recibido alguna denuncia del
Service?
—No, bueno... no.
—Se da cuenta de lo
que quiere decir eso ¿no es cierto?
—-Por supuesto! ¿Me
toma por tonto? —dijo Kabis. El corro de los fellahs se había estrechado; sus
rostros, clavados en él, expresaban impaciencia: ¿hasta cuándo va a estar aquí
este policía fastidiándonos los jornales?
—¿Se le ofrece algo
más, Kabis? (...) Que tenga un buen día.
El inspector se
alejó a paso ligero mientras mordía las uñas furiosamente. Sentía un agudo
dolor en los pulpejos. “Se da cuenta de lo que quiere decir eso?”, le había
espetado el barón de una manera tan directa que le pareció que, responder que
“no” arruinaría su fama de astuto
detective. Estaba atravesando las cubetas de los Tintoreros de Kan el
Kalili pero ni siquiera captaba el olor a orines: a trompicones con los
viandantes, sólo atendía a sus uñas. “Piensa, Mark, si Latour no lo denuncia
¿cuál puede ser el motivo? (...) ¡Dios mío, soy completamente idiota! Está
claro como el agua, la causa tiene que ser porque ha sido el propio Latour
quien se ha robado a sí mismo. Se dispone a cometer un crimen espeluznante.
¡Merde! he quedado como un idiota ante ese Below”.
Lo que tampoco
tendría mucha importancia, pues sería la última vez que lo viera con vida.
Antes de volver a su
oficina decidió dar una vuelta por Bulaq. El Mamur estaba invisible, presa de
una de sus periódicas crisis, pero Petit no tuvo el menor empacho en reconocer
que el cuchillo predinástico estaba a buen recaudo, aunque no se le podía inspeccionar
porque, al parecer, había viajado a París.
—Después de lo que
ha dicho el Débats ¿se imagina si nos
presentamos en la Exposición sin el cuchillo? ¡Está en los carteles! Cuando el
público sepa para que sirve, atraerá multitudes ansiosas de experimentar en el
espinazo ese delicioso sentimiento de terror ancestral.
—Pero ¿quién le ha
ordenado embalar esa pieza? Tengo entendido que ha sido la primera y, de
momento, la única.
—Oiga, ha sido mi
decisión personal. No soy el criado de nadie. ¿Es que no me cree?
—Hombre, reconozca
que hasta ahora solo le hemos visto llevando el maletín al Mamur.
—Espere unos años y
verá si soy el maletero de nadie.
—Entonces, si no ha
sido por orden del jefe, me gustaría saber exactamente porqué ha separado esa
pieza de la colección permanente.
—Tenga en cuenta que
es un objeto transportable con facilidad. Imagine que una señora se lo mete
entre la ropa ¿iba a dejar registrarse por un nativo?
A Kabis le pareció
un argumento razonable. Al menos tan razonable como la otra posibilidad, la
terrible.
Cuando el inspector
Kabis se hubo marchado, Below se arrojó a su vez por la ruta de Bulaq. ¡Gipini
había tenido la desfachatez de denunciarlo ante el tribunal consular! En
veinticinco años de estancia en Egipto jamás nadie le había perdido tanto el
respeto. Podía hacerle daño donde más le dolía. Y se lo iba a hacer.
Se cruzó con el
doctor Rocadimonte al que puso al corriente de la ofensa que había recibido.
Éste lo debió de ver tan fuera de sí, que le preguntó:
—No irá a cometer
una locura.
—Voy a ver a Latour.
—No puede. Tiene una
fiebre atroz y acaba de vomitar sangre.
—Voy a ver a Latour.
Cuando llegó se dio
la fortuna de que, como iba algo mejor, lo habían transportado a la chaise
longue del jardín, a la sombra del granado. Below se lanzó en línea recta,
sostenido en sus últimas y declinantes energías de tísico con el alimento del
dolor punzante que iba a infligir a su odiado diabético.
François no se
amilanó y la espetó de buenas a primeras:
—¿Me harías el favor
de pedirle a reis Hamzaöui que me acerque mi pistola? Es para matar una rata —temblaban
sus labios.
—¡Por favor! ¡Un
poco de savoir faire! Sea lo que fuere lo pasado entre nosotros, siempre hubo
un poso se camaradería entre arqueólogos de los Tiempos Heroicos. Creo mi deber
avisarte de que existe una conspiración.
El Director se
percató enseguida de que su rival fingía de entrada un semblante educado para
acentuar la dureza del golpe posterior. Resolvió anticiparse; no hay nada que
fastidie más que, que te den la baza por ganada, cuando tienes cuatro ases en
la mano:
—¡Qué bello gesto
meisterlich! Vienes a avisarme de que Gipini me pone los cuernos. Me derrite la
gratitud, maestro.
—Tienes razón,
François, desgraciadamente lo que dicen es cierto, los he visto. Pero, con ser
grave lo que hacían, lo que más me preocupó fue lo que decían.
—Déjame en paz,
quieres, a quien le importan tus cosas.
—Estamos hablando de
una conspiración en toda regla, no de un par de tortolitos que se hacen
arrumacos. Ella se presentará en París con apoyo económico de Gipini: pasajes,
vestimenta adecuada, doncella, dinero de bolsillo, etc. Una vez allí, en el
Pabellón egipcio, no te quedará más remedio que reconocerla como legítima
esposa so pena de un terrible escándalo. De todas formas, estarás acabado; un
caballero no se compromete con el servicio… por darle un nombre bonito. Pero no
está todo perdido. Esto, que parece un inconveniente, es una gran ventaja,
aunque reconozco que es algo indelicado el tratarlo de frente. Pero entre
hombres de Mundo… Hay personas que no existen, porque ni están registradas en
el consulado inglés, ni en el consulado general francés, ni en ninguna parte.
Si les pasa algo es como si le pasase a un pato o a una gallina, no sé si se me
entiende.
—Pues cuando lo del
coronel hubo investigaciones que duraron años, lord Duftering ni siquiera me
deja en paz a día de hoy.
—¿Acaso me han
enchironado alguna vez a pesar de todo lo que he robado? Tómatelo con calma, lo
fácil será el achacar a cualquiera el haber estrenado el cuchillo en su
garganta. Yo mismo he sido formalmente acusado del robo por el inspector Kabis
y, si siendo el principal sospechoso de darle uso (¡un prusiano!), no me
preocupo, ¿Por qué ibas a hacerlo tú?
—¿Preocuparme por un
crimen que aun no ha sido cometido? ¿Deliras?
—Somos hombres de
honor, François, habremos tenido nuestros rifirrafes pero no podemos dejar de
serlo. Si quieres lo hago yo, si quieres lavo yo tu honra —abofeteado por el
insulto, la boca de Latour se convirtió en una línea púrpura.
El de la flor en la solapa es basura, pero me viene con algo que yo ya sabía antes de que me lo dijera: Ha llegado la hora de las decisiones difíciles.
Latour se quitó las gafas negras y dejó asomar esos ojos desvaídos, salientes como los de un camaleón. Esos ojos que hacían exclamar a sus subordinados: "Ahí está el señor de la tormenta, el Mamur". Unos segundos después, aquellos faros glaucos, blanqueados por la amaurosis, se abrieron desmesuradamente al tiempo que apretaba los puños. El anciano parecía estarse esforzando en hacer concebible una maldad inimaginable. Algo tan espeluznante que, sólo a la enfermedad podía atribuirse el deleite que le causaba, simplemente, el imaginárselo.
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