Prosiguiendo la piadosa polìtica veraniega de evitar los ladrillos jurídicos, hoy sale el Capítulo 8 de The Swumming Mummy, una investigación policíaca por asesinato sucedida a finales del S XIX entre egiptólogos de diversos paises. Las fotos, las veraniegas: El coruxo, el libro y los parajes a los que te puedes evadir en bici, a unos minutos de la vorágine playera.
8.-SE LE CAEN LOS PALOS DEL SOMBRAJO
Motitas de polvo bailan en los cuchillos de luz que iluminan a trozos el snack del Shepeard. El olor a licor francés, mezclado con el de tabaco egipcio, crea una ficción de incienso que amortigua con éxito las exudaciones de estas cinco de la tarde. Gipini había sufrido una inexplicable interrupción en la rutina de sus envites amorosos. Como todo buen amante despechado se dirigirá al famoso snack, que funciona como uno de esos bars americanos en donde sirven bebidas y comidas rápidas a todas horas. Fue un consuelo que supieran servir el Hada Verde con sus cosas: la cucharita de plata, el terrón de azúcar, el vaso de agua clara.
Encendió un
cigarrillo Sphinx y esperó a que la cerilla se consumiera entre sus dedos. Gozó
del dolor lacerante, sopló; permaneció un rato contemplando las cenizas.
¡Estaba decidido a provocar una resolución! Llevaba quince días zascandileando
tras una pirámide caníbal, o algo así, mientras el Instituto de Francia (¡La
Gloire!) le aguardaba. Para colmo una historia bonita se había estropeado
sin saber por qué. Soy yo el que rompe
mis romances. Esto no podía estarle sucediéndole. Claro que él tenía su
plan. Todo un Gastón-Camille-Charles no huye con el rabo entre las piernas.
Dio un par de
boqueadas al ovalado cigarrillo turco y comprobó que no tiraba. Aún no estaba
encendido. La comprobación de este fracaso hizo que Gipini sonriera, en
realidad que se burlase de sí mismo, oh, eres demasiado crédulo, ese es tu
defecto, dejas que la cerilla se consuma en vez de aplicarla al tabaco,
tendrías que haber aprovechado tus bazas y aplicarlas a la solución inmediata
del enredo. ¿Acaso no te ha soplado la poli que han robado el cuchillo de
obsidiana? Y quién pudo ser, utilicemos la lógica. ¿Qué arqueólogo tan original existe que
excava en las propias vitrinas del Museo de Bulaq? Si, hombre, uno que es
barón. Y ahora llevemos el argumento unos pasos más allá: ¿a quién podría
vender ese maldito barón el cuchillo? Un objeto catalogado que sale en todas
las enciclopedias. Una joya destinada a ser la estrella del pabellón egipcio en
la Exposición. Sí, ¿a quién? A nadie. Así pues, si es invendible, significa que
lo quiere para su uso personal. Y no creo que sea para cortar bistecs.
Escrutó los rostros
de los presentes. Sus perfiles se adivinaban en lo oscuro donde se habían
refugiado del calor de los tragaluces; a veces los iluminaba el fulgor de una
cerilla. Pero, por más que aguzaba la vista no conseguía localizar al barón.
“Se llevará un buen soponcio al ver que ahora tiene enfrente un hombre como es
debido”. Encendió un nuevo fósforo y lo mantuvo largos segundos pegado al
cigarro. Esta vez sí había prendido. Si haces lo correcto, triunfas.
¿Qué uso personal se
le puede dar a un cachivache arrancador de corazones? Lo más elemental:
pronunciar una macabra advertencia a quien quisiera pegársela. No puedes
aprovecharte de Von Below e irte de rositas. ¡Paga mi tarifa de alcahuete!,
musitó para sí, imaginando las intenciones del Barón sobre Marie; ¡paga antes
de que te arranque las vísceras una a una! Por supuesto un hombre inteligente,
o sea un francés, siempre tiene a punto un plan para salvar a la chica del
romance.
En puridad podría
decirse que había caído en su propia trampa. ¿No se atreverá a colocar la
obsidiana al British Museum, como la
nueva Piedra de Rosetta, a qué no? ¡Bah!, por supuesto. En los tiempos
actuales, tras el tratado franco-británico, nadie puede hacer algo así. Me
alegro, de verdad que me alegro del reparto que hemos acordado: el pasado (la
Egiptología) para nosotros, el presente (el Canal de Suez), para ellos. Pardillos.
—Como conservador
adjunto del Museo del Louvre soy su único cliente posible —murmuró satisfecho.
Por supuesto, ya se había preocupado que la noticia de que esa antigüedad está catalogada
corriera de lengua en lengua entre los tratantes del zoco de Kan-el-Kalili. Su
endiablada astucia le arrancó una risa estomacal: había bastado soltárselo al
oído a Salomón Fernández “sin que salga de aquí”. Je, je, je. A estos, si les
dices así, lo aúllan por el zoco en cinco minutos.
Una vez con el
cuchillo en su poder, a Gipini se le abrirían dos posibilidades: la más
elemental sería permitir que Latour sudara sangre unos cuantos días y luego
correr en su auxilio. Je, je, je, je, je. El Director había anunciado a la
prensa entre redobles de tambor que esa obsidiana iba a ser la protagonista del
pabellón francés. “Aporta una nueva interpretación de la época de las
pirámides” (Journal de Débats, Julio
1877). Si ahora Latour iba y se presentaba diciendo “lo he perdido”, le
tomarían por tonto. Gipini vincularía la devolución del cuchillo al acceso a la
pirámide caníbal. “Aceptará, ya lo creo”. Naturalmente, Gipini tenía un plan B,
todo un Gastón-Camille-Charles jamás entra en batalla sin dejar un cuerpo en la
reserva. Pero el plan B, la destitución sur-le-champ,
lo reservaba para el caso de que el carcamal se mostrase increíblemente
obstinado.
—¿Es Latour
increíblemente obstinado? —preguntó el profesor, o quizás el Hada Verde,
a su compañero de penumbra (que con aquellas cejas albinas tenía que ser el
plasta de Piehl).
—En cierta ocasión
—contestó el rubio— los notables del pueblo de Sacarat se negaron a
suministrarle agua, arroz y gallinas. Latour penetró a caballo en el patio del
harén del Cheik, lo agarró de un extremo turbante, lo desenrolló y continuó su
galope con el Cheik corriendo, atado al otro extremo.
—¿Es eso cierto?
—dijo Gipini.
—No —reconoció
Piehl—. Pero ¡si viera con que gracia lo cuenta!
Si el viejo se
obstinaba ¡Dios no lo quisiera!, seguiría el plan B. Un plan que acabaría con
el Mamur. De momento se concentró en las posibilidades del plan A.
—Incluso recuperaré
la calderilla que haya que pagarle —dijo, y expulsó un anillo de humo blanco.
El Museo le pediría
el recibo de compra y el redactaría uno y se lo haría firmar al primero que
pasase. Los coloniales no son nada remisos a firmar. El profesor Baden-Baden
cuenta que se ha visto a los nativos de Asiut aceptar la horca mientras cantan
y pegan saltos de alegría, solo por el placer de firmar la sentencia.
—¿De qué se ríe
usted? —preguntó Piehl.
—Allez vous faire
enculer.
La afrenta infló los
carrillos del sueco, como si dentro tuviese un sapo encolerizado. Tras unos
segundos, los labios comenzaron a abrirse lentamente, a modo de una compuerta.
El sapo estaba suelto:
—Supongo que está al
cabo de la calle de que su Marie es la esposa de François-Auguste Latour.
Entiendo que viene a quedarse con todo: el Museo y la Musa.
Del fondo llegaron
risitas ahogadas.
—¡Repita lo que ha
dicho! —escupió Gipini que se había
puesto en pie. Su rostro daba miedo.
—Digo que se ande
con mucho tiento, señor Gipini —El tratamiento indica que recogía velas—. Usted
no tiene ni idea de cómo se las gasta su rival. Escuche esto: por menos, Latour
se comió al coronel Amstrong.
—Por amor de Dios,
no suelte el primer chisme que le venga a la boca —suplicó Petit al sueco,
hablando desde la zona obscura.
—¿Que Marie es la
qué de François? —insistió Gipini con heladora parsimonia.
—Como lo oye,
profesor, pero no se lo he dicho por ofenderle sino para prevenirle. Parece ser
que se comió o algo así a un coronel —moderó su afirmación anterior.
El francés había
escuchado esa conseja en tabernas, pero siempre las había interpretado como un
recurso para atraer turistas morbosos. En resumen, eran cuatro bobadas: va para
seis años paró aquí sir E. Amstrong (aquel reconocido especialista mundial en lenguas
amháricas); dejó a su hija putativa en custodia del Museo; prestó cierta suma a
su director; siguió camino a Etiopía. Volvió al año y ¿qué hizo? Llamar a la
puerta de la casa de la Veranda. Reclamar la devolución del préstamo. Nadie
volvería a verlo, ni vivo, ni muerto. De aquella época datan las Gastrumanías, el folleto que constituye
la única obra escrita del Mamur, obviamente depreciada por las editoriales.
Sostiene la teoría de que la asimilación a los Dioses y a los Héroes es una
operación material, mediante la simple absorción y digestión alimenticia. El
instructor de turno, nuestro buen Kabis, registraría en el transcurso de sus
investigaciones la Rest House, topándose en la encimera de la cocina con un
plato verde conteniendo lo que describió como “un corazón y un hígado humano
medio comidos”. El contorni sería
calabaza, cebollas, ajos y cus-cus. El tal (que ejerce funciones de lo que en
un país civilizado llamaríamos “policía”), calificó el hallazgo como “una
evidencia abrumadora”: dichas vísceras olían a ginebra, o sea, que eran de
británico. Caso cerrado.
—Ya está bien de
paparruchas, ¿acaso en Suecia no se toma foie? —insistió Petit.
—Perdone, bachiller
—dijo Piehl con deferencia, demasiada—, pero convendrá conmigo que este tipo de
menús sólo sirve en los restaurantes más acreditados entre los que no incluyo
la Rest House.
—Creo que voy a
salir —dijo Gipini—. Me ahogo.
—Sí, y además es la
hora de la terraza —le animó alguien.
El francés no había
salido directamente. En lugar de eso, se dedicó a recorrer el largo pasillo en
un sentido y otro, a grandes zancadas. Iba tan ensimismado que las hojas de las
kentias le azotaban el rostro. Por si no se había enterado, el sueco va y le
recuerda en público la identidad de aquella que le tenía hechizado. ÉL es un
hombre ocupado, tiene mucho trabajo, muchos proyectos, no puede pararse en el
juego de quien está casado con quien, pero no pidas a esta colonia de fariseos
que lo entienda. ¡En que lugar le deja! Un cartel cuadrado entre kentia y
kentia anunciaba para las 8,00 el Baile de los Siete Velos y, de alguna forma,
ello le hizo centrarse en lo fundamental, lo que está debajo. Un hombre
verdaderamente inteligente analiza la información por entero. El cotilleo del
snack encubría una perla que le dejó algo escamado: ¡Un Professeur del
Collège de France es un candidato obvio a convertirse en menú!
—¡Con ajos! ¡Qué
asco! Al menos en Méjico le echan sal, chile y tomates.
Pero ¿cuál de los
dos era el que presuntamente se estaba anudando la servilleta al cuello? O,
dicho de otro modo ¿quién robó el cuchillo? No había forma de decidirse. Cuando
se trata de sondear las intenciones de un lunático como Latour, o de
interpretar las palabras sibilinas de un alemán como Below -es sabida la
extraña relación con la verdad que mantiene esa raza-, da la impresión de que
cualquier opción es tan verosímil o tan inverosímil como la otra. ¡Hum! Puede
que la cosa no huela bien, pero hay que diferenciar los hechos de los
desvaríos.
—De todos modos,
convendría que adelgazase. Esos dos están enfermos y no creo que les convengan
las grasas, ¡pero mira que soy imbécil con semejantes necedades! —Y salió a la
terraza.
La terraza rebosaba
de turistas que habían pasado el invierno unos en Luxor y otros en Heluán.
Acudían después de la cena para gozar del fresco. El profesor, como no sabía en
dónde sentarse, lo hizo en unas butacas que hacían escenario a los prestidigitadores
que subían de la calle. Le distrajo la habilidad de los faquires. Todo tipo de
sorpresas tenían cabida en los pliegues de sus amplios ropajes. A medida que el
espectáculo lo requería iban sacando monedas, cubiletes, algodón en rama,
corderillos, avíos de encender, conejos, pollos, tortugas y pájaros vivos. Los
más jóvenes preferían las serpientes, pero a estos el portero no les permitía
subir a la terraza, por lo que hacían su número en la acera.
La presencia de los
saltimbanquis desnudos no siendo un pañal anudado en sus partes, tenía la
ventaja de que los espectadores, en particular británicos, se desinhibían.
Volaban las confidencias puesto que tenían la engañosa sensación de que nadie
los escuchaba entre el restallar constante de aplausos. No era así: Gipini
estaba colgado de los labios ajenos y penetró muchos secretos que ignoraba.
—Pero la moza no
tiene nada de planchadora, se dice que quiere alternar en París, ¡nada menos!,
ja, ja, ja —A Gipini le volvió a parecer que era el comodoro del Puerto quien
hablaba; si no tuviera el bigote tan espeso, estaría seguro.
—... en los últimos
tiempos Marie ha descubierto —respondió milady Duftering en tono que
Gastón estimó pretencioso— …una especie de prueba del 9 para comprobar si
Latour se propone presentarla en París. Como es lógico en
—Sus noticias son
muy vagas, puedo ponerla al día, milady ——dijo otra probable británica (solo
estos seres consideran robes de soirée los cortinajes recortados
por una modista local)—: El Director, mal que a rastras, atendió a razones.
Encomendó a la Reichard que cosiese un modelo de Alta Costura, en principio
para Marie. Algo serio con tournure, tercianela, ruche, bullonados, fufs,
drapeados; en resumen, un genuino grand
apparat. Aunque es cierto que se confeccionaron parches para su adaptación
a tallas variadas. ¡Perfecto!, había razonado Marie. Un buen motivo tiene que
haber si esta carcasa humana, apenas sostenida por el costillar de la avaricia,
se gasta una fortuna conmigo. A partir de aquí, todos los rumores son válidos,
aunque el más extendido es que Latour ha cambiado de opinión y ha decidido que
su hija Isis (habida de un matrimonio anterior con una francesa-francesa: o
sea, una matrona que hornea croissants) hará mejor los honores en la
Exposición. Testigos que han entrado en el taller de
En la penumbra,
Gipini se llevó la mano a la boca mientras pensaba “Todo lo hizo por el
vestido”.
“Todo lo hice por el
vestido”, pensó Petit, que también estaba admirando el número de los faquires.
“Desde el principio me ofrecí a acompañar a Marie al probador en la calesa del
Museo; recuerdo que, al regreso las pirámides se nos aparecían de improviso,
rojas como hornos. Yo la empujé, yo la convencí, yo la animé: sin mi impulso
hubiera renunciado; estoy seguro de que se hubiera matado. Las tardes en que
Marie estaba deprimida me presentaba yo solo en el taller de costura sin que
nadie se fijara en mí; por más que me cruce con conocidos, soy ignorado: ven a
mi través como del aire. ¿A quién podría contar que los bullonados se probaron
en mis propios brazos? ¿Qué la Reichard diseñó el venerado corte del vestido
sobre mi cuerpo con el jaboncillo? Si no fuera por mí no existiría esa tournure
con tercianela, ni el ornamento diagonal, ni el busto entablillado, ni nada...”
A milady Duftering
los ojos se le salían de las órbitas. Gipini soltó una risita carrasposa. ¡Esa
educación puritana! ¡En cuanto ven al encantador de serpientes quedan
aterradas! ¡Ninguno la tiene tan larga, madame! El profesor tenía su
postura de siempre, recostado sobre el codo izquierdo, apoyado sobre un lado de
su cuerpo. Los aterrorizados ojos de la joven iban de la cobra a las zonas
viriles del francés, lo que éste interpretó como una búsqueda atávica de protección
por el macho. ¿No dicen que soy un bello buey? Pero la risita moría en sus
labios, sin llegar a los ojos.
—Sáqueme de aquí, mi
capitán —suplicó a su oficial de órdenes—. Esto está lleno de locos ¡qué los
Royal Marines nos protejan!
—Milady, le ruego me
disculpe, son mis costumbres francesas y no puede extraérmelas el dentista como
una caries. De todos modos, yo no utilizaría el plural, sólo soy un humilde ser
humano llamado Gastón-Camille-Charles —Y levantándose obsequió a la dama con
una reverencia a cámara lenta, un gesto sumamente educado, una habilidad que
había aprendido en ciertos salones a orillas del Sena.
Una mujer de tan
alta posición no podía menos que corresponder al galante gesto, aunque también
es cierto que le dan mucho al Gin. Se arrancó con una algo incoherente
perorata, escapándosele quizá cosas del Security Service. Sorprendente la
capacidad para el cotilleo de estos seres descoloridos, en cuanto pierden la
famosa flema. Su discurso giró en torno al tema de la aparente idolatría que el
bachiller Petit siente por el vestido de aparato que está cosiendo la Reichard.
Resulta que su madre (mme. Petit), una elegante mujer del mundo (en París: una
demimondaine), lo abandonó en los Enfants Trouvés, toda enfundada en un
Worth. El infante somatizó a su madre en
el grand apparat: su progenitora es el recuerdo de un vestido de Worth. No
quisiera perder a su madre por segunda vez, es decir la cubierta de tela que un
niño de cinco años identifica como su mamá. Bueno, en realidad yo no tengo
pruebas de nada, monsieur… Y se calló, poniéndose en la boca un guante blanco
con reflejos azules.
—Hablaré con el
psiquiatra; conste que en Inglaterra también he visto mucho chalado. La niebla,
según mi experiencia.
Gipini sufrió una
velada de pesadillas. Toda la noche le persiguió una esfinge de muslos
sensuales y pechos en forma de bellota. Con sus zarpas lobunas desgarraba su
costado, mientras su boca colmilluda succionaba su hígado, lengüeteaba sangre a
cuajarones, embadurnaba los morros en su corazón.
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