miércoles, 13 de agosto de 2025

THE SWIMMING MUMMY CAPÍTULO 9

 

El bosque de Sequoias Californianas de Poio es un regalo de los Estados Unidos al pueblo español. 


Como parece que hay cierto interés, bajamos ahora el CAPÍTULO 9 de The Swimming Mummy, de continuar las "bajadas", seguiremos.


THE SWIMMING MUMMY


9-LAS CRUCERISTAS DE BOSTON

 

Amanece otro día sucio y triste. Gipini está descendiendo a trompicones las escaleras del minúsculo Cabaret anexo al Snack. El percutido de las tarbukas del baile de los Siete Velos le perfora el cerebro. Pero no está borracho, a un normalien no le afectan dos copitas de licor. Bueno, tres, tres o cuatro. ¿Dónde ha guardado Marie su sentido de la discreción? ¡Permite que todo un aspirante al Instituto aparezca en público enredado con una Gloria de Francia! ¡Le ha deshonrado con la mayor de las indiferencias! ¡Maldito país! Después de todo, quizá su coeficiente intelectual no sea tan alto.

 

Ya en la acera, Piehl maniobró para beneficiarse de su aturdimiento, aunque Gipini no reconocerá hallarse aturdido. Aun así, no dejaría de preguntarse como el sueco había conseguido auparlo a un pollino con apenas dos palabras y una palmadita en el trasero. Pronto se hizo evidente que tomaban la ruta del puente de Kasr en Nil. Al principio Gipini se revolvió, aunque solo de pensamiento. ¿Por qué no lo llevaba a casa? Luego se respondió que en realidad no tenía ningún alojamiento digno de tal nombre.

 Entre fellahs, borriqueros y suecos, formaban una procesión de casi medio kilómetro. Aquello se empezaba a parecer a una toma de prisioneros. El borrico de Gipini trotaba como si no llevase ochenta y tantos kilos en las espaldas. Bueno, noventa, nunca llegó a los cien y midiendo más de 1,80, no está tan mal. De repente, el pollino hundió cascos en una topera; su pasajero rodó por los suelos. Se levantó y un tropel de sirvientes acudió a sacudirle la ropa. Le amoscó tanta solicitud. ¿Seré como aquellas doncellas aztecas que cuidaban en jaulas con sumo cariño para que estuvieran más tiernas en la fuente, unas lechuguitas de guarnición y un tomate en la boca? Sí, hombre, aquellas que degollaban con el espolón del pez sierra. Si, pero el hígado… graso… aunque yo no beba… apenas… Pasado el canal, atravesaron el barrio de Gizá, una típica aldea egipcia de calles replegándose sin cesar sobre si, altos muros de patios, grandes casas sin ventanas blanqueadas a la cal y perros que se rascan las pulgas. Un círculo de volatería y chiquillos demandantes de bakish les rodeaba y dificultaba su avance. Cuando se vio lejos de El Cairo acabó de convencerse de que había caído en una encerrona.

—¿Sabe para qué le he hecho venir? —preguntó Piehl, que lo escoltaba en su asno con sus puntiagudas botas a un dedo justo del suelo.

—Lo supongo y no conseguirá nada de mí.

—¿Puedo preguntarle qué es lo que supone?

—¿Para qué otra cosa me habría hecho venir?

—Y aún así... ¿acepta? —preguntó el sueco.

—Escuche esto Piehl: en el momento en que usted me extrajo del espectáculo de Maravillas, le hubiera acompañado a las puertas del Infierno. Pero si lo que quiere es que cierto conservador adjunto del museo del Louvre llamado Gipini legitime con su presencia el saqueo de un yacimiento arqueológico, la respuesta es no. Lo único que pretendo es descansar en un lugar tranquilo. Pero no se le ocurra involucrarme.

—Le advierto que la campaña sueca es irreprochable. ¡Irreprochable! Verá lord Campbell, ¿no sabe, el de Sopas Campbell?, está empeñado en que el templo de Moisés se encuentra justo debajo de la Esfinge. Nos ha asignado un presupuesto de diez mil libras

—Ahí abajo solo hay arena y escorpiones chamuscados.

—¡Por supuesto, por supuesto! En cinco mil años se habrá excavado cinco mil veces. Pero es más sencillo que todo eso. Solo se trata de enviar unas fotografías a Campbell y enviará otras veinte mil libras ¿Falsificación de fotografías? ¡Qué va! Bastará con desarenar el templo de Keops que cae a los pechos de la Esfinge, un poco más allá. Latour ya lo despejó dos veces, pero a día de hoy, 19 de abril de 1878, las tormentas de arena lo han vuelto a cubrir. ¡Gracias tormentas! Técnicamente estamos desarenando ese templo con licencia del director del Service: ha sido su propia mujer la que nos ha entregado el plano.

—¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué es lo que quiere decir? ¿Marie Latour se dedica a entregar planos? ¿Sí? ¿No? ¡¡¡Explíquese!!!

—¿Se imagina usted que son guías de papel couché como la Baedeker? Estos hombres de hace cinco mil años eran un poco más rudos: los planos están representados sobre lascas de caliza llamadas ostraka.

—¿Ostrakas del Templo de Keops? En el Collège no me habían dicho nada.

—Porque a París llegan representados en libros. En la ciudad del Sena existe la creencia de que Ramsés II escribía sobre papel de barba. Quizás no haya visto muchos, pero algunos ostraka son pedruscos considerables. Llegan a pesar veinte kilos y el viejo Mamur... creo que en su estado actual no levantaría ni veinte gramos. Si usted es el capitán pirata y tiene en casa los planos del tesoro, unos planos pesadísimos ¿a quién confiaría su guarda? (...) Por supuesto, a alguien que este vitalmente comprometido con sus intereses. ¿A quién? Respóndase usted mismo.

—A mi esposa. A la capitana piratesa.

En ese momento Gipini supo que tenía que plantear otra pregunta, pero le distrajo un tanto la verborrea del gigante rubio.

—... y no engañamos a lord Campbell porque, en cuanto a que el templo sea de Keops o de Moisés, ¿usted vivió en aquellos tiempos para asegurarlo?

—Supongo que en sueco suena parecido —consintió Gipini.

 

Atados los asnos a la argolla que un jesuita francés empotró en la zarpa izquierda de la Esfinge, Gipini se dispuso a echar una apacible siesta en la tienda de mando, pero el impertinente sueco se dejó algo abierta la lona. El cuchillo de luz te quitaba el sueño, pero al menos, podías integrar el paisaje en tus reflexiones. Por ejemplo, la gran mole de Keops al fondo de la imagen, le recordó el modo de pensar cartesiano o sea la necesidad de buscar apoyo en realidades puras, (rectilíneas como pirámides) para, a partir de ellas, extraer el árbol de las conclusiones. Pienso, luego existo. Le pareció diáfano que Marie lo había engañado como a un escolar. ¿Cómo pudo ser tan estúpido? Es un hecho universalmente admitido que las beldades de infarto no suelen circular por las calles, abrasando con sus miraditas a los doctos catedráticos, mientras se dejan restos de vestimenta entre las mirreros de Arabia (y callan que son esposas del jefe del Service). Negocios, simplemente negocios. El asunto era que, a pesar de que estaba razonando muy sensatamente como si fuera un filósofo, el dolor cada vez se hacía más intenso, como...

—Como cuando te cortan un dedo; al principio solo sientes una especie de frialdad —pensó en voz alta—. La explosión de dolor viene después.

“Todo esto que piensas es tan cierto que es falso. Nadie hasta ahora te había mentido que te amaba con tanta gracia, hasta el punto de que te hacía contener la respiración” le decía su otro yo, su yo humano, el que no aspiraba a la Gloria, sino la Vida. Gastón era hijo de un aventurero español y de Adelaida, una exiliada italiana en Francia casada varias veces y con otros intereses que su hijo. Si algo caracterizaba su vida sentimental era la aridez. Los compañeros de Gipini en el internado Louis le Grand decían que parecía abandonado por su familia. “No sale jamás ni durante los domingos ni durante las vacaciones”. ¿No valía el amor de Marie mucho más que todo lo que había tenido en su vida, más que aquello a lo que podía siquiera aspirar?

No. NO. NO y NO.

“Te estás dejando ablandar. ¿No te das cuenta Gastón-Camille-Charles de cuanto cálculo hubo de su parte? ¿Qué puedes pensar de cierta pájara a la que conoces en un conocido burdel flotante del que hablan en su libro Flaubert y Maxime du Camp? ¡Si hasta eligió ella el serrallo que vino a continuación, la mismísima guarida de madame Zarifa, una profesional de la discreción para menesteres galantes! La cosa está así y tienes que tener el valor de enfrentarte a la realidad: ella te sedujo –si te sedujo- por interés. Necesita que le solventes un problema económico para poder presentarse en la Exposición Universal, ya que al parecer su marido no atiende esas menudencias. Marie lucirá en sociedad del brazo de Latour, exhibirá su vestido grand apparat ante los duques del Mundo, será la reina de París y lo que es más patético, con tu dinerito, el que ganaste en Méjico. Marie ha maquinado que, si consigue presentarse como gran esposa real en Francia, a su marido no le quedará más remedio que aceptarla a su lado. Somos católicos y creemos en los siete sacramentos. Otra cosa sería impensable, hay muchos testigos que les han visto convivir maritalmente. Y en París, la que viste como una gran dama, es una gran dama.

“Acepta la realidad, Gastón. Tu historia de amor fue un fraude. Melindres, palomas que entrechocan el pico, corazones rojos en el cielo. Folletín de cinco sous. Amor de comedia bufa”.

—Eh dragomán. Te alquilo un caballo.

—¿Dónde va monsieur? Al Shepeard es un franco, a Sacarat dos, a…

—Al boulevard Mohamed Alí ….mmm… ¡No! Mejor dicho… ¿Dónde tiene el taller madame Reichard?

—Frente a la puerta de Bab El Futuh.

—Pues allí.

Ella lo ha querido. Si hay que ser mezquino, ¡seamos mezquinos!

 

Los recuerdos de la invasión napoleónica han corrido suertes variadas. La casa del Bonaparte es hoy nada menos que el hotel Shepeard; el corso gordito tenía buen ojo. Por el contrario, el palacio del Alto Mando ha degenerado en taller de mme. Reichard, y desde los tiempos de la batalla de las Pirámides, ha decaído bastante. Los estucos de la fachada se han convertido en terrones a causa del salitre y, si tu cráneo no es lo suficientemente grueso, te puedes ver descalabrado por caída de cascotes.

 Al abrir la cortina de abalorios perlinos parece una cosa, pero al sentir cierto suave olor a requesón, te das cuenta de la verdad. En vez de una clienta gorda, Gipini se apercibió de que era el aromático Fernández el que estaba con la modista. La sala de costura estaba ocupada por una gran mesa central con retales, agujas, alfileteros, un gato, patrones de cartón, cintas métricas y un tazón de desayuno con migajas. Sentada en un sillón victoriano junto a la puerta de la alcoba, se encontraba madame con la cabeza gacha, tres dedos de la mano izquierda en la frente y otro (de la derecha) en la boca. Gipini se dijo: ¡Vaya, otra que ha sufrido un desastre! Aunque naturalmente no será ni la mitad que el mío.

—¿Ha muerto alguien? —dijo el recién llegado al ver los rostros compungidos.

—¿Conoce al profesor Gipini, supongo? —preguntó el anticuario a la Reichard. Y sin esperar respuesta, lo presentó—: Es el sucesor.

—Se equivoca, amigo —dijo Gastón—. Solo he venido aquí para invitar al kedive a la Exposición Universal de París. Nada más —el profesor reparó en que la modista tenía esos ojos que miraban, uno a la derecha, otro a la izquierda, completamente enrojecidos. Insistió—: Excúseme madame, pero ¿ha sucedido alguna desgracia?

—Olvídelo —respondió ella con una risita patentemente falsa—. Se trata de un berrinche profesional. Un vestido increíble, una obra de arte que combina las últimas tendencias de Worth en París con un pectoral redondeado, a lo Faraónico, ¡el despegue mundial de la moda egipcia! Me lo van a dejar aquí empantanado.

—Un buen pufo —añadió Salomón Fernández en tono neutro.

Gipini casi da un salto de emoción. Era justo de lo que venía a buscar. Se trataba de una pieza esencial del plan que había pergeñado. Y he aquí que, sin ningún esfuerzo, se lo ofrecen. Pero tenía que controlarse, un profesor del Collège no puede mostrar interés así como así por un vestido de señora. Señaló al gato.

—¿No afila las uñas en las sedas? Un gato suelto en un taller puede hacer auténticas diabluras.

—Está castrado —respondió la flacucha—. Además, le echamos unas gotitas de ron en el plato. Peor son los ratones.

—Uf, que alivio, para mí, digo para la familia Gipini, la moda es algo muy importante —dijo Gastón—. Figúrese que a mi madre, ¡una parisina de pro!, se le ha antojado algo de estilo egipcio. ¡Creerá que no tengo más cosas que hacer!

—¿Cómo se llama su madre?

El profesor arrugó la frente sumiéndola sobre la nariz, antes de responder.

—Adelaide, aunque no me pregunte el apellido. Cambia cada año, según se llame su último esposo. En cierta forma es una mujer admirable.

—Admirable, en efecto —asintió Fernández—. Las mujeres que se visten de faraonas demuestran un notable valor.

—Esa mujer, Adelaide, con su habitual buena intención, muestra un interés enfermizo por la historia de las prendas que compra. ¿No encuentran eso absurdo? Que más dará si cierta chaqueta princesse ha sido cosida para Menganita o Fulanita.

El profesor se fijó de reojo en cierto gesto del anticuario: había apretado el codo de la Reichard. Touché. Aquel gesto quería decir “este panoli va a arreglar tu problema”. Naturalmente, los buenos negocios son los que producen beneficio para ambas partes.

Fernández dirigió una mirada de inteligencia a la modista ¿lo cuentas tú o yo?

Madame descruzó las manos. O sea que ella.

—Todo empezó cuando llegaron las Cartas Perpetuas, o sea los pases para la futura Exposición Universal de París —empezó—. Mme. Latour interceptó el correo de Francia y en cuanto vio que solo había tres Cartas (en buena lógica destinadas a Latour, a su asistente Petit y al subdirector, Emile Brugsch) dedujo, con razón, que no estaba invitada. Póngase en su posición, Gastón, una mujer que ha sublimado todas las esperanzas de su vida en volver a París para ser reconocida y brillar en el Gran Mundo, se encuentra con que se le niega su última esperanza. ¿Usted que haría?

—¿Yo? París cada vez está más provinciano, el año pasado ¡solo hubo tres estrenos! Si quiere que le diga la verdad, prefiero Méjico. Allí el aire...

—No, en serio —cortó la Reichard—. No se burle. Ella hizo lo de siempre. Esta vez fue el embajador de Estados Unidos en Alemania, Brancroft, que presentaba sus respetos al director a la salida del Museo. Un espantoso alarido. Un tercio de dedo.

—¿Se lo comió, le comió un tercio de dedo?

—No, eso es todo lo que consiguió salvar el doctor Roca —dijo Fernández al tiempo que desmentía su inventiva verbal intercalando una risa parecida a un tosido—. Le debemos un diagnóstico bizarro de la enfermedad: Aparisia (Más o menos No-París. Médicos con menos diplomas dictaminaron Licantropía mórbida o epilepsia a secas). Contra ella propuso a su marido una medicina radical.

—Espere, un momento, déjeme que lo comprenda —dijo Gipini—. Me está usted diciendo que Roca recetó una medicina contra la Aparisia.

—Sí. La única curación posible: ofrecerle una prueba irrefutable de que sí iría a París —Salomón rebuznó otra risa, algo asfixiada por la gordura.

—¡El vestido! —dijo Gipini dejando caer los brazos.

—El Grand Aparat, en efecto. Latour había cambiado de idea —expuso el anticuario—.  Ante la posibilidad de un escándalo que le privase de dirigir el Pabellón egipcio en París, se resolvió a cargar con su esposa. La Exposición también es su canto del cisne; piensa presentar en ella los Textos Caníbales.

—Me encomendaron —tomó la palabra Reichard— que cosiera para Marie un vestido de gran ceremonia. Algo con el que ella pudiera presentarse ante los grandes duques, los emperadores, los reyes del estaño, poetas, traficantes de esclavos, cardenales y otras excelentísimas personalidades que sin duda frecuentarán la Expo.

—Aquello no tenía porque salir mal, se dijo Marie —siguió Salomón—. Si Latour gastaba una fortuna en ella (un tipo que rebusca mendrugos y queso mohoso en la basura), es que la cosa iba en serio.

Madame gimió cuando escuchó las palabras “una fortuna”.

—¿Y qué fue lo que salió mal? A la vista está que el vestido se lo han dejado aquí colgado per secula seculorum.

—Mire Gipini esa es una historia larga y un poco rocambolesca y ya es de noche —dijo madame.

Fernández al ver como Gipini se echaba atrás, frustrado, corrigió:

—Creo que sí, que tiene tiempo. Intentaré resumir el asunto. Le ruego que no me interrumpa por vodevilesco que le parezca, es más ni siquiera le pido que se lo crea. Latour tiene una hija de su primer matrimonio llamada Isis que solo viene por el Misr de tanto en tanto. Como hace cosa de un par de meses…

—Si, fue por febrero —corroboró Reichard.

Fernández golpeó el suelo con la bota.

—Si me corriges no acabaré nunca, pichoncito —dijo—. Isis no es como nadie que usted pueda ver por aquí: viste siempre de corto, no lleva sombrero porque es algo giganta y, en resumidas cuentas, cualquiera que la vea piensa que está en presencia de la criada. Trabaja en un laboratorio bioquímico de París ¿qué mujer normal aceptaría eso? Debe tener defectos no visibles.

—Ahora eres tú el que te estas enrollando, cariño —se le escapó a ella—. El caso es que yo, que hasta entonces ignoraba la trascendencia del vestido, pedí permiso para mostrárselo a unas cruceristas de Boston y dio la mala suerte que in absentia de Marie, mi criado fue a pedir la autorización a Isis. Esta dijo, según supe después: “Señora Reichard: No hay ningún problema en que me exhiba con el maldito vestido a las bostonianas o a la momia de Ramsés, si así lo prefiere” —. Prosiguió la modista—: El estúpido del botones, por miedo a que lo mandara a repetir el recado, no me comunicó que había hablado con Isis en vez de con Marie.

—¿Cómo se llevan Marie e Isis? —preguntó el profesor.

—No se llevan de ninguna forma —intervino el anticuario—. Las breves temporadas que viene Isis de visita, Marie vuelve al galpón de los criados.

Reichard cortó el rollo, cruzando sobre Gastón una mirada lastimera

—Monsieur va a pensar que soy una estafadora —dijo la Reichard—. El vestido vale dos mil, se lo juro. No cubro gastos.

¿Le había guiñado un ojo a su compinche o se lo imaginó Gastón?

—¿Tiene polisón? —preguntó Gipini vivamente interesado por el tema.

—Por supuesto —dijo la modista—. Se sujeta de la cintura sobre el nalgatorio con una ligera tournure de barbas de ballena.

—Ese tipo de polisón ligero se llama fuf. Yo también soy modisto.

—Son ustedes insoportables —dijo Salomón—; así no hay forma de contar una historia.

—Prometo no interrumpirte más, Solly —dijo la modista.

—Marie se coló a última hora en lo oscuro del salón Berenice del Shepeard. Si está invitada cualquier dama de alto copete que pase aquí la saison, ¿por qué no ella? ¿Imagina lo que se encontró?

—Mi imaginación no consigue acostumbrarse a estas latitudes.

—No, no lo imagine lo diré yo —prosiguió Fernández—. Marie se acurrucó al fondo. El salón estaba ocupado por señoras de Nueva Inglaterra vestidas de seda negra. Esta ingenua mujer —señaló a madame— había tenido la idea de solicitar a Isis que hiciera de... ¿cómo se llaman esas mujeres que sirven para exhibir la ropa de las modistas?

Sosias —aclaró Gipini en plan experto.

—Puede que Isis trabaje en un laboratorio como si fuera un hombre sudoroso, pero tiene un talle que muchas quisieran —terció Reichard—. Este tipo de mujer normanda, alta y morena, es la perfecta representación de la mujer egipcia.

—¡Me sé la historia al dedillo! ¡Me la has contado un millón de veces! —se soliviantó Salomón, empeñado en defender su papel de narrador—. Más o menos, corrígeme solo si me equivoco, las palabras que tú estabas pronunciando en aquel momento —señaló a la modista con la mano— eran:

 “—Les presento a Isis, hija de Latour, la gloria de la Ciencia. Esta mujercita sin duda será la reina de la Exposición Universal de París y para ella se ha confeccionado este grand apparat exclusivo con tournure, tercianela, pectoral...

—Ya entiendo —dijo Gipini—. Marie, que cayó por casualidad en el salón Berenice vio como el vestido -su vestido- era atribuido a Isis urbi et orbe. En el teatro de los Bufos no mejorarían el argumento. ¿Le dio un soponcio a Marie? ¿Mató al gato?  —El aire recalentado del taller secó rápidamente una gota humedad que había aflorado a los ojos del profesor.

—Desapareció ¿una semana? Bueno, algo así. La buscaron por todas partes, hasta dragaron el muelle de Bulaq. Apareció en el aviario de teja belga. No estaba sola. Entre ella y Bargut liquidaron a dentelladas la colección de rapaces del Museo aunque yo opino que el causante del destrozo fue el mastín. Un mes y pico más tarde, aparece usted, ji, ji, ji…

La mirada de Reichard a Fernández quería decir: ¡estúpido!

—¿Latour está de acuerdo en llevarla consigo? —preguntó Gipini.

—¿Qué es lo que más temen ustedes, los sabios? No me responda, lea mis labios: es-can-da-lo. Aquí no la deja para que haga de las suyas, el tema es que ya no navegará en cabina, sino que hará el viaje en la tercera bodega, con el resto del servicio. Comprenderá que esa ralea de gente que repara en el estado de las manos ajenas, no necesita trajes de gala. Por lo de pronto, ha cortado el crédito a esta casa ¡de casi cien años de antigüedad!

—... y dos mil francos que se quedan sin cobrar en esta hermosa tienda que en tiempos fue sede del Estado Mayor de Napoleón —concluyó el anticuario.

—Madame ¿está en venta esa prenda? —dijo Gipini sin perder de vista su plan.

—¿En venta? —dijo ella al tiempo que se recolocaba el sombrero—. Lo siento, esto es una casa seria. Un encargo de un cliente jamás se le entrega a otro. Menos tratándose de una amiga. Jamás de los jamases. No me presione, por Dios, no me presione.

—Se quedará aquí sin utilidad para nadie —dijo Gipini mientras hacía girar sus pulgares uno sobre otro, señal de que estaba pensando a toda velocidad.  Añadió—: A Isis le daría un ataque de risa si le decimos que tiene que reclinarse sobre el microscopio con eso puesto.

—Una está preparada para lo peor, ¡incluso para quemar esta obra de arte! ¡Que dolor, mon Dieu, que dolor!

—Atiende un momento, querida —dijo Salomón—. A ti quien te encargó el vestido en realidad fue el Museo. Este señor es conservador adjunto del Louvre que en cierta forma es la casa matriz de Bulaq...

—No-no-no. No me tiente, doctor. Jamás traicionaré la ética profesional. Por favor, no, no, ¡nooo!

La Reichard se puso en pie de un salto para desvanecerse a continuación, como un torbellino de sedas rosas (en la butaca grande; la de los dos cojines).

—Se lo llevará para Francia ¿no es cierto Gastón? Para su madre —insistió el anticuario mientras ponía sales a su amiga—. Nadie volverá a ver por estos pagos ese dichoso vestido.

—¡Maltráteme! —dijo ella—. Pero no vuelva a pedirme eso. ¡¡¡Nooo!!!

—Creo que tengo la solución —dijo Gipini—. He cambiado de idea, regalaré el vestido a su dueña primitiva. Lo haré llegar a Marie Latour.

—¿Por qué había de hacer eso? —dijo la modista súbitamente recuperada.

—¿Acaso no hay caballeros en El Cairo? —dijo Gipini—. En Warwick o Coventry es normal esperar galanterías de un gentleman.

—¿Es para Marie? ¿Palabra de honor?

—¿Aceptaría un cheque del Crediy Lyonnais?

—¡Ah, ya he pedido conformidad anticipada! Tenga, la pluma de oro.

—Aunque sea algo tarde —dijo el francés— Madame, ¿podría rogar a una sosias que me muestre el modelo?

—Sabía que no se resistiría, ejem, quiero decir que… sabía que no se resistiría al embrujo de Egipto. Noches cuajadas de estrellas sobre las pirámides y un chacal que canta a la luna… Ya sé que son estupideces mías, Solly, no hace falta que me lo digas.

Reichard dio unas palmadas. Al poco se escuchó el silbido de una balayeuse que se acercaba. Apareció una joven de grandes ojos de terciopelo negros, vestida en Gran Aparato. A Gipini le dio en las narices que se perfumaba al aceite de ricino.

—Asombroso —comentó.

—Es mi chef d´oeuvre —dijo ella.

—En casa de Frederic Worth no los diseñan mejores.

—¿De verdad? Dígame, profesor ¿qué es lo que ve?

Gipini apretó el ceño sin entender.

—¿Presentar yo el vestido? ¿Igual que en Coventry? ¿Aquí? ¿Nosotros solos?

—Si, en petit comité, mon ami. En Egipto se carece de vocabulario técnico. ¡Aprendería tanto de usted!

Gipini extrajo el monóculo del chaleco y examinó el modelo con aire entendido mientras se estiraba voluptuosamente como un lagarto tras la invernada. Luego empezó en tono impersonal:

Vestido entero de tournure con tercianela de tela color teja y ornamento diagonal de seda Burdeos. Busto entablillado, perfilado en la cintura de cinta embutida, cierre por delante con diez botones de perlas simuladas, cuello de ruche, pectoral de pedrería, media manga con reborde alto bullonado. Falda con bullonado en los flancos salen el fuf y el drapeado que se recoge formando arrastre. Triple volante de pliegues planos por delante, sobremontado de drapeado horizontal, degollado por cintas...

Se lo harían llegar mañana mismo a su nuevo alojamiento, que no era otro que por fin el Shepeard (de donde habían echado a patadas a un quesero de Lyon algo insolvente, para hacerle sitio).

Salomón le acompañó a la puerta, si por tal puede considerarse un encordado de abalorios rojos, azules y verdes. Sonrió con su risa de hiena triste, un gesto que se queda en la boca sin llegar a los ojos.

 

“Te lo has buscado Ochimiele”, pensó Gastón. Ahora ya solo quedaba poner en marcha la segunda parte del plan. Un plan cuya brillante sordidez le fascinó.

Lo primero era concertar una cita. Amanecía el 20 de abril y el tiempo comenzaba a escasear. Si se quería que ella zarpase para Francia, debería ponerse en camino de inmediato. Dentro de tres días zarparía el Mongolia  (2850 toneladas, 2600 caballos, cap. Fraser). Gastón descartó la casa de madame Zarifa: se había corrido el rumor del romance y los turistas enfocaban sus catalejos sobre terrazas y ventanas, ansiosos de captar detalles del escándalo.

 —Mil veces más divertido que la sala de momias del Museo.

—¡Quien lo iba a sospechar! ¡Un profesor del Collège!

—En cuanto a ella, he oído decir que sólo se trata de una belleza local.

—¡Estupideces! ¡Podría usar el milady si quisiera!

 

Gastón decidió arriesgarse y después del desayuno encaminó sus pasos al Museo, que acabaría de abrir sus puertas. Para evitar el trago de coincidir con Latour, oteó en todas direcciones el jardín; luego puso su mirada en el edificio a rayas rojas y blancas a cuya puerta aparecía el cartel IMPERIO NUEVO. Una dama con sombrilla malva estaba cerca de la entrada, justo al lado de la palmera de Madagascar. Aguzó la vista: sí, era ella. Tan pronto advirtió su presencia cerró la sombrilla y entró. Él la siguió a distancia. La puerta estaba enmarcada por dos grandes estatuas de faraones con risita estreñida.

Gipini se sorprendió a si mismo entreteniéndose en escrutar las inscripciones de las esculturas, a pesar de lo comprometido de la situación. Sonrió para sí: había cogido la manía de husmear por doquier un jeroglífico que se había convertido en su talismán: el de la taza. Le debía a la taza el hallarse en la absoluta seguridad de que Marie conocía la ubicación de la pirámide caníbal. Porque vamos a ver, Gastón ¿cómo explicar sino la coincidencia entre el lazo escondido y los calcos de Damasco? En ambos la taza estaba representada con la misma falta de ortografía. ¡Una taza con dos asas, lo nunca visto en jeroglíficos! Había aprendido de re jeroglífica de su esposo el Mamur y cometía las mismas faltas de ortografía. Y no era la única pista que apuntaba a Marie: ayer había escuchado al sueco Piehl decir que era la encargada del manejo de los ostraka, ya que al viejo se le doblaban las manos. Es célebre entre los arqueólogos la minuciosidad casi topográfica con que estas piedras planas posicionan la situación exacta de las tumbas secretas. Ciertos lunáticos atribuyen semejante precisión a la intervención de marcianos, ingleses u otros extraterrestres. ¿No podría ser que tamaña precisión se debiera simplemente a la aversión que sentían los agrimensores de ser desorejados al más mínimo fallo? En la inextricable red de túneles de las necrópolis reales, durante la excavación de una nueva tumba, se había convertido en un accidente de rutina la perforación del corredor de otra sellada hace milenios.  El ostraka se convirtió en el amigo predilecto de un competente arquitecto real.

La conclusión era sencilla, clara y emocionante. Si Marie quería le podía entregar el ostraka (plano de situación) de la pirámide caníbal. Gastón ya se representaba el futuro, mejor dicho, se sentía en él: ¡Lo conseguiste! ¡Probaste que las pirámides egipcias eran lo mismo que las mejicanas! ¡Tablajería de bistés, solomillos...! ¡Vasos canopes como tarros de golosinas de hígado, bazo riñones…! ¡Todo por escrito, como el Código Civil! ¡El descubrimiento del siglo! ¡Has entrado en la inmortalidad! ¡Abandona la falsa modestia! ¿El mayor de los egiptólogos? ¿Quién se podrá parangonar?

Entró al Museo. El contraste de luz, como siempre, le sumió en la oscuridad. Odiaba sentirse indefenso, porque ella era la única persona que había entrado y no todo en su cabeza funcionaba correctamente. ¿Dónde estaba?  Se frotó los ojos.

Su figura de pichón se perfiló entre un armario de luna y una tarima de mármol que sostenía la talla en madera de un Alcalde de Pueblo. Llevaba el gastado vestido ocre con lazos azules de siempre; su situación no sería muy boyante; pero eso no le restaba un ápice de altivez. Gastón permaneció un momento en silencio. No, no podía llegar a esos extremos de mezquindad frente a este ser adorable que le había turbado con la belleza exótica de sus pechos.  Marie puso en los suyos sus ojos, muy serenos. Levantó el velo para besarla, pero ella dio un paso atrás. Como si adivinara sus intenciones, Marie le dijo a guisa de saludo:

—Jamás privaré a François de sus Textos Caníbales.

—Tiemblas, te saltan los ojos… A ti te pasa algo.

—Pasa que no quiero matar a François. Los Textos son su hilo de Átropos.

—Olvida las frases hechas, piensa en tú y yo.

—¡Maldito interesado! —-Chispeó su mirada—. Jamás me quisiste. Hay muchos en el Misr que se desvivirían por arreglar mi viaje.

“Será por eso -se dijo Gipini- por lo que llevas todos los días el mismo vestido ocre, arrugado en el corpiño”.

Consiguió abrazarla en un gesto robado, torpe, que ella acogió con frialdad. Sus manos ávidas recorrieron la cinta, el mandil, más abajo, más. De repente un tacto frío...

 Ella sufrió un ataque de risa.

—¡Ja-ja-ja! Mis tijeras —pendían del talle por una cinta negra y se ocultaban entre los repliegues del vestido—. Me temo que no podrás llevártelas, cariño.

 Eso le cortó en seco. Dentelladas. En ese instante le vino el pensamiento de que quizá lo único que les quedaba en común era la pasión de conquistar París.

—Has sido tu misma la que puso precio a sus favores.

—¡Por favor! ¡Estás siendo injusto y lo sabes! —dijo ella sujetándose la frente—. Y luego, sin abandonar ese tono de actriz del Teâtre Français, añadió—: Pero altos intereses se interponen entre nosotros.

—Cuando se ama no hay intereses —incluso Gastón se sorprendió de lo bien que había mentido.

No es que no la quisiera: sería capaz de lamer sus botines. Pero a veces pensaba que era una mujer demasiado compleja para él. Por ejemplo, esa melancolía que la llevaba a proferir terribles alaridos, era incompatible con el trabajo erudito en sus proximidades. Lo peor es que cada día que pasaba le resultaba más difícil verla desde el prisma en que la había visto la primera vez.

—Es excesivo. Es demasiado. Si yo te abriera el paso a la Pirámide Caníbal sobrepasaría todo lo admisible en una esposa. No me lo pidas, te lo suplico —miró a lo alto, puso al Cielo por testigo (El techo del museo estaba pintado con estrellas y constelaciones, otra genialidad de Latour).

Gastón empezó ahora a calibrar mejor la entereza de su amiga-enemiga. Aquella mujer extraordinaria -extraordinaria a pesar de todo- que había sido entregada como una perra en la puerta de río de Bulaq, vendida por su padre como una mercancía, había llegado a dominar todos los idiomas y a hacerse una posición. Tal vez el motivo por el que Latour se había negado a exhibirla en París fuera el evitar que el brillo de la moza empañara sus parcos logros lingüísticos.

—¿Dices que me quieres? —dijo él. Pensó en componer una frase hermosa… ah, sí—: El que ama lo da todo y solo lamenta no tener más para entregarlo también a su amado.

Gastón fue consciente de que su voz estaba adquiriendo un tonillo chillón. Justo lo que menos le gustaba de sí mismo. Su estilo era acariciar con la voz, envolver, darle ese tono táctil y civilizado, casi hedonista. Aquel juego de Romeo y Julieta empezaba a ser cansino. Entendámonos: los amantes de Verona era un par de cursis rematadamente idiotas. Sobre todo, encontraba injusto este supremo esfuerzo de convicción que le imponía su amante, cuando estaba claro que él le había dado algo que nadie podría darle: su proximidad a un personaje histórico. Podía obtener lo que quisiera de ella, tenía un arma secreta (pero le reventaba no obtenerlo utilizando solamente las artes de Cupido). Entretanto, Marie había buscado cobijo tras una de esas jarras de alabastro cuya belleza solo se aprecia cuando se enciente en su interior una luz. Dijo:

—Oh basta ya, San Gastón, el bueno, el justo, el sabio, el que se sublevó con sus compañeros de clase para defender la enseñanza de Voltaire en las escuelas; el único que rechazó el perdón y perdió los estudios, el que tuvo que emigrar a Méjico. El decente, el santo, el digno que espera con paciencia de hormiga a que Latour muera para encaramarse al puente de mando. ¿Sabías que tu nariz tiene algo de buitresco? ¡Te acercaste a mí sólo porque anhelabas los Textos Caníbales! ¡Amour vache!

Una lágrima asomó a sus ojos, pero no tan pesada que llegase a caer del todo.

—¿Y qué hay de ti? —la miró lleno de cólera, de dolor, de furia—. ¡Acabarás por ocupar plaza fija en la casa de rameras de madame Zarifa!

Zarandeó las asas de la jarra de alabastro como un mandril rabioso. Ella le observó en silencio, ladeando la cabeza, con gesto de interrogación, como si se dijera ¿será posible que semejante hombre pierda el control? ¿O lo aparenta tan bien que, quien no le conozca, podría pensar que se ha vuelto loco? Eso. Eso mismo.

—Y ahora voy a revelarte algo que te demostrará ¡sí, a ti! que eres una miserable egoísta.

—¿Qué? ¿De qué me hablas?

—Escucha esto: tengo el vestido.

—¿El vestido? ¿Qué vestido?

—Vestido entero de tournure con tercianela de tela color teja y ornamento diagonal de seda Burdeos. Busto entablillado, perfilado en la cintura de cinta embutida, cierre por delante con diez botones de perlas simuladas, cuello de ruche, pectoral de pedrería, media manga con reborde alto bullonado; de la falda, con bullonado en los lados, salen el fuf y ... ¿quieres más? Te advierto que mi memoria para la ropa es excelente. Un modelo extraordinario, Marie, un verdadero grand apparat.

—¡No!

—Sí y lo tienes a tu disposición donde, cuando, como quieras. Haz el amor con él, querida. Deja que el fuf te asalte por detrás como una verga fuerte y rotunda. Que el corpiño apriete tus bellotas, las haga explotar: déjate cabalgar por él también. Que la ruche te la embuta por delante...

Marie menea la cabeza de arriba-abajo con lentitud. ¿Es que una mujer tan trabajada no puede soportar los insultos? ¿O es que está preocupada por si el carcamal anda rondando por ahí? Pero aquel gesto de cabeza es típico de alguien que está echando cuentas. Al cabo de unos segundos, dijo con una sonrisa prepotente:

—Quiero el vestido planchado y con dos fundas de lona, en el aviario de teja belga. Quiero pasaje de primera en el Mongolia y un pase para mí doncella, quiero 1.500 francos en billetes pequeños... Si tu o el viejo aparecéis por allí, os tiro al mar.

En ese momento Gastón se acordó de una pregunta fundamental que había olvidado formular:

—¿Está aquí el ostraka?

—¿Crees que estoy loca? Dame una semana.

—Pero y… ¿qué garantías tengo?

—Ninguna. Sabes bien como hago yo las cosas.

Gipini asintió mientras ella se giraba y se dirigía hacia la puerta. Su beso de despedida quedo abortado en el aire. Al cabo de un segundo se dio cuenta de que no sabía a qué había asentido. ¿Qué quería decir eso de “sabes bien como hago yo las cosas”? Se precipitó a su vez hacía la puerta: ella ya enfilaba las escaleras de la casa de la Veranda, la residencia que compartía con su amado esposo. El la besaría en la frente, se sentarían a la mesa y una criada les serviría sopa de hiel, defecaciones, orín de gato, curare, vómito de rata, arsénico, cianuro…

 

Mark Kabis, como otro cualquiera de los viandantes por la plaza de Esbekie, fue instado a entrar en la boutique y tomar asiento junto a Salomón Fernández, cuyo cuerpo no recibía con frecuencia los beneficios del baño. Una vez allí Kabis aguardó a que le trajesen una taza de té al aroma de albahaca y los sirvientes movieran ante él un número increíble de horribles vestidos de novia rosas. Cuando juzgó bastantes las precauciones para que no hubiese orejas indeseadas a la escucha, Fernández se dispuso a poner al tanto a su colega de la situación. Pero en ese momento un pollino que pasaba por la plaza Eskebie trompeteó la marcha triunfal de Aída. “I ooo i i i ooo o o...”

—... el probador —terminó Fernández, que añadió—: Gipini no ha tenido el menor escrúpulo para utilizar el vestido como arma de guerra para hacerse con el secreto de la pirámide. Antes de que se lo llevara le supliqué que no lo hiciera; que evitara presentarla de su brazo en París; que no avergonzara a su esposo; que no diese carnaza a la prensa. Estaba fuera de sí, nos amenazó, quería el vestido, no aceptaría una negativa. Algo tenía en el rostro que daba pánico. Si no le hubiéramos entregado el grand apparat nos hubiera matado allí mismo. Lo siento, Kabis, me he comportado fatal. No sé qué puedo hacer. Con el vestido y dinero en el bolsillo, lo más probable es que la cantinera intente presentarse por su cuenta en París. ¡Al día siguiente de que la truculenta historia salga a la luz, tendremos aquí desembarcando a los Royal Marines!

—Le dieron una tila para que se calmase ¿verdad?

—Me gustaría que lo hubiera visto, Kabis. ¡Un profesor del Collège! Tenía el rostro oscuro y el bajo vientre proyectado hacia nosotros, como un ariete.

—El barrigón, supongo, esos franceses… —Mark Kabis de forma instintiva, se tapó las narinas y prosiguió con voz algo nasal—: ¡La carnicería! La carnicería que esto desencadenará. Ése Gipini es un inconsciente. Ha tocado a la vez los dos pilares sobre los que se ha asentado el equilibrio de Egipto: lady Amstrong y el secreto caníbal. Y lo hace con esa tranquilidad de niño empollón que finge no enterarse de las fuerzas turbias que actúan en lo oscuro ¡Fernández, me está escuchando!

—Espere que atienda a un cliente... bueno, qué, ¿y ahora qué pasa?

—¿Sabe lo que comen los estudiantes mejicanos de Gastón?

—¿Carne humana?

Mark se llevó el índice a la boca y susurró:

—Croquetas —dijo—. Sus alumnos de antropología toman croquetas con sabor a carne humana “para experimentar lo que sentían los súbditos del Reino Caníbal”. ¿Se imagina? Las hacen con soja, ricino, grasa de cerdo y aloe vera y aseguran que la semejanza es absoluta. ¿Conoce a alguien que pueda asegurar la fidelidad al modelo si es que antes no ha probado una y otra sustancia? ¡Una y otra!

Al salir Mark se sentó en el poyo de una columna ptolemaica y abrió su liberta de detective. La guardaba dentro de una carterita de piel picada, con lengüeta de apertura. Los folios que eran cuadrícula estaban sujetos con cuatro anillas de metal. Escribió:

 

 “Siento absoluta impotencia ante lo que no puede menos de estar a punto de ocurrir. Estoy atrapado en un pijama de acero. P.D.  Sospecho que nadie me cree”.


bye, bye, verano del 25


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