SUMARIO:
1) EL DESAFECTO PRIVA DE LA LEGÍTIMA
2) IL BRAGUETTONE
1) EL DESAFECTO Y LA LEGÍTIMA
Una de las causas de desheredación de hijos, y sobre
todo de nietos, más a menudo invocada por los testadores es el desafecto: la
falta de relación, con frecuencia absoluta, que se concreta en la frase “ni me
felicitan la Navidad”. Si no quieren nada con nosotros, que tampoco se vaya de
rositas con lo nuestro, piensan los ancianos testadores. Algunos parlamentos
autonómicos son sensibles a esto, País Vasco y Aragón ya han legislado que sí
la voluntad es que alguno de los hijos o nietos no lleve nada, nada lleve. No
hace falta alegar ningún motivo: el afecto, o se tiene, o no se tiene. En
Cataluña, están en ello.
En Galicia se produce un curioso fenómeno: a los paisanos, les encanta el Derecho Civil, pero a sus representantes, les da repelús, por lo que no lo tocan y adecuan a los tiempos. En sus programas electorales, ni se les ocurre mencionarlo, no sea que les voten. A la vista de este panorama, quizá sean prácticas estas letras.
En relación al Derecho Común (Código Civil, aplicable
a la mayor parte de España pero no a Galicia y otras autonomías más o menos del
Norte, que tienen Derecho Especial), el Tribunal Supremo ha fallado que,
atendidas las circunstancias del caso concreto, podría encuadrarse el desafecto
en los malos tratos de obra, como crueldad psicológica, pero teniendo en cuenta
que no existe una nueva causa sistemática. Debe cualificarse con un
comportamiento especial, como por ejemplo, privar a los abuelos de la deseada
relación con los nietos, estar desaparecido cuando se produzca una grave
enfermedad o incluso el éxitus, etc.
¿Qué pasa en Galicia? Dada la vagancia del legislador,
habrá que espigar las leyes vigentes por ver si llegamos a alguna conclusión.
Anticipo que a mi juicio sí está regulado en nuestra norma el desafecto como
causa de privación de legítima. Es interesante a este respecto comparar la
regulación del deber de “alimentos entre parientes” en el Código Civil y en la
Ley de Galicia: no olvidemos que, en ambos cuerpos legales, la infracción de
este deber es causa clara de exclusión de hijos y descendientes.
En 1º lugar, veamos como opera esta causa de privación
de legítima en uno y otro territorio:
-263Ley Galicia (LG): “Haberle negado alimentos a la
persona testadora”
-853Código Civil (CC): “Haber negado, sin motivo
legítimo, los alimentos al padre o ascendiente que le deshereda”.
La diferencia salta a la vista. En Galicia, el hijo
que no atiende a su anciano padre, necesitándolo este, no puede alegar en su
descargo que recibió de su progenitor descuido o incluso malos tratos en su
infancia.
Yendo al tema concreto, es decir en que consistan los
tales “alimentos”, las diferencias son aún más notables.
142CC: “Se entiende por alimentos todo lo que es
indispensable para el sustento, habitación, vestido y asistencia médica”.
Comprenden asimismo la educación del menor de edad y los gastos de embarazo y
parto.
148LG: “La prestación alimenticia deberá comprender el
sustento, la habitación, el vestido, la asistencia médica, así como las ayudas
y cuidados, incluso los afectivos,
adecuados a las circunstancias de las partes”.
Parece que la privación afectiva que implican las
conductas pasotas, como pasarse años sin siquiera interesarse por la salud de
los padres/abuelos, felicitarles la Navidad o inasistir a entierros y
funerales, son causa de negación de alimentos por desafecto y, en consecuencia,
justifican la extinción del crédito legitimario. Podría alegarse que esta
definición de alimentos aparece bajo la rúbrica del “Vitalicio”, pero, bajo la
misma rúbrica, art. 149.2 se habla de la obligación legal de “alimentos”, con
esa misma denominación, y no parece aceptable que, en un mismo capítulo, se
utilice una misma palabra (alimentos) con significados distintos. El contenido
de los “alimentos” según el 148 es un mínimum, no habiendo problema en reforzarlo
convencionalmente.
De todas formas, el abogado que deba defender esa cláusula,
hará bien en completar su fundamentación con el maltrato psicológico que
representa, lo que no será nada difícil: pocas cosas más crueles que esa se pueden
infligir a uno de nuestros ciudadanos, una "causa" más frecuente de lo que parece.
2) IL BRAGHETTONE
Fue su mejor amigo, en este Mundo; y el peor enemigo de Miguel Ángel en la vida que a éste más importaba: la segunda, o sea la de la Fama. Daniele Riciarelli también ansiaba trascender; lo triste serán los motivos por los que lo conseguirá sintetizados en el alias de Il Braghettone. Empezamos aquí la publicación de este biopic por capítulos; según gusten más o menos, ya se verá hasta donde se estira la cuerda.
ÍNDICE
II.-Pongamos
al hombre frente a su infinita pequeñez.
IV.-Miguel Ángel frente al Papa-corpiño.
V.-¡Las putas de un burdel bajarían los ojos de vergüenza!
VI.-Michelagnolo
pierluigizado.
VII.-La Inquisición “a la española”.
VIII.-Buonarroti
peregrino a Compostela.
IX.-¡Que Miguel Ángel destruya el Juicio por su propia mano!
XI.-¿Arreglaríais
el Juicio si os lo ordena el Papa?
XII.-Miguel
Ángel tiende su emboscada.
XIII.-Que las pinturas obscenas sean destruidas.
XIV.-¡Has robado el corazón de Miguel Ángel!
XVI.-Acabemos con esto de una maldita vez.
XVII.-Siempre pensé que el final vendría de un caballo.
Pocos personajes históricos hay tan denigrados como Daniele Riciarelli, al que cualquier guía de la Capilla Sixtina llamará con desparpajo El Braguetón, por haber adecentado El Juicio Universal de Miguel Ángel, conforme al púdico mandato del Concilio de Trento. Hoy, tras la exposición llevada a cabo en la Casa Buonarroti (Daniele amico di Michelangelo), es también conocido no solo por su poderoso estilo artístico, precursor del manierismo, sino también por haber sido el alter ego de Miguel Ángel. En esta trama de intensidad creciente, se entrecruzan los destinos de dos hombres tímidos y dos mujeres extrovertidas (Miguel Ángel, Daniele, Vitoria Colona, Vicenta), en el centro mismo de los movimientos tectónicos que han dado lugar a la modernidad: Catolicismo, luteranismo, libertad, puritanismo, inquisición… Daniele (Nelo), el narrador-testigo, llega a Roma en 1527 desde su Volterra natal, obsesionado por el ideal renacentista de la inmortalidad, para lo que tiene muy claro que deberá arrimarse al “dios” Miguel Ángel. La obra explorará así la segunda parte de la vida del Buonarroti, deteniéndose en los grandes enigmas aun sin respuesta ¿se dejo seducir por el luteranismo?, sin desdeñar cuestiones –diríamos hoy- de la crónica rosa ¿a quien prefería en todos los sentidos, a Vitoria o a Tomaso de Cavalieri? El lector descubrirá aquí la obsesión por la fama de aquellos personajes, el pánico a la muerte y la vulgaridad casi cómica de algunas de sus reacciones, como las que provocó la llegada de Vicenta a aquel taller de hombres solos. La novela, rigurosamente histórica, apenas se permite una relajación en la creación de diálogos verosímiles, sobre los que ya advierte el narrador que mentirá con la mayor de las verdades.
En este panorama, un hecho terrible pondrá a prueba aquella amistad. En febrero de 1564 el Concilio de Trento ordena reformar los aspectos eróticos del Juicio Universal, la obra a que, más que ninguna otra, Miguel Ángel ha encomendado su Segunda Vida, la de la fama. Mientras buscan a un artista que se atreva a encargarse de ello, las delaciones y los atentados se sucederán entre los miembros del “clan Miguel Ángel”; de fondo humean las hogueras de la Inquisición. Daniele se verá abocado a una lucha interior entre Dios y dios. El dramático desenlace, en el que tendrá su papel un gran caballo, acabará con la vida de ambos amigos.
Sacco di Roma
Daniele
Riciarelli consiguió entrar por la puerta del Pópolo en el último segundo.
Interminables caravanas de carretas abandonaban la ciudad racarrunracarrán entre la caldosa niebla de mayo, mientras el lloro
de los niños ponía un contrapunto angustioso. Roma, hacia la que se abalanzaba
la horda de españoles y lansquenetes, estaba a punto de convertirse en el
Infierno en la Tierra. Hasta hoy, Nelo nunca se hubiera creído en posesión de
semejantes agallas: entrar cuando los demás salían. Bien entendido que tenía un
contrato con el maestro Perino del Vaga para hacer unos frescos en la iglesia
de San Marcelo y que muchos pintores jóvenes hubieran dado una pierna por no
perderse tan estupenda oportunidad. Pero en cuanto a él, Nelo Riciarelli, la
cosa era distinta: tenía un designio secreto. Desde pequeño había presentido
que estaba destinado a La Fama, y, para apresurar el cumplimiento de su
destino, había decidido arrimarse a Miguel Ángel Buonarroti en este preciso
instante. ¿Qué mejor recomendación que presentarse a compartir los sufrimientos
del genio cuando todos huyen? Pero antes de entrar en el divino taller debería
hacer méritos y ahí es donde encajaba el pintar un par de evangelistas para…
para… ¡O Dio! ¡El tal Perino!
Perino había acabado de cerrar con llave la puerta de
la iglesia de San Marcelo. En cuanto se le acercó, ojos brillantes y algo
sanguinolentos, Nelo se dijo que estaba sometido a una gran tensión. La boca,
con las comisuras dobladas hacia abajo, era la viva imagen del espanto. Lo más
escamante era la presencia de una recua de mulas junto a la escalinata cuyas
miradas sonrientes parecían seguir sus movimientos. ¡Vaya! ¡Estamos de mudanza!
Esperó a que Perino terminara de inspeccionarle, como
si buscase en su aspecto algo que justificara la lunática decisión de entrar en
una Roma que iba a ser arrasada por las tropas de Carlos V en pago de sus
atrasos. Al cabo de unos segundos el maestro resopló y cerró los ojos tal que
si ya hubiera visto bastante!; por supuesto que Daniele no serviría de modelo
para un Apolo o un Antinóo. Recordó cuando un camarada de Academia había
utilizado para hacer su retrato uno de Carpi vuelto del revés. No es que su
cara fuera igual que un cogote; sencillamente tenía la nariz alineada con la
frente y la falta de relieve podía haber dado lugar al equívoco. ¡Por favor!
¿Es que nadie es capaz de apreciar las diferencias? Su forma atractiva de
sonreír, con toda la boca; su cabellera rizosa, color oro viejo; una
musculatura tonificada en el gimnasio de Bartolomeo de Ursi (donde había
aprendido el arte de la lucha grecorromana en el que llegó a destacar, dada su
complexión superior a la media). En cuanto a la barba, a la mayoría no le dice
nada porque son tan lerdos que en su vida han visto un busto del emperador
Adriano ¡el trabajo que le cuesta rizársela hasta conseguir un efecto
adrianesco!
Escuchó una palmada de impaciencia y comprendió que se
había quedado pasmado delante del tal Perino. Hizo una genuflexión y besó sus
manos.
—¿Sabéis para
que vengo, verdad? Os escribí por la posta.
—¡Pero ahora ya
no cuenta ninguna palabra! ¡Ha llegado el fin del mundo! ¿Es que estás chalado,
joven?
—Me
escribisteis que no había problema para alojarme en San Marcelo —dijo a
Perino—. Sé que traigo mucho equipaje pero...
Torció la nariz. Bueno, bueno... ¡como quien huele una
mierda!
—Por mí como si
te traes la cama. Pronto no existirá cama, ni iglesia, ni siquiera Roma. Los
bárbaros están a dos leguas. Adiós. Me voy a Génova.
—Pero yo acabo
de llegar de Volterra solo para trabajar con vos. Os admiro, os admiro sobre
todas las cosas —¡Que mal estaba disfrazando su verdadero designio!
—Oye chico,
estos que estamos esperando son los luteranos, los lu-te-ra-nos, ¿te enteras?
Han prometido aniquilar Roma, la sede del Anticristo. A ti te parecerá que el
papa es un Santo pero para los herejes es el Anticristo, ¿entiendes? Cualquier
cosa que hayamos hablado ya no tiene sentido.
—¿Tan grave es
la situación? —Perino le miró como si de repente hubiera aparecido frente a él
una medusa o un rinoceronte. Por supuesto habría reparado en su luco negro sin
mangas y sus botas de piel de perro, o sea la fabulosa dote que le había
dejado su padre. Un pordiosero —. Ya
veo, ya. Lo razonable es que me vaya con vos a Génova.
—¡Qué cosas
tienes, Volterra! —le llamó por el nombre de su pueblo en vez de Daniele o
Nelo, al estilo romano— ¡Qué cosas! Sin salvoconducto ya nadie puede abandonar
la urbe —Y menos un zarrapastroso como tú—.
Toma —Depositó en sus antebrazos la gigantesca llave de San Marcelo, como si
fuera un arma—. Espero que defiendas la iglesia hasta la última gota de tu
sangre. Yo no me molestaría en pintar evangelistas… ¿qué tal un Lutero? Ja, ja,
ja…
—Bueno, quizás
sea mejor así. Lo superaré.
Perino le echó
una de esas miradas con el ceño arrugado, menudo
chiflado ¿Por qué no te refugias en el manicomio del Puente Roto? Ignoraba
que dentro de unos días, los dos mil locos allí asilados estarían flotando en
el río con sus sayones blancos, como un gigantesco rebaño de ovejas anfibias.
Pues no estaba tan loco. A pesar de que dentro de unos días iban a suceder
cosas terroríficas, a él iba a irle estupendamente. ¡Dentro de nada iba a estar
trabajando con sus manos nada menos que en El
esclavo moribundo de Miguel Ángel!
En su inconsciencia
no supo ver en aquella barahúnda la indefensión en que se iba a encontrar
frente a la entrada en la ciudad de las turbas sanguinarias. De momento la
ciudad estaba gozosamente sin ley. Podías entrar en cientos de palacios, dormir
en camas con dosel hasta el techo, vestir sedas, admirar a tus anchas miles de
obras maestras, defecar en alfombras turcas, gozar gratis de cortesanas
vestidas como obispos: casullas, capas pluviales, mucetas, tiaras… Gozar. Un
puerco revolcándose en el barro. ¡Serás estúpido! Anda y que te zurzan. ¿Qué
sentido tiene que te enceles con las putas cuando tu único objetivo es la
inmortalidad? Venga, venga, no nos desviemos del fin. ¿Sería adecuado este
preciso instante del día para presentarse en casa del Buonarroti? Por supuesto.
Eso que aun no estamos más que a hora prima y hace niebla y frío y la mula aun
no ha tomado su cebada y… ¡Bah!, aprovechemos la ocasión; seguro que necesita
compañía. En tiempos de tribulación es cuando de verdad se agradecen los
apoyos. Estar cerca de él es lo único que importa. Luego, todo llega. Basta una
larga paciencia y un deseo vivo.
La entrada
principal de la casa de Miguel Ángel da a la calle Macelo de Cuervos, pero
existe otra que da a la huerta cuya cancela abre sin más que apoyarse. El joven
Volterra entró pisando helechos y otras malas hierbas al tiempo que iba
contando las fosas que alguien había excavado por allí. Una nueva técnica de fundición, seguro. Su inexperiencia de la vida
fue incapaz de concebir un uso más siniestro para semejantes oquedades. Una
mirada alrededor. Casi no se podía creer que estuviera en la casa de Miguel
Ángel y es casi seguro que al maestro le encantaría recibir el homenaje de un
admirador. El lugar, en si mismo, tenía algo de encantado: un trozo de campo en
pleno centro de la urbe: manzanos, melocotoneros, higuera, la parra que en mayo
aun estaba dando sus primeros brotes, gallinas picoteando en libertad y una
gata color fuego que ejercía como reina del lugar. Cuesta trabajo admitir que
exista un estanque circular, plagado de ranas y renacuajos e incluso una
serpiente de agua –piensa que no es venenosa- a un paso del Corso, del palacio
Colona y de tutti quanti. Cubiertos por la hierba, trozos de mármoles
descartados: piernas, ¡oilmè! (¡ay!), brazos, rodillas y un
enano, con un glande por cabeza, uno o dos, según se mire. Es una propiedad muy
extensa y sin duda se podían cavar muchas fosas en ella, aunque ¿para qué? Esos
mármoles del jardín fueron para Nelo una especie de anticipo de la respuesta.
Una corriente de aire procedente de la columna Trajana le produjo arcadas. El
soplo fétido le sorprendió cuando estaba llegando al espacio embaldosado que
rodea la casa. No le dio importancia a pesar de la anormal cantidad de moscas,
larvas, avispas y ratas que divisó alrededor. No es momento de andarse con
remilgos, Sangre de Cristo.
Un tipo macilento con rala barba canosa apareció por
allí y empezó a dar órdenes. El administrador de Miguel Ángel olía a salfumán;
dijo su nombre, pero hace años que está olvidado. Desde luego el acento era fuoroscito (fuoroscito: florentino viviendo
en Roma). Estaba desinfectándolo todo para cuando entrase la horda. Los
luteranos siempre traen consigo peste y enfermedades, mozalbete. En cuanto a lo
otro, ni siquiera respondió. Alzó los hombros. Sencillamente le debió parecer
estúpido que alguien juzgase posible encontrar a Miguel Ángel en una plaza
sitiada. Al jovenzuelo aún le faltaban por aprender unas cuantas cosas para
penetrar en el estilo buonarrotesco.
El fuoroscito
mostró una pala y habló de enterrar mármoles. Al menos tuvo la amabilidad de
explicar el origen de este pedido de esculturas que había que hacer desaparecer
bajo tierra. Mientras cubicaba a ojo la fosa que le obligaría a cavar, contó a
Nelo la increíble historia:
—Es extraño que
seas un artista y jamás hayas escuchado hablar del Drama de Miguel Ángel.
Pudiera muy
bien haber sido cierto que nunca hubiera oído nunca hablar del famoso Drama, dado el aislamiento de
Volterra...
—Lo juro.
... y es
indudable la conveniencia para un aspirante a entrar en su taller, de una larga
conversación con el administrador sobre un tema tan rico en matices como el Drama.
—Bueno,
mozalbete, el que trabaja tiene derecho a saber el objeto de sus afanes. Este
lote de esculturas que vamos a sepultar se encargó en circunstancias muy
divertidas... aunque para Miguel Ángel la cosa no tuviera ninguna gracia.
Sucedió en tiempos de Julio II de la Rovere. Ese papa quería ser enterrado en
una tumba descomunal. Algo así como las pirámides de Egipto o la tumba de
Augusto. Pero eso no es nada. Si te fijas, las pirámides o la tumba de Augusto
no son otra cosa que amontonamientos de tierra y piedras, mientras la tumba que
quería Julio II sería una montaña de esculturas de Miguel Ángel. ¿Te haces
idea, mozalbete? Concibió la descabellada idea de enterrarse bajo un cerro de
esculturas tal que llenase todo el aire de la basílica del Vaticano. Delirante
¿no? Me imagino lo que estarás pensado. ¿Qué hizo Miguel Ángel? ¿Qué podía
incitarle a aceptar el pedido?
Justo en ese
momento se escuchó un prolongado sonido gutural.
—¡El cuerno!
¡El cuerno! —gritaron los obreros. Acababan de escuchar una trompa germánica,
lo que más adelante muchos considerarían el primer acto del Saco. A Nelo, en
confianza, le sonó como la caracola del charcutero. Entonces el administrador
gritó de forma que todos lo oyeran:
—Vamos a
esperar acontecimientos, amigos míos.
Un albañil muy
gordo se limpió las manos a la camisa y dijo:
—¡Pies, para
que os quiero! ¡Los lansquenetes están a la puerta! ¡Darán uso a las fosas con
nuestros cuerpos!
—Pero Salvatore
¡que dices! —se burló un escuchimizado—. ¡Tú no cabes en una fosa de estas! ¡A
ti te llevan a la de Trajano!
De esa forma se
enteró de que existe una gigantesca fosa alrededor de la columna trajanea,
paraíso de moscas, ratas y demás bichos impresentables. Su origen son las
periódicas excavaciones que hacen los papas para alcanzar el suelo de época
imperial y dejar visible la columna. Los romanos tienen la costumbre de volcar
aquí las bacinillas con el producto nocturno de sus deposiciones. Años más
tarde Nelo tendrá ocasión de ver como brillan de placer los ojos de Miguel
Ángel cuando se le saca el tema de la fosa, encantado del módico alquiler que
se paga a cambio de vivir en tan aromática vecindad.
La trompa resopló de nuevo: un tono agudo seguido de
otro más grave.
El
administrador frunció el ceño: buscaba alguna excusa para evitar que el pánico
desmandara a la cuadrilla. Los hombres escasean en Roma. Hombres, no curas.
—¡La casa invita a vino! ¡Trebiano degli oliveri!
¡Greco di tufo! —guiñó un ojo y susurró—: Por la tarde, si vuelve la calma,
seguiremos con la historia del Drama,
amigo Daniele. En cuanto en Loreto toquen a tercia.
Cuando el criado sembró la mesa de pequeñas jarras de
vino, el administrador hizo una pedorreta. ¡Aprovechemos que Miguel Ángel ha
huido! El florentino controlaba la vida de la casa con puño de hierro. Hoy
podían lanzarse al derroche: muchos fuorosciti habían puesto pies en polvorosa. Se ve que los
florentinos, como expertos en matanzas, consideraban que ya no les queda nada
que aprender sobre la materia. Cuando habían arrasado Volterra, su patria,
habían desjarretado a los jóvenes y marcado a los niños con tizones para
perpetua memoria. Sí, me acuerdo. Una
corriente de aire procedente de las habitaciones superiores trajo olor a
salfumán y a romero. Ahora no llegaba ningún estrépito del exterior, más bien
un silencio opresivo. Nelo se llevó una jarra de vino a los labios y abrió bien los oídos.
Supo que Miguel
Ángel se hallaba en Florencia y que simpatizaba con los revolucionarios. La
ciudad de la flor de lis solo esperaba a que Roma cayera para rebelarse contra
el papa Clemente de Médicis, que la gobernaba por medio de sus bastardos. En
resumen, la cosa no tenía ninguna gracia. Uno que había venido a dar su vida
por el arte y he aquí que ese uno se había metido en el sitio equivocado. Una
Roma toscanizada, donde aún pululan
los florentinos que no pudieron escapar. ¡Eh! ¡Lansquenetes!, se dirigió a los
futuros saqueadores, a los que estaba viendo en sus imaginaciones, ¡A mí no me
matéis! ¡Qué soy volterrano! ¡Qué yo estoy de acuerdo! Bien entendido que si el
papa no hubiese dado la absolución colectiva a toda la urbe -ante la catástrofe
que se avecinaba-, no les hubiera deseado ningún mal a esos puercos fuorosciti.
Pero, la ley de Cristo, que se cumple en el amor, nos obliga a procurar la
salvación de las almas más que la de los cuerpos. Estas ratas putrefactas irían
al Cielo.
—¡Volterrano!
¿Has escuchado el toque de corneta a retirada? —dijo el albañil gordo—. El
condestable de Borbón inicia negociaciones. Hemos salvado el pellejo.
—¿Qué hemos
salvado que? —respondió Nelo con los ojos irónicamente abiertos— Que bien.
Entonces ¿ya tiene con que pagar a sus tropas? ¡Que tontos esos! ¡Mira que hacer cola en el notario para sellar el testamento!
Por la tarde volvieron a cavar en el jardín. Daniele se
encargó de la inhumación del Esclavo
Moribundo, tarea difícil donde las haya porque ese mármol tiene un codo
imposible que se empeña en sobresalir de la fosa. Apenas había acabado de
nivelar la tierra cuando en Loreto las campanas dieron la tercia. El
administrador cumplió su promesa y, en vez de pagarle un sueldo, hizo algo más
barato: terminó de contarle el enigma que afectaba a su ídolo. ¿Por qué Miguel
Ángel se ató al Drama? ¡Toda su vida
abocado a construir un cerro de esculturas! ¿Qué pudo incitarle a aceptar
aquella burrada?
—… Diecinueve
mil ducados de oro, que en Florencia llaman florines. Al principio la gente
pensó que de verdad se creía divino y que ninguna obra era lo bastante grande
para esta especie de Júpiter —¡Que simas de odio guardaba el inmenso amor del
intendente!— Pero el papa Julio había tomado nota de los indicios y supo de que
pie cojeaba. Vio como Miguel Ángel negaba una dote de diez o quince florines a
su sobrina para que entrase en las Benedictinas; como se vestía día y noche con
un luco miserable, verduzco de pintura. Y luego está lo de las camisas. Tiene
aterrorizado a su sobrino Leonardo al que ordena se las compre Florencia, de la
mejor calidad, pero a precio gratuito. Padece la sacra auri fames. Es incapaz de ver un ducado volando sin echarle
la mano. Diecinueve mil ofreció Julio II. Se firmaron contratos sellados que
constriñen a Miguel Ángel a crear a una
sola obra en toda su vida: la tumba del Drama. Esos Esclavos, ese gigantesco cubo de mármol que ves ahí -que encubre la
forma de un Moisés-, todo, todo, es
el resultado del encadenamiento a la tumba-drama. Martillo-cincel,
mazo-escoplo, martillo-cincel… De día, con un sombrero de paja, de noche, bajo
un gorro de cartón coronado por una vela de sebo de cabra. Sí mozalbete, ese es
el divino maestro que tanto admiras. Un día sí, otro también, se presentan
abogados con papeletas de demanda. Cada vez que intenta iniciar otra obra es
acusado de estafa. Se desespera, ruge, chilla, quisiera morir, pero talla y
talla una y otra estatua del drama. Cubre el Esclavo con sarmientos, hijo. Los lansquenetes vienen de la nieve.
No relacionan la parra con el vino. ¿Cansado?
—Ante semejante
belleza no… —Nelo no había entendido a la primera. Hasta que reparó en la
lombriz rosa que ondulaba sobre el codo del Esclavo
y cayó en que era eso lo que debía tapar con vides.
—El Esclavo
es Miguel Ángel —dijo el intendente—. Parece como si la escultura hubiera
atrapado su alma.
—¡Vaya! Pues no
es tan feo como... quiero decir que hay diferencias.
—Que
ocurrencia, mozo. He dicho su alma, no su cuerpo.
Solo al cabo de
muchos años de amistad y veneración a Miguel Ángel, Nelo llegaría a intuir
porqué le gustaba rodearse de adefesios. Para no destacar. Bien mirado, el
maestro podría pasar por uno de esos bufones espinosos, llenos de
protuberancias, que ganan los concursos de feos en Chieti tocados con un
turbante descomunal. Es verdad que no destacaba entre sus fachosos discípulos,
pero el divino sufría y, cada vez que se encontraba en presencia del milagro de
la belleza humana, se aturullaba y farfullaba como un niño. ¿Cómo era el
Buonarroti? Un rostro óseo, pómulos salientes como las asas de una olla,
arrugas como cordones, nariz aplastada por puñetazo de un tal Torrigiani (que
se jactó de que el hueso “crujió como una hostia”); una especie de casco
natural de hueso empenachado por la maraña parda del cabello. Los ojos color de
orines, con destellos variados. La barba se la había robado a un chivo asmático
y el aroma.... Bueno, bueno, bueno… el Buonarroti llevaba a rajatabla el
consejo de su padre: ¡No te laves! ¡Fricciona la cabeza, hijo, pero sobre todo
no te laves nunca! ¡Nunca te laves! Se rodeaba de quesos marzolinis que hacía
traer de Florencia por la posta: así nunca sabías de donde procedía esa
serosidad putrefacta. Escondido en Macelo de Cuervos para que nadie lo viera,
sabía que su ser no era un espectáculo agradable. De él tan solo verías la
belleza creada por sus manos.
Pero si algo
tenía claro Miguel Ángel es que no quería privar a este mundo de su monstruosa
presencia. Tres días que duró su agonía y aún se quejaba del castigo que espera
a todo hombre nacido de madre humana. ¡Como un chiquillo pillado en falta! Daniele, no por favor, Daniele, te lo ruego, no me abandones. Y esto era
todo, el miedo a la muerte y a la fealdad, todo, el único motivo por el que
Miguel Ángel se rodeó de una muralla de obras sobrehumanas y eres un estúpido,
Nelo Riciarelli, te has excedido, tú
le amabas, él es para ti la imagen terrena de la divinidad… ¡Estúpido! ¿Es
acaso culpa del Buonarroti si has borrado su memoria? ¿Por qué tienes que
insultarlo? Has actuado con libertad y con cinismo, con taimada destreza. ¿De
que se acordaran los hombres, cuando te nombren? Ah, no, no
responderé. ¡Imposible! ¡Imposible olvidar ese maldito nombre! ¡Braghettone,
Braghettone, Braghettone...¡
Aquella noche pidió refugio en San Marcelo otro
aspirante al divino taller de nombre Francisco Amadori, aunque, según la
costumbre romana, era conocido por el de su pueblo: Urbino. En circunstancias
normales Nelo le habría dado con la puerta en las narices, pues le había visto
vendiendo reproducciones ilegales en plaza Navona (la lepra del verdadero
artista). Pero estaban en las puertas del Infierno y el visitante componía una
estampa muy a propósito. Con el paso de los años se hará a su aspecto, y ya no
le parecerá tan rara la combinación una cabeza descomunal, un pelo en cota de
malla y una nariz grande como una galera. Es más, después de dormir, Nelo se
daría cuenta de que el recién llegado podía tener más de un poderoso argumento
para ser admitido a la presencia del maestro y que su colaboración podría ser
muy fructífera.
Pum, Pamm, Prum, Pumpúm, Kabúm… Al día siguiente, poco antes del amanecer, las
cornisas empezaron a vibrar de forma parecida a esos temblores que produce un
pequeño terremoto. Desde el techo de la iglesia nevaban copos de cal;
granizaban fragmentos multicolores de mosaicos romanos; se proyectaban tenues
virutas de oro de frescos bizantinos. Era el cañoneo. Era el Saco. Todos iban a
morir. Ya no tenía sentido que Nelo hiciese unas pinturas aquí para hacer
méritos frente al maestro. Al vestirse, casi mete la cabeza por la manga. Echó
un último vistazo a la alta y oscura nave. Cuatro palomas histéricas, volaban
en círculos. Una de ella se rompió el cuello y bajo haciendo un espantoso
zigzag. Abandonó San Marcelo con el corazón en la boca: le gustaría que los
buenos animales, como las palomas, los perros o los caballos no sufrieran nunca.
Urbino le siguió a trompicones. Tenía el rostro blanco-sucio, como un sudario
usado.
Decidieron
acercarse a las murallas para echar un vistazo. No sabrían decir que
sentimiento predominaba en sus corazones, si el pánico o la curiosidad. Urbino
decía que los lansquenetes eran bestias caníbales, pero en los recuerdos
infantiles de Nelo aparecían más bien como unos niños grandullones a los que lo
único que se podía criticar era lo sudorosos que quedaban después de matar
florentinos. Tenía la esperanza de que al menos supieran distinguir a los volterranos
de los habitantes de Florencia. Todo el mundo sabe que los florentinos dicen
“che”, en vez de “ge”. Si así era, podían contar con su amabilidad, por
ejemplo, señalándole los cruces de calles donde hubiera buenas perspectivas de
encontrar fuorosciti, ricos como Cresos. Estos soldadotes que estaba viendo al
pie de las murallas no parecían malos del todo. Daban grandes carcajadas. Tal
vez porque como Carlos V estaba arruinado (por muy emperador que se llamase),
la soldada solía consistir en carne de los saqueados. Niños y mujeres de
preferencia, pero hay gustos para todo, glub.
Un sitiador sí que estaba enfadado de veras. Daban ganas de ponerse los
dedos en los oídos. Era un ermitaño descalzo al que todos llamaban Brandano.
Cara a las murallas, increpaba a su santidad Clemente VII de Médicis con voz
tan lúgubre que al principio no entendieron lo que decía. Luego ya sí:
—Tú, bastardo de Sodoma, Clemente, él del
número siete. Tú, la bestia de las siete cabezas y de los siete nombres
blasfemos: Julio, Médicis, Clemente, Vicario, Pedro, Pontífice, Papa. ¡Por tus
pecados Roma será destruida! ¡Ay de los que adoran al Siete: beberán el vino de
la ira de Dios! ¡Serán atormentados con el fuego y el azufre!
Nelo empezó a dudar si sería conveniente esperar a pie
firme en San Marcelo, o mejor buscar otro sitio hasta que estos de ahí abajo
fueran capaces de establecer las oportunas diferencias.
—¡Che por ge! ¡Che por ge! —susurraba para sus
adentros.
Urbino, que
hasta hace un momento parecía privado de sangre como una lagartija en invierno,
le agarró del antebrazo.
—¿Rezas...? Los
primeros momentos siempre son un baño de sangre. ¡Ay de los vencidos! ¡Corre!
¡Vamos! ¡Al Vaticano! ¡Es el único refugio seguro!
Cuando se
asomaron a las obras de la nueva basílica vieron a Cellini, el orfebre de nariz
de pimiento y mirada astuta, sentado a una mesa, con una pila de monedas a un
lado y un pergamino y una pluma al otro. Estaba reclutando una milicia de
artistas para proteger al papa, aunque las risas humilladas de sus futuros
camaradas indicaban el alivio de sentirse protegidos ellos mismos. Urbino dijo
“dos nuevos” y les pusieron el pergamino para firmar. “Desde las almenas —dijo
volviéndose a su camarada—, podremos disfrutar del espectáculo de la gran
matanza de fuorosciti sin grandes riesgos en realidad…” De pronto, se cortó en
seco, preocupado por la metedura de pata ¿Cellini no era florentino?
—… pero me tuve
que exiliar a Siena —respondió el orfebre a su pensamiento.
—No me aparto de la verdad si digo que esto va a ser
como presenciar la toma de Troya por Anda-mamón —añadió Urbino ceremonioso.
—Agamenón —corrigió el volterrano, al que su sabiduría
con los clásicos le valió el ascenso en el acto a capitán. Entendió que los
demás eran peores, lo que sí que daba mucho miedo. Es más; si hubiera sabido el
acto heroico que Cellini estaba a punto de cometer, habría sentido verdadero
pánico a pesar de que fue francamente divertido. El asunto es que Nelo estaba
detrás de una almena canturreando el Dime
amor (el madrigal favorito de su madre), escuchando silbar los arcabuzazos,
las granadas, las cadenas voladoras… El sentimiento de estar protegiendo al
papa le embriagaba de cálida autosatisfacción, él, un católico tan fervoroso.
Además tenían montañas de comida requisada en el Contado de Florencia, ciudad
que, al igual que Roma, obedecía a los perros Médicis. Esta familia aun
mantiene a día de hoy un estupendo sistema fiscal: los inspectores de Hacienda
se quedan a vivir en tu casa hasta que pagas.
Cellini estaba
a su derecha, bajo un adarve, intentando averiguar el funcionamiento de una
culebrina. Le había acercado una antorcha para iluminar el agujero mientras
subía y bajaba el frondoso bigote, como un topo hocicudo. ¿Por qué no se
estaría quieto? De repente, se disparó. Alcanzó al jefe de los imperiales en
toda la barriga. El tal condestable de Borbón estaba subido a unas escaleras. A
la vista de todo el mundo empezó a vomitar sus propios excrementos. Igual que
en la Divina Comedia, palabra.
Los luteranos y los españoles canturrearon:
¡No tenemos jefe! No tenemos jefe! ¡Nin-gún jefe! Querían decir que a partir de
ahora cada uno sería su propio jefe. Cada soldado podía dar rienda suelta a sus
instintos como bien la placiera. Tenían a su disposición la ciudad más rica,
famosa y sagrada del mundo, donde moraban seductoras beldades. Los atacantes se
pusieron como lobos. Había más escalas que almenas. Empezó a flaquear el ánimo
de los defensores de a pie, y en cuanto a los generales... Bueno, ahí estaba
Cellini con esos ojos de carnero degollado, preguntándose que había pasado.
¡Que has puesto a vomitar caca al general enemigo, bobo, más que bobo!
La literatura militar, con la significativa excepción
de Jenofonte, no considera a “la retirada” una operación brillante. Pero debe
hacerse a conciencia y hay que reconocer que Cellini recogió a todos en el
castillo Santángelo (la mole), en
menos de los que tarda en rezarse un padrenuestro. La mole, hoy llamada
castillo, es la tumba del emperador Adriano y no hace falta contar como hacían
tumbas los romanos. ¡Que derroche! Hormigón, piedra, mármol... Nada que
envidiar a las pirámides, pero con terraza para admirar el paisaje. Ya más
tranquilos, atrajo su curiosidad el pandemonio del exterior. Los ojos de buey
de la mole hacían de orejas de Dionisio, amplificando el estrépito en sus
oídos. Cellini les invitó a que se asomaran a las saeteras.
—Siempre me han
gustado las novedades —dijo—. ¡Contemplemos el increíble espectáculo!
Frente a los
espectadores se desarrolló un guiñol admirable de sangre, explosiones, fuego,
aullidos, órdenes, súplicas, caos y destrucción. Los lansquenetes gritaban:
¡Matanza o paga! ¡Matanza o paga! Como los pagadores, y en general, todos los
que llevaban yelmo con plumas, habían salido corriendo en cuanto vieron vomitar
excrementos al tal Borbón... bueno, la verdad es que la cosa ahí abajo tenía
mala pinta. Pero cuando más felices se encontraban, henchidos de esa
satisfacción íntima que proporciona la perfección de una maniobra (sí, incluso
la de “repliegue”), se dieron cuenta de que habían cometido un olvido
imperdonable.
¡Se habían
olvidado del personaje más importante! La forma en que se dieron cuenta fue
algo chocante. Cellini dijo que quería que sus hombres se acostumbrasen a
disparar. Nelo atacó el arcabuz con pólvora y bala. Buscó un blanco y enseguida vio uno que corría hacia
la fortaleza. Sí, uno muy blanco. Apretó el gatillo. Lo curioso es que los
lansquenetes también disparaban al mismo blanco. Era el papa, que corría como
un loco por el pasadizo que comunica el Vaticano con Santángelo. Un olvido
imperdonable. El pobre tiene cáncer de estómago y ¡bueno!, la blanca roqueta
pontifica estaba sirviendo de magnífica diana a los tiradores de ambos bandos.
Su médico privado le salvó la vida, cubriéndolo con su capa azul. Tras él
entraron en la mole los cuarenta y dos suizos que quedaban. Después de esto no
se atrevió a volver a disparar un tiro y se limitó a mirar: los lansquenetes y
los españoles se desparramaban por la ciudad como plaga de langostas a través
del puente Sixto. Aquel día quedaría grabado en sus corazones para siempre y
tardaron varios más en dejar de temblar. Sin embargo, a la segunda semana, los
saqueadores dejaron de hostigar la torre bien fuera por convicción de su
inexpugnabilidad, bien por pactos entre el emperador y el papa. La excitación
del primer momento fue sustituida progresivamente por una soporífera molicie.
Los alojamientos de la tropa estaban en la cámara
funeraria de Adriano, que es un gran hueco cilíndrico interior, sobrevolado por
un puente levadizo. Era más o menos como estar en un calabozo. En aquella
húmeda oscuridad perdías la cuenta de los días, pero había pan, vino,
escabeches, cebollas, carnes secas y saladas en abundancia y, aunque los
soldados de la guardia hacían ejercicios por la rampa para mantenerse en forma,
no les importaba si te quedabas durmiendo. El problema es que, se pusiera donde
se pusiera Nelo, siempre acababa descubriendo a Urbino en la yacija de al lado.
Exhalaba un cierto olor corporal a requesón, bueno, en realidad mucho. ¿De
donde sacaba ese derecho a escoltarlo a todas horas? La conclusión lógica es
que daba por supuesto que el haber prestado servicios a Miguel Ángel en el
pasado le convertía en el introductor imprescindible de Daniele a la divina
presencia. ¡Como si ÉL tuviera que depender de los criados! Por supuesto que a un tipo que llama
Anda-mamón al conquistador de Troya, el nombre de Daniele Riciarelli no le dice
nada. Nada. ¡Que va a saber que él, Riciarelli, es también fresquista como
Buonarroti! Un arte, el fresco, que solo con manifiesta ignorancia se puede
calificar como mera “técnica pictórica”. No, Anda-mamón no perdería el tiempo en visitar su fresco de La
Justicia, en Volterra. Pero siglos detrás
de la muerte de Daniele Riciarelli, esa dama rubia de espada enhiesta, seguirá
encarnando la idea universal de la Justicia. ¡Acabáramos! ¡Para Urbino
colaborar con el maestro solo significa enlucir con sus babas el suelo que
pisa!
La vida en la mole no era tan mala, sobre todo si eras
el papa. Una noche se les ordenó que lanzaran una cuerda desde las almenas. El
pie de la fortaleza estaba desierto porque los saqueadores se habían repartido
por la ciudad para disfrutar de sus adquisiciones. Aquel día se habían
subastado las monjas, rematándose las más santas y de vida más ejemplar por un
ducado cada una. Un peso colgado de la cuerda allá abajo, en lo oscuro,
interrumpió los pensamientos de Nelo. ¡Que tiempos! ¡Lanzas una cuerda y se
cuelga alguien! Un objeto redondeado surgió del vacío. ¿Qué sería? Urbino
mordisqueó algo de una cesta y, tras breve reflexión, dijo sin dejar de
relamerse.
—Colmenillas, Nelo, colmenillas.
Al principio pareció sorprendente este arreglo
subterráneo entre los sitiados y los saqueadores, hasta que se dieron cuenta
que estos se dividían en dos grupos. El primer grupo, los católicos, (españoles
e italianos de Anibal Colona), tan solo querían meter un buen susto al papa.
Algo así como cuando te disfrazas de Gorgona con todas esas serpientes en la
cabeza. Bien, el susto fue morrocotudo. Al segundo día, había más de dos mil
cadáveres flotando en el Tíber, a los que se veía muy satisfechos de la
original forma –nadando- en que se habían presentado ante la puerta de San
Pedro. Bromistas que eran los católicos. Pero, buenos hijos ellos, veneraban la
figura paternal del papa y no podían permitir, es que no podían, que sufriera
por falta de colmenillas con leche y miel. Pero, según se divisaba bastante
bien desde la perspectiva circular que daban
las almenas del Santángelo, era muy distinta la forma de actuar del
segundo grupo de invasores, los lansquenetes. Estos luteranos se comportaban
que daba gusto con una ciudad sometida a la puerca dinastía florentina. No
respetaban ninguna casa: cardenales, obispos, clérigos, viejas, niños de pañal,
mujeres, pajes, servidores y hasta crucificaban a los pobres o los sometían a
refinados tormentos; el hijo en presencia del padre; el niño de pañal delante
de la madre, atormentados por separados marido y mujer, la monja sodomizada con
el crucifijo. ¡Viva Volterra, que
narices!
Cogieron la
cesta y comprobaron con alegría que estaban muy frescas, con sus celdillas ¡tan
jugosas! Parecían pequeños panales recién cosechados, aún rezumando miel.
Dieron cuenta del encargo al poderoso funcionario del sello, Piombo, hombre
rollizo de hábito color avellana que a su vez era pintor y retratista. Les
felicitó por el éxito del encargo y que, como podían ver, “después de todo el
exterior no era tan peligroso como se dice”, lo que les dejó muy preocupados.
“Alguien tendrá que devolver la cesta”.
Tal vez un
chaparro cabezón de piernas como palillos enfundadas en medias negras a la
española, procedente de Urbino, no sea la persona ideal para contarle tus
intimidades. Pero la exasperante molicie de horas y días y semanas, uno al lado
de otro, otro al lado de uno, sin hacer nada, nada más que beber vino, acabó
propiciando las confidencias por el simple hecho de que era la persona que Nelo
tenía más cerca. Urbino escuchaba con mucha atención, lo que no suele ser un
buen síntoma por parte de personajes con un lado oscuro.
A Nelo el fragor de la guerra siempre le hacía pensar
en su padre, Antonio Riciarelli. Aquel día ¿que tendría?, cinco o seis años,
seguía a la carrera a su progenitor por el mercado de los Priori. Las puesteras
convocaban a la clientela a gritos mientras de fondo se escuchaban cacareos de
las gallinas maniatadas con trapos, tumbadas de cualquier forma sobre cestos de
paja. El padre, cuyo rostro reptiliano era insuperable ejemplo del aplanamiento
frontal del los Riciarelli, le encomiaba las ventajas de convertirse en podestá
o condotiero famoso de forma que algún día participaría en un saqueo y ganaría
tanto oro como “para empedrar el camino de Volterra a Roma”. Entonces se
cruzaría uno de esos tratantes de caballos alemanes y le susurraría que un
banquero ganó millones con una mina de alumbre y el padre añadiría algo sobre
que es de locos dejarse matar cuando un buen banquero puede comprar todos los
ejércitos del mundo.
—… Caudillo, banquero o asesino, al menos el padre me
daba una cierta posibilidad de elección. Nunca le oí decir nada de artista.
Mmm…, dame otra de esas colmenillas que robaste, Urbino. Gracias. ¿Dónde
íbamos? Ah, ya, el arte. Yo siempre supe que era especial. En mis alucinaciones
despiertas, era una frase que alguien me repetía constantemente, serás algo
grande en la vida. Te sientes abrumado por la convicción de que, por fuerza,
tiene que existir un genio o un ángel que te impulsa por caminos insospechados.
En sueños, me dejaba perplejo la capacidad de mis brazos de impulsarme al cielo
como si fueran alas. Artista, artista…
Daniele tenía la sensación de que había una anécdota
importante de su vida relacionada con el día en que su padre le dio a elegir
entre caudillo, banquero o asesino. De pronto, unas escobas de palmer apoyadas
en la pared le hicieron recordar todo el episodio: siempre había querido ser
artista. Una vez el padre le vio pintando el cerdito (porcellino) que está a la
entrada de la fortaleza. Ya en casa, alabó el dibujo y no criticó en absoluto
su vena artística. Simplemente se lo llevó de la oreja y lo encerró en el
cuarto de escobas. Casi enseguida sintió sobre sus hombros las patas de
Cervero, un mastín que el padre había pedido prestado al vecino para uno de sus
habituales experimentos. Él los llamaba sesiones de fortificación. Sostenía que, sometiéndole a este tipo de pruebas,
se convertiría en un tipo corajudo. Militar o banquero, no uno de esos artistas
mariquitas. Como casi siempre, le liberó del tormento su tío Leonardo el impasible: piensa, hijo, que los sufrimientos de la adolescencia no duran mucho. Y que razón tenía.
—Sí, Urbino.
Siempre quise ser artista. Puedes creerme, créeme.
—¿Es eso lo que piensas alegar ante Miguel Ángel,
Nelo? ¿Que tienes mucha vocación pero no has hecho nada? Porque no has pintado
nada en tu vida además de esa Justicia
con aspecto de puta de candela ¿verdad?
—Hum… ¡Nos salió respondón el lacayo! Has de saber que
fui pupilo de Sodoma en Volterra. Pintamos un carro romano al fresco en el
palacio Mafei.
—Oye, Nelo, no te hinches tanto, que revientas. Si
eras su pupilo, de Sodoma, significa que era el quien pintaba. Tú le
presentarías el trasero. Sé porque le llamaban Sodoma y a fe mía que es un
canal harto estrecho.
Nelo escupió una brizna de carne a la pared para
hacerle ver que pasaba de su insulto. Un sexto sentido le decía que, de
momento, Urbino tenía más acceso al dios que él y que, de alguna forma, conseguiría que le transmitiera que él, el Volterra, ya tenía experiencia con los pinceles. No
estamos hablando de la carga de un nuevo aprendiz.
—No tuve paciencia de acabar los estudios con Sodoma.
Los Priori de Volterra se disputaban… requerían mis trabajos, te lo aseguro. La
familia Del Nero me encargó pintar sus armas, un grifo rampante bermellón, en
el palacio del capitán de justicia. Y también pinte el escudo… Bueno, a veces
pintas cosas que odias, solo por, por… Ya sabes, hay que comer ¿no? —al ver que
los ojos de Urbino estaban iluminados por una sonrisa irónica, añadió—: El
escudo de los Médicis, me parece. Seis roeles. En un vidrio del palacio de los
Priori, creo, sí…
—No me has contado nada de tu madre ¿sabes? Pero esa
canción que silbas a veces, Dime amor,
significa que la añoras ¿no dijiste que fue ella la que…?
—Quien no me ha hablado aun de lo que pasa ahí afuera
eres tú, Urbino. Ayer hiciste una salida para devolver la cesta. Anda, no te
escurras, me muero de curiosidad.
—No le veo la gracia al cambio de tema, Roma está
asquerosa, pero si quieres… Lo bueno es que nadie te molesta; creen que eres un
soldado italiano de Aníbal Colona y que estás en el ajo del saqueo…
Nelo debió de ponerse a pensar en otra cosa,
adormecido por el vino. Desde luego, Urbino contó algo sobre los palacios
apostólicos, convertidos en cuadras y del estropicio en los Boticellis de los
muros donde habían pintado muchos “Viva Luterus Pontíficex”. En determinado
momento hizo un ruido grimoso con el cuchillo contra la piedra y el volterrano
recuperó el hilo. Urbino estaba diciendo:
—… por lo demás, amigo Nelo, había empezado a llover
barro y los saqueadores intentaban poner a cubierto los puestos en que exhibían
los resultados de sus rapiñas. ¡Los últimos latrocinios son de pura miseria! En
el palacio Máximo de las Columnas habían extraído los hierros, clavos y hasta
las cerraduras En el aire se ventea un ominoso tufo a chamusquina. Los famosos
frescos están chamuscados, renegridos, quebrantados, completamente arruinados…
—La destrucción
es brutal —terminó Urbino mientras fingía afilar el cuchillo contra el suelo—.
Frescos, tumbas, iglesias, palacios... Para mí, que voy a ser criado de Miguel
Ángel, un desastre. A ti... te felicito, Nelo, te verdad que te felicito.
—¿Puedes
explicarme porque me felicitas? Yo no he sido el causante de toda esa destrucción.
El hecho de que sea volterrano...
—¿Puedo hacerte
una pregunta? ¿Crees que alguna de tus obras maestras puede competir con las
que ves en Roma?
—No de
momento... Pero no hay que desesperar... Hay sitio para unos y tal vez para
otros. Quizá pueda darse el caso de
que... ¿Sabes lo que quiero decir?
—No sé como
explicarme, Nelo, no sin hacerte daño. Piensa que tienes un hermoso salón
decorado por Miguel Ángel, Rafael y Da Vinci. ¿Harías borrar un lienzo de pared
y llamarías a Nelo de Volterra para que lo pintara?
Una terrible
frialdad se expandió por sus miembros.
—¿Y que tiene
que ver el Ángel de la Destrucción con todo esto?
—Tiene,
Volterra, tiene, pero soy incapaz de explicártelo.
Nelo atrajo a
su imaginación la elegante fachada del palacio Máximo, un círculo de columnas
procedente del antiguo teatro, llamado Odeón. Un teatro romano era el colmo de
la expresión artística en su tiempo. Nunca se pensó como algo efímero, sino
eterno. La peligrosa deriva de sus pensamientos hizo que se mordiera la lengua.
Llegaron los cristianos y no tuvieron piedad con el teatro Máximo. Un cardenal,
Riario, hizo aquí su palacio. ¡Debe saberse! ¡Destruyó el antiguo teatro! ¡No
sintió nada! Sí ¿por qué apiadarse de lo que el tiempo destruye? Que
sentimiento más inútil. Un monumento debe aceptar todo. Y si luego vienen los
lansquenetes, y tienen la ocurrencia de arrasarlo ¡pobre de quien se resista!
El arte es perecedero. Nada puede resistirse al carro de Cronos; el tiempo y la
muerte son sus ruedas. Nelo debe ir subido a ese carro. Ahora comprende aquel
pasaje del Apocalipsis. ¡El Ángel de la Destrucción! Lleva un incensario de oro
y allí donde lo tira, arrasa. Sírvele y
te elevará por encima de los hombres, te rescatará del olvido de la muerte.
Es justo, justo, justo...
Estaba
temblando, febril. El haber extraído todas las consecuencias de un tema que
infestaba su mente, como una ponzoña, parecía haberle afectado a la salud. ¿O
tal vez estaba pillando la fiebre de los pantanos?
—Pero sigamos a lo nuestro —dijo Urbino probando el
filo con un dedo.
—Quisiera enterarme de la suerte de otros monumentos.
—¿La destrucción de los monumentos te impide pensar en
tu madre? ¡A fe que sois fanáticos los volterranos!
Nelo frunció el ceño y se apretó la frente con la
mirada clavada en el suelo.
—No, Urbino, no es ningún impedimento. Pero es que no
hay nada que contar.
Aquel día ¿había cumplido los diez? ella había
derramado sin querer unos gramos de sal. El padre (a diferencia del hijo),
jamás consiguió que lo inscribieran en el Libro de los Ciudadanos de Volterra.
Sólo estaba registrado en el Libro de la
Sal de boca dónde, dos veces al año, los miserables y los bocazas están
obligados a comprar la sal a precios de estafa. La madre había sido una
pelirroja de mirada gris-perla, tan deslumbrante, que yo no era capaz ni
siquiera de mirarla de frente; pero ahora la piel de la cara estaba sumida a
consecuencia de los sufrimientos. A veces aun componía madrigales que empezaban
siempre por “Dime amor” y Nelo le juraba lo mucho que le encantaban y que sus
poesías eran mejores que las de Petrarca. Entonces ella le cogía pellizcado de
las mejillas y decía con zumba:
—Pero que gusto más malo tienes, Nelo.
Aquel día el padre no toleró el insulto y, con los
ojos brillantes de vino, palpó la sal. De pronto, echó mano a una pierna de
mármol (resto de un pequeño Apolo deteriorado) y se lo arrojó a la madre.
Acertó en pleno rostro. La pobre expiró sin soltar un ¡ay! Luego, Antonio
Riciarelli lanzó unas miradas circulares, temeroso de que los florentinos
sospecharan de un tumulto. Vivían a la sombra del Macho florentino, fortaleza
que clava su pasadizo en otra más pequeña, llamada la Hembra volterrana. Casi
al momento, vieron aparecer por la puerta una pareja de soldados barbilampiños.
Venían desarmados, pero con unas pequeñas hachas colgadas a la espalda, como
los lictores romanos. El padre dijo que su mujer no le cuidaba bien, pero que
lo siento, lo siento, lo siento... Cuando se lo llevaron, pidió a su hijo que
nunca contase a nadie lo que había pasado. Es la única forma de que los
Principales te respeten, nunca tengas que ver con un presidiario, hijo mío,
nunca…
Entrado el verano ya ni siquiera quedaban los clavos
de las cerraduras y nada podía ir peor en Roma. Si podía. Cayó la peste. A
todas horas pasaban carretas llenas de cadáveres. Pero nunca estabas seguro si
eran cadáveres: esta enfermedad produce la putrefacción en vida y tendías a
retirar la vista de aquellos cuerpos llenos de pústulas negras y azuladas. En
una hostería cerca del Bordeleto a un hidalgo navarro se le escapó que habían
sido los propios españoles quienes habían pagado a ciertos untori judíos para que untasen un ungüento pestífero en muros, puertas
y calles. Ese ungüento, fabricado a base de pestis
manufacta, es el que, en resumidas cuentas, produce la peste.
Un domingo
neblinoso y cálido, por la mañana temprano, el ruido de las carretas pareció
excesivo, incluso en medio de aquella desolación. Eran los lansquenetes que
abandonaban Roma en pequeños grupos, tapándose las narices con pañuelos. A los
pocos días, se abatió la última plaga: la pierluigiación,
que en este momento es difícil decir en que consiste. Ya lo irá diciendo el
relato. Dio nombre a esta práctica Pierluigi Farnesio, cuyo padre llegaría a
ser el papa Pablo III. El retrato que le hizo Tiziano es bastante ilustrativo
de su bestial inhumanidad: aspecto simiesco, oliváceo, rostro comido por la
podagra; cuando uno está frente a la pintura es capaz de percibir la roña y el
hedor que acompañaron su paso por la vida. Pierluigi, que como aliado de los
españoles había disfrutado del saqueo desde su palacio romano, asoló la campiña
ya más a su gusto, al verse libre de competidores. Los niños, angelitos a los
que su pequeño tamaño había permitido esconder en una alacena, pozo o armario,
perecieron entre boqueadas hediondas. Los protestantes gritaron su denuncia:
—¡Los católicos han encontrado un nuevo método de
martirizar a los santos!
El saqueo había sido tan completo que Piombo estaba
decidido a emigrar a Génova, incapaz de encontrar una sola onza de plomo para
el sellado de sus bulas. La presencia de Nelo en Roma se había vuelto algo
absurdo después de la doble negativa –de Perino y Miguel Ángel- a volver a una
urbe arrasada, muerta para siempre. ¿Quién iba a hacer encargos artísticos? Ni
hablar de buscar la fama en este cenagal. Para sobrevivir, Nelo tuvo que
recurrir a deambular por el Corso a la caza de algún luterano o español
retrasado a los que se ofrecía a hacerles un retrato por cuatro cobres.
Sería ya casi el otoño cuando Nelo se presentó ante
Piombo, a quien encontró en la sala del erario del Santángelo: un círculo de armarios de
madera rodeando un gran tambor blindado. Su risa humillada indicaba a las
claras que hubiera aceptado cualquier encargo alimenticio: el último salchichón
apenas lo recordaba y hace tiempo que solo quedaban cebollas. Lo que escuchó le
dejó tan asombrado que tuvo que pedir al poderoso signatario que se lo
repitiera.
—¿Qué lo repita? No solo lo repito, Daniele, ¡lo
amplio!: no es exacto decir que en Roma se encarga de nuevo arte. ¡Lo que acaba
de encargarse es más que arte! ¡Es la Obra Total!
¿Quién diablos podía estar tan loco? ¡Si aun no se habían apagado los
rescoldos de las hogueras donde ardían Boticellis, Rafaeles y Peruginos!
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