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El bosque de Sequoias Californianas de Poio es un regalo de los Estados Unidos al pueblo español. |
Como parece que hay cierto interés, bajamos ahora el CAPÍTULO 9 de The Swimming Mummy, de continuar las "bajadas", seguiremos.
Amanece otro día sucio y triste. Gipini está descendiendo a trompicones las escaleras del minúsculo Cabaret anexo al Snack. El percutido de las tarbukas del baile de los Siete Velos le perfora el cerebro. Pero no está borracho, a un normalien no le afectan dos copitas de licor. Bueno, tres, tres o cuatro. ¿Dónde ha guardado Marie su sentido de la discreción? ¡Permite que todo un aspirante al Instituto aparezca en público enredado con una Gloria de Francia! ¡Le ha deshonrado con la mayor de las indiferencias! ¡Maldito país! Después de todo, quizá su coeficiente intelectual no sea tan alto.
Ya en la acera,
Piehl maniobró para beneficiarse de su aturdimiento, aunque Gipini no
reconocerá hallarse aturdido. Aun así, no dejaría de preguntarse como el sueco
había conseguido auparlo a un pollino con apenas dos palabras y una palmadita
en el trasero. Pronto se hizo evidente que tomaban la ruta del puente de Kasr
en Nil. Al principio Gipini se revolvió, aunque solo de pensamiento. ¿Por qué
no lo llevaba a casa? Luego se respondió que en realidad no tenía ningún
alojamiento digno de tal nombre.
Entre fellahs, borriqueros y suecos, formaban
una procesión de casi medio kilómetro. Aquello se empezaba a parecer a una toma
de prisioneros. El borrico de Gipini trotaba como si no llevase ochenta y
tantos kilos en las espaldas. Bueno, noventa, nunca llegó a los cien y midiendo
más de 1,80, no está tan mal. De repente, el pollino hundió cascos en una
topera; su pasajero rodó por los suelos. Se levantó y un tropel de sirvientes
acudió a sacudirle la ropa. Le amoscó tanta solicitud. ¿Seré como aquellas doncellas
aztecas que cuidaban en jaulas con sumo cariño para que estuvieran más tiernas
en la fuente, unas lechuguitas de guarnición y un tomate en la boca? Sí,
hombre, aquellas que degollaban con el espolón del pez sierra. Si, pero el hígado… graso… aunque yo no
beba… apenas… Pasado el canal, atravesaron el barrio de Gizá, una típica
aldea egipcia de calles replegándose sin cesar sobre si, altos muros de patios,
grandes casas sin ventanas blanqueadas a la cal y perros que se rascan las
pulgas. Un círculo de volatería y chiquillos demandantes de bakish les rodeaba
y dificultaba su avance. Cuando se vio lejos de El Cairo acabó de convencerse
de que había caído en una encerrona.
—¿Sabe para qué le
he hecho venir? —preguntó Piehl, que lo escoltaba en su asno con sus
puntiagudas botas a un dedo justo del suelo.
—Lo supongo y no
conseguirá nada de mí.
—¿Puedo preguntarle
qué es lo que supone?
—¿Para qué otra cosa
me habría hecho venir?
—Y aún así...
¿acepta? —preguntó el sueco.
—Escuche esto Piehl:
en el momento en que usted me extrajo del espectáculo de Maravillas, le hubiera
acompañado a las puertas del Infierno. Pero si lo que quiere es que cierto
conservador adjunto del museo del Louvre llamado Gipini legitime con su presencia
el saqueo de un yacimiento arqueológico, la respuesta es no. Lo único que
pretendo es descansar en un lugar tranquilo. Pero no se le ocurra involucrarme.
—Le advierto que la
campaña sueca es irreprochable. ¡Irreprochable! Verá lord Campbell, ¿no sabe,
el de Sopas Campbell?, está empeñado
en que el templo de Moisés se encuentra justo debajo de la Esfinge. Nos ha
asignado un presupuesto de diez mil libras
—Ahí abajo solo hay
arena y escorpiones chamuscados.
—¡Por supuesto, por
supuesto! En cinco mil años se habrá excavado cinco mil veces. Pero es más
sencillo que todo eso. Solo se trata de enviar unas fotografías a Campbell y
enviará otras veinte mil libras ¿Falsificación de fotografías? ¡Qué va! Bastará
con desarenar el templo de Keops que cae a los pechos de la Esfinge, un poco
más allá. Latour ya lo despejó dos veces, pero a día de hoy, 19 de abril de
1878, las tormentas de arena lo han vuelto a cubrir. ¡Gracias tormentas!
Técnicamente estamos desarenando ese templo con licencia del director del
Service: ha sido su propia mujer la que nos ha entregado el plano.
—¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué
es lo que quiere decir? ¿Marie Latour se dedica a entregar planos? ¿Sí? ¿No? ¡¡¡Explíquese!!!
—¿Se imagina usted
que son guías de papel couché como la Baedeker? Estos hombres de hace
cinco mil años eran un poco más rudos: los planos están representados sobre
lascas de caliza llamadas ostraka.
—¿Ostrakas del
Templo de Keops? En el Collège no me habían dicho nada.
—Porque a París
llegan representados en libros. En la ciudad del Sena existe la creencia de que
Ramsés II escribía sobre papel de barba. Quizás no haya visto muchos, pero
algunos ostraka son pedruscos considerables. Llegan a pesar veinte kilos y el
viejo Mamur... creo que en su estado actual no levantaría ni veinte gramos. Si
usted es el capitán pirata y tiene en casa los planos del tesoro, unos planos
pesadísimos ¿a quién confiaría su guarda? (...) Por supuesto, a alguien que
este vitalmente comprometido con sus intereses. ¿A quién? Respóndase usted
mismo.
—A mi esposa. A la
capitana piratesa.
En ese momento
Gipini supo que tenía que plantear otra pregunta, pero le distrajo un tanto la
verborrea del gigante rubio.
—... y no engañamos
a lord Campbell porque, en cuanto a que el templo sea de Keops o de Moisés,
¿usted vivió en aquellos tiempos para asegurarlo?
—Supongo que en
sueco suena parecido —consintió Gipini.
Atados los asnos a
la argolla que un jesuita francés empotró en la zarpa izquierda de la Esfinge,
Gipini se dispuso a echar una apacible siesta en la tienda de mando, pero el
impertinente sueco se dejó algo abierta la lona. El cuchillo de luz te quitaba el
sueño, pero al menos, podías integrar el paisaje en tus reflexiones. Por
ejemplo, la gran mole de Keops al fondo de la imagen, le recordó el modo de
pensar cartesiano o sea la necesidad de buscar apoyo en realidades puras,
(rectilíneas como pirámides) para, a partir de ellas, extraer el árbol de las
conclusiones. Pienso, luego existo.
Le pareció diáfano que Marie lo había engañado como a un escolar. ¿Cómo pudo
ser tan estúpido? Es un hecho universalmente admitido que las beldades de
infarto no suelen circular por las calles, abrasando con sus miraditas a los
doctos catedráticos, mientras se dejan restos de vestimenta entre las mirreros
de Arabia (y callan que son esposas del jefe del Service). Negocios,
simplemente negocios. El asunto era que, a pesar de que estaba razonando muy
sensatamente como si fuera un filósofo, el dolor cada vez se hacía más intenso,
como...
—Como cuando te
cortan un dedo; al principio solo sientes una especie de frialdad —pensó en voz
alta—. La explosión de dolor viene después.
“Todo esto que
piensas es tan cierto que es falso. Nadie hasta ahora te había mentido que te
amaba con tanta gracia, hasta el punto de que te hacía contener la respiración”
le decía su otro yo, su yo humano, el que no aspiraba a la Gloria, sino la
Vida. Gastón era hijo de un aventurero español y de Adelaida, una exiliada
italiana en Francia casada varias veces y con otros intereses que su hijo. Si
algo caracterizaba su vida sentimental era la aridez. Los compañeros de Gipini
en el internado Louis le Grand decían que parecía abandonado por su familia.
“No sale jamás ni durante los domingos ni durante las vacaciones”. ¿No valía el
amor de Marie mucho más que todo lo que había tenido en su vida, más que
aquello a lo que podía siquiera aspirar?
No. NO. NO y NO.
“Te estás dejando
ablandar. ¿No te das cuenta Gastón-Camille-Charles de cuanto cálculo hubo de su
parte? ¿Qué puedes pensar de cierta pájara a la que conoces en un conocido
burdel flotante del que hablan en su libro Flaubert y Maxime du Camp? ¡Si hasta
eligió ella el serrallo que vino a continuación, la mismísima guarida de madame
Zarifa, una profesional de la discreción para menesteres galantes! La cosa está
así y tienes que tener el valor de enfrentarte a la realidad: ella te sedujo
–si te sedujo- por interés. Necesita que le solventes un problema económico
para poder presentarse en la Exposición Universal, ya que al parecer su marido
no atiende esas menudencias. Marie lucirá en sociedad del brazo de Latour,
exhibirá su vestido grand apparat ante los duques del Mundo, será la
reina de París y lo que es más patético, con tu dinerito, el que ganaste en
Méjico. Marie ha maquinado que, si consigue presentarse como gran esposa real
en Francia, a su marido no le quedará más remedio que aceptarla a su lado.
Somos católicos y creemos en los siete sacramentos. Otra cosa sería impensable,
hay muchos testigos que les han visto convivir maritalmente. Y en París, la que
viste como una gran dama, es una gran dama.
“Acepta la realidad,
Gastón. Tu historia de amor fue un fraude. Melindres, palomas que entrechocan
el pico, corazones rojos en el cielo. Folletín de cinco sous. Amor de comedia
bufa”.
—Eh dragomán. Te
alquilo un caballo.
—¿Dónde va monsieur?
Al Shepeard es un franco, a Sacarat dos, a…
—Al boulevard
Mohamed Alí ….mmm… ¡No! Mejor dicho… ¿Dónde tiene el taller madame Reichard?
—Frente a la puerta
de Bab El Futuh.
—Pues allí.
Ella lo ha
querido. Si hay que ser mezquino, ¡seamos mezquinos!
Los recuerdos de la
invasión napoleónica han corrido suertes variadas. La casa del Bonaparte es hoy
nada menos que el hotel Shepeard; el corso gordito tenía buen ojo. Por el
contrario, el palacio del Alto Mando ha degenerado en taller de mme. Reichard,
y desde los tiempos de la batalla de las Pirámides, ha decaído bastante. Los
estucos de la fachada se han convertido en terrones a causa del salitre y, si
tu cráneo no es lo suficientemente grueso, te puedes ver descalabrado por caída
de cascotes.
Al abrir la cortina de abalorios perlinos
parece una cosa, pero al sentir cierto suave olor a requesón, te das cuenta de
la verdad. En vez de una clienta gorda, Gipini se apercibió de que era el
aromático Fernández el que estaba con la modista. La sala de costura estaba
ocupada por una gran mesa central con retales, agujas, alfileteros, un gato,
patrones de cartón, cintas métricas y un tazón de desayuno con migajas. Sentada
en un sillón victoriano junto a la puerta de la alcoba, se encontraba madame
con la cabeza gacha, tres dedos de la mano izquierda en la frente y otro (de la
derecha) en la boca. Gipini se dijo: ¡Vaya, otra que ha sufrido un desastre!
Aunque naturalmente no será ni la mitad que el mío.
—¿Ha muerto alguien?
—dijo el recién llegado al ver los rostros compungidos.
—¿Conoce al profesor
Gipini, supongo? —preguntó el anticuario a la Reichard. Y sin esperar
respuesta, lo presentó—: Es el sucesor.
—Se equivoca, amigo
—dijo Gastón—. Solo he venido aquí para invitar al kedive a la Exposición
Universal de París. Nada más —el profesor reparó en que la modista tenía esos
ojos que miraban, uno a la derecha, otro a la izquierda, completamente
enrojecidos. Insistió—: Excúseme madame, pero ¿ha sucedido alguna desgracia?
—Olvídelo —respondió
ella con una risita patentemente falsa—. Se trata de un berrinche profesional.
Un vestido increíble, una obra de arte que combina las últimas tendencias de
Worth en París con un pectoral redondeado, a lo Faraónico, ¡el despegue mundial
de la moda egipcia! Me lo van a dejar aquí empantanado.
—Un buen pufo
—añadió Salomón Fernández en tono neutro.
Gipini casi da un
salto de emoción. Era justo de lo que venía a buscar. Se trataba de una pieza
esencial del plan que había pergeñado. Y he aquí que, sin ningún esfuerzo, se
lo ofrecen. Pero tenía que controlarse, un profesor del Collège no puede
mostrar interés así como así por un vestido de señora. Señaló al gato.
—¿No afila las uñas
en las sedas? Un gato suelto en un taller puede hacer auténticas diabluras.
—Está castrado
—respondió la flacucha—. Además, le echamos unas gotitas de ron en el plato.
Peor son los ratones.
—Uf, que alivio,
para mí, digo para la familia Gipini, la moda es algo muy importante —dijo
Gastón—. Figúrese que a mi madre, ¡una parisina de pro!, se le ha antojado algo
de estilo egipcio. ¡Creerá que no tengo más cosas que hacer!
—¿Cómo se llama su
madre?
El profesor arrugó
la frente sumiéndola sobre la nariz, antes de responder.
—Adelaide, aunque no
me pregunte el apellido. Cambia cada año, según se llame su último esposo. En
cierta forma es una mujer admirable.
—Admirable, en
efecto —asintió Fernández—. Las mujeres que se visten de faraonas demuestran un
notable valor.
—Esa mujer,
Adelaide, con su habitual buena intención, muestra un interés enfermizo por la
historia de las prendas que compra. ¿No encuentran eso absurdo? Que más dará si
cierta chaqueta princesse ha sido
cosida para Menganita o Fulanita.
El profesor se fijó
de reojo en cierto gesto del anticuario: había apretado el codo de la Reichard.
Touché. Aquel gesto quería decir “este panoli va a arreglar tu problema”.
Naturalmente, los buenos negocios son los que producen beneficio para ambas
partes.
Fernández dirigió
una mirada de inteligencia a la modista ¿lo cuentas tú o yo?
Madame descruzó las
manos. O sea que ella.
—Todo empezó cuando
llegaron las Cartas Perpetuas, o sea
los pases para la futura Exposición Universal de París —empezó—. Mme. Latour
interceptó el correo de Francia y en cuanto vio que solo había tres Cartas (en buena lógica destinadas a
Latour, a su asistente Petit y al subdirector, Emile Brugsch) dedujo, con
razón, que no estaba invitada. Póngase en su posición, Gastón, una mujer que ha
sublimado todas las esperanzas de su vida en volver a París para ser reconocida
y brillar en el Gran Mundo, se encuentra con que se le niega su última
esperanza. ¿Usted que haría?
—¿Yo? París cada vez
está más provinciano, el año pasado ¡solo hubo tres estrenos! Si quiere que le
diga la verdad, prefiero Méjico. Allí el aire...
—No, en serio —cortó
la Reichard—. No se burle. Ella hizo lo de siempre. Esta vez fue el embajador
de Estados Unidos en Alemania, Brancroft, que presentaba sus respetos al
director a la salida del Museo. Un espantoso alarido. Un tercio de dedo.
—¿Se lo comió, le
comió un tercio de dedo?
—No, eso es todo lo
que consiguió salvar el doctor Roca —dijo Fernández al tiempo que desmentía su
inventiva verbal intercalando una risa parecida a un tosido—. Le debemos un
diagnóstico bizarro de la enfermedad: Aparisia (Más o menos No-París.
Médicos con menos diplomas dictaminaron Licantropía
mórbida o epilepsia a secas). Contra ella propuso a su marido una medicina
radical.
—Espere, un momento,
déjeme que lo comprenda —dijo Gipini—. Me está usted diciendo que Roca recetó
una medicina contra la Aparisia.
—Sí. La única
curación posible: ofrecerle una prueba irrefutable de que sí iría a París
—Salomón rebuznó otra risa, algo asfixiada por la gordura.
—¡El vestido! —dijo
Gipini dejando caer los brazos.
—El Grand Aparat,
en efecto. Latour había cambiado de idea —expuso el anticuario—. Ante la posibilidad de un escándalo que le
privase de dirigir el Pabellón egipcio en París, se resolvió a cargar con su
esposa.
—Me encomendaron
—tomó la palabra Reichard— que cosiera para Marie un vestido de gran ceremonia.
Algo con el que ella pudiera presentarse ante los grandes duques, los
emperadores, los reyes del estaño, poetas, traficantes de esclavos, cardenales
y otras excelentísimas personalidades que sin duda frecuentarán la Expo.
—Aquello no tenía
porque salir mal, se dijo Marie —siguió Salomón—. Si Latour gastaba una fortuna
en ella (un tipo que rebusca mendrugos y queso mohoso en la basura), es que la
cosa iba en serio.
Madame gimió cuando
escuchó las palabras “una fortuna”.
—¿Y qué fue lo que
salió mal? A la vista está que el vestido se lo han dejado aquí colgado per
secula seculorum.
—Mire Gipini esa es
una historia larga y un poco rocambolesca y ya es de noche —dijo madame.
Fernández al ver
como Gipini se echaba atrás, frustrado, corrigió:
—Creo que sí, que
tiene tiempo. Intentaré resumir el asunto. Le ruego que no me interrumpa por
vodevilesco que le parezca, es más ni siquiera le pido que se lo crea. Latour
tiene una hija de su primer matrimonio llamada Isis que solo viene por el Misr
de tanto en tanto. Como hace cosa de un par de meses…
—Si, fue por febrero
—corroboró Reichard.
Fernández golpeó el
suelo con la bota.
—Si me corriges no
acabaré nunca, pichoncito —dijo—. Isis no es como nadie que usted pueda ver por
aquí: viste siempre de corto, no lleva sombrero porque es algo giganta y, en
resumidas cuentas, cualquiera que la vea piensa que está en presencia de la criada.
Trabaja en un laboratorio bioquímico de París ¿qué mujer normal aceptaría eso?
Debe tener defectos no visibles.
—Ahora eres tú el
que te estas enrollando, cariño —se le escapó a ella—. El caso es que yo, que
hasta entonces ignoraba la trascendencia
del vestido, pedí permiso para mostrárselo a unas cruceristas de Boston y dio
la mala suerte que in absentia de
Marie, mi criado fue a pedir la autorización a Isis. Esta dijo, según supe
después: “Señora Reichard: No hay ningún problema en que me exhiba con el
maldito vestido a las bostonianas o a la momia de Ramsés, si así lo prefiere” —.
Prosiguió la modista—: El estúpido del botones, por miedo a que lo mandara a
repetir el recado, no me comunicó que había hablado con Isis en vez de con
Marie.
—¿Cómo se llevan
Marie e Isis? —preguntó el profesor.
—No se llevan de
ninguna forma —intervino el anticuario—. Las breves temporadas que viene Isis
de visita, Marie vuelve al galpón de los criados.
Reichard cortó el
rollo, cruzando sobre Gastón una mirada lastimera
—Monsieur va a
pensar que soy una estafadora —dijo la Reichard—. El vestido vale dos mil, se
lo juro. No cubro gastos.
¿Le había guiñado un
ojo a su compinche o se lo imaginó Gastón?
—¿Tiene polisón?
—preguntó Gipini vivamente interesado por el tema.
—Por supuesto —dijo
la modista—. Se sujeta de la cintura sobre el nalgatorio con una ligera tournure de barbas de ballena.
—Ese tipo de polisón
ligero se llama fuf. Yo también soy
modisto.
—Son ustedes
insoportables —dijo Salomón—; así no hay forma de contar una historia.
—Prometo no
interrumpirte más, Solly —dijo la modista.
—Marie se coló a
última hora en lo oscuro del salón Berenice del Shepeard. Si está invitada
cualquier dama de alto copete que pase aquí la saison, ¿por qué no ella?
¿Imagina lo que se encontró?
—Mi imaginación no
consigue acostumbrarse a estas latitudes.
—No, no lo imagine
lo diré yo —prosiguió Fernández—. Marie se acurrucó al fondo. El salón estaba
ocupado por señoras de Nueva Inglaterra vestidas de seda negra. Esta ingenua
mujer —señaló a madame— había tenido la idea de solicitar a Isis que hiciera
de... ¿cómo se llaman esas mujeres que sirven para exhibir la ropa de las
modistas?
—Sosias —aclaró Gipini en plan experto.
—Puede que Isis
trabaje en un laboratorio como si fuera un hombre sudoroso, pero tiene un talle
que muchas quisieran —terció Reichard—. Este tipo de mujer normanda, alta y
morena, es la perfecta representación de la mujer egipcia.
—¡Me sé la historia
al dedillo! ¡Me la has contado un millón de veces! —se soliviantó Salomón,
empeñado en defender su papel de narrador—. Más o menos, corrígeme solo si me
equivoco, las palabras que tú estabas pronunciando en aquel momento —señaló a
la modista con la mano— eran:
“—Les presento a Isis, hija de Latour, la
gloria de la Ciencia. Esta mujercita sin duda será la reina de la Exposición
Universal de París y para ella se ha confeccionado este grand apparat exclusivo con tournure, tercianela, pectoral...
—Ya entiendo —dijo
Gipini—. Marie, que cayó por casualidad en el salón Berenice vio como el
vestido -su vestido- era atribuido a Isis urbi et orbe. En el teatro de los
Bufos no mejorarían el argumento. ¿Le dio un soponcio a Marie? ¿Mató al gato? —El aire recalentado del taller secó
rápidamente una gota humedad que había aflorado a los ojos del profesor.
—Desapareció ¿una
semana? Bueno, algo así. La buscaron por todas partes, hasta dragaron el muelle
de Bulaq. Apareció en el aviario de teja belga. No estaba sola. Entre ella y
Bargut liquidaron a dentelladas la colección de rapaces del Museo aunque yo opino
que el causante del destrozo fue el mastín. Un mes y pico más tarde, aparece
usted, ji, ji, ji…
La mirada de
Reichard a Fernández quería decir: ¡estúpido!
—¿Latour está de
acuerdo en llevarla consigo? —preguntó Gipini.
—¿Qué es lo que más
temen ustedes, los sabios? No me responda, lea mis labios: es-can-da-lo. Aquí
no la deja para que haga de las suyas, el tema es que ya no navegará en cabina,
sino que hará el viaje en la tercera bodega, con el resto del servicio. Comprenderá
que esa ralea de gente que repara en el estado de las manos ajenas, no necesita
trajes de gala. Por lo de pronto, ha cortado el crédito a esta casa ¡de casi
cien años de antigüedad!
—... y dos mil
francos que se quedan sin cobrar en esta hermosa tienda que en tiempos fue sede
del Estado Mayor de Napoleón —concluyó el anticuario.
—Madame ¿está en
venta esa prenda? —dijo Gipini sin perder de vista su plan.
—¿En venta? —dijo
ella al tiempo que se recolocaba el sombrero—. Lo siento, esto es una casa
seria. Un encargo de un cliente jamás se le entrega a otro. Menos tratándose de
una amiga. Jamás de los jamases. No me presione, por Dios, no me presione.
—Se quedará aquí sin
utilidad para nadie —dijo Gipini mientras hacía girar sus pulgares uno sobre
otro, señal de que estaba pensando a toda velocidad. Añadió—: A Isis le daría un ataque de risa si
le decimos que tiene que reclinarse sobre el microscopio con eso puesto.
—Una está preparada
para lo peor, ¡incluso para quemar esta obra de arte! ¡Que dolor, mon Dieu, que
dolor!
—Atiende un momento,
querida —dijo Salomón—. A ti quien te encargó el vestido en realidad fue el
Museo. Este señor es conservador adjunto del Louvre que en cierta forma es la
casa matriz de Bulaq...
—No-no-no. No me
tiente, doctor. Jamás traicionaré la ética profesional. Por favor, no, no,
¡nooo!
La Reichard se puso
en pie de un salto para desvanecerse a continuación, como un torbellino de
sedas rosas (en la butaca grande; la de los dos cojines).
—Se lo llevará para
Francia ¿no es cierto Gastón? Para su madre —insistió el anticuario mientras
ponía sales a su amiga—. Nadie volverá a ver por estos pagos ese dichoso
vestido.
—¡Maltráteme! —dijo
ella—. Pero no vuelva a pedirme eso. ¡¡¡Nooo!!!
—Creo que tengo la
solución —dijo Gipini—. He cambiado de idea, regalaré el vestido a su dueña
primitiva. Lo haré llegar a Marie Latour.
—¿Por qué había de
hacer eso? —dijo la modista súbitamente recuperada.
—¿Acaso no hay
caballeros en El Cairo? —dijo Gipini—. En Warwick o Coventry es normal esperar
galanterías de un gentleman.
—¿Es para Marie?
¿Palabra de honor?
—¿Aceptaría un
cheque del Crediy Lyonnais?
—¡Ah, ya he pedido
conformidad anticipada! Tenga, la pluma de oro.
—Aunque sea algo
tarde —dijo el francés— Madame, ¿podría rogar a una sosias que me muestre el modelo?
—Sabía que no se
resistiría, ejem, quiero decir que… sabía que no se resistiría al embrujo de
Egipto. Noches cuajadas de estrellas sobre las pirámides y un chacal que canta
a la luna… Ya sé que son estupideces mías, Solly, no hace falta que me lo
digas.
Reichard dio unas
palmadas. Al poco se escuchó el silbido de una balayeuse que se acercaba.
Apareció una joven de grandes ojos de terciopelo negros, vestida en Gran
Aparato. A Gipini le dio en las narices que se perfumaba al aceite de ricino.
—Asombroso —comentó.
—Es mi chef d´oeuvre
—dijo ella.
—En casa de Frederic
Worth no los diseñan mejores.
—¿De verdad? Dígame,
profesor ¿qué es lo que ve?
Gipini apretó el
ceño sin entender.
—¿Presentar yo el
vestido? ¿Igual que en Coventry? ¿Aquí? ¿Nosotros solos?
—Si, en petit
comité, mon ami. En Egipto se carece de vocabulario técnico. ¡Aprendería tanto
de usted!
Gipini extrajo el
monóculo del chaleco y examinó el modelo con aire entendido mientras se
estiraba voluptuosamente como un lagarto tras la invernada. Luego empezó en
tono impersonal:
—Vestido entero de tournure con tercianela de
tela color teja y ornamento diagonal de seda Burdeos. Busto entablillado,
perfilado en la cintura de cinta embutida, cierre por delante con diez botones
de perlas simuladas, cuello de ruche, pectoral de pedrería, media manga con
reborde alto bullonado. Falda con bullonado en los flancos salen el fuf y el
drapeado que se recoge formando arrastre. Triple volante de pliegues planos por
delante, sobremontado de drapeado horizontal, degollado por cintas...
Se lo harían llegar
mañana mismo a su nuevo alojamiento, que no era otro que por fin el Shepeard
(de donde habían echado a patadas a un quesero de Lyon algo insolvente, para
hacerle sitio).
Salomón le acompañó
a la puerta, si por tal puede considerarse un encordado de abalorios rojos,
azules y verdes. Sonrió con su risa de hiena triste, un gesto que se queda en
la boca sin llegar a los ojos.
“Te lo has buscado
Ochimiele”, pensó Gastón. Ahora ya solo quedaba poner en marcha la segunda
parte del plan. Un plan cuya brillante sordidez le fascinó.
Lo primero era
concertar una cita. Amanecía el 20 de abril y el tiempo comenzaba a escasear.
Si se quería que ella zarpase para Francia, debería ponerse en camino de
inmediato. Dentro de tres días zarparía el Mongolia (2850 toneladas, 2600 caballos, cap. Fraser).
Gastón descartó la casa de madame Zarifa: se había corrido el rumor del romance
y los turistas enfocaban sus catalejos sobre terrazas y ventanas, ansiosos de
captar detalles del escándalo.
—Mil veces más divertido que la sala de momias
del Museo.
—¡Quien lo iba a
sospechar! ¡Un profesor del Collège!
—En cuanto a ella,
he oído decir que sólo se trata de una belleza local.
—¡Estupideces!
¡Podría usar el milady si quisiera!
Gastón decidió
arriesgarse y después del desayuno encaminó sus pasos al Museo, que acabaría de
abrir sus puertas. Para evitar el trago de coincidir con Latour, oteó en todas
direcciones el jardín; luego puso su mirada en el edificio a rayas rojas y
blancas a cuya puerta aparecía el cartel IMPERIO NUEVO. Una dama con sombrilla
malva estaba cerca de la entrada, justo al lado de la palmera de Madagascar.
Aguzó la vista: sí, era ella. Tan pronto advirtió su presencia cerró la
sombrilla y entró. Él la siguió a distancia. La puerta estaba enmarcada por dos
grandes estatuas de faraones con risita estreñida.
Gipini se sorprendió
a si mismo entreteniéndose en escrutar las inscripciones de las esculturas, a
pesar de lo comprometido de la situación. Sonrió para sí: había cogido la manía
de husmear por doquier un jeroglífico que se había convertido en su talismán:
el de la taza. Le debía a la taza el
hallarse en la absoluta seguridad de que Marie conocía la ubicación de la
pirámide caníbal. Porque vamos a ver, Gastón ¿cómo explicar sino la
coincidencia entre el lazo escondido y los calcos de Damasco? En ambos la taza estaba representada con la misma
falta de ortografía. ¡Una taza con dos asas, lo nunca visto en jeroglíficos!
Había aprendido de re jeroglífica de su esposo el Mamur y cometía las
mismas faltas de ortografía. Y no era la única pista que apuntaba a Marie: ayer
había escuchado al sueco Piehl decir que era la encargada del manejo de los ostraka, ya que al viejo se le doblaban
las manos. Es célebre entre los arqueólogos la minuciosidad casi topográfica
con que estas piedras planas posicionan la situación exacta de las tumbas
secretas. Ciertos lunáticos atribuyen semejante precisión a la intervención de
marcianos, ingleses u otros extraterrestres. ¿No podría ser que tamaña
precisión se debiera simplemente a la aversión que sentían los agrimensores de
ser desorejados al más mínimo fallo? En la inextricable red de túneles de las
necrópolis reales, durante la excavación de una nueva tumba, se había
convertido en un accidente de rutina la perforación del corredor de otra
sellada hace milenios. El ostraka se
convirtió en el amigo predilecto de un competente arquitecto real.
La conclusión era
sencilla, clara y emocionante. Si Marie quería le podía entregar el ostraka
(plano de situación) de la pirámide caníbal. Gastón ya se representaba el
futuro, mejor dicho, se sentía en él: ¡Lo conseguiste! ¡Probaste que las
pirámides egipcias eran lo mismo que las mejicanas! ¡Tablajería de bistés,
solomillos...! ¡Vasos canopes como tarros de golosinas de hígado, bazo
riñones…! ¡Todo por escrito, como el Código Civil! ¡El descubrimiento del
siglo! ¡Has entrado en la inmortalidad! ¡Abandona la falsa modestia! ¿El mayor
de los egiptólogos? ¿Quién se podrá parangonar?
Entró al Museo. El
contraste de luz, como siempre, le sumió en la oscuridad. Odiaba sentirse
indefenso, porque ella era la única persona que había entrado y no todo en su
cabeza funcionaba correctamente. ¿Dónde estaba?
Se frotó los ojos.
Su figura de pichón
se perfiló entre un armario de luna y una tarima de mármol que sostenía la
talla en madera de un Alcalde de Pueblo.
Llevaba el gastado vestido ocre con lazos azules de siempre; su situación no
sería muy boyante; pero eso no le restaba un ápice de altivez. Gastón
permaneció un momento en silencio. No, no podía llegar a esos extremos de
mezquindad frente a este ser adorable que le había turbado con la belleza
exótica de sus pechos. Marie puso en los
suyos sus ojos, muy serenos. Levantó el velo para besarla, pero ella dio un
paso atrás. Como si adivinara sus intenciones, Marie le dijo a guisa de saludo:
—Jamás privaré a
François de sus Textos Caníbales.
—Tiemblas, te saltan
los ojos… A ti te pasa algo.
—Pasa que no quiero
matar a François. Los Textos son su hilo de Átropos.
—Olvida las frases
hechas, piensa en tú y yo.
—¡Maldito
interesado! —-Chispeó su mirada—. Jamás me quisiste. Hay muchos en el Misr que
se desvivirían por arreglar mi viaje.
“Será por eso -se
dijo Gipini- por lo que llevas todos los días el mismo vestido ocre, arrugado
en el corpiño”.
Consiguió abrazarla
en un gesto robado, torpe, que ella acogió con frialdad. Sus manos ávidas
recorrieron la cinta, el mandil, más abajo, más. De repente un tacto frío...
Ella sufrió un ataque de risa.
—¡Ja-ja-ja! Mis
tijeras —pendían del talle por una cinta negra y se ocultaban entre los
repliegues del vestido—. Me temo que no podrás llevártelas, cariño.
Eso le cortó en seco. Dentelladas. En ese instante le vino el pensamiento de que quizá lo
único que les quedaba en común era la pasión de conquistar París.
—Has sido tu misma
la que puso precio a sus favores.
—¡Por favor! ¡Estás
siendo injusto y lo sabes! —dijo ella sujetándose la frente—. Y luego, sin
abandonar ese tono de actriz del Teâtre Français, añadió—: Pero altos intereses
se interponen entre nosotros.
—Cuando se ama no
hay intereses —incluso Gastón se sorprendió de lo bien que había mentido.
No es que no la
quisiera: sería capaz de lamer sus botines. Pero a veces pensaba que era una
mujer demasiado compleja para él. Por ejemplo, esa melancolía que la llevaba a
proferir terribles alaridos, era incompatible con el trabajo erudito en sus
proximidades. Lo peor es que cada día que pasaba le resultaba más difícil verla
desde el prisma en que la había visto la primera vez.
—Es excesivo. Es
demasiado. Si yo te abriera el paso a la Pirámide Caníbal sobrepasaría todo lo
admisible en una esposa. No me lo pidas, te lo suplico —miró a lo alto, puso al
Cielo por testigo (El techo del museo estaba pintado con estrellas y constelaciones,
otra genialidad de Latour).
Gastón empezó ahora
a calibrar mejor la entereza de su amiga-enemiga. Aquella mujer extraordinaria
-extraordinaria a pesar de todo- que había sido entregada como una perra en la
puerta de río de Bulaq, vendida por su padre como una mercancía, había llegado
a dominar todos los idiomas y a hacerse una posición. Tal vez el motivo por el
que Latour se había negado a exhibirla en París fuera el evitar que el brillo
de la moza empañara sus parcos logros lingüísticos.
—¿Dices que me
quieres? —dijo él. Pensó en componer una frase hermosa… ah, sí—: El que ama lo
da todo y solo lamenta no tener más para entregarlo también a su amado.
Gastón fue
consciente de que su voz estaba adquiriendo un tonillo chillón. Justo lo que
menos le gustaba de sí mismo. Su estilo era acariciar con la voz, envolver,
darle ese tono táctil y civilizado, casi hedonista. Aquel juego de Romeo y
Julieta empezaba a ser cansino. Entendámonos: los amantes de Verona era un par
de cursis rematadamente idiotas. Sobre todo, encontraba injusto este supremo
esfuerzo de convicción que le imponía su amante, cuando estaba claro que él le
había dado algo que nadie podría darle: su proximidad a un personaje histórico.
Podía obtener lo que quisiera de ella, tenía un arma secreta (pero le reventaba
no obtenerlo utilizando solamente las artes de Cupido). Entretanto, Marie había
buscado cobijo tras una de esas jarras de alabastro cuya belleza solo se
aprecia cuando se enciente en su interior una luz. Dijo:
—Oh basta ya, San
Gastón, el bueno, el justo, el sabio, el que se sublevó con sus compañeros de
clase para defender la enseñanza de Voltaire en las escuelas; el único que
rechazó el perdón y perdió los estudios, el que tuvo que emigrar a Méjico. El
decente, el santo, el digno que espera con paciencia de hormiga a que Latour
muera para encaramarse al puente de mando. ¿Sabías que tu nariz tiene algo de
buitresco? ¡Te acercaste a mí sólo porque anhelabas los Textos Caníbales!
¡Amour vache!
Una lágrima asomó a
sus ojos, pero no tan pesada que llegase a caer del todo.
—¿Y qué hay de ti?
—la miró lleno de cólera, de dolor, de furia—. ¡Acabarás por ocupar plaza fija
en la casa de rameras de madame Zarifa!
Zarandeó las asas de
la jarra de alabastro como un mandril rabioso. Ella le observó en silencio,
ladeando la cabeza, con gesto de interrogación, como si se dijera ¿será posible
que semejante hombre pierda el control? ¿O lo aparenta tan bien que, quien no
le conozca, podría pensar que se ha vuelto loco? Eso. Eso mismo.
—Y ahora voy a
revelarte algo que te demostrará ¡sí, a ti! que eres una miserable egoísta.
—¿Qué? ¿De qué me
hablas?
—Escucha esto: tengo
el vestido.
—¿El vestido? ¿Qué
vestido?
—Vestido entero de
tournure con tercianela de tela color teja y ornamento diagonal de seda
Burdeos. Busto entablillado, perfilado en la cintura de cinta embutida, cierre
por delante con diez botones de perlas simuladas, cuello de ruche, pectoral de
pedrería, media manga con reborde alto bullonado; de la falda, con bullonado en
los lados, salen el fuf y ... ¿quieres más? Te advierto que mi memoria para la
ropa es excelente. Un modelo extraordinario, Marie, un verdadero grand apparat.
—¡No!
—Sí y lo tienes a tu
disposición donde, cuando, como quieras. Haz el amor con él, querida. Deja que
el fuf te asalte por detrás como una verga fuerte y rotunda. Que el corpiño
apriete tus bellotas, las haga explotar: déjate cabalgar por él también. Que la
ruche te la embuta por delante...
Marie menea la
cabeza de arriba-abajo con lentitud. ¿Es que una mujer tan trabajada no puede
soportar los insultos? ¿O es que está preocupada por si el carcamal anda
rondando por ahí? Pero aquel gesto de cabeza es típico de alguien que está
echando cuentas. Al cabo de unos segundos, dijo con una sonrisa prepotente:
—Quiero el vestido
planchado y con dos fundas de lona, en el aviario de teja belga. Quiero pasaje
de primera en el Mongolia y un pase para mí doncella, quiero 1.500 francos en
billetes pequeños... Si tu o el viejo aparecéis por allí, os tiro al mar.
En ese momento
Gastón se acordó de una pregunta fundamental que había olvidado formular:
—¿Está aquí el
ostraka?
—¿Crees que estoy
loca? Dame una semana.
—Pero y… ¿qué
garantías tengo?
—Ninguna. Sabes bien
como hago yo las cosas.
Gipini asintió
mientras ella se giraba y se dirigía hacia la puerta. Su beso de despedida
quedo abortado en el aire. Al cabo de un segundo se dio cuenta de que no sabía
a qué había asentido. ¿Qué quería decir eso de “sabes bien como hago yo las
cosas”? Se precipitó a su vez hacía la puerta: ella ya enfilaba las escaleras
de la casa de la Veranda, la residencia que compartía con su amado esposo. El
la besaría en la frente, se sentarían a la mesa y una criada les serviría sopa
de hiel, defecaciones, orín de gato, curare, vómito de rata, arsénico, cianuro…
Mark Kabis, como
otro cualquiera de los viandantes por la plaza de Esbekie, fue instado a entrar
en la boutique y tomar asiento junto a Salomón Fernández, cuyo cuerpo no
recibía con frecuencia los beneficios del baño. Una vez allí Kabis aguardó a
que le trajesen una taza de té al aroma de albahaca y los sirvientes movieran
ante él un número increíble de horribles vestidos de novia rosas. Cuando juzgó
bastantes las precauciones para que no hubiese orejas indeseadas a la escucha,
Fernández se dispuso a poner al tanto a su colega de la situación. Pero en ese
momento un pollino que pasaba por la plaza Eskebie trompeteó la marcha triunfal
de Aída. “I ooo i i i ooo o o...”
—... el probador
—terminó Fernández, que añadió—: Gipini no ha tenido el menor escrúpulo para
utilizar el vestido como arma de guerra para hacerse con el secreto de la
pirámide. Antes de que se lo llevara le supliqué que no lo hiciera; que evitara
presentarla de su brazo en París; que no avergonzara a su esposo; que no diese
carnaza a la prensa. Estaba fuera de sí, nos amenazó, quería el vestido, no
aceptaría una negativa. Algo tenía en el rostro que daba pánico. Si no le
hubiéramos entregado el grand apparat
nos hubiera matado allí mismo. Lo siento, Kabis, me he comportado fatal. No sé
qué puedo hacer. Con el vestido y dinero en el bolsillo, lo más probable es que
la cantinera intente presentarse por su cuenta en París. ¡Al día siguiente de
que la truculenta historia salga a la luz, tendremos aquí desembarcando a los
Royal Marines!
—Le dieron una tila
para que se calmase ¿verdad?
—Me gustaría que lo
hubiera visto, Kabis. ¡Un profesor del Collège! Tenía el rostro oscuro y el
bajo vientre proyectado hacia nosotros, como un ariete.
—El barrigón,
supongo, esos franceses… —Mark Kabis de forma instintiva, se tapó las narinas y
prosiguió con voz algo nasal—: ¡La carnicería! La carnicería que esto
desencadenará. Ése Gipini es un inconsciente. Ha tocado a la vez los dos
pilares sobre los que se ha asentado el equilibrio de Egipto: lady Amstrong y
el secreto caníbal. Y lo hace con esa tranquilidad de niño empollón que finge
no enterarse de las fuerzas turbias que actúan en lo oscuro ¡Fernández, me está
escuchando!
—Espere que atienda
a un cliente... bueno, qué, ¿y ahora qué pasa?
—¿Sabe lo que comen
los estudiantes mejicanos de Gastón?
—¿Carne humana?
Mark se llevó el
índice a la boca y susurró:
—Croquetas —dijo—.
Sus alumnos de antropología toman croquetas con sabor a carne humana “para
experimentar lo que sentían los súbditos del Reino Caníbal”. ¿Se imagina? Las
hacen con soja, ricino, grasa de cerdo y aloe vera y aseguran que la semejanza
es absoluta. ¿Conoce a alguien que pueda asegurar la fidelidad al modelo si es
que antes no ha probado una y otra sustancia? ¡Una y otra!
Al salir Mark se
sentó en el poyo de una columna ptolemaica y abrió su liberta de detective. La
guardaba dentro de una carterita de piel picada, con lengüeta de apertura. Los
folios que eran cuadrícula estaban sujetos con cuatro anillas de metal. Escribió:
“Siento absoluta impotencia ante lo que no
puede menos de estar a punto de ocurrir. Estoy atrapado en un pijama de acero.
P.D. Sospecho que nadie me cree”.
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bye, bye, verano del 25 |
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