lunes, 25 de agosto de 2025

THE SWIMMING MUMMY (CAPÍTULO 10)

Illa de Ons, praia Area dos cans


1.-LOS INCENDIOS FORESTALES

2.-BIENES PRIVATIVOS DE LOS NOVIOS

3.-THE SWIMMING MUMMY (CAPÍTULO 10)


1.-LOS INCENDIOS FORESTALES

Ciñéndome a Galicia (y bajo la inspiración del profesor Barreiro) los incendios forestales son un fenómeno normal del estío y no hay ni que pensar en que no se reproduzcan el año que viene, y el siguiente, y el siguiente, etc.

A medida que los campos se fueron abandonando por el ser humano y los labradores se metamorfosearon en pensionistas, nuestra tierra fue convertida en un bosque exhaustivo, abrumador. Rodeando las casas, cercando la aldeas, medianeando las habitáculos de los residentes numantinos que aun no se han ido, superpuesto a las vías ferroviarias, autopistas y carreteras. Con la misma normalidad que la muerte en hospital y por triste que sea, hay que esperar todos los años, en su época, las muertes por fuego. Descansen en paz. Hay tres promotores, básicamente, de esta transformación ígnea del paisaje, acaecida en el siglo pasado: uno, los ciudadanos, a través del abandono de las tareas agrícolas y del hábitat rural; dos, el Estado, por medio de la población forestal de cerca del 80% de la geografía (*); por último, la actividad económica, por otra parte lícita, de las empresas pasteras, pues las "cortas" dan mucho dinero. 

El acabamiento de esta plaga bíblica es posible, pero requiere acometerse a largo plazo y conociéndonos, seamos serios, no se hará nunca. Como en Suiza o en Australia, habría que racionalizar el bosque, privarlo de su carácter actual de artefacto explosivo. Lo primero, suprimir cientos de miles de hectáreas (el estado natural de Galicia no es el de ser un bosque descomunal), quizás mediante quemas controladas, como en Australia. Lo segundo, estableciendo los perímetros de protección (kilométricos) de las zonas habitadas, vías de comunicación, industrias, etc. La prohibición de la dejadez forestal vendría a continuación: pensemos en las infinitas fincas cuyos propietarios se abstienen de todo control o laboreo, dejando a la naturaleza el papel de crear biomasa vendible. Si arde, ya pagarán los trabajos de extinción los impuestos del vecino.  Creo que la actividad económica al respecto debe estar condicionada a un Seguro obligatorio de extinción, sea a cargo del vendedor o del comprador. En fin, tal vez sea ocioso repetir aquí estas cosas que todos tenemos en mente con la certeza de que nunca se hará nada al respeco.

Plagiando al profesor Barreiro, no hace falta enviar cámaras a los incendios del final del verano: las imágenes de un año sirven para otro, cambiándo el texto y la data. Este año, por ejemplo, el locutor podría añadir a las espectaculares filmaciones de los fuegos de 1985, 1989, 2006, la novedad de las trifulcas políticas. 


(*) Sí, "población forestal", no "repoblación", como se dice. La Galicia histórica no era un bosque infinito, como se aprecia en los cuadros de Sotomayor; los verdes castros están tapizados de hierba, no de pinos y eucaliptus.

P.D.-No me resisto a reproducir la información que trae hoy La Voz de Galicia, expresiva de la población (no repoblación) o conquista (no reconquista) de la casi la totalidad del suelo de Galicia por el bosque, allá donde no existan edificios ni infraestructuras, pero apretujándolos. Dadas las circunstancias bioclimáticas de nuestro país, es de esperar que en sucesivos años se produzcan incendios ya "en serio" (no como los de estos años), de estilo australiano. Extraña que nadie, ni los más "progresistas", haya pedido las quemas controladas de grandes extensiones. Así, vamos al brasero; aquí el absentismo generalizado de los propietarios equivale a acumulación de combustible en la chimenea.


2.-BIENES PRIVATIVOS DE LOS NOVIOS

Circula por las redes una extraña información que viene a decir algo así como "Si compras un piso como soltero, te casas en gananciales y se convierte en la vivienda habitual, el piso pasa a ser ganancial desde el día de la boda". La noticia se atribuye a una notaria, aunque estoy convencido de que la tergiversación se debe atribuir al ánimo sensacionalista del periodista que ha confeccionado el titular. La verdad es que si compras un piso como soltero y te casas en gananciales, el piso sigue siendo privativo del ex-soltero y no se convierte en ganancial. La especialidad consiste en que, para disponer del domicilio conyugal, hace falta el consentimiento del cónyuge no-dueño o, en su defecto, autorización judicial y que basta manifestar que "no" constituye tal domicilio, para que sea innecesario tal consentimiento o autorización. La manifestación errónea o falsa sobre si constituye o no domicilio, no perjudica al comprador de buena fe, que mantiene su adquisición.

Quede claro pues, especialmente para temas sucesorios, que lo privado sigue siendo privado y no se convierte en ganancial.  




3.-THE SWIMMING MUMMY (CAPÍTULO 10)


10-EL OSTRAKA DEL PLANO

 

Gipini cumplió su parte del trato. Dukakis, consignatario de la Compañía Peninsular y Oriental, aceptó poner un cable al comodoro Fraser comunicando que la suite, en principio destinada a Gipini, sería ahora ocupado por madame de Pompadour y su doncella. Chélu, agente del Credit Lyonnais, puso más dificultades: desembolsó 15.000 francos en billetes pequeños, sí, pero exigió a cambio que pignorase la cuenta López. O sea, los fondos mejicanos. Por último, el grand apparat fue conducido al aviario de teja belga por cuatro botones del Shepeard en un sarcófago ptolemaico de madera de balsa. Son endiabladamente ligeros, mantienen fresca la ropa, conservan incorruptos los fiambres; por eso, casa Reichard los aconseja encarecidamente a su distinguida clientela como embalaje para sus mejores trajes y vestidos.

Gipini se dispuso a esperar su recompensa en total tranquilidad y seguridad. A tal efecto, decidió regalarse un día entero sentado en la terraza del Shepeard, viendo pasar la vida. Holgazaneaban allí al tibio sol de la mañana, como en la cubierta de un buque, oficiales ingleses tocados con salacot, turistas despellejados en uniforme blanco y señoras con zapatos amarillos de gruesos tacones. ¿Qué aspecto tendría el recadero? Seguro que la modista enviaría uno de sus inefables dragomanes de fajín púrpura y bigotón. Y, a juzgar por lo que había dicho Piehl sobre el peso de los ostraka, supuso que sería un tipo bastante fornido. Todo estaba en avistarlo a tiempo por la Corniche y así tener preparados los cinco sous de propina: odiaba la típica escena de andar revolviendo en los recovecos de los bolsillos, mientras un botones te lanza ávidas miradas al tiempo que suplica: ¡bakish! Es más, estaba tan seguro de que iba a recibir la entrega, que extrajo cinco de piezas de calderilla de su cartera y las colocó sobre el velador. Ya sin otras obligaciones, se relajó con el espectáculo que se ofrecía a sus ojos: carruajes delante de las cuales corrían criados descalzos con manto rojo; niños muy serios con una puerta en la cabeza y encima, una pirámide de hogazas; nobles embutidos en chaquetas bordadas de filigrana de plata porteados en silla de manos; asnos solitarios mordisqueando unas briznas entre el polvo; recuas de camellos reventados por el peso de los bultos; oficiales de ordenes montados en níveos caballos árabes... Cerca del mediodía creyó escuchar el cuerno de un mensajero. Era un toque grave y largo. Demasiado. Era el viento. Parece que nos lo tomamos con calma, madame. No se movió en todo el día excepto para alguna necesidad líquida: desde aquel puesto elevado se domina el bosque de palmeras por el que serpentea el camino de Bulaq. A primera hora de la tarde, cayó en algo que le pareció de cajón. “¡Claro, lo enviará a lomos de un jumento provisto de alforjas de paja! ¡A estos vagos les dejas un ostraka en la mano, les cae y lo atomizan!” De comida había cordero; estaba un poco bravío; luego pidió un Pernod. Dos. Tres. Vale, doce. Acababa de ahogar un suspiro de nerviosismo cuando ¡por fin! descubrió entre el jaleo a un auténtico pollino con alforjas de paja. Llevaba unas cosas de madera atravesadas y detrás, en otro burro, iba un señor, montado de espaldas, muy deprimido. Pero rebasaron el hotel al trote. A veintitantos metros de la ribera los jenízaros armaron las cosas de madera, una encima de otra, y las encastraron con un mazo. Resultó que las cosas de madera eran una horca portátil. Luego, los jenízaros colgaron al señor deprimido. Ya a última hora, los snobs de chaqueta blanca y pajarita empezaron a mover sillas para ver el famoso crepúsculo local. Trata de calmarte, Gastón, no te impacientes. Probablemente necesitará más de un día para poner a buen recaudo el plano. No se moviliza fácilmente una lasca de caliza de cierto peso.

Al segundo día, el gusano de la duda comenzó a corroerle. De cuando en vez cruzaban delante de Gipini unos seres recubiertos de negro ropaje de los cuales apenas podía distinguir los pies, delicados, calzados de rojas babuchitas. Mujeres veladas. ¿Sería alguna de ellas por fin Marie Latour? ¿Portaría el ostraka en su propio regazo? Cada vez que la esperanza se frustraba, Gipini abría por un instante el Times para demostrarse lo tranquilo que estaba; al poco lo cerraba; lo guardaba bajo el brazo; seguía esperando con los brazos cruzados delante del estómago, cada vez más ácido; con un rictus, cada vez más amargo. Los intervalos entre el ciclo completo de los cuatro movimientos –desplegar el diario, plegarlo, guardarlo, cruzarse de brazos- se volvieron cada vez más breves.

 Al tercer día tuvo que reconocer: “Me ha estafado. Como a un auvernés. ¡Merde!”. ¿Porque me ha hecho eso? ¡Dice que me ama y mira tú que clase de besos! ¡Así son las mujeres! ¡Puro veneno! ¡Todas putas! ¡Si por lo menos pudiese anular la prenda de López! Y podría ser peor, ve tú a saber si le da por correr la bola. Mi prestigio, mi carrera… Creerán que soy tonto. ¡Marie, cielo, entrégame lo que es mío!

Un blandengue, ¡basta ya de conmiseraciones! Ese no es tu carácter. No te queda más que una salida y lo sabes. Los seres como yo no recurrimos a la Justicia de los hombres ordinarios, nos la hacemos a nosotros mismos. Algunos personajes menores deben desaparecer para que la Obra, la obra maestra que es la Vida, continue en un nuevo escenario.

 

Inició una marcha sin sentido por la calle Muski. No tenía muy claro lo que iba a hacer, pero sí su objetivo: Vendetta. La venganza, si bien no cura del todo, al menos es un lenitivo para el corazón pisoteado. Iba tan descompuesto que a menudo sucedía que no se enteraba que un camello le venía por detrás hasta que ya tenía sus belfos tocando el sombrero: Gipini prefería los de paja fresca, tipo hongo. El camello, también. Una pregunta martilleaba su cerebro: ¿Por qué? Necesitaba una respuesta, la necesitaba ahora, la necesitaba ya. De repente se hizo la luz.

—Ahora lo comprendo todo. Entre Marie y el barón Below me han tendido una trampa. Está clarísimo, nom de Dieu ¿no estaban juntos el día que la conocí, cuando me miró de aquella forma tan seductora?

“El barón, su amante, le dijo: yo no puedo pagarte esos caprichos en París. Pero aquí tenemos un panoli que lo hará en encantado: solo tienes que dejar un lazo de tu vestido escondido en el árbol maldito. Todo el mundillo de la arqueología sabe que vino forrado de Méjico: sangrémosle. Luego, cuando tal vez te sientas cansada de la vida de París, lo dejas con un palmo de narices y vuelves con tu cariñito alemán”. Intentó forzar una risa de desprecio, pero lo que le salió más bien parecía el débil graznido de un cuervo tiñoso.

—¡Puta, más que puta! ¡Si quieres dinero, acuéstate con veinte al día! ¡Como todas!

En un santiamén decidió, en términos generales, lo que hacer con Marie, pero le costó más trabajo la elección del método más cruel. Desde la crucifixión con clavos o el soterramiento en vida de las Vestales, los avances de la humanidad en la materia han sido constantes. Aunque la verdadera habilidad consiste en que sean otros los que se manchen las manos de sangre y sesos. Las distracciones le hacían perder el hilo. Se estaba fijando con demasiada intensidad en los movimientos de aquel camello. El animal se encorvaba para pasar por debajo de los toldos mientras la carga, que colgaba a sus flancos, penetraba en las pequeñas tiendas. De alguna forma, el movimiento serpenteante del camello vehiculizó su pensamiento: “Mi venganza tiene que ser igual de astuta, tengo que conseguir la misma maleabilidad que ese bicho jorobado. Me adaptaré a las circunstancias para ajustar cuentas con Marie. Aquí tienen pasado cosas capaces de helarle la sangre a cualquiera. Una más, simplemente hará temblar las carnes a los encantados turistas ¿no? Hace años que ha pasado de moda ese rollo de la momia que te persigue trastabillando los pasos por sus propias vendas. El alemán no se irá tampoco de rositas. Veamos ¿qué tengo contra Below?” Sin haberlo pergeñado del todo, comenzó a ejecutar su plan, como un autómata. En una sombrerería compró un auténtico tarbuch. Comprendió entonces cual era el propósito que había anidado en su pecho.

Estaba subiendo un camino escarpado y acababa de sobrepasar una puerta en arco de herradura a la que daban guardia dos soldados con polainas y fusiles de chispa. Miró a su alrededor: en aquel lugar donde se concentran fortificaciones, palacios y mezquitas, todos los funcionarios usan el tarbuch. Se tocó el suyo; en estos asuntos es muy importante no llamar la atención. Estaba en la ciudadela de El Cairo. Allí, en un discreto lateral, está el despacho del inspector Mark Kabis. Gipini tenía conocimiento de la existencia del SASA, ya que en Egipto está considerado de mal gusto un Secreto de Estado que no sea conocido por todo el Mundo; a él le había llegado a través Makrizi (“Entre nosotros”). Traspasó aquella puerta.

 

—¿El inspector Kabis?

—¡Imbécil, déjeme trabajar! Ah, es usía. Por favor, excelencia, déjeme adecentar un asiento. Aquí... Que honor más inconmensurable.

—¿No me va a preguntar qué es lo que quiero? —apartemos cuanto antes este cáliz.

—¿Qué quiere un catedrático del Collége de este humilde policía?

—Vengo a poner una denuncia...

—Pero aquí no, por favor —Kabis se tocó las orejas mirando a los chupatintas—. Subamos a la terraza. Por aquí. Tomará un coñac conmigo.

—Perdone, pero no bebo —en pequeñas cantidades—. Me vale aquí, en el portal. Solo vengo a formular una denuncia: el barón Von Below ha robado el cuchillo de obsidiana. Puedo atestiguar el hecho de ciencia propia. Ha llegado a jactarse en mi presencia de que tiene especialistas en cambiar las cosas de sitio. Conoce el artículo del Débats ¿verdad?: “El cuchillo aporta una nueva interpretación de la época de las pirámides, etc., etc.” Estaba destinado a ser la estrella de la Exposición Universal. Lo que pasa es que Below no me quiere entregar esa obsidiana porque ha decidido vender el cuchillo por una millonada a Rostovich y Pagnon, antes o después de su uso. Corra, dese prisa antes de que pase algo.

—No sabe, querido Gipini, cuanto le agradezco que nos permitan perseguir a esos depredadores que saquean el patrimonio de Egipto. ¡Pero qué demonios estoy diciendo! (…) Bueno, en realidad los que roban son los felláhs —con esa vocecita infantil que tanto odiaba, añadió— ¿Tiene pruebas?

—La pregunta es ¿quien cree que le abrió las puertas del Museo?

—Podría ser que se las franquease el mismo con una ganzúa.

—Como poder, podría, agente, es cierto. Pero usted que tiene espías por doquier ¿acaso no sabe quién es su pupila?

—Monsieur, se pueden saber cosas que no conviene sacar al exterior.

Enfurecido por semejante pachorra de burócrata encallecido, Gipini le clavó unos ojos de fuego y se dio media vuelta.

—Pero ¡no se vaya tan pronto, excelencia! —Y no vuelva.

 

Gastón no escuchó esas últimas palabras. Se alejó a grandes zancadas. Mientras descendía por el empinado camino que baja de la ciudadela veía a sus pies el mar de casas; detrás las ruinas del acueducto de El Cairo; más allá la faja azul del Nilo silueteada por el verde de los palmerales; entre la neblina, la llanura del Delta. Estiró el cuello: “Lástima de país estropeado por el carácter apático de sus moradores. ¡Serán insolentes! Hace… nada, mil, cinco mil años, aun usaban instrumentos de piedra y ahora ¡pretenden hacer alta política! ¡Dieu Tuitpuissant!” Aún le duraba el sofoco. Este Kabis era ¡el colmo de la indelicadeza! ¡Depredadores! ¡Como si los franceses fueran los invitados a un banquete! Francia, en materia de egiptología, ejerce un derecho propio. Después de aquello, no le quedó más remedio que marcharse dando un portazo. ¡Que metedura de pata!

 

¡Que metedura de pata!, pensó Kabis mientras desde la terraza veía alejarse sendero abajo a Gipini. “Solo me faltó añadir: gracias por ayudarme a combatir a esos presuntuosos franceses como usted”.

 ¿Qué sentido tenía esa denuncia que acababa de presentarle? Sí, sin duda, si iba con la historia a lord Duftering, retiraría la licencia al alemán. Britania lo deseaba aún más que el estirado profesor. En cuanto a la madame que le había metido en problemas, mejor sería que empezase a correr ya mismo. Antes de que la matase, ese tipo de personas tiene en más a sus gallinas que al menos le sirven para llenar el puchero.

 Pero ¿Egipto que sacaba de todo eso?

A Kabis le vino a mientes el informe presentado por el agente Fernández. Gipini había restituido el vestido grand apparat a Marie Latour y la única razón válida para hacerlo es que estaba perdidamente enamorado. ¡Gipini y Below eran rivales amorosos! Estaban claros los motivos de la visita.

—¡Magnífico! —se dijo entre un trago y otro de curaçao bleu, los ojos fijos en la hermosura del paisaje nacional—. Los colonialistas están empezando a destrozarse entre sí.

“La parte mala es que esto representa trabajo duro. Se derrumba mi teoría de que ha sido el propio Latour quien escondió el cuchillo para eviscerar a Gipini y absorber por vía alimenticia sus conocimientos. ¿Cómo se me ocurrirán tales desatinos? Lo malo es que la hermosa instrucción que me ha dado el jefe Ismet, la más bella que un funcionario puede recibir (¡no haga nada!), decae por sí misma. Habrá que investigar de nuevo el affaire. El primer paso será interrogar a Below”.

Encaminó sus pasos al hotel Nile, siguiendo la margen del río. El lodo estaba reseco, en espera ansiosa de la crecida anual. Los saduf bombeaban agua desde la lejana corriente movidos por un señor en pañales con el que, palos, capacho y contrapeso, parecían formar un todo unitario. Frente a la fuente del pilón presenció un drama. Una paloma de gran buche blanco se refrescaba en el charco. De repente cayó del cielo un halcón de negro antifaz. De inmediato atizó una picotada al buche, que se tiñó de sangre. La presa no se movió. Kabis comprendió que la paloma era coja. Tampoco se apresuró el halcón: balanceó la cabeza a un lado y a otro para ver qué opinaba monsieur Kabis. Se produjo una suspensión del tiempo y la acción: el halcón se tomó su tiempo, ensimismado por su increíble buena suerte; la propia paloma congelada en el tiempo, inmóvil, estaba estupefacta de que se pudiera desafiar su belleza con tanto desparpajo. Luego vino la carnicería, el volar de plumas, de trozos de carne blanca y el salpicar de gotas de sangre que resbalaban por el ferruginoso pilón. Kabis respiró hondo: la naturaleza es tan sabia, que ha previsto su particular sala de torturas. Al poco, divisó los afilados mástiles de tres falukas que se inclinaban entre lo azul; entonces supo que estaba llegando a su destino.

 

Cuando Kabis se personó en el almacén de Below se sorprendió al ver que la cerca del hotel había sido tomada por una bandada de fellahs. Pronto advirtió que aquella actividad tenía por objeto deshacerse de la mercancía en unas lanchas, por la parte que da al río. A la postre cayó en la cuenta de que su presencia se había interpretado como el preludio de una redada.

—¿No pueden estarse quietos? —dijo Kabis a Von Below que caminaba hacia él, seguido por una bandeja con piernas conteniendo café, té y pastas. Añadió—: le juro, le puedo jurar barón, que nada más lejos de mis intenciones que ponerme a hacer un registro en este momento.

—Es por higiene laboral —respondió éste—, prefiero que descarguen el almacén cada vez que vean un policía. Los fellahs no entienden las instrucciones con variables.

Kabis apreció que la bandeja era llevada por un niño en galabiya. Como el varón estaba agarrado de una tos potente y profunda, e incluso le pareció que un estornudo le había hecho saltar un diente, se propuso no beber ni un sorbo. Tomó aire de lado y dijo:

—Se ha formulado contra usted una grave acusación. Deberá comparecer ante el tribunal consular.

—¿Ha perdido la razón, Kabis? Si el propio Service des Antiquités tiene una Sala de Ventas en la que se puede adquirir desde una momia de faraón hasta una esfinge. Le voy a responder como Francisco I cuando el papa repartió el mundo entre España y Portugal: ¿En qué parte del Santo Evangelio dice que el buen Dios negó a los alemanes parte alguna en el reparto del antiguo Egipto y se lo dio todo a los franceses y a los ingleses?

Los fellahs al ver que no se trataba de un asunto urgente se habían quedado inmóviles y observaban a la pareja a prudente distancia. El lugar era un abigarramiento de objetos arqueológicos que se amontonaban hasta superar en algunos puntos las dos vigas del techo. Kabis abrió los brazos con las manos abiertas y dijo:

—Esta vez se trata de algo grave, barón. Va a ser expulsado de Egipto, privado de su licencia. No se trata de un asunto del artículo 1º del decreto de protección de antigüedades (excavación ilegal). Se le acusa de contravenir el artículo 3º.

—¿El 3º, robar en un Museo? ¿Me va a decir todo eso mientras se come tranquilamente mis pastas y su barbilla chorrea mí café?

—No hace falta ponerse maleducado —el alemán estaba siendo injusto con él. Su prudencia había llegado al extremo de, ni tocar la taza, ni mentar a Mme. Latour para evitar complicaciones diplomáticas.

—¿Y según el SASA para que haría yo eso?

—Va a vender el cuchillo de obsidiana...

—¡Con que se trata del cuchillo! Empiezo a comprender...

—...a Rostovich y Pagnon.

—Diga Kabis ¿qué es lo que cree saber?

—Ha desaparecido ¿le parece poco? Usted nos tiene acostumbrados a…

—Lo sé, lo sé. Todos hemos visto su cerquillo en el terciopelo. Pero no pensaría... Ah, ahora entiendo. Por Dios, inspector. ¿Cómo puede acusarme de eso? Piense, reflexione, discurra: ¿Ha denunciado el robo alguien?

—Bueno hoy Gipini ha presentado una denuncia formal.

—Hoy. El robo data de hace tiempo. Dígame, ¿en la policía han recibido alguna denuncia del Service?

—No, bueno... no.

—Se da cuenta de lo que quiere decir eso ¿no es cierto?

—-Por supuesto! ¿Me toma por tonto? —dijo Kabis. El corro de los fellahs se había estrechado; sus rostros, clavados en él, expresaban impaciencia: ¿hasta cuándo va a estar aquí este policía fastidiándonos los jornales?

—¿Se le ofrece algo más, Kabis? (...) Que tenga un buen día.

El inspector se alejó a paso ligero mientras mordía las uñas furiosamente. Sentía un agudo dolor en los pulpejos. “Se da cuenta de lo que quiere decir eso?”, le había espetado el barón de una manera tan directa que le pareció que, responder que “no” arruinaría su fama de astuto detective. Estaba atravesando las cubetas de los Tintoreros de Kan el Kalili pero ni siquiera captaba el olor a orines: a trompicones con los viandantes, sólo atendía a sus uñas. “Piensa, Mark, si Latour no lo denuncia ¿cuál puede ser el motivo? (...) ¡Dios mío, soy completamente idiota! Está claro como el agua, la causa tiene que ser porque ha sido el propio Latour quien se ha robado a sí mismo. Se dispone a cometer un crimen espeluznante. ¡Merde! he quedado como un idiota ante ese Below”.

Lo que tampoco tendría mucha importancia, pues sería la última vez que lo viera con vida.

 

Antes de volver a su oficina decidió dar una vuelta por Bulaq. El Mamur estaba invisible, presa de una de sus periódicas crisis, pero Petit no tuvo el menor empacho en reconocer que el cuchillo predinástico estaba a buen recaudo, aunque no se le podía inspeccionar porque, al parecer, había viajado a París.

—Después de lo que ha dicho el Débats ¿se imagina si nos presentamos en la Exposición sin el cuchillo? ¡Está en los carteles! Cuando el público sepa para que sirve, atraerá multitudes ansiosas de experimentar en el espinazo ese delicioso sentimiento de terror ancestral.

—Pero ¿quién le ha ordenado embalar esa pieza? Tengo entendido que ha sido la primera y, de momento, la única.

—Oiga, ha sido mi decisión personal. No soy el criado de nadie. ¿Es que no me cree?

—Hombre, reconozca que hasta ahora solo le hemos visto llevando el maletín al Mamur.

—Espere unos años y verá si soy el maletero de nadie.

—Entonces, si no ha sido por orden del jefe, me gustaría saber exactamente porqué ha separado esa pieza de la colección permanente.

—Tenga en cuenta que es un objeto transportable con facilidad. Imagine que una señora se lo mete entre la ropa ¿iba a dejar registrarse por un nativo?

A Kabis le pareció un argumento razonable. Al menos tan razonable como la otra posibilidad, la terrible.

 

Cuando el inspector Kabis se hubo marchado, Below se arrojó a su vez por la ruta de Bulaq. ¡Gipini había tenido la desfachatez de denunciarlo ante el tribunal consular! En veinticinco años de estancia en Egipto jamás nadie le había perdido tanto el respeto. Podía hacerle daño donde más le dolía. Y se lo iba a hacer.

Se cruzó con el doctor Rocadimonte al que puso al corriente de la ofensa que había recibido. Éste lo debió de ver tan fuera de sí, que le preguntó:

—No irá a cometer una locura.

—Voy a ver a Latour.

—No puede. Tiene una fiebre atroz y acaba de vomitar sangre.

—Voy a ver a Latour.

 

Cuando llegó se dio la fortuna de que, como iba algo mejor, lo habían transportado a la chaise longue del jardín, a la sombra del granado. Below se lanzó en línea recta, sostenido en sus últimas y declinantes energías de tísico con el alimento del dolor punzante que iba a infligir a su odiado diabético.

François no se amilanó y la espetó de buenas a primeras:

—¿Me harías el favor de pedirle a reis Hamzaöui que me acerque mi pistola? Es para matar una rata —temblaban sus labios.

—¡Por favor! ¡Un poco de savoir faire! Sea lo que fuere lo pasado entre nosotros, siempre hubo un poso se camaradería entre arqueólogos de los Tiempos Heroicos. Creo mi deber avisarte de que existe una conspiración.

El Director se percató enseguida de que su rival fingía de entrada un semblante educado para acentuar la dureza del golpe posterior. Resolvió anticiparse; no hay nada que fastidie más que, que te den la baza por ganada, cuando tienes cuatro ases en la mano:

—¡Qué bello gesto meisterlich! Vienes a avisarme de que Gipini me pone los cuernos. Me derrite la gratitud, maestro.

—Tienes razón, François, desgraciadamente lo que dicen es cierto, los he visto. Pero, con ser grave lo que hacían, lo que más me preocupó fue lo que decían.

—Déjame en paz, quieres, a quien le importan tus cosas.

—Estamos hablando de una conspiración en toda regla, no de un par de tortolitos que se hacen arrumacos. Ella se presentará en París con apoyo económico de Gipini: pasajes, vestimenta adecuada, doncella, dinero de bolsillo, etc. Una vez allí, en el Pabellón egipcio, no te quedará más remedio que reconocerla como legítima esposa so pena de un terrible escándalo. De todas formas, estarás acabado; un caballero no se compromete con el servicio… por darle un nombre bonito. Pero no está todo perdido. Esto, que parece un inconveniente, es una gran ventaja, aunque reconozco que es algo indelicado el tratarlo de frente. Pero entre hombres de Mundo… Hay personas que no existen, porque ni están registradas en el consulado inglés, ni en el consulado general francés, ni en ninguna parte. Si les pasa algo es como si le pasase a un pato o a una gallina, no sé si se me entiende.

—Pues cuando lo del coronel hubo investigaciones que duraron años, lord Duftering ni siquiera me deja en paz a día de hoy.

—¿Acaso me han enchironado alguna vez a pesar de todo lo que he robado? Tómatelo con calma, lo fácil será el achacar a cualquiera el haber estrenado el cuchillo en su garganta. Yo mismo he sido formalmente acusado del robo por el inspector Kabis y, si siendo el principal sospechoso de darle uso (¡un prusiano!), no me preocupo, ¿Por qué ibas a hacerlo tú? 

—¿Preocuparme por un crimen que aun no ha sido cometido? ¿Deliras?

—Somos hombres de honor, François, habremos tenido nuestros rifirrafes pero no podemos dejar de serlo. Si quieres lo hago yo, si quieres lavo yo tu honra —abofeteado por el insulto, la boca de Latour se convirtió en una línea púrpura.

El de la flor en la solapa es basura, pero me viene con algo que yo ya sabía antes de que me lo dijera: Ha llegado la hora de las decisiones difíciles.

Latour se quitó las gafas negras y dejó asomar esos ojos desvaídos, salientes como los de un camaleón. Esos ojos que hacían exclamar a sus subordinados: "Ahí está el señor de la tormenta, el Mamur". Unos segundos después, aquellos faros glaucos, blanqueados por la amaurosis, se abrieron desmesuradamente al tiempo que apretaba los puños. El anciano parecía estarse esforzando en hacer concebible una maldad inimaginable. Algo tan espeluznante que, sólo a la enfermedad podía atribuirse el deleite que le causaba, simplemente, el imaginárselo.


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