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Drones sobre el mítico Silgar |
En agosto el ambiente no está para cosas pretendidamente serias, así que apenas colgaremos el capítulo 7 de The Swimming Mummy, una investigación policial entre estirados egiptólogos decimonónicos.
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Drones patrióticos! |
7.-UN VESTIDO CON POLIÇON
Aquel día Gastón dijo a Marie que iba a plantearle una cuestión delicada. En todo El Cairo, no tenía a su disposición un solo escritorio que no fuese espiado de la forma más grosera. Del hotel del Oriente, para que hablar, y el Museo, peor aún. No se echaba atrás de su pacto de secreto, precisamente esa era la cuestión: aquí, en la casa color pistacho, a nadie se le ocurriría buscarle.
—¿Por qué me miras así? –dijo él.
—Puedes hacer lo que gustes. El dinero es tuyo.
—Precisamente... claro que no lo digo en ningún
sentido. Solo digo que hubo que pagar dos años de alquiler por adelantado y,
bueno, quizá más adelante me establezca en El Cairo. En esta casa caben
holgadamente dos personas con todo el servicio.
Ella permaneció un rato en silencio mientras se
alisaba el pelo.
—Los turistas se acercarán aquí —dijo sin venir a
cuento—. Será la comidilla de todo El Cairo. Me dirán cosas horribles, que soy
como una ghawazi... o peor.
—Para mí eres la mujer más honesta que existe, sería
capaz de rezarte como a la Virgen. Y además ¿a quién puede interesarle esta
casa? —dijo él.
—Los adulterios enloquecen al público. Si son de
gente famosa, más.
—¿Es que no lo entiendes? —replicó—. Es por tener a
la vista nuestras cosas mientras trabajo: tu cepillo de plata, el colgante con
versos en forma de pavo real, los azulejos persas —miró alrededor—… el fósil de
trilobites, las copas de filigrana, el perchero, el...
—... el hediondo palomar...
—¿Qué? —preguntó Gastón—. ¿De qué hablas?
—Insalubre. Hablo de la terraza. La más pestífera de
El Cairo. Como siga cayendo palomina sobre nuestras cabezas pillaremos la
malaria... o la lepra. ¿Eres tú quien le dice a la criada que envíe palomas
mensajeras?
—Si tiene tiempo para esos juegos es que está de
sobra.
—Dijiste que iba a ser nuestro escondite, nuestro
nidito de amor, no el Foreing Office.
—¿Acaso no te he jurado que no voy a recibir
visitas?
—Muérete ¿quieres?
El profesor jugaba con una reserva mental. Había una
nueva pista, algo que podría representar un paso de gigante en la pesquisa de
la pirámide caníbal. Y la tenía solo él. Pero no podía dárselo a
entender, o le respondería: ¿Es que no confías en mí? A eso no sabría que
contestarle. Marie se barruntaba algo, si es que esas miradas a sus espaldas,
interceptadas tras un giro brusco, tenían algún significado. El dato prometedor había llegado por
vapor-correo con la respuesta a la petición que había hecho a James Wild, otro
de sus buenos contactos anudados en Inglaterra. Wild, el arquitecto inglés de
la expedición de Lepsius, era la máxima autoridad mundial en estructuras de
pirámides. Nadie en El Cairo debería ver esa correspondencia. Por eso había
decidido el traslado de su despacho a la casa
verde pistacho: entre los cairotas, la correspondencia privada es el
equivalente al Daily Mail para los londinenses: noticias sensacionales
que todos comentan en alta voz. Marie se tomó fatal esa mudanza a su
particular guarida, negándose a dirigirle la palabra durante largos períodos o
contestándole con monosílabos. A Gastón le pareció de lo más extraño ¿es que
ahora le importaba su marido, fuera quien fuese, algún tipo de oficinista local
es de suponer? Del que siempre se había negado a escuchar siquiera el nombre:
pensaba que así conservaba su integridad moral. Eso sí, a las cinco o poco
después, ella desaparecía. Sin explicaciones: “tu solo piensa que me tienes
hasta las cinco, solo eso?” Naturalmente, si resultaba definitivamente ser la
esposa de un oficinista de manguitos, es dudoso que le fuese a desafiar a
duelo, eso es privilegio de caballeros. ¡Bah! Despreció esos pensamientos con
un manotazo al aire, como quien espanta una mosca. Estaba ilusionado con la
carta que le había remitida Wild, el diseñador del patio Egipcio del Crystal Palace. Releyó.
“There are pyramids
that point up (aerial), and other ones that point down (subterranean). But
there two possibilities do not exhaust the architectural concept of what we
call pyramid”.
(“Hay unas pirámides apuntadas hacia arriba
(aéreas), y otras hacia abajo (subterráneas); pero estas dos posibilidades no
agotan el concepto arquitectónico que llamamos pirámide”).
Gastón leía esforzadamente una y otra vez ese
enigmático párrafo; pero, poco ducho en volumetría, se le escapaba la solución.
No agotan el concepto “pirámide”. A veces le parecía estar a punto, la
tenía en la punta de la lengua. ¿Una pirámide voladora, desligada del suelo?
Pero algo en lo íntimo de su ser se revelaba contra una solución que vulnera
las leyes, siendo la Ley de la Gravedad una de las más queridas, ya que todo el
mundo le atribuye un semblante grave y digno. Por una simple causalidad, una
tarde de viernes, hastiado del manoseo de la dichosa carta, sus ojos recayeron
en el tintero en forma de pirámide truncada, con la gruesa pluma roja de ave de
punta sobre el fondo. Eureka. Levantó las cejas y se llevó la mano a la boca.
Acababa de darse cuenta de que la base de la pirámide tenía que estar unos
palmos bajo tierra; el piramidión, cien metros más abajo, ¡por fin una pirámide
invertida!; la ruta sagrada (siguiendo las conocidas alineaciones), abismándose
en el entorno de la Rest House hasta alcanzar a media altura la cámara
sepulcral. Lo malo fue que la Royal Geographical Society, celosa de la
preminencia francesa, consiguió para Wild el nombramiento como conservador del
museo de lord Soane, muy conocido por contar en su colección con el ataúd en alabastro
de Seti I. Con una renta asegurada de por vida, cada carta de Wild empezó a ser
menos sustanciosa que la anterior.
Las cuitas, llamémoslas conyugales, le provocaron
una leve migraña: nada que no se cure con una copa. Gipini estimó justificado
(a pesar del pacto de rehuir las visitas), enviar al portero en busca del
doctor Rocadimonte (las emergencias de salud nunca se consideraron incluidas en
esa clase de promesas).
—Lo mejor será que no diga nada a la señora —previno
al portero.
—Dijo que vendría a las tres, señor Gipini —confirmó
éste.
A las dos el doctor Maxence Rocadimonte subió
directamente por la escalera exterior. Abrió el propio Gipini. Roca presentaba
su aspecto de siempre: una cazadora abrochada hasta el cuello cuyos botones
hacían ondas con su panza y un gorro de orejeras, recogidas en la coronilla. En
la mano que dejaba libre el bastón de paseo se veía uno de esos semicilíndricos
maletines de doctor, el cual hizo exclamar a Gastón:
—Dios mío.
—¿Por qué no me hiciste caso? Te expusiste al sol y
ahora tienes fiebre.
—Te equivocas primo. Creo que lo mío es de pensar
demasiado.
Ya en la biblioteca Roca realizó su composición de
lugar: la licorera tenía que estar en medio de aquel globo terráqueo abatible.
Pues sí. Entrechocar de copas de por medio, puso al corriente a su primo Gastón
del rumor de la calle.
—¿Te acuerdas la joven muy bien vestida que estabas
buscando, primo?
—El asunto es que la
he encontrado.
—No si no me extraña
—dijo Roca extrayendo del tarro una sanguijuela que se retorcía sobre sí, como
el labio de un glotón que se relame ante un pastel.
—¡Cómo que no te
extraña si no la conocías!
—Lo sé y basta, no
querrás que te diga una tontería de esas como que me lo ha dicho un pajarito, o
una palomita, o un rinocerontito.
—Tengo la sensación
de que quieres decirme algo.
—Lee mis labios
—dijo Roca—. Si ella es quien me supongo, pronto te hablará de un vestido.
Niégate a lo que te pida. ¡Por lo que más quieras, niégate!
¿Había oído bien?
Aquellos malditos moralistas querían controlar hasta la forma de vestir. ¿Qué
supondrían? ¿Que él, Gastón Gipini, podría cometer alguna locura corriendo tras
un corsé sumamente apretados? Se daba cuenta del juego de este mojigato. Le hablaba
de “Si es ella quien me supongo”,
para que él a su vez preguntase “¿Y quién
es?”, y así él podría responder -con semblante falsamente compungido-: “Una prostituta de cierta categoría, primo,
siento de corazón tener que decirte eso”. Que se fastidiase, tomaría la
frase en sentido literal, por lo de la vestimenta.
—Nunca me han hecho
daño los vestidos. Es más, en Coventry me pareció que la moda podía dar mucho
dinero.
—Ese vestido es un
anzuelo. Si lo muerdes, te verás arrastrado a tu destino. ¿De verdad es eso lo
que anhelas? No te puedo decir más, porque, en toda tu gran inteligencia, eres
un poco simple, y será mejor que sigas ignorando lo que increíblemente, ignoras.
—Ja, ja... ¿Hubo
habladurías entre las cónsulas? ¿Dónde sucedió, en un baile, una recepción? Ja,
ja, ja, que más quisieran ellas que les calentase el trasero, ja, ja, ja.
¿Recuerdas que soy el mismo que se hizo expulsar de la Normale Supérieure por
defender a Voltaire? Ja, ja, ja.
—Huye de ese asunto,
Gastón. Te estoy hablando de asuntos de sangre, no me pidas que diga más.
—Mira que si mi vida
fuera de todas formas a depender de un vestido… Escapé del mundo de la moda y
... ¡Bah!, dejemos eso. ¿Tienes hora? El tiempo se nos ha pasado volando.
Roca rebuscó en su
bolsillo.
—Las dos y media.
—Creo que me siento
mejor. Te voy a pedir por favor que te marches: tengo un compromiso.
—Supongo que clase
de compromiso. Serán dos francos, uno por la sanguijuela, pero, si desoyes mis
consejos, no bastarán todos los hirudíneos del Nilo para aliviar tus
males. Au revoir.
Se levantaron de la
cama a las cuatro, comieron y bebieron algo y volvieron a hacer el amor.
Mientras se ponían la ropa, él le comunicó su proyecto que había pensado que la
iba a volver loca de alegría.
—No acabo de
entender —respondió ella al tiempo que abrochaba sus botines François Pinet—
esa manía tuya de que en París tenga que vivir en un tugurio. Basta un hotel
donde se pueda recibir, el Hotel de Colbert o algo así.
—Quien no te
entiendo soy yo, Marie ¿acaso para ti el viaje a París no era el nadir, el
colmo de tus aspiraciones, lo más importante de todo?
—No permitirás que
me humille ¿verdad?
Gastón entrecerró
las pestañas y apretó los labios, gesto que en él indicaba una grave
concentración.
—Lo que yo digo es
lo que se estila en París. A una buena amiga se le pone un petit apartement y no se hable más. Supongo que no te puedes ni
imaginar lo mucho que ampara la protección de un personaje de mi nombradía.
—Ya puedes irme
diligenciando un pasaje en el Sumatra. Mi decisión está tomada.
—Ha zarpado. El
siguiente es el Mongolia, de la Compañía Peninsular y Oriental…
—Valdrá. Además,
hablarás con madame Reichard para recuperar cierto vestido que me ha sido
quitado.
Gipini, que estaba
sentado al borde del diván, se escurrió al suelo de la impresión. Mientras
levantaba los brazos como un náufrago, protesto:
—¡Un vestido!
¿Quieres un vestido? ¿Es cierto lo que oigo? ¿Qué tengo yo que ver con un
vestido? ¡Contéstame!
—¡Parbleu! ¡Ni que
mentara a Satanás! Pasa, que en París no puedo vestir como una pordiosera y
¡quiero irme cuanto antes! No soportó este mundo momificado. Egipto no es la
vida en la muerte es… es… ¡la muerte en la vida!
—Pero un vestido, un
vestido... ¡Tienes muchos! Por ejemplo, aquel con el que te conocí, el de seda
ocre y drapeados con el que me rompiste el corazón.
—Uno de criada, sí.
Pues no. Tiene que ser un vestido en particular; uno que ha sido confeccionado
expresamente para mí. Un grand apparat.
En el mundo que estoy destinada a frecuentar en París, es de rigor.
Aquel primer
desencuentro grave entre ambos desazonó a Gipini. Aquellas extrañas cuestiones
eran como meter un tercero entre ambos, una presencia de un mundo anterior y
misterioso, en el que Gipini ni había participado, ni tenía el menor interés en
hacerlo. Como si adivinara sus pensamientos, Marie intentó dulcificar sus
palabras:
—La doncella que
hemos contratado viste mejor que yo. Ten en cuenta que he sido privada de mis
medios de fortuna para que no pueda salir de Egipto. Si tienes miedo de
mostrarme en el exterior, descuida. Por ahora, tan solo dame el pasaje y el
vestido: no es este el momento de entrar en los detalles más delicados.
—He ordenado al
consignatario que te cubra un pasaje a Marsella en primera —dijo él sin dejar
de mirarla con aire reflexivo—. ¿Había
manifestado preocupación hasta ahora por su relevancia social? Ninguna. ¿Qué
encaje tienen en sociedad les liaisons dangereuses? No muy alto. Un
tintineo puso fin a sus reflexiones. En el dorado reloj de sobremesa Caron
le fils habían sonado las cinco de la tarde.
Marie Latour
abandonó la casa por las trastiendas del zoco de los tintoreros. Sudaba
copiosamente; el vapor de agua de rio acentúa el bochorno. Cuando alcanzó el
boulevard, a la altura de la mezquita del sultán Hasán, envolvió su rostro en
el entoutcas verde oscuro. Aun así,
supuso en el acto que el policía cabezón que la seguía desde hace siglos,
reconocería sus andares altaneros. El tal, llamado Mark Kabis, pensó que la
investigación se le estaba poniendo tan fácil que casi había perdido interés.
“Casualmente” había descubierto el escondite secreto de Gipini, “sin la menor
intención” había deambulado a diario por los alrededores y ¡oh sorpresa!, había
descubierto que Latour, cual vulgar proxeneta de la Porte de Vanves, le enviaba
a su esposa como carnaza. ¡Para pescarlo! ¡Para dar buena cuenta de él, como un
róbalo en pepitoria! No otra intención se podría colegir, atendida la sabiduría
lingüística de Gipini y la incompetencia filológica del Director. Sin duda, se
proponía absorber sus conocimientos por vía mágica, seguro. Ñam, ñam. La
prudencia habría recomendado al Profesor el cambio constante de domicilio para
evitar verse convertido en entrecot o turnedó. Pero la huida es imposible si
llevas a la esposa del caníbal constantemente a tu lado.
Un caso endemoniadamente fácil.
Marie dio un gran
rodeo buscando la protección de los tamariscos y sicomoros que bordean la
Corniche. En la feria del Nebi comió plátanos fritos y la echadora de cartas le
sacó la del escorpión. Tras haber vagabundeado durante una hora, juzgó que ya
había dado esquinazo a su perseguidor. Reconoció sucesivamente la verja, el
gran aviario de teja belga, las esfinges del jardín, la pared bicolor del museo
y la casa en la que vivía con su marido, una sencilla construcción con una
veranda de plantas trepadoras que permitían ir a cubierto hasta el museo.
Atisbó con los ojos entrecerrados acacias y árboles de mirra que se recortaban
contra el cielo, surcados por monos verdes, rojos y blancos que chillaban
insultos. Cuando los micos percibieron su presencia, se hizo un temeroso
silencio. Era la señal que esperaba el director del museo François-Auguste
Latour: quería decir que su esposa, Marie Latour, volvía al hogar. Cuando Marie
llegó a la altura de la casa, el octogenario se asomó a la veranda del primer
piso y dijo:
—Jamás se ha visto
mujer que comprenda peor su papel. Jamás. ¡Si hasta me veo obligado a cuidar yo
mismo de mis trajes! Tú... pretendes ir a París tú. ¿Para qué? No tengo un solo
pantalón con los botones completos. Con lo que gastas podría tener cinco o seis
planchadoras. Ayer te comiste todo el pan, casi acabas con la mantequilla ¡y
pretendes que compre latas y latas de sardinas!
Marie agachó la
cabeza y protestó para sus adentros, aún cubierta por el entoutcás. Se extrañó
de lo explícito de la cólera de Latour: su marido solía guardar su rencor para
sí durante meses y en ningún caso era normal que lo pusiera de manifiesto por
la ventana. Mantenerse alerta y sonreír. Abrió la verja del piso bajo y
se dirigió al cambiador donde solía enredar un cuarto de hora: debía estar
fresca para el beso de buenas noches.
François Latour
cerró la puerta de la veranda y se dejó caer en la butaca. Luego se llevó la
mano a las sienes y resopló. Debería intentar no perder el control; a la legua
se veía que esta mujer era una termita de la peor especie. Ayer se había comido
toda la mantequilla y las últimas sardinas que quedaban. Cinco sous al
día no le llegaban ni para un diente. Ni le quería ni le servía. Hoy había
tenido un día terrible, terrible. Hubo que avisar al doctor Roca debido a una
recaída de la diabetes, esa sed tan violenta, esas necesidades que turbaban su
sueño de media en media hora. Apoyó los codos en la butaca, juntó las manos en
oración y las llevó a la boca. Detrás de su prominente ceño surgieron
pensamientos; recapitulaciones pasajes de su vida con Marie.
—Una especie de
pesadilla intermitente —murmuró.
Recordó cómo, su
buen amigo lord Amstrong fils, le había (podríamos decir que)
regalado a su hija hará unos seis años. El coronel excavaba más allá de la
Quinta Catarata y había sido el suministrador de la estatuaria kushita del
Museo. La niña no debería ser conocida en Inglaterra donde podría plantear a
los Amstrong complejas cuestiones sucesorias; aquí en Bulaq valdría como ama de
llaves, niñera o cualquier otro empleo. El problema resultó ser el que
estuviese en posesión de una inteligencia endiablada para una mujer. “Tendría
doce, quizás los trece”. En aquel momento había aceptado el obsequio y en
conciencia reconoce ante sí que, desde el primer momento, jugó con la
posibilidad de que la sangre de la mujer-niña le haría recobrar la juventud.
En estas
estaba, cuando sintió un deseo imperioso de orinar que le taladró el bajo
vientre. Lo dejó pasar: conocía lo inútil de sus esfuerzos. Volvió el recuerdo
onírico de Marie. El error del coronel había sido, que años antes de habérsela
regalado, la había enviado a estudiar a Saint-Denis. ¡Una torpeza! A su regreso
del internado francés, se había convertido en una mademoiselle de polisón.
¡Merde! ¡Putain! Cuando el padre la llevó de nuevo al desierto no sabía coser
los botones de una camisa y se negaba a dormir al raso. Se la dejó a su amigo
Latour como un problema que se aparca de momento. Aquí en Bulaq nunca se supo
si tratarla como la hija de un lord, una señorita parisina o la pretendida
nieta de una (falsa) princesa etíope. Lo curioso es que ella misma resolvió la
cuestión: cuando ya se la tenía alojada en la caseta de los criados, empezó a
traducir del sueco las instrucciones de la Dinamita que enviaba Alfred Nóbel.
Cosa del demonio, de Dios no pudo ser. El método arqueológico que empleó para el
descubrimiento del Mausoleo de las Vacas, la voladura con explosivos de
millares de toneladas de roca y arena, es injustificable, pero la vida humana
es muy corta y, bueno, debe reconocer que, en cierta forma, le debe a la
adúltera su mayor éxito.
De nuevo
Latour siente la lengua despellejada por una sed inextinguible. De nuevo se
sirve de la jarra de agua con limón que está junto a la butaca. De nuevo le
atrapa la pesadilla intermitente.
¿Como fue que Marie aprendió sueco? Nadie se lo
explica; menos todavía que se manejase con soltura en alemán, húngaro, danés,
italiano y wotján. Los coptos creen que heredó de su padre el Don de Lenguas, una especie de magia
como esas lengüetas de luz que habían descendido el día de Pentecostés sobre
las coronillas de los Apóstoles. Pero ¿puede un temperamento científico aceptar
ciertas cosas?
Sacudió la testa al darse cuenta de que la fatiga le
había provocado una involuntaria cabezada. Deseo beber un poco más de agua con
limón, pero se había acabado y no tenía fuerzas para llamar al criado. De
pronto se le representó nítido el gran error de su vida. Él que la
condicionaría toda entera. “Le ofrecí el matrimonio. Me deslumbró aquel talento
inusitado y sí, hoy lo reconozco, también el mito de Fausto”.
—¡Un oficial de la Legión de Honor que contrae
nupcias con una especie de planchadora!
“Tan solo deseo orinar, orinar...”
En esto recordó que aquella misma tarde el doctor
Roca no solo le había sangrado
con la lanceta; tuvo el detalle de avisarle de que su mujer se veía con su
rival en el picadero de la Zarifa. “¿Cómo se podía presentar en la Exposición
Universal de París del brazo de una zorra?
Y lo que es peor, ni te sabe coser un pantalón, ni te da entrada a los
salones y come tantas judías, ella sola, como una escuadra de coraceros”. Hacía
poco más de media hora que el doctor se había marchado, por un pelo no habían
coincidido. Mejor, que vergüenza.
“Me infundieron sospechas esos paseos de tu
costilla por el boulevard Mohamed Alí —le había susurrado Maxence en tono de
adecuada indignación—. Por eso me aposté frente a la casa verde-pistacho. Todos
los affaires de aquí siempre tienen lugar en la misma casa”.
—Lo que me revienta
es que se crea que estoy acabado —murmuró.
En ese momento, castañetearon sus botines
François Pinet en la escalera; poco después Marie se inclinó sobre la butaca de
su esposo y depositó un beso junto a la patilla de sus globosas gafas negras.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes, ¿qué
tal el paseo?
—Oh, este calor...
¡estamos todavía en abril!
—Si se pasea a estas
horas se pilla una congestión —sentenció Latour.
—Espero que no me
estés prohibiendo que salga.
—Puedes salir cuando
gustes —dijo él con una mirada severa en el rostro—. Siempre que no sea en la
mala estación, de abril a marzo. Ya sabes lo que pasa: gastar en médicos,
visitas a la farmacia... Si te atreves a volver al meretricio de madame Zarifa,
no entres más en esta casa.
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