jueves, 29 de junio de 2023

EL DESAFECTO PRIVA DE LA LEGÍTIMA

 



SUMARIO:

1) EL DESAFECTO PRIVA DE LA LEGÍTIMA

2) IL BRAGUETTONE


1) EL DESAFECTO Y LA LEGÍTIMA

Una de las causas de desheredación de hijos, y sobre todo de nietos, más a menudo invocada por los testadores es el desafecto: la falta de relación, con frecuencia absoluta, que se concreta en la frase “ni me felicitan la Navidad”. Si no quieren nada con nosotros, que tampoco se vaya de rositas con lo nuestro, piensan los ancianos testadores. Algunos parlamentos autonómicos son sensibles a esto, País Vasco y Aragón ya han legislado que sí la voluntad es que alguno de los hijos o nietos no lleve nada, nada lleve. No hace falta alegar ningún motivo: el afecto, o se tiene, o no se tiene. En Cataluña, están en ello.

En Galicia se produce un curioso fenómeno: a los paisanos, les encanta el Derecho Civil, pero a sus representantes, les da repelús, por lo que no lo tocan y adecuan a los tiempos. En sus programas electorales, ni se les ocurre mencionarlo, no sea que les voten. A la vista de este panorama, quizá sean prácticas estas letras.

En relación al Derecho Común (Código Civil, aplicable a la mayor parte de España pero no a Galicia y otras autonomías más o menos del Norte, que tienen Derecho Especial), el Tribunal Supremo ha fallado que, atendidas las circunstancias del caso concreto, podría encuadrarse el desafecto en los malos tratos de obra, como crueldad psicológica, pero teniendo en cuenta que no existe una nueva causa sistemática. Debe cualificarse con un comportamiento especial, como por ejemplo, privar a los abuelos de la deseada relación con los nietos, estar desaparecido cuando se produzca una grave enfermedad o incluso el éxitus, etc.

¿Qué pasa en Galicia? Dada la vagancia del legislador, habrá que espigar las leyes vigentes por ver si llegamos a alguna conclusión. Anticipo que a mi juicio sí está regulado en nuestra norma el desafecto como causa de privación de legítima. Es interesante a este respecto comparar la regulación del deber de “alimentos entre parientes” en el Código Civil y en la Ley de Galicia: no olvidemos que, en ambos cuerpos legales, la infracción de este deber es causa clara de exclusión de hijos y descendientes.

En 1º lugar, veamos como opera esta causa de privación de legítima en uno y otro territorio:

-263Ley Galicia (LG): “Haberle negado alimentos a la persona testadora”

-853Código Civil (CC): “Haber negado, sin motivo legítimo, los alimentos al padre o ascendiente que le deshereda”.

La diferencia salta a la vista. En Galicia, el hijo que no atiende a su anciano padre, necesitándolo este, no puede alegar en su descargo que recibió de su progenitor descuido o incluso malos tratos en su infancia.

Yendo al tema concreto, es decir en que consistan los tales “alimentos”, las diferencias son aún más notables.

142CC: “Se entiende por alimentos todo lo que es indispensable para el sustento, habitación, vestido y asistencia médica”. Comprenden asimismo la educación del menor de edad y los gastos de embarazo y parto.

148LG: “La prestación alimenticia deberá comprender el sustento, la habitación, el vestido, la asistencia médica, así como las ayudas y cuidados, incluso los afectivos, adecuados a las circunstancias de las partes”.

Parece que la privación afectiva que implican las conductas pasotas, como pasarse años sin siquiera interesarse por la salud de los padres/abuelos, felicitarles la Navidad o inasistir a entierros y funerales, son causa de negación de alimentos por desafecto y, en consecuencia, justifican la extinción del crédito legitimario. Podría alegarse que esta definición de alimentos aparece bajo la rúbrica del “Vitalicio”, pero, bajo la misma rúbrica, art. 149.2 se habla de la obligación legal de “alimentos”, con esa misma denominación, y no parece aceptable que, en un mismo capítulo, se utilice una misma palabra (alimentos) con significados distintos. El contenido de los “alimentos” según el 148 es un mínimum, no habiendo problema en reforzarlo convencionalmente.

De todas formas, el abogado que deba defender esa cláusula, hará bien en completar su fundamentación con el maltrato psicológico que representa, lo que no será nada difícil: pocas cosas más crueles que esa se pueden infligir a uno de nuestros ciudadanos, una "causa" más frecuente de lo que parece.





2) IL BRAGHETTONE

Fue su mejor amigo, en este Mundo; y el peor enemigo de Miguel Ángel en la vida que a éste más importaba: la segunda, o sea la de la Fama. Daniele Riciarelli también ansiaba trascender; lo triste serán los motivos por los que lo conseguirá sintetizados en el alias de Il Braghettone. Empezamos aquí la publicación de este biopic por capítulos; según gusten más o menos, ya se verá hasta donde se estira la cuerda.

 

IL BRAGHETTONE


ÍNDICE


Prólogo.

I.-Sacco di Roma.

II.-Pongamos al hombre frente a su infinita pequeñez.

III.-El Juicio Universal.

IV.-Miguel Ángel frente al Papa-corpiño.

V.-¡Las putas de un burdel bajarían los ojos de vergüenza!

VI.-Michelagnolo pierluigizado.

VII.-La Inquisición “a la española”.

VIII.-Buonarroti peregrino a Compostela.

IX.-¡Que Miguel Ángel destruya el Juicio por su propia mano!

X.-Besó sus frías mejillas.

XI.-¿Arreglaríais el Juicio si os lo ordena el Papa?

XII.-Miguel Ángel tiende su emboscada.

XIII.-Que las pinturas obscenas sean destruidas.

XIV.-¡Has robado el corazón de Miguel Ángel!

XV.-Inactividad intensiva.

XVI.-Acabemos con esto de una maldita vez.

XVII.-Siempre pensé que el final vendría de un caballo.


 

Prólogo

 

  Pocos personajes históricos hay tan denigrados como Daniele Riciarelli, al que cualquier guía de la Capilla Sixtina llamará con desparpajo El Braguetón, por haber adecentado El Juicio Universal de Miguel Ángel, conforme al púdico mandato del Concilio de Trento. Hoy, tras la exposición llevada a cabo en la Casa Buonarroti (Daniele amico di Michelangelo), es también conocido no solo por su poderoso estilo artístico, precursor del manierismo, sino también por haber sido el alter ego de Miguel Ángel. En esta trama de intensidad creciente, se entrecruzan los destinos de dos hombres tímidos y dos mujeres extrovertidas (Miguel Ángel, Daniele, Vitoria Colona, Vicenta), en el centro mismo de los movimientos tectónicos que han dado lugar a la modernidad: Catolicismo, luteranismo, libertad, puritanismo, inquisición… Daniele (Nelo), el narrador-testigo, llega a Roma en 1527 desde su Volterra natal, obsesionado por el ideal renacentista de la inmortalidad, para lo que tiene muy claro que deberá arrimarse al “dios” Miguel Ángel. La obra explorará así la segunda parte de la vida del Buonarroti, deteniéndose en los grandes enigmas aun sin respuesta ¿se dejo seducir por el luteranismo?, sin desdeñar cuestiones –diríamos hoy- de la crónica rosa ¿a quien prefería en todos los sentidos, a Vitoria o a Tomaso de Cavalieri? El lector descubrirá aquí la obsesión por la fama de aquellos personajes, el pánico a la muerte y la vulgaridad casi cómica de algunas de sus reacciones, como las que provocó la llegada de Vicenta a aquel taller de hombres solos. La novela, rigurosamente histórica, apenas se permite una relajación en la creación de diálogos verosímiles, sobre los que ya advierte el narrador que mentirá con la mayor de las verdades.

  En este panorama, un hecho terrible pondrá a prueba aquella amistad. En febrero de 1564 el Concilio de Trento ordena reformar los aspectos eróticos del Juicio Universal, la obra a que, más que ninguna otra, Miguel Ángel ha encomendado su Segunda Vida, la de la fama. Mientras buscan a un artista que se atreva a encargarse de ello, las delaciones y los atentados se sucederán entre los miembros del “clan Miguel Ángel”; de fondo humean las hogueras de la Inquisición. Daniele se verá abocado a una lucha interior entre Dios y dios. El dramático desenlace, en el que tendrá su papel un gran caballo, acabará con la vida de ambos amigos.


 

-I-

Sacco di Roma

  Daniele Riciarelli consiguió entrar por la puerta del Pópolo en el último segundo. Interminables caravanas de carretas abandonaban la ciudad racarrunracarrán entre la caldosa niebla de mayo, mientras el lloro de los niños ponía un contrapunto angustioso. Roma, hacia la que se abalanzaba la horda de españoles y lansquenetes, estaba a punto de convertirse en el Infierno en la Tierra. Hasta hoy, Nelo nunca se hubiera creído en posesión de semejantes agallas: entrar cuando los demás salían. Bien entendido que tenía un contrato con el maestro Perino del Vaga para hacer unos frescos en la iglesia de San Marcelo y que muchos pintores jóvenes hubieran dado una pierna por no perderse tan estupenda oportunidad. Pero en cuanto a él, Nelo Riciarelli, la cosa era distinta: tenía un designio secreto. Desde pequeño había presentido que estaba destinado a La Fama, y, para apresurar el cumplimiento de su destino, había decidido arrimarse a Miguel Ángel Buonarroti en este preciso instante. ¿Qué mejor recomendación que presentarse a compartir los sufrimientos del genio cuando todos huyen? Pero antes de entrar en el divino taller debería hacer méritos y ahí es donde encajaba el pintar un par de evangelistas para… para… ¡O Dio! ¡El tal Perino!

Perino había acabado de cerrar con llave la puerta de la iglesia de San Marcelo. En cuanto se le acercó, ojos brillantes y algo sanguinolentos, Nelo se dijo que estaba sometido a una gran tensión. La boca, con las comisuras dobladas hacia abajo, era la viva imagen del espanto. Lo más escamante era la presencia de una recua de mulas junto a la escalinata cuyas miradas sonrientes parecían seguir sus movimientos. ¡Vaya! ¡Estamos de mudanza!

Esperó a que Perino terminara de inspeccionarle, como si buscase en su aspecto algo que justificara la lunática decisión de entrar en una Roma que iba a ser arrasada por las tropas de Carlos V en pago de sus atrasos. Al cabo de unos segundos el maestro resopló y cerró los ojos tal que si ya hubiera visto bastante!; por supuesto que Daniele no serviría de modelo para un Apolo o un Antinóo. Recordó cuando un camarada de Academia había utilizado para hacer su retrato uno de Carpi vuelto del revés. No es que su cara fuera igual que un cogote; sencillamente tenía la nariz alineada con la frente y la falta de relieve podía haber dado lugar al equívoco. ¡Por favor! ¿Es que nadie es capaz de apreciar las diferencias? Su forma atractiva de sonreír, con toda la boca; su cabellera rizosa, color oro viejo; una musculatura tonificada en el gimnasio de Bartolomeo de Ursi (donde había aprendido el arte de la lucha grecorromana en el que llegó a destacar, dada su complexión superior a la media). En cuanto a la barba, a la mayoría no le dice nada porque son tan lerdos que en su vida han visto un busto del emperador Adriano ¡el trabajo que le cuesta rizársela hasta conseguir un efecto adrianesco!

Escuchó una palmada de impaciencia y comprendió que se había quedado pasmado delante del tal Perino. Hizo una genuflexión y besó sus manos.

  —¿Sabéis para que vengo, verdad? Os escribí por la posta.

  —¡Pero ahora ya no cuenta ninguna palabra! ¡Ha llegado el fin del mundo! ¿Es que estás chalado, joven?

  —Me escribisteis que no había problema para alojarme en San Marcelo —dijo a Perino—. Sé que traigo mucho equipaje pero...

Torció la nariz. Bueno, bueno... ¡como quien huele una mierda!

  —Por mí como si te traes la cama. Pronto no existirá cama, ni iglesia, ni siquiera Roma. Los bárbaros están a dos leguas. Adiós. Me voy a Génova.

  —Pero yo acabo de llegar de Volterra solo para trabajar con vos. Os admiro, os admiro sobre todas las cosas —¡Que mal estaba disfrazando su verdadero designio!

  —Oye chico, estos que estamos esperando son los luteranos, los lu-te-ra-nos, ¿te enteras? Han prometido aniquilar Roma, la sede del Anticristo. A ti te parecerá que el papa es un Santo pero para los herejes es el Anticristo, ¿entiendes? Cualquier cosa que hayamos hablado ya no tiene sentido.

  —¿Tan grave es la situación? —Perino le miró como si de repente hubiera aparecido frente a él una medusa o un rinoceronte. Por supuesto habría reparado en su luco negro sin mangas y sus botas de piel de perro, o sea la fabulosa dote que le había dejado su padre. Un pordiosero —. Ya veo, ya. Lo razonable es que me vaya con vos a Génova.

  —¡Qué cosas tienes, Volterra! —le llamó por el nombre de su pueblo en vez de Daniele o Nelo, al estilo romano— ¡Qué cosas! Sin salvoconducto ya nadie puede abandonar la urbe —Y menos un zarrapastroso como tú—. Toma —Depositó en sus antebrazos la gigantesca llave de San Marcelo, como si fuera un arma—. Espero que defiendas la iglesia hasta la última gota de tu sangre. Yo no me molestaría en pintar evangelistas… ¿qué tal un Lutero? Ja, ja, ja…

  —Bueno, quizás sea mejor así. Lo superaré.

  Perino le echó una de esas miradas con el ceño arrugado, menudo chiflado ¿Por qué no te refugias en el manicomio del Puente Roto? Ignoraba que dentro de unos días, los dos mil locos allí asilados estarían flotando en el río con sus sayones blancos, como un gigantesco rebaño de ovejas anfibias. Pues no estaba tan loco. A pesar de que dentro de unos días iban a suceder cosas terroríficas, a él iba a irle estupendamente. ¡Dentro de nada iba a estar trabajando con sus manos nada menos que en El esclavo moribundo de Miguel Ángel!

  En su inconsciencia no supo ver en aquella barahúnda la indefensión en que se iba a encontrar frente a la entrada en la ciudad de las turbas sanguinarias. De momento la ciudad estaba gozosamente sin ley. Podías entrar en cientos de palacios, dormir en camas con dosel hasta el techo, vestir sedas, admirar a tus anchas miles de obras maestras, defecar en alfombras turcas, gozar gratis de cortesanas vestidas como obispos: casullas, capas pluviales, mucetas, tiaras… Gozar. Un puerco revolcándose en el barro. ¡Serás estúpido! Anda y que te zurzan. ¿Qué sentido tiene que te enceles con las putas cuando tu único objetivo es la inmortalidad? Venga, venga, no nos desviemos del fin. ¿Sería adecuado este preciso instante del día para presentarse en casa del Buonarroti? Por supuesto. Eso que aun no estamos más que a hora prima y hace niebla y frío y la mula aun no ha tomado su cebada y… ¡Bah!, aprovechemos la ocasión; seguro que necesita compañía. En tiempos de tribulación es cuando de verdad se agradecen los apoyos. Estar cerca de él es lo único que importa. Luego, todo llega. Basta una larga paciencia y un deseo vivo.

  La entrada principal de la casa de Miguel Ángel da a la calle Macelo de Cuervos, pero existe otra que da a la huerta cuya cancela abre sin más que apoyarse. El joven Volterra entró pisando helechos y otras malas hierbas al tiempo que iba contando las fosas que alguien había excavado por allí. Una nueva técnica de fundición, seguro. Su inexperiencia de la vida fue incapaz de concebir un uso más siniestro para semejantes oquedades. Una mirada alrededor. Casi no se podía creer que estuviera en la casa de Miguel Ángel y es casi seguro que al maestro le encantaría recibir el homenaje de un admirador. El lugar, en si mismo, tenía algo de encantado: un trozo de campo en pleno centro de la urbe: manzanos, melocotoneros, higuera, la parra que en mayo aun estaba dando sus primeros brotes, gallinas picoteando en libertad y una gata color fuego que ejercía como reina del lugar. Cuesta trabajo admitir que exista un estanque circular, plagado de ranas y renacuajos e incluso una serpiente de agua –piensa que no es venenosa- a un paso del Corso, del palacio Colona y de tutti quanti. Cubiertos por la hierba, trozos de mármoles descartados: piernas, ¡oilmè! (¡ay!), brazos, rodillas y un enano, con un glande por cabeza, uno o dos, según se mire. Es una propiedad muy extensa y sin duda se podían cavar muchas fosas en ella, aunque ¿para qué? Esos mármoles del jardín fueron para Nelo una especie de anticipo de la respuesta. Una corriente de aire procedente de la columna Trajana le produjo arcadas. El soplo fétido le sorprendió cuando estaba llegando al espacio embaldosado que rodea la casa. No le dio importancia a pesar de la anormal cantidad de moscas, larvas, avispas y ratas que divisó alrededor. No es momento de andarse con remilgos, Sangre de Cristo.

Un tipo macilento con rala barba canosa apareció por allí y empezó a dar órdenes. El administrador de Miguel Ángel olía a salfumán; dijo su nombre, pero hace años que está olvidado. Desde luego el acento era fuoroscito (fuoroscito: florentino viviendo en Roma). Estaba desinfectándolo todo para cuando entrase la horda. Los luteranos siempre traen consigo peste y enfermedades, mozalbete. En cuanto a lo otro, ni siquiera respondió. Alzó los hombros. Sencillamente le debió parecer estúpido que alguien juzgase posible encontrar a Miguel Ángel en una plaza sitiada. Al jovenzuelo aún le faltaban por aprender unas cuantas cosas para penetrar en el estilo buonarrotesco.

 El fuoroscito mostró una pala y habló de enterrar mármoles. Al menos tuvo la amabilidad de explicar el origen de este pedido de esculturas que había que hacer desaparecer bajo tierra. Mientras cubicaba a ojo la fosa que le obligaría a cavar, contó a Nelo la increíble historia:

  —Es extraño que seas un artista y jamás hayas escuchado hablar del Drama de Miguel Ángel.

  Pudiera muy bien haber sido cierto que nunca hubiera oído nunca hablar del famoso Drama, dado el aislamiento de Volterra...

  —Lo juro.

  ... y es indudable la conveniencia para un aspirante a entrar en su taller, de una larga conversación con el administrador sobre un tema tan rico en matices como el Drama.

  —Bueno, mozalbete, el que trabaja tiene derecho a saber el objeto de sus afanes. Este lote de esculturas que vamos a sepultar se encargó en circunstancias muy divertidas... aunque para Miguel Ángel la cosa no tuviera ninguna gracia. Sucedió en tiempos de Julio II de la Rovere. Ese papa quería ser enterrado en una tumba descomunal. Algo así como las pirámides de Egipto o la tumba de Augusto. Pero eso no es nada. Si te fijas, las pirámides o la tumba de Augusto no son otra cosa que amontonamientos de tierra y piedras, mientras la tumba que quería Julio II sería una montaña de esculturas de Miguel Ángel. ¿Te haces idea, mozalbete? Concibió la descabellada idea de enterrarse bajo un cerro de esculturas tal que llenase todo el aire de la basílica del Vaticano. Delirante ¿no? Me imagino lo que estarás pensado. ¿Qué hizo Miguel Ángel? ¿Qué podía incitarle a aceptar el pedido?

  Justo en ese momento se escuchó un prolongado sonido gutural.

  —¡El cuerno! ¡El cuerno! —gritaron los obreros. Acababan de escuchar una trompa germánica, lo que más adelante muchos considerarían el primer acto del Saco. A Nelo, en confianza, le sonó como la caracola del charcutero. Entonces el administrador gritó de forma que todos lo oyeran:

  —Vamos a esperar acontecimientos, amigos míos.

  Un albañil muy gordo se limpió las manos a la camisa y dijo:

  —¡Pies, para que os quiero! ¡Los lansquenetes están a la puerta! ¡Darán uso a las fosas con nuestros cuerpos!

  —Pero Salvatore ¡que dices! —se burló un escuchimizado—. ¡Tú no cabes en una fosa de estas! ¡A ti te llevan a la de Trajano!

  De esa forma se enteró de que existe una gigantesca fosa alrededor de la columna trajanea, paraíso de moscas, ratas y demás bichos impresentables. Su origen son las periódicas excavaciones que hacen los papas para alcanzar el suelo de época imperial y dejar visible la columna. Los romanos tienen la costumbre de volcar aquí las bacinillas con el producto nocturno de sus deposiciones. Años más tarde Nelo tendrá ocasión de ver como brillan de placer los ojos de Miguel Ángel cuando se le saca el tema de la fosa, encantado del módico alquiler que se paga a cambio de vivir en tan aromática vecindad.

La trompa resopló de nuevo: un tono agudo seguido de otro más grave.

  El administrador frunció el ceño: buscaba alguna excusa para evitar que el pánico desmandara a la cuadrilla. Los hombres escasean en Roma. Hombres, no curas.

—¡La casa invita a vino! ¡Trebiano degli oliveri! ¡Greco di tufo! —guiñó un ojo y susurró—: Por la tarde, si vuelve la calma, seguiremos con la historia del Drama, amigo Daniele. En cuanto en Loreto toquen a tercia.

Cuando el criado sembró la mesa de pequeñas jarras de vino, el administrador hizo una pedorreta. ¡Aprovechemos que Miguel Ángel ha huido! El florentino controlaba la vida de la casa con puño de hierro. Hoy podían lanzarse al derroche: muchos fuorosciti habían  puesto pies en polvorosa. Se ve que los florentinos, como expertos en matanzas, consideraban que ya no les queda nada que aprender sobre la materia. Cuando habían arrasado Volterra, su patria, habían desjarretado a los jóvenes y marcado a los niños con tizones para perpetua memoria. Sí, me acuerdo. Una corriente de aire procedente de las habitaciones superiores trajo olor a salfumán y a romero. Ahora no llegaba ningún estrépito del exterior, más bien un silencio opresivo. Nelo se llevó una jarra de vino a los labios y abrió  bien los oídos.

 Supo que Miguel Ángel se hallaba en Florencia y que simpatizaba con los revolucionarios. La ciudad de la flor de lis solo esperaba a que Roma cayera para rebelarse contra el papa Clemente de Médicis, que la gobernaba por medio de sus bastardos. En resumen, la cosa no tenía ninguna gracia. Uno que había venido a dar su vida por el arte y he aquí que ese uno se había metido en el sitio equivocado. Una Roma toscanizada, donde aún pululan los florentinos que no pudieron escapar. ¡Eh! ¡Lansquenetes!, se dirigió a los futuros saqueadores, a los que estaba viendo en sus imaginaciones, ¡A mí no me matéis! ¡Qué soy volterrano! ¡Qué yo estoy de acuerdo! Bien entendido que si el papa no hubiese dado la absolución colectiva a toda la urbe -ante la catástrofe que se avecinaba-, no les hubiera deseado ningún mal a esos puercos fuorosciti. Pero, la ley de Cristo, que se cumple en el amor, nos obliga a procurar la salvación de las almas más que la de los cuerpos. Estas ratas putrefactas irían al Cielo.

  —¡Volterrano! ¿Has escuchado el toque de corneta a retirada? —dijo el albañil gordo—. El condestable de Borbón inicia negociaciones. Hemos salvado el pellejo.

  —¿Qué hemos salvado que? —respondió Nelo con los ojos irónicamente abiertos— Que bien. Entonces ¿ya tiene con que pagar a sus tropas? ¡Que tontos esos! ¡Mira que hacer cola en el notario para sellar el testamento!

Por la tarde volvieron a cavar en el jardín. Daniele se encargó de la inhumación del Esclavo Moribundo, tarea difícil donde las haya porque ese mármol tiene un codo imposible que se empeña en sobresalir de la fosa. Apenas había acabado de nivelar la tierra cuando en Loreto las campanas dieron la tercia. El administrador cumplió su promesa y, en vez de pagarle un sueldo, hizo algo más barato: terminó de contarle el enigma que afectaba a su ídolo. ¿Por qué Miguel Ángel se ató al Drama? ¡Toda su vida abocado a construir un cerro de esculturas! ¿Qué pudo incitarle a aceptar aquella burrada?

  —… Diecinueve mil ducados de oro, que en Florencia llaman florines. Al principio la gente pensó que de verdad se creía divino y que ninguna obra era lo bastante grande para esta especie de Júpiter —¡Que simas de odio guardaba el inmenso amor del intendente!— Pero el papa Julio había tomado nota de los indicios y supo de que pie cojeaba. Vio como Miguel Ángel negaba una dote de diez o quince florines a su sobrina para que entrase en las Benedictinas; como se vestía día y noche con un luco miserable, verduzco de pintura. Y luego está lo de las camisas. Tiene aterrorizado a su sobrino Leonardo al que ordena se las compre Florencia, de la mejor calidad, pero a precio gratuito. Padece la sacra auri fames. Es incapaz de ver un ducado volando sin echarle la mano. Diecinueve mil ofreció Julio II. Se firmaron contratos sellados que constriñen a Miguel Ángel a crear a una sola obra en toda su vida: la tumba del Drama. Esos Esclavos, ese gigantesco cubo de mármol que ves ahí -que encubre la forma de un Moisés-, todo, todo, es el resultado del encadenamiento a la tumba-drama. Martillo-cincel, mazo-escoplo, martillo-cincel… De día, con un sombrero de paja, de noche, bajo un gorro de cartón coronado por una vela de sebo de cabra. Sí mozalbete, ese es el divino maestro que tanto admiras. Un día sí, otro también, se presentan abogados con papeletas de demanda. Cada vez que intenta iniciar otra obra es acusado de estafa. Se desespera, ruge, chilla, quisiera morir, pero talla y talla una y otra estatua del drama. Cubre el Esclavo con sarmientos, hijo. Los lansquenetes vienen de la nieve. No relacionan la parra con el vino. ¿Cansado?

  —Ante semejante belleza no… —Nelo no había entendido a la primera. Hasta que reparó en la lombriz rosa que ondulaba sobre el codo del Esclavo y cayó en que era eso lo que debía tapar con vides.

—El Esclavo es Miguel Ángel —dijo el intendente—. Parece como si la escultura hubiera atrapado su alma.

  —¡Vaya! Pues no es tan feo como... quiero decir que hay diferencias.

  —Que ocurrencia, mozo. He dicho su alma, no su cuerpo.

  Solo al cabo de muchos años de amistad y veneración a Miguel Ángel, Nelo llegaría a intuir porqué le gustaba rodearse de adefesios. Para no destacar. Bien mirado, el maestro podría pasar por uno de esos bufones espinosos, llenos de protuberancias, que ganan los concursos de feos en Chieti tocados con un turbante descomunal. Es verdad que no destacaba entre sus fachosos discípulos, pero el divino sufría y, cada vez que se encontraba en presencia del milagro de la belleza humana, se aturullaba y farfullaba como un niño. ¿Cómo era el Buonarroti? Un rostro óseo, pómulos salientes como las asas de una olla, arrugas como cordones, nariz aplastada por puñetazo de un tal Torrigiani (que se jactó de que el hueso “crujió como una hostia”); una especie de casco natural de hueso empenachado por la maraña parda del cabello. Los ojos color de orines, con destellos variados. La barba se la había robado a un chivo asmático y el aroma.... Bueno, bueno, bueno… el Buonarroti llevaba a rajatabla el consejo de su padre: ¡No te laves! ¡Fricciona la cabeza, hijo, pero sobre todo no te laves nunca! ¡Nunca te laves! Se rodeaba de quesos marzolinis que hacía traer de Florencia por la posta: así nunca sabías de donde procedía esa serosidad putrefacta. Escondido en Macelo de Cuervos para que nadie lo viera, sabía que su ser no era un espectáculo agradable. De él tan solo verías la belleza creada por sus manos.

 Pero si algo tenía claro Miguel Ángel es que no quería privar a este mundo de su monstruosa presencia. Tres días que duró su agonía y aún se quejaba del castigo que espera a todo hombre nacido de madre humana. ¡Como un chiquillo pillado en falta! Daniele, no por favor, Daniele, te lo ruego, no me abandones. Y esto era todo, el miedo a la muerte y a la fealdad, todo, el único motivo por el que Miguel Ángel se rodeó de una muralla de obras sobrehumanas y eres un estúpido, Nelo Riciarelli, te has excedido, tú le amabas, él es para ti la imagen terrena de la divinidad… ¡Estúpido! ¿Es acaso culpa del Buonarroti si has borrado su memoria? ¿Por qué tienes que insultarlo? Has actuado con libertad y con cinismo, con taimada destreza. ¿De que se acordaran los hombres, cuando te nombren? Ah, no, no responderé. ¡Imposible! ¡Imposible olvidar ese maldito nombre! ¡Braghettone, Braghettone, Braghettone...¡

Aquella noche pidió refugio en San Marcelo otro aspirante al divino taller de nombre Francisco Amadori, aunque, según la costumbre romana, era conocido por el de su pueblo: Urbino. En circunstancias normales Nelo le habría dado con la puerta en las narices, pues le había visto vendiendo reproducciones ilegales en plaza Navona (la lepra del verdadero artista). Pero estaban en las puertas del Infierno y el visitante componía una estampa muy a propósito. Con el paso de los años se hará a su aspecto, y ya no le parecerá tan rara la combinación una cabeza descomunal, un pelo en cota de malla y una nariz grande como una galera. Es más, después de dormir, Nelo se daría cuenta de que el recién llegado podía tener más de un poderoso argumento para ser admitido a la presencia del maestro y que su colaboración podría ser muy fructífera.

Pum, Pamm, Prum, Pumpúm, Kabúm… Al día siguiente, poco antes del amanecer, las cornisas empezaron a vibrar de forma parecida a esos temblores que produce un pequeño terremoto. Desde el techo de la iglesia nevaban copos de cal; granizaban fragmentos multicolores de mosaicos romanos; se proyectaban tenues virutas de oro de frescos bizantinos. Era el cañoneo. Era el Saco. Todos iban a morir. Ya no tenía sentido que Nelo hiciese unas pinturas aquí para hacer méritos frente al maestro. Al vestirse, casi mete la cabeza por la manga. Echó un último vistazo a la alta y oscura nave. Cuatro palomas histéricas, volaban en círculos. Una de ella se rompió el cuello y bajo haciendo un espantoso zigzag. Abandonó San Marcelo con el corazón en la boca: le gustaría que los buenos animales, como las palomas, los perros o los caballos no sufrieran nunca. Urbino le siguió a trompicones. Tenía el rostro blanco-sucio, como un sudario usado.

  Decidieron acercarse a las murallas para echar un vistazo. No sabrían decir que sentimiento predominaba en sus corazones, si el pánico o la curiosidad. Urbino decía que los lansquenetes eran bestias caníbales, pero en los recuerdos infantiles de Nelo aparecían más bien como unos niños grandullones a los que lo único que se podía criticar era lo sudorosos que quedaban después de matar florentinos. Tenía la esperanza de que al menos supieran distinguir a los volterranos de los habitantes de Florencia. Todo el mundo sabe que los florentinos dicen “che”, en vez de “ge”. Si así era, podían contar con su amabilidad, por ejemplo, señalándole los cruces de calles donde hubiera buenas perspectivas de encontrar fuorosciti, ricos como Cresos. Estos soldadotes que estaba viendo al pie de las murallas no parecían malos del todo. Daban grandes carcajadas. Tal vez porque como Carlos V estaba arruinado (por muy emperador que se llamase), la soldada solía consistir en carne de los saqueados. Niños y mujeres de preferencia, pero hay gustos para todo, glub.  Un sitiador sí que estaba enfadado de veras. Daban ganas de ponerse los dedos en los oídos. Era un ermitaño descalzo al que todos llamaban Brandano. Cara a las murallas, increpaba a su santidad Clemente VII de Médicis con voz tan lúgubre que al principio no entendieron lo que decía. Luego ya sí:

 

  —Tú, bastardo de Sodoma, Clemente, él del número siete. Tú, la bestia de las siete cabezas y de los siete nombres blasfemos: Julio, Médicis, Clemente, Vicario, Pedro, Pontífice, Papa. ¡Por tus pecados Roma será destruida! ¡Ay de los que adoran al Siete: beberán el vino de la ira de Dios! ¡Serán atormentados con el fuego y el azufre!

 

Nelo empezó a dudar si sería conveniente esperar a pie firme en San Marcelo, o mejor buscar otro sitio hasta que estos de ahí abajo fueran capaces de establecer las oportunas diferencias.

—¡Che por ge! ¡Che por ge! —susurraba para sus adentros.

 Urbino, que hasta hace un momento parecía privado de sangre como una lagartija en invierno, le agarró del antebrazo.

  —¿Rezas...? Los primeros momentos siempre son un baño de sangre. ¡Ay de los vencidos! ¡Corre! ¡Vamos! ¡Al Vaticano! ¡Es el único refugio seguro!

  Cuando se asomaron a las obras de la nueva basílica vieron a Cellini, el orfebre de nariz de pimiento y mirada astuta, sentado a una mesa, con una pila de monedas a un lado y un pergamino y una pluma al otro. Estaba reclutando una milicia de artistas para proteger al papa, aunque las risas humilladas de sus futuros camaradas indicaban el alivio de sentirse protegidos ellos mismos. Urbino dijo “dos nuevos” y les pusieron el pergamino para firmar. “Desde las almenas —dijo volviéndose a su camarada—, podremos disfrutar del espectáculo de la gran matanza de fuorosciti sin grandes riesgos en realidad…” De pronto, se cortó en seco, preocupado por la metedura de pata ¿Cellini no era florentino?

  —… pero me tuve que exiliar a Siena —respondió el orfebre a su pensamiento.

—No me aparto de la verdad si digo que esto va a ser como presenciar la toma de Troya por Anda-mamón —añadió Urbino ceremonioso.

—Agamenón —corrigió el volterrano, al que su sabiduría con los clásicos le valió el ascenso en el acto a capitán. Entendió que los demás eran peores, lo que sí que daba mucho miedo. Es más; si hubiera sabido el acto heroico que Cellini estaba a punto de cometer, habría sentido verdadero pánico a pesar de que fue francamente divertido. El asunto es que Nelo estaba detrás de una almena canturreando el Dime amor (el madrigal favorito de su madre), escuchando silbar los arcabuzazos, las granadas, las cadenas voladoras… El sentimiento de estar protegiendo al papa le embriagaba de cálida autosatisfacción, él, un católico tan fervoroso. Además tenían montañas de comida requisada en el Contado de Florencia, ciudad que, al igual que Roma, obedecía a los perros Médicis. Esta familia aun mantiene a día de hoy un estupendo sistema fiscal: los inspectores de Hacienda se quedan a vivir en tu casa hasta que pagas.

 Cellini estaba a su derecha, bajo un adarve, intentando averiguar el funcionamiento de una culebrina. Le había acercado una antorcha para iluminar el agujero mientras subía y bajaba el frondoso bigote, como un topo hocicudo. ¿Por qué no se estaría quieto? De repente, se disparó. Alcanzó al jefe de los imperiales en toda la barriga. El tal condestable de Borbón estaba subido a unas escaleras. A la vista de todo el mundo empezó a vomitar sus propios excrementos. Igual que en la Divina Comedia, palabra. Los  luteranos y los españoles canturrearon: ¡No tenemos jefe! No tenemos jefe! ¡Nin-gún jefe! Querían decir que a partir de ahora cada uno sería su propio jefe. Cada soldado podía dar rienda suelta a sus instintos como bien la placiera. Tenían a su disposición la ciudad más rica, famosa y sagrada del mundo, donde moraban seductoras beldades. Los atacantes se pusieron como lobos. Había más escalas que almenas. Empezó a flaquear el ánimo de los defensores de a pie, y en cuanto a los generales... Bueno, ahí estaba Cellini con esos ojos de carnero degollado, preguntándose que había pasado. ¡Que has puesto a vomitar caca al general enemigo, bobo, más que bobo!

La literatura militar, con la significativa excepción de Jenofonte, no considera a “la retirada” una operación brillante. Pero debe hacerse a conciencia y hay que reconocer que Cellini recogió a todos en el castillo Santángelo (la mole), en menos de los que tarda en rezarse un padrenuestro. La mole, hoy llamada castillo, es la tumba del emperador Adriano y no hace falta contar como hacían tumbas los romanos. ¡Que derroche! Hormigón, piedra, mármol... Nada que envidiar a las pirámides, pero con terraza para admirar el paisaje. Ya más tranquilos, atrajo su curiosidad el pandemonio del exterior. Los ojos de buey de la mole hacían de orejas de Dionisio, amplificando el estrépito en sus oídos. Cellini les invitó a que se asomaran a las saeteras.

  —Siempre me han gustado las novedades —dijo—. ¡Contemplemos el increíble espectáculo!

  Frente a los espectadores se desarrolló un guiñol admirable de sangre, explosiones, fuego, aullidos, órdenes, súplicas, caos y destrucción. Los lansquenetes gritaban: ¡Matanza o paga! ¡Matanza o paga! Como los pagadores, y en general, todos los que llevaban yelmo con plumas, habían salido corriendo en cuanto vieron vomitar excrementos al tal Borbón... bueno, la verdad es que la cosa ahí abajo tenía mala pinta. Pero cuando más felices se encontraban, henchidos de esa satisfacción íntima que proporciona la perfección de una maniobra (sí, incluso la de “repliegue”), se dieron cuenta de que habían cometido un olvido imperdonable.

  ¡Se habían olvidado del personaje más importante! La forma en que se dieron cuenta fue algo chocante. Cellini dijo que quería que sus hombres se acostumbrasen a disparar. Nelo atacó el arcabuz con pólvora y bala. Buscó un  blanco y enseguida vio uno que corría hacia la fortaleza. Sí, uno muy blanco. Apretó el gatillo. Lo curioso es que los lansquenetes también disparaban al mismo blanco. Era el papa, que corría como un loco por el pasadizo que comunica el Vaticano con Santángelo. Un olvido imperdonable. El pobre tiene cáncer de estómago y ¡bueno!, la blanca roqueta pontifica estaba sirviendo de magnífica diana a los tiradores de ambos bandos. Su médico privado le salvó la vida, cubriéndolo con su capa azul. Tras él entraron en la mole los cuarenta y dos suizos que quedaban. Después de esto no se atrevió a volver a disparar un tiro y se limitó a mirar: los lansquenetes y los españoles se desparramaban por la ciudad como plaga de langostas a través del puente Sixto. Aquel día quedaría grabado en sus corazones para siempre y tardaron varios más en dejar de temblar. Sin embargo, a la segunda semana, los saqueadores dejaron de hostigar la torre bien fuera por convicción de su inexpugnabilidad, bien por pactos entre el emperador y el papa. La excitación del primer momento fue sustituida progresivamente por una soporífera molicie.

Los alojamientos de la tropa estaban en la cámara funeraria de Adriano, que es un gran hueco cilíndrico interior, sobrevolado por un puente levadizo. Era más o menos como estar en un calabozo. En aquella húmeda oscuridad perdías la cuenta de los días, pero había pan, vino, escabeches, cebollas, carnes secas y saladas en abundancia y, aunque los soldados de la guardia hacían ejercicios por la rampa para mantenerse en forma, no les importaba si te quedabas durmiendo. El problema es que, se pusiera donde se pusiera Nelo, siempre acababa descubriendo a Urbino en la yacija de al lado. Exhalaba un cierto olor corporal a requesón, bueno, en realidad mucho. ¿De donde sacaba ese derecho a escoltarlo a todas horas? La conclusión lógica es que daba por supuesto que el haber prestado servicios a Miguel Ángel en el pasado le convertía en el introductor imprescindible de Daniele a la divina presencia. ¡Como si ÉL tuviera que depender de los criados! Por supuesto que a un tipo que llama Anda-mamón al conquistador de Troya, el nombre de Daniele Riciarelli no le dice nada. Nada. ¡Que va a saber que él, Riciarelli, es también fresquista como Buonarroti! Un arte, el fresco, que solo con manifiesta ignorancia se puede calificar como mera “técnica pictórica”. No, Anda-mamón no perdería  el tiempo en visitar su fresco de La Justicia, en Volterra. Pero siglos detrás de la muerte de Daniele Riciarelli, esa dama rubia de espada enhiesta, seguirá encarnando la idea universal de la Justicia. ¡Acabáramos! ¡Para Urbino colaborar con el maestro solo significa enlucir con sus babas el suelo que pisa!

La vida en la mole no era tan mala, sobre todo si eras el papa. Una noche se les ordenó que lanzaran una cuerda desde las almenas. El pie de la fortaleza estaba desierto porque los saqueadores se habían repartido por la ciudad para disfrutar de sus adquisiciones. Aquel día se habían subastado las monjas, rematándose las más santas y de vida más ejemplar por un ducado cada una. Un peso colgado de la cuerda allá abajo, en lo oscuro, interrumpió los pensamientos de Nelo. ¡Que tiempos! ¡Lanzas una cuerda y se cuelga alguien! Un objeto redondeado surgió del vacío. ¿Qué sería? Urbino mordisqueó algo de una cesta y, tras breve reflexión, dijo sin dejar de relamerse.

—Colmenillas, Nelo, colmenillas.

Al principio pareció sorprendente este arreglo subterráneo entre los sitiados y los saqueadores, hasta que se dieron cuenta que estos se dividían en dos grupos. El primer grupo, los católicos, (españoles e italianos de Anibal Colona), tan solo querían meter un buen susto al papa. Algo así como cuando te disfrazas de Gorgona con todas esas serpientes en la cabeza. Bien, el susto fue morrocotudo. Al segundo día, había más de dos mil cadáveres flotando en el Tíber, a los que se veía muy satisfechos de la original forma –nadando- en que se habían presentado ante la puerta de San Pedro. Bromistas que eran los católicos. Pero, buenos hijos ellos, veneraban la figura paternal del papa y no podían permitir, es que no podían, que sufriera por falta de colmenillas con leche y miel. Pero, según se divisaba bastante bien desde la perspectiva circular que daban  las almenas del Santángelo, era muy distinta la forma de actuar del segundo grupo de invasores, los lansquenetes. Estos luteranos se comportaban que daba gusto con una ciudad sometida a la puerca dinastía florentina. No respetaban ninguna casa: cardenales, obispos, clérigos, viejas, niños de pañal, mujeres, pajes, servidores y hasta crucificaban a los pobres o los sometían a refinados tormentos; el hijo en presencia del padre; el niño de pañal delante de la madre, atormentados por separados marido y mujer, la monja sodomizada con el crucifijo.  ¡Viva Volterra, que narices!

  Cogieron la cesta y comprobaron con alegría que estaban muy frescas, con sus celdillas ¡tan jugosas! Parecían pequeños panales recién cosechados, aún rezumando miel. Dieron cuenta del encargo al poderoso funcionario del sello, Piombo, hombre rollizo de hábito color avellana que a su vez era pintor y retratista. Les felicitó por el éxito del encargo y que, como podían ver, “después de todo el exterior no era tan peligroso como se dice”, lo que les dejó muy preocupados. “Alguien tendrá que devolver la cesta”.

  Tal vez un chaparro cabezón de piernas como palillos enfundadas en medias negras a la española, procedente de Urbino, no sea la persona ideal para contarle tus intimidades. Pero la exasperante molicie de horas y días y semanas, uno al lado de otro, otro al lado de uno, sin hacer nada, nada más que beber vino, acabó propiciando las confidencias por el simple hecho de que era la persona que Nelo tenía más cerca. Urbino escuchaba con mucha atención, lo que no suele ser un buen síntoma por parte de personajes con un lado oscuro.

A Nelo el fragor de la guerra siempre le hacía pensar en su padre, Antonio Riciarelli. Aquel día ¿que tendría?, cinco o seis años, seguía a la carrera a su progenitor por el mercado de los Priori. Las puesteras convocaban a la clientela a gritos mientras de fondo se escuchaban cacareos de las gallinas maniatadas con trapos, tumbadas de cualquier forma sobre cestos de paja. El padre, cuyo rostro reptiliano era insuperable ejemplo del aplanamiento frontal del los Riciarelli, le encomiaba las ventajas de convertirse en podestá o condotiero famoso de forma que algún día participaría en un saqueo y ganaría tanto oro como “para empedrar el camino de Volterra a Roma”. Entonces se cruzaría uno de esos tratantes de caballos alemanes y le susurraría que un banquero ganó millones con una mina de alumbre y el padre añadiría algo sobre que es de locos dejarse matar cuando un buen banquero puede comprar todos los ejércitos del mundo.

—… Caudillo, banquero o asesino, al menos el padre me daba una cierta posibilidad de elección. Nunca le oí decir nada de artista. Mmm…, dame otra de esas colmenillas que robaste, Urbino. Gracias. ¿Dónde íbamos? Ah, ya, el arte. Yo siempre supe que era especial. En mis alucinaciones despiertas, era una frase que alguien me repetía constantemente, serás algo grande en la vida. Te sientes abrumado por la convicción de que, por fuerza, tiene que existir un genio o un ángel que te impulsa por caminos insospechados. En sueños, me dejaba perplejo la capacidad de mis brazos de impulsarme al cielo como si fueran alas. Artista, artista…

Daniele tenía la sensación de que había una anécdota importante de su vida relacionada con el día en que su padre le dio a elegir entre caudillo, banquero o asesino. De pronto, unas escobas de palmer apoyadas en la pared le hicieron recordar todo el episodio: siempre había querido ser artista. Una vez el padre le vio pintando el cerdito (porcellino) que está a la entrada de la fortaleza. Ya en casa, alabó el dibujo y no criticó en absoluto su vena artística. Simplemente se lo llevó de la oreja y lo encerró en el cuarto de escobas. Casi enseguida sintió sobre sus hombros las patas de Cervero, un mastín que el padre había pedido prestado al vecino para uno de sus habituales experimentos. Él los llamaba sesiones de fortificación. Sostenía que, sometiéndole a este tipo de pruebas, se convertiría en un tipo corajudo. Militar o banquero, no uno de esos artistas mariquitas. Como casi siempre, le liberó del tormento su tío Leonardo el impasible: piensa, hijo, que los sufrimientos de la adolescencia no duran mucho. Y que razón tenía.

  —Sí, Urbino. Siempre quise ser artista. Puedes creerme, créeme.

—¿Es eso lo que piensas alegar ante Miguel Ángel, Nelo? ¿Que tienes mucha vocación pero no has hecho nada? Porque no has pintado nada en tu vida además de esa Justicia con aspecto de puta de candela ¿verdad?

—Hum… ¡Nos salió respondón el lacayo! Has de saber que fui pupilo de Sodoma en Volterra. Pintamos un carro romano al fresco en el palacio Mafei.

—Oye, Nelo, no te hinches tanto, que revientas. Si eras su pupilo, de Sodoma, significa que era el quien pintaba. Tú le presentarías el trasero. Sé porque le llamaban Sodoma y a fe mía que es un canal harto estrecho.

Nelo escupió una brizna de carne a la pared para hacerle ver que pasaba de su insulto. Un sexto sentido le decía que, de momento, Urbino tenía más acceso al dios que él y que, de alguna forma, conseguiría que le transmitiera que él, el Volterra, ya tenía experiencia con los pinceles. No estamos hablando de la carga de un nuevo aprendiz.

—No tuve paciencia de acabar los estudios con Sodoma. Los Priori de Volterra se disputaban… requerían mis trabajos, te lo aseguro. La familia Del Nero me encargó pintar sus armas, un grifo rampante bermellón, en el palacio del capitán de justicia. Y también pinte el escudo… Bueno, a veces pintas cosas que odias, solo por, por… Ya sabes, hay que comer ¿no? —al ver que los ojos de Urbino estaban iluminados por una sonrisa irónica, añadió—: El escudo de los Médicis, me parece. Seis roeles. En un vidrio del palacio de los Priori, creo, sí…

—No me has contado nada de tu madre ¿sabes? Pero esa canción que silbas a veces, Dime amor, significa que la añoras ¿no dijiste que fue ella la que…?

—Quien no me ha hablado aun de lo que pasa ahí afuera eres tú, Urbino. Ayer hiciste una salida para devolver la cesta. Anda, no te escurras, me muero de curiosidad.

—No le veo la gracia al cambio de tema, Roma está asquerosa, pero si quieres… Lo bueno es que nadie te molesta; creen que eres un soldado italiano de Aníbal Colona y que estás en el ajo del saqueo…

Nelo debió de ponerse a pensar en otra cosa, adormecido por el vino. Desde luego, Urbino contó algo sobre los palacios apostólicos, convertidos en cuadras y del estropicio en los Boticellis de los muros donde habían pintado muchos “Viva Luterus Pontíficex”. En determinado momento hizo un ruido grimoso con el cuchillo contra la piedra y el volterrano recuperó el hilo. Urbino estaba diciendo:

—… por lo demás, amigo Nelo, había empezado a llover barro y los saqueadores intentaban poner a cubierto los puestos en que exhibían los resultados de sus rapiñas. ¡Los últimos latrocinios son de pura miseria! En el palacio Máximo de las Columnas habían extraído los hierros, clavos y hasta las cerraduras En el aire se ventea un ominoso tufo a chamusquina. Los famosos frescos están chamuscados, renegridos, quebrantados, completamente arruinados…

  —La destrucción es brutal —terminó Urbino mientras fingía afilar el cuchillo contra el suelo—. Frescos, tumbas, iglesias, palacios... Para mí, que voy a ser criado de Miguel Ángel, un desastre. A ti... te felicito, Nelo, te verdad que te felicito.

  —¿Puedes explicarme porque me felicitas? Yo no he sido el causante de toda esa destrucción. El hecho de que sea volterrano...

  —¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Crees que alguna de tus obras maestras puede competir con las que ves en Roma?

  —No de momento... Pero no hay que desesperar... Hay sitio para unos y tal vez para otros.  Quizá pueda darse el caso de que...  ¿Sabes lo que quiero decir?

  —No sé como explicarme, Nelo, no sin hacerte daño. Piensa que tienes un hermoso salón decorado por Miguel Ángel, Rafael y Da Vinci. ¿Harías borrar un lienzo de pared y llamarías a Nelo de Volterra para que lo pintara?

  Una terrible frialdad se expandió por sus miembros.

  —¿Y que tiene que ver el Ángel de la Destrucción con todo esto?

  —Tiene, Volterra, tiene, pero soy incapaz de explicártelo.

  Nelo atrajo a su imaginación la elegante fachada del palacio Máximo, un círculo de columnas procedente del antiguo teatro, llamado Odeón. Un teatro romano era el colmo de la expresión artística en su tiempo. Nunca se pensó como algo efímero, sino eterno. La peligrosa deriva de sus pensamientos hizo que se mordiera la lengua. Llegaron los cristianos y no tuvieron piedad con el teatro Máximo. Un cardenal, Riario, hizo aquí su palacio. ¡Debe saberse! ¡Destruyó el antiguo teatro! ¡No sintió nada! Sí ¿por qué apiadarse de lo que el tiempo destruye? Que sentimiento más inútil. Un monumento debe aceptar todo. Y si luego vienen los lansquenetes, y tienen la ocurrencia de arrasarlo ¡pobre de quien se resista! El arte es perecedero. Nada puede resistirse al carro de Cronos; el tiempo y la muerte son sus ruedas. Nelo debe ir subido a ese carro. Ahora comprende aquel pasaje del Apocalipsis. ¡El Ángel de la Destrucción! Lleva un incensario de oro y allí donde lo tira, arrasa. Sírvele y te elevará por encima de los hombres, te rescatará del olvido de la muerte. Es justo, justo, justo...

  Estaba temblando, febril. El haber extraído todas las consecuencias de un tema que infestaba su mente, como una ponzoña, parecía haberle afectado a la salud. ¿O tal vez estaba pillando la fiebre de los pantanos?

—Pero sigamos a lo nuestro —dijo Urbino probando el filo con un dedo.

—Quisiera enterarme de la suerte de otros monumentos.

—¿La destrucción de los monumentos te impide pensar en tu madre? ¡A fe que sois fanáticos los volterranos!

Nelo frunció el ceño y se apretó la frente con la mirada clavada en el suelo.

—No, Urbino, no es ningún impedimento. Pero es que no hay nada que contar.

Aquel día ¿había cumplido los diez? ella había derramado sin querer unos gramos de sal. El padre (a diferencia del hijo), jamás consiguió que lo inscribieran en el Libro de los Ciudadanos de Volterra. Sólo estaba registrado en el Libro de la Sal de boca dónde, dos veces al año, los miserables y los bocazas están obligados a comprar la sal a precios de estafa. La madre había sido una pelirroja de mirada gris-perla, tan deslumbrante, que yo no era capaz ni siquiera de mirarla de frente; pero ahora la piel de la cara estaba sumida a consecuencia de los sufrimientos. A veces aun componía madrigales que empezaban siempre por “Dime amor” y Nelo le juraba lo mucho que le encantaban y que sus poesías eran mejores que las de Petrarca. Entonces ella le cogía pellizcado de las mejillas y decía con zumba:

—Pero que gusto más malo tienes, Nelo.

Aquel día el padre no toleró el insulto y, con los ojos brillantes de vino, palpó la sal. De pronto, echó mano a una pierna de mármol (resto de un pequeño Apolo deteriorado) y se lo arrojó a la madre. Acertó en pleno rostro. La pobre expiró sin soltar un ¡ay! Luego, Antonio Riciarelli lanzó unas miradas circulares, temeroso de que los florentinos sospecharan de un tumulto. Vivían a la sombra del Macho florentino, fortaleza que clava su pasadizo en otra más pequeña, llamada la Hembra volterrana. Casi al momento, vieron aparecer por la puerta una pareja de soldados barbilampiños. Venían desarmados, pero con unas pequeñas hachas colgadas a la espalda, como los lictores romanos. El padre dijo que su mujer no le cuidaba bien, pero que lo siento, lo siento, lo siento... Cuando se lo llevaron, pidió a su hijo que nunca contase a nadie lo que había pasado. Es la única forma de que los Principales te respeten, nunca tengas que ver con un presidiario, hijo mío, nunca…

 

Entrado el verano ya ni siquiera quedaban los clavos de las cerraduras y nada podía ir peor en Roma. Si podía. Cayó la peste. A todas horas pasaban carretas llenas de cadáveres. Pero nunca estabas seguro si eran cadáveres: esta enfermedad produce la putrefacción en vida y tendías a retirar la vista de aquellos cuerpos llenos de pústulas negras y azuladas. En una hostería cerca del Bordeleto a un hidalgo navarro se le escapó que habían sido los propios españoles quienes habían pagado a ciertos untori judíos para que untasen un ungüento pestífero en muros, puertas y calles. Ese ungüento, fabricado a base de pestis manufacta, es el que, en resumidas cuentas, produce la peste.

 Un domingo neblinoso y cálido, por la mañana temprano, el ruido de las carretas pareció excesivo, incluso en medio de aquella desolación. Eran los lansquenetes que abandonaban Roma en pequeños grupos, tapándose las narices con pañuelos. A los pocos días, se abatió la última plaga: la pierluigiación, que en este momento es difícil decir en que consiste. Ya lo irá diciendo el relato. Dio nombre a esta práctica Pierluigi Farnesio, cuyo padre llegaría a ser el papa Pablo III. El retrato que le hizo Tiziano es bastante ilustrativo de su bestial inhumanidad: aspecto simiesco, oliváceo, rostro comido por la podagra; cuando uno está frente a la pintura es capaz de percibir la roña y el hedor que acompañaron su paso por la vida. Pierluigi, que como aliado de los españoles había disfrutado del saqueo desde su palacio romano, asoló la campiña ya más a su gusto, al verse libre de competidores. Los niños, angelitos a los que su pequeño tamaño había permitido esconder en una alacena, pozo o armario, perecieron entre boqueadas hediondas. Los protestantes gritaron su denuncia:

—¡Los católicos han encontrado un nuevo método de martirizar a los santos!

El saqueo había sido tan completo que Piombo estaba decidido a emigrar a Génova, incapaz de encontrar una sola onza de plomo para el sellado de sus bulas. La presencia de Nelo en Roma se había vuelto algo absurdo después de la doble negativa –de Perino y Miguel Ángel- a volver a una urbe arrasada, muerta para siempre. ¿Quién iba a hacer encargos artísticos? Ni hablar de buscar la fama en este cenagal. Para sobrevivir, Nelo tuvo que recurrir a deambular por el Corso a la caza de algún luterano o español retrasado a los que se ofrecía a hacerles un retrato por cuatro cobres.

Sería ya casi el otoño cuando Nelo se presentó ante Piombo, a quien encontró en la sala del erario del Santángelo: un círculo de armarios de madera rodeando un gran tambor blindado. Su risa humillada indicaba a las claras que hubiera aceptado cualquier encargo alimenticio: el último salchichón apenas lo recordaba y hace tiempo que solo quedaban cebollas. Lo que escuchó le dejó tan asombrado que tuvo que pedir al poderoso signatario que se lo repitiera.

—¿Qué lo repita? No solo lo repito, Daniele, ¡lo amplio!: no es exacto decir que en Roma se encarga de nuevo arte. ¡Lo que acaba de encargarse es más que arte! ¡Es la Obra Total!

¿Quién diablos podía estar  tan loco? ¡Si aun no se habían apagado los rescoldos de las hogueras donde ardían Boticellis, Rafaeles y Peruginos!

Ni con una imaginación mucho más calenturienta que la suya hubiera podido imaginar la respuesta. 

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