viernes, 1 de agosto de 2025

THE SWIMMING MUMMY

 

Drones sobre el mítico Silgar

En agosto el ambiente no está para cosas pretendidamente serias, así que apenas colgaremos el capítulo 7 de The Swimming Mummy, una investigación policial entre estirados egiptólogos decimonónicos.


Drones patrióticos!



THE SWIMMING MUMMY

7.-UN VESTIDO CON POLIÇON

Aquel día Gastón dijo a Marie que iba a plantearle una cuestión delicada. En todo El Cairo, no tenía a su disposición un solo escritorio que no fuese espiado de la forma más grosera. Del hotel del Oriente, para que hablar, y el Museo, peor aún. No se echaba atrás de su pacto de secreto, precisamente esa era la cuestión: aquí, en la casa color pistacho, a nadie se le ocurriría buscarle.

—¿Por qué me miras así? –dijo él.

—Puedes hacer lo que gustes. El dinero es tuyo.

—Precisamente... claro que no lo digo en ningún sentido. Solo digo que hubo que pagar dos años de alquiler por adelantado y, bueno, quizá más adelante me establezca en El Cairo. En esta casa caben holgadamente dos personas con todo el servicio.

Ella permaneció un rato en silencio mientras se alisaba el pelo.

—Los turistas se acercarán aquí —dijo sin venir a cuento—. Será la comidilla de todo El Cairo. Me dirán cosas horribles, que soy como una ghawazi... o peor.

—Para mí eres la mujer más honesta que existe, sería capaz de rezarte como a la Virgen. Y además ¿a quién puede interesarle esta casa? —dijo él.

—Los adulterios enloquecen al público. Si son de gente famosa, más.

—¿Es que no lo entiendes? —replicó—. Es por tener a la vista nuestras cosas mientras trabajo: tu cepillo de plata, el colgante con versos en forma de pavo real, los azulejos persas —miró alrededor—… el fósil de trilobites, las copas de filigrana, el perchero, el...

—... el hediondo palomar...

—¿Qué? —preguntó Gastón—. ¿De qué hablas?

—Insalubre. Hablo de la terraza. La más pestífera de El Cairo. Como siga cayendo palomina sobre nuestras cabezas pillaremos la malaria... o la lepra. ¿Eres tú quien le dice a la criada que envíe palomas mensajeras?

—Si tiene tiempo para esos juegos es que está de sobra.

—Dijiste que iba a ser nuestro escondite, nuestro nidito de amor, no el Foreing Office.

—¿Acaso no te he jurado que no voy a recibir visitas?

—Muérete ¿quieres?

El profesor jugaba con una reserva mental. Había una nueva pista, algo que podría representar un paso de gigante en la pesquisa de la pirámide caníbal. Y la tenía solo él. Pero no podía dárselo a entender, o le respondería: ¿Es que no confías en mí? A eso no sabría que contestarle. Marie se barruntaba algo, si es que esas miradas a sus espaldas, interceptadas tras un giro brusco, tenían algún significado.  El dato prometedor había llegado por vapor-correo con la respuesta a la petición que había hecho a James Wild, otro de sus buenos contactos anudados en Inglaterra. Wild, el arquitecto inglés de la expedición de Lepsius, era la máxima autoridad mundial en estructuras de pirámides. Nadie en El Cairo debería ver esa correspondencia. Por eso había decidido el traslado de su despacho a la casa verde pistacho: entre los cairotas, la correspondencia privada es el equivalente al Daily Mail para los londinenses: noticias sensacionales que todos comentan en alta voz. Marie se tomó fatal esa mudanza a su particular guarida, negándose a dirigirle la palabra durante largos períodos o contestándole con monosílabos. A Gastón le pareció de lo más extraño ¿es que ahora le importaba su marido, fuera quien fuese, algún tipo de oficinista local es de suponer? Del que siempre se había negado a escuchar siquiera el nombre: pensaba que así conservaba su integridad moral. Eso sí, a las cinco o poco después, ella desaparecía. Sin explicaciones: “tu solo piensa que me tienes hasta las cinco, solo eso?” Naturalmente, si resultaba definitivamente ser la esposa de un oficinista de manguitos, es dudoso que le fuese a desafiar a duelo, eso es privilegio de caballeros. ¡Bah! Despreció esos pensamientos con un manotazo al aire, como quien espanta una mosca. Estaba ilusionado con la carta que le había remitida Wild, el diseñador del patio Egipcio del Crystal Palace. Releyó.

 

“There are pyramids that point up (aerial), and other ones that point down (subterranean). But there two possibilities do not exhaust the architectural concept of what we call pyramid”.

 

(“Hay unas pirámides apuntadas hacia arriba (aéreas), y otras hacia abajo (subterráneas); pero estas dos posibilidades no agotan el concepto arquitectónico que llamamos pirámide”).

 

Gastón leía esforzadamente una y otra vez ese enigmático párrafo; pero, poco ducho en volumetría, se le escapaba la solución. No agotan el concepto “pirámide”. A veces le parecía estar a punto, la tenía en la punta de la lengua. ¿Una pirámide voladora, desligada del suelo? Pero algo en lo íntimo de su ser se revelaba contra una solución que vulnera las leyes, siendo la Ley de la Gravedad una de las más queridas, ya que todo el mundo le atribuye un semblante grave y digno. Por una simple causalidad, una tarde de viernes, hastiado del manoseo de la dichosa carta, sus ojos recayeron en el tintero en forma de pirámide truncada, con la gruesa pluma roja de ave de punta sobre el fondo. Eureka. Levantó las cejas y se llevó la mano a la boca. Acababa de darse cuenta de que la base de la pirámide tenía que estar unos palmos bajo tierra; el piramidión, cien metros más abajo, ¡por fin una pirámide invertida!; la ruta sagrada (siguiendo las conocidas alineaciones), abismándose en el entorno de la Rest House hasta alcanzar a media altura la cámara sepulcral. Lo malo fue que la Royal Geographical Society, celosa de la preminencia francesa, consiguió para Wild el nombramiento como conservador del museo de lord Soane, muy conocido por contar en su colección con el ataúd en alabastro de Seti I. Con una renta asegurada de por vida, cada carta de Wild empezó a ser menos sustanciosa que la anterior.

 

Las cuitas, llamémoslas conyugales, le provocaron una leve migraña: nada que no se cure con una copa. Gipini estimó justificado (a pesar del pacto de rehuir las visitas), enviar al portero en busca del doctor Rocadimonte (las emergencias de salud nunca se consideraron incluidas en esa clase de promesas).

—Lo mejor será que no diga nada a la señora —previno al portero.

—Dijo que vendría a las tres, señor Gipini —confirmó éste.

 

A las dos el doctor Maxence Rocadimonte subió directamente por la escalera exterior. Abrió el propio Gipini. Roca presentaba su aspecto de siempre: una cazadora abrochada hasta el cuello cuyos botones hacían ondas con su panza y un gorro de orejeras, recogidas en la coronilla. En la mano que dejaba libre el bastón de paseo se veía uno de esos semicilíndricos maletines de doctor, el cual hizo exclamar a Gastón:

—Dios mío.

—¿Por qué no me hiciste caso? Te expusiste al sol y ahora tienes fiebre.

—Te equivocas primo. Creo que lo mío es de pensar demasiado.

Ya en la biblioteca Roca realizó su composición de lugar: la licorera tenía que estar en medio de aquel globo terráqueo abatible. Pues sí. Entrechocar de copas de por medio, puso al corriente a su primo Gastón del rumor de la calle.

—¿Te acuerdas la joven muy bien vestida que estabas buscando, primo?

—El asunto es que la he encontrado.

—No si no me extraña —dijo Roca extrayendo del tarro una sanguijuela que se retorcía sobre sí, como el labio de un glotón que se relame ante un pastel.

—¡Cómo que no te extraña si no la conocías!

—Lo sé y basta, no querrás que te diga una tontería de esas como que me lo ha dicho un pajarito, o una palomita, o un rinocerontito.

—Tengo la sensación de que quieres decirme algo.

—Lee mis labios —dijo Roca—. Si ella es quien me supongo, pronto te hablará de un vestido. Niégate a lo que te pida. ¡Por lo que más quieras, niégate!

¿Había oído bien? Aquellos malditos moralistas querían controlar hasta la forma de vestir. ¿Qué supondrían? ¿Que él, Gastón Gipini, podría cometer alguna locura corriendo tras un corsé sumamente apretados? Se daba cuenta del juego de este mojigato. Le hablaba de “Si es ella quien me supongo”, para que él a su vez preguntase “¿Y quién es?”, y así él podría responder -con semblante falsamente compungido-: “Una prostituta de cierta categoría, primo, siento de corazón tener que decirte eso”. Que se fastidiase, tomaría la frase en sentido literal, por lo de la vestimenta.

—Nunca me han hecho daño los vestidos. Es más, en Coventry me pareció que la moda podía dar mucho dinero.

—Ese vestido es un anzuelo. Si lo muerdes, te verás arrastrado a tu destino. ¿De verdad es eso lo que anhelas? No te puedo decir más, porque, en toda tu gran inteligencia, eres un poco simple, y será mejor que sigas ignorando lo que increíblemente, ignoras.

—Ja, ja... ¿Hubo habladurías entre las cónsulas? ¿Dónde sucedió, en un baile, una recepción? Ja, ja, ja, que más quisieran ellas que les calentase el trasero, ja, ja, ja. ¿Recuerdas que soy el mismo que se hizo expulsar de la Normale Supérieure por defender a Voltaire? Ja, ja, ja.

—Huye de ese asunto, Gastón. Te estoy hablando de asuntos de sangre, no me pidas que diga más.

—Mira que si mi vida fuera de todas formas a depender de un vestido… Escapé del mundo de la moda y ... ¡Bah!, dejemos eso. ¿Tienes hora? El tiempo se nos ha pasado volando.

Roca rebuscó en su bolsillo.

—Las dos y media.

—Creo que me siento mejor. Te voy a pedir por favor que te marches: tengo un compromiso.

—Supongo que clase de compromiso. Serán dos francos, uno por la sanguijuela, pero, si desoyes mis consejos, no bastarán todos los hirudíneos del Nilo para aliviar tus males. Au revoir.

 

Se levantaron de la cama a las cuatro, comieron y bebieron algo y volvieron a hacer el amor. Mientras se ponían la ropa, él le comunicó su proyecto que había pensado que la iba a volver loca de alegría.

—No acabo de entender —respondió ella al tiempo que abrochaba sus botines François Pinet— esa manía tuya de que en París tenga que vivir en un tugurio. Basta un hotel donde se pueda recibir, el Hotel de Colbert o algo así.

—Quien no te entiendo soy yo, Marie ¿acaso para ti el viaje a París no era el nadir, el colmo de tus aspiraciones, lo más importante de todo?

—No permitirás que me humille ¿verdad?

Gastón entrecerró las pestañas y apretó los labios, gesto que en él indicaba una grave concentración.

—Lo que yo digo es lo que se estila en París. A una buena amiga se le pone un petit apartement y no se hable más. Supongo que no te puedes ni imaginar lo mucho que ampara la protección de un personaje de mi nombradía.

—Ya puedes irme diligenciando un pasaje en el Sumatra. Mi decisión está tomada.

—Ha zarpado. El siguiente es el Mongolia, de la Compañía Peninsular y Oriental…

—Valdrá. Además, hablarás con madame Reichard para recuperar cierto vestido que me ha sido quitado.

Gipini, que estaba sentado al borde del diván, se escurrió al suelo de la impresión. Mientras levantaba los brazos como un náufrago, protesto:

—¡Un vestido! ¿Quieres un vestido? ¿Es cierto lo que oigo? ¿Qué tengo yo que ver con un vestido? ¡Contéstame!

—¡Parbleu! ¡Ni que mentara a Satanás! Pasa, que en París no puedo vestir como una pordiosera y ¡quiero irme cuanto antes! No soportó este mundo momificado. Egipto no es la vida en la muerte es… es… ¡la muerte en la vida!

—Pero un vestido, un vestido... ¡Tienes muchos! Por ejemplo, aquel con el que te conocí, el de seda ocre y drapeados con el que me rompiste el corazón.

—Uno de criada, sí. Pues no. Tiene que ser un vestido en particular; uno que ha sido confeccionado expresamente para mí. Un grand apparat. En el mundo que estoy destinada a frecuentar en París, es de rigor.

 

Aquel primer desencuentro grave entre ambos desazonó a Gipini. Aquellas extrañas cuestiones eran como meter un tercero entre ambos, una presencia de un mundo anterior y misterioso, en el que Gipini ni había participado, ni tenía el menor interés en hacerlo. Como si adivinara sus pensamientos, Marie intentó dulcificar sus palabras:

—La doncella que hemos contratado viste mejor que yo. Ten en cuenta que he sido privada de mis medios de fortuna para que no pueda salir de Egipto. Si tienes miedo de mostrarme en el exterior, descuida. Por ahora, tan solo dame el pasaje y el vestido: no es este el momento de entrar en los detalles más delicados.

—He ordenado al consignatario que te cubra un pasaje a Marsella en primera —dijo él sin dejar de mirarla con aire reflexivo—. ¿Había manifestado preocupación hasta ahora por su relevancia social? Ninguna. ¿Qué encaje tienen en sociedad les liaisons dangereuses? No muy alto. Un tintineo puso fin a sus reflexiones. En el dorado reloj de sobremesa Caron le fils habían sonado las cinco de la tarde.

 

Marie Latour abandonó la casa por las trastiendas del zoco de los tintoreros. Sudaba copiosamente; el vapor de agua de rio acentúa el bochorno. Cuando alcanzó el boulevard, a la altura de la mezquita del sultán Hasán, envolvió su rostro en el entoutcas verde oscuro. Aun así, supuso en el acto que el policía cabezón que la seguía desde hace siglos, reconocería sus andares altaneros. El tal, llamado Mark Kabis, pensó que la investigación se le estaba poniendo tan fácil que casi había perdido interés. “Casualmente” había descubierto el escondite secreto de Gipini, “sin la menor intención” había deambulado a diario por los alrededores y ¡oh sorpresa!, había descubierto que Latour, cual vulgar proxeneta de la Porte de Vanves, le enviaba a su esposa como carnaza. ¡Para pescarlo! ¡Para dar buena cuenta de él, como un róbalo en pepitoria! No otra intención se podría colegir, atendida la sabiduría lingüística de Gipini y la incompetencia filológica del Director. Sin duda, se proponía absorber sus conocimientos por vía mágica, seguro. Ñam, ñam. La prudencia habría recomendado al Profesor el cambio constante de domicilio para evitar verse convertido en entrecot o turnedó. Pero la huida es imposible si llevas a la esposa del caníbal constantemente a tu lado.

 Un caso endemoniadamente fácil.

 

Marie dio un gran rodeo buscando la protección de los tamariscos y sicomoros que bordean la Corniche. En la feria del Nebi comió plátanos fritos y la echadora de cartas le sacó la del escorpión. Tras haber vagabundeado durante una hora, juzgó que ya había dado esquinazo a su perseguidor. Reconoció sucesivamente la verja, el gran aviario de teja belga, las esfinges del jardín, la pared bicolor del museo y la casa en la que vivía con su marido, una sencilla construcción con una veranda de plantas trepadoras que permitían ir a cubierto hasta el museo. Atisbó con los ojos entrecerrados acacias y árboles de mirra que se recortaban contra el cielo, surcados por monos verdes, rojos y blancos que chillaban insultos. Cuando los micos percibieron su presencia, se hizo un temeroso silencio. Era la señal que esperaba el director del museo François-Auguste Latour: quería decir que su esposa, Marie Latour, volvía al hogar. Cuando Marie llegó a la altura de la casa, el octogenario se asomó a la veranda del primer piso y dijo:

—Jamás se ha visto mujer que comprenda peor su papel. Jamás. ¡Si hasta me veo obligado a cuidar yo mismo de mis trajes! Tú... pretendes ir a París tú. ¿Para qué? No tengo un solo pantalón con los botones completos. Con lo que gastas podría tener cinco o seis planchadoras. Ayer te comiste todo el pan, casi acabas con la mantequilla ¡y pretendes que compre latas y latas de sardinas!

Marie agachó la cabeza y protestó para sus adentros, aún cubierta por el entoutcás. Se extrañó de lo explícito de la cólera de Latour: su marido solía guardar su rencor para sí durante meses y en ningún caso era normal que lo pusiera de manifiesto por la ventana. Mantenerse alerta y sonreír. Abrió la verja del piso bajo y se dirigió al cambiador donde solía enredar un cuarto de hora: debía estar fresca para el beso de buenas noches.

 

François Latour cerró la puerta de la veranda y se dejó caer en la butaca. Luego se llevó la mano a las sienes y resopló. Debería intentar no perder el control; a la legua se veía que esta mujer era una termita de la peor especie. Ayer se había comido toda la mantequilla y las últimas sardinas que quedaban. Cinco sous al día no le llegaban ni para un diente. Ni le quería ni le servía. Hoy había tenido un día terrible, terrible. Hubo que avisar al doctor Roca debido a una recaída de la diabetes, esa sed tan violenta, esas necesidades que turbaban su sueño de media en media hora. Apoyó los codos en la butaca, juntó las manos en oración y las llevó a la boca. Detrás de su prominente ceño surgieron pensamientos; recapitulaciones pasajes de su vida con Marie.

—Una especie de pesadilla intermitente —murmuró.

Recordó cómo, su buen amigo lord Amstrong fils, le había (podríamos decir que) regalado a su hija hará unos seis años. El coronel excavaba más allá de la Quinta Catarata y había sido el suministrador de la estatuaria kushita del Museo. La niña no debería ser conocida en Inglaterra donde podría plantear a los Amstrong complejas cuestiones sucesorias; aquí en Bulaq valdría como ama de llaves, niñera o cualquier otro empleo. El problema resultó ser el que estuviese en posesión de una inteligencia endiablada para una mujer. “Tendría doce, quizás los trece”. En aquel momento había aceptado el obsequio y en conciencia reconoce ante sí que, desde el primer momento, jugó con la posibilidad de que la sangre de la mujer-niña le haría recobrar la juventud.

 En estas estaba, cuando sintió un deseo imperioso de orinar que le taladró el bajo vientre. Lo dejó pasar: conocía lo inútil de sus esfuerzos. Volvió el recuerdo onírico de Marie. El error del coronel había sido, que años antes de habérsela regalado, la había enviado a estudiar a Saint-Denis. ¡Una torpeza! A su regreso del internado francés, se había convertido en una mademoiselle de polisón. ¡Merde! ¡Putain! Cuando el padre la llevó de nuevo al desierto no sabía coser los botones de una camisa y se negaba a dormir al raso. Se la dejó a su amigo Latour como un problema que se aparca de momento. Aquí en Bulaq nunca se supo si tratarla como la hija de un lord, una señorita parisina o la pretendida nieta de una (falsa) princesa etíope. Lo curioso es que ella misma resolvió la cuestión: cuando ya se la tenía alojada en la caseta de los criados, empezó a traducir del sueco las instrucciones de la Dinamita que enviaba Alfred Nóbel. Cosa del demonio, de Dios no pudo ser. El método arqueológico que empleó para el descubrimiento del Mausoleo de las Vacas, la voladura con explosivos de millares de toneladas de roca y arena, es injustificable, pero la vida humana es muy corta y, bueno, debe reconocer que, en cierta forma, le debe a la adúltera su mayor éxito.

 De nuevo Latour siente la lengua despellejada por una sed inextinguible. De nuevo se sirve de la jarra de agua con limón que está junto a la butaca. De nuevo le atrapa la pesadilla intermitente.

¿Como fue que Marie aprendió sueco? Nadie se lo explica; menos todavía que se manejase con soltura en alemán, húngaro, danés, italiano y wotján. Los coptos creen que heredó de su padre el Don de Lenguas, una especie de magia como esas lengüetas de luz que habían descendido el día de Pentecostés sobre las coronillas de los Apóstoles. Pero ¿puede un temperamento científico aceptar ciertas cosas?

Sacudió la testa al darse cuenta de que la fatiga le había provocado una involuntaria cabezada. Deseo beber un poco más de agua con limón, pero se había acabado y no tenía fuerzas para llamar al criado. De pronto se le representó nítido el gran error de su vida. Él que la condicionaría toda entera. “Le ofrecí el matrimonio. Me deslumbró aquel talento inusitado y sí, hoy lo reconozco, también el mito de Fausto”.

—¡Un oficial de la Legión de Honor que contrae nupcias con una especie de planchadora!

“Tan solo deseo orinar, orinar...”

En esto recordó que aquella misma tarde el doctor Roca no solo le había sangrado con la lanceta; tuvo el detalle de avisarle de que su mujer se veía con su rival en el picadero de la Zarifa. “¿Cómo se podía presentar en la Exposición Universal de París del brazo de una zorra?  Y lo que es peor, ni te sabe coser un pantalón, ni te da entrada a los salones y come tantas judías, ella sola, como una escuadra de coraceros”. Hacía poco más de media hora que el doctor se había marchado, por un pelo no habían coincidido. Mejor, que vergüenza.

 “Me infundieron sospechas esos paseos de tu costilla por el boulevard Mohamed Alí —le había susurrado Maxence en tono de adecuada indignación—. Por eso me aposté frente a la casa verde-pistacho. Todos los affaires de aquí siempre tienen lugar en la misma casa”.

—Lo que me revienta es que se crea que estoy acabado —murmuró.

 En ese momento, castañetearon sus botines François Pinet en la escalera; poco después Marie se inclinó sobre la butaca de su esposo y depositó un beso junto a la patilla de sus globosas gafas negras.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes, ¿qué tal el paseo?

—Oh, este calor... ¡estamos todavía en abril!

—Si se pasea a estas horas se pilla una congestión —sentenció Latour.

—Espero que no me estés prohibiendo que salga.

—Puedes salir cuando gustes —dijo él con una mirada severa en el rostro—. Siempre que no sea en la mala estación, de abril a marzo. Ya sabes lo que pasa: gastar en médicos, visitas a la farmacia... Si te atreves a volver al meretricio de madame Zarifa, no entres más en esta casa.

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