martes, 5 de agosto de 2025

THE SWIMMING MUMMY CAPÍTULO 8

 


Prosiguiendo la piadosa polìtica veraniega de evitar los ladrillos jurídicos, hoy sale el Capítulo 8 de The Swumming Mummy, una investigación policíaca por asesinato sucedida a finales del S XIX entre egiptólogos de diversos paises. Las fotos, las veraniegas: El coruxo, el libro y los parajes a los que te puedes evadir en bici, a unos minutos de la vorágine playera.




THE SWIMMING MUMMY


8.-SE LE CAEN LOS PALOS DEL SOMBRAJO

Motitas de polvo bailan en los cuchillos de luz que iluminan a trozos el snack del Shepeard. El olor a licor francés, mezclado con el de tabaco egipcio, crea una ficción de incienso que amortigua con éxito las exudaciones de estas cinco de la tarde. Gipini había sufrido una inexplicable interrupción en la rutina de sus envites amorosos. Como todo buen amante despechado se dirigirá al famoso snack, que funciona como uno de esos bars americanos en donde sirven bebidas y comidas rápidas a todas horas. Fue un consuelo que supieran servir el Hada Verde con sus cosas: la cucharita de plata, el terrón de azúcar, el vaso de agua clara.

Encendió un cigarrillo Sphinx y esperó a que la cerilla se consumiera entre sus dedos. Gozó del dolor lacerante, sopló; permaneció un rato contemplando las cenizas. ¡Estaba decidido a provocar una resolución! Llevaba quince días zascandileando tras una pirámide caníbal, o algo así, mientras el Instituto de Francia (¡La Gloire!) le aguardaba. Para colmo una historia bonita se había estropeado sin saber por qué. Soy yo el que rompe mis romances. Esto no podía estarle sucediéndole. Claro que él tenía su plan. Todo un Gastón-Camille-Charles no huye con el rabo entre las piernas.

Dio un par de boqueadas al ovalado cigarrillo turco y comprobó que no tiraba. Aún no estaba encendido. La comprobación de este fracaso hizo que Gipini sonriera, en realidad que se burlase de sí mismo, oh, eres demasiado crédulo, ese es tu defecto, dejas que la cerilla se consuma en vez de aplicarla al tabaco, tendrías que haber aprovechado tus bazas y aplicarlas a la solución inmediata del enredo. ¿Acaso no te ha soplado la poli que han robado el cuchillo de obsidiana? Y quién pudo ser, utilicemos la lógica.  ¿Qué arqueólogo tan original existe que excava en las propias vitrinas del Museo de Bulaq? Si, hombre, uno que es barón. Y ahora llevemos el argumento unos pasos más allá: ¿a quién podría vender ese maldito barón el cuchillo? Un objeto catalogado que sale en todas las enciclopedias. Una joya destinada a ser la estrella del pabellón egipcio en la Exposición. Sí, ¿a quién? A nadie. Así pues, si es invendible, significa que lo quiere para su uso personal. Y no creo que sea para cortar bistecs.

Escrutó los rostros de los presentes. Sus perfiles se adivinaban en lo oscuro donde se habían refugiado del calor de los tragaluces; a veces los iluminaba el fulgor de una cerilla. Pero, por más que aguzaba la vista no conseguía localizar al barón. “Se llevará un buen soponcio al ver que ahora tiene enfrente un hombre como es debido”. Encendió un nuevo fósforo y lo mantuvo largos segundos pegado al cigarro. Esta vez sí había prendido. Si haces lo correcto, triunfas.

¿Qué uso personal se le puede dar a un cachivache arrancador de corazones? Lo más elemental: pronunciar una macabra advertencia a quien quisiera pegársela. No puedes aprovecharte de Von Below e irte de rositas. ¡Paga mi tarifa de alcahuete!, musitó para sí, imaginando las intenciones del Barón sobre Marie; ¡paga antes de que te arranque las vísceras una a una! Por supuesto un hombre inteligente, o sea un francés, siempre tiene a punto un plan para salvar a la chica del romance.

En puridad podría decirse que había caído en su propia trampa. ¿No se atreverá a colocar la obsidiana al British Museum, como la nueva Piedra de Rosetta, a qué no? ¡Bah!, por supuesto. En los tiempos actuales, tras el tratado franco-británico, nadie puede hacer algo así. Me alegro, de verdad que me alegro del reparto que hemos acordado: el pasado (la Egiptología) para nosotros, el presente (el Canal de Suez), para ellos. Pardillos.

—Como conservador adjunto del Museo del Louvre soy su único cliente posible —murmuró satisfecho. Por supuesto, ya se había preocupado que la noticia de que esa antigüedad está catalogada corriera de lengua en lengua entre los tratantes del zoco de Kan-el-Kalili. Su endiablada astucia le arrancó una risa estomacal: había bastado soltárselo al oído a Salomón Fernández “sin que salga de aquí”. Je, je, je. A estos, si les dices así, lo aúllan por el zoco en cinco minutos.

Una vez con el cuchillo en su poder, a Gipini se le abrirían dos posibilidades: la más elemental sería permitir que Latour sudara sangre unos cuantos días y luego correr en su auxilio. Je, je, je, je, je. El Director había anunciado a la prensa entre redobles de tambor que esa obsidiana iba a ser la protagonista del pabellón francés. “Aporta una nueva interpretación de la época de las pirámides” (Journal de Débats, Julio 1877). Si ahora Latour iba y se presentaba diciendo “lo he perdido”, le tomarían por tonto. Gipini vincularía la devolución del cuchillo al acceso a la pirámide caníbal. “Aceptará, ya lo creo”. Naturalmente, Gipini tenía un plan B, todo un Gastón-Camille-Charles jamás entra en batalla sin dejar un cuerpo en la reserva. Pero el plan B, la destitución sur-le-champ, lo reservaba para el caso de que el carcamal se mostrase increíblemente obstinado.

—¿Es Latour increíblemente obstinado? —preguntó el profesor, o quizás el Hada Verde, a su compañero de penumbra (que con aquellas cejas albinas tenía que ser el plasta de Piehl).

—En cierta ocasión —contestó el rubio— los notables del pueblo de Sacarat se negaron a suministrarle agua, arroz y gallinas. Latour penetró a caballo en el patio del harén del Cheik, lo agarró de un extremo turbante, lo desenrolló y continuó su galope con el Cheik corriendo, atado al otro extremo.

—¿Es eso cierto? —dijo Gipini.

—No —reconoció Piehl—. Pero ¡si viera con que gracia lo cuenta!

Si el viejo se obstinaba ¡Dios no lo quisiera!, seguiría el plan B. Un plan que acabaría con el Mamur. De momento se concentró en las posibilidades del plan A.

—Incluso recuperaré la calderilla que haya que pagarle —dijo, y expulsó un anillo de humo blanco.

El Museo le pediría el recibo de compra y el redactaría uno y se lo haría firmar al primero que pasase. Los coloniales no son nada remisos a firmar. El profesor Baden-Baden cuenta que se ha visto a los nativos de Asiut aceptar la horca mientras cantan y pegan saltos de alegría, solo por el placer de firmar la sentencia.

—¿De qué se ríe usted? —preguntó Piehl.

—Allez vous faire enculer.

La afrenta infló los carrillos del sueco, como si dentro tuviese un sapo encolerizado. Tras unos segundos, los labios comenzaron a abrirse lentamente, a modo de una compuerta. El sapo estaba suelto:

—Supongo que está al cabo de la calle de que su Marie es la esposa de François-Auguste Latour. Entiendo que viene a quedarse con todo: el Museo y la Musa.

Del fondo llegaron risitas ahogadas.

—¡Repita lo que ha dicho!  —escupió Gipini que se había puesto en pie. Su rostro daba miedo.

—Digo que se ande con mucho tiento, señor Gipini —El tratamiento indica que recogía velas—. Usted no tiene ni idea de cómo se las gasta su rival. Escuche esto: por menos, Latour se comió al coronel Amstrong.

—Por amor de Dios, no suelte el primer chisme que le venga a la boca —suplicó Petit al sueco, hablando desde la zona obscura.

—¿Que Marie es la qué de François? —insistió Gipini con heladora parsimonia.

—Como lo oye, profesor, pero no se lo he dicho por ofenderle sino para prevenirle. Parece ser que se comió o algo así a un coronel —moderó su afirmación anterior.

El francés había escuchado esa conseja en tabernas, pero siempre las había interpretado como un recurso para atraer turistas morbosos. En resumen, eran cuatro bobadas: va para seis años paró aquí sir E. Amstrong (aquel reconocido especialista mundial en lenguas amháricas); dejó a su hija putativa en custodia del Museo; prestó cierta suma a su director; siguió camino a Etiopía. Volvió al año y ¿qué hizo? Llamar a la puerta de la casa de la Veranda. Reclamar la devolución del préstamo. Nadie volvería a verlo, ni vivo, ni muerto. De aquella época datan las Gastrumanías, el folleto que constituye la única obra escrita del Mamur, obviamente depreciada por las editoriales. Sostiene la teoría de que la asimilación a los Dioses y a los Héroes es una operación material, mediante la simple absorción y digestión alimenticia. El instructor de turno, nuestro buen Kabis, registraría en el transcurso de sus investigaciones la Rest House, topándose en la encimera de la cocina con un plato verde conteniendo lo que describió como “un corazón y un hígado humano medio comidos”. El contorni sería calabaza, cebollas, ajos y cus-cus. El tal (que ejerce funciones de lo que en un país civilizado llamaríamos “policía”), calificó el hallazgo como “una evidencia abrumadora”: dichas vísceras olían a ginebra, o sea, que eran de británico. Caso cerrado.

—Ya está bien de paparruchas, ¿acaso en Suecia no se toma foie? —insistió Petit.

—Perdone, bachiller —dijo Piehl con deferencia, demasiada—, pero convendrá conmigo que este tipo de menús sólo sirve en los restaurantes más acreditados entre los que no incluyo la Rest House.

—Creo que voy a salir —dijo Gipini—. Me ahogo.

—Sí, y además es la hora de la terraza —le animó alguien.

 

El francés no había salido directamente. En lugar de eso, se dedicó a recorrer el largo pasillo en un sentido y otro, a grandes zancadas. Iba tan ensimismado que las hojas de las kentias le azotaban el rostro. Por si no se había enterado, el sueco va y le recuerda en público la identidad de aquella que le tenía hechizado. ÉL es un hombre ocupado, tiene mucho trabajo, muchos proyectos, no puede pararse en el juego de quien está casado con quien, pero no pidas a esta colonia de fariseos que lo entienda. ¡En que lugar le deja! Un cartel cuadrado entre kentia y kentia anunciaba para las 8,00 el Baile de los Siete Velos y, de alguna forma, ello le hizo centrarse en lo fundamental, lo que está debajo. Un hombre verdaderamente inteligente analiza la información por entero. El cotilleo del snack encubría una perla que le dejó algo escamado: ¡Un Professeur del Collège de France es un candidato obvio a convertirse en menú!

—¡Con ajos! ¡Qué asco! Al menos en Méjico le echan sal, chile y tomates.

Pero ¿cuál de los dos era el que presuntamente se estaba anudando la servilleta al cuello? O, dicho de otro modo ¿quién robó el cuchillo? No había forma de decidirse. Cuando se trata de sondear las intenciones de un lunático como Latour, o de interpretar las palabras sibilinas de un alemán como Below -es sabida la extraña relación con la verdad que mantiene esa raza-, da la impresión de que cualquier opción es tan verosímil o tan inverosímil como la otra. ¡Hum! Puede que la cosa no huela bien, pero hay que diferenciar los hechos de los desvaríos.

—De todos modos, convendría que adelgazase. Esos dos están enfermos y no creo que les convengan las grasas, ¡pero mira que soy imbécil con semejantes necedades! —Y salió a la terraza.

 

La terraza rebosaba de turistas que habían pasado el invierno unos en Luxor y otros en Heluán. Acudían después de la cena para gozar del fresco. El profesor, como no sabía en dónde sentarse, lo hizo en unas butacas que hacían escenario a los prestidigitadores que subían de la calle. Le distrajo la habilidad de los faquires. Todo tipo de sorpresas tenían cabida en los pliegues de sus amplios ropajes. A medida que el espectáculo lo requería iban sacando monedas, cubiletes, algodón en rama, corderillos, avíos de encender, conejos, pollos, tortugas y pájaros vivos. Los más jóvenes preferían las serpientes, pero a estos el portero no les permitía subir a la terraza, por lo que hacían su número en la acera.

La presencia de los saltimbanquis desnudos no siendo un pañal anudado en sus partes, tenía la ventaja de que los espectadores, en particular británicos, se desinhibían. Volaban las confidencias puesto que tenían la engañosa sensación de que nadie los escuchaba entre el restallar constante de aplausos. No era así: Gipini estaba colgado de los labios ajenos y penetró muchos secretos que ignoraba.

—Pero la moza no tiene nada de planchadora, se dice que quiere alternar en París, ¡nada menos!, ja, ja, ja —A Gipini le volvió a parecer que era el comodoro del Puerto quien hablaba; si no tuviera el bigote tan espeso, estaría seguro.

—... en los últimos tiempos Marie ha descubierto —respondió milady Duftering en tono que Gastón estimó pretencioso— …una especie de prueba del 9 para comprobar si Latour se propone presentarla en París. Como es lógico en la Exposición deberá alternar con a reyes, grandes duques, príncipes, cardenales y demás parafernalia. Para moverse en tan altas esferas una mujer necesita un vestido de gran aparato. ¡He aquí el Deus est machina! ¡Si hay vestido, hay París!

—Sus noticias son muy vagas, puedo ponerla al día, milady ——dijo otra probable británica (solo estos seres consideran robes de soirée los cortinajes recortados por una modista local)—: El Director, mal que a rastras, atendió a razones. Encomendó a la Reichard que cosiese un modelo de Alta Costura, en principio para Marie. Algo serio con tournure, tercianela, ruche, bullonados, fufs, drapeados; en resumen, un genuino grand apparat. Aunque es cierto que se confeccionaron parches para su adaptación a tallas variadas. ¡Perfecto!, había razonado Marie. Un buen motivo tiene que haber si esta carcasa humana, apenas sostenida por el costillar de la avaricia, se gasta una fortuna conmigo. A partir de aquí, todos los rumores son válidos, aunque el más extendido es que Latour ha cambiado de opinión y ha decidido que su hija Isis (habida de un matrimonio anterior con una francesa-francesa: o sea, una matrona que hornea croissants) hará mejor los honores en la Exposición. Testigos que han entrado en el taller de la Reichard la han visto poner alfileres en el vestido sobre el cuerpo de Isis. Ya digo, todo son rumores. A cuenta de ello varios vivales se han acostado con Marie: basta ofrecerle la recuperación de su modelo. Que quede entre nosotros: Sir Edward Malet se ha ofrecido a sufragar el grand apparat de su bolsillo. Latour ha formulado una protesta por injerencias al embajador británico ante la Sublime Puerta. Espero que haya entendido mis explicaciones, milady —añadió la dama de los cortinajes—; ese vestido es como la manzana de Venus: puede provocar una guerra.

En la penumbra, Gipini se llevó la mano a la boca mientras pensaba “Todo lo hizo por el vestido”.

“Todo lo hice por el vestido”, pensó Petit, que también estaba admirando el número de los faquires. “Desde el principio me ofrecí a acompañar a Marie al probador en la calesa del Museo; recuerdo que, al regreso las pirámides se nos aparecían de improviso, rojas como hornos. Yo la empujé, yo la convencí, yo la animé: sin mi impulso hubiera renunciado; estoy seguro de que se hubiera matado. Las tardes en que Marie estaba deprimida me presentaba yo solo en el taller de costura sin que nadie se fijara en mí; por más que me cruce con conocidos, soy ignorado: ven a mi través como del aire. ¿A quién podría contar que los bullonados se probaron en mis propios brazos? ¿Qué la Reichard diseñó el venerado corte del vestido sobre mi cuerpo con el jaboncillo? Si no fuera por mí no existiría esa tournure con tercianela, ni el ornamento diagonal, ni el busto entablillado, ni nada...”

A milady Duftering los ojos se le salían de las órbitas. Gipini soltó una risita carrasposa. ¡Esa educación puritana! ¡En cuanto ven al encantador de serpientes quedan aterradas! ¡Ninguno la tiene tan larga, madame! El profesor tenía su postura de siempre, recostado sobre el codo izquierdo, apoyado sobre un lado de su cuerpo. Los aterrorizados ojos de la joven iban de la cobra a las zonas viriles del francés, lo que éste interpretó como una búsqueda atávica de protección por el macho. ¿No dicen que soy un bello buey? Pero la risita moría en sus labios, sin llegar a los ojos.

—Sáqueme de aquí, mi capitán —suplicó a su oficial de órdenes—. Esto está lleno de locos ¡qué los Royal Marines nos protejan!

—Milady, le ruego me disculpe, son mis costumbres francesas y no puede extraérmelas el dentista como una caries. De todos modos, yo no utilizaría el plural, sólo soy un humilde ser humano llamado Gastón-Camille-Charles —Y levantándose obsequió a la dama con una reverencia a cámara lenta, un gesto sumamente educado, una habilidad que había aprendido en ciertos salones a orillas del Sena.

 

Una mujer de tan alta posición no podía menos que corresponder al galante gesto, aunque también es cierto que le dan mucho al Gin. Se arrancó con una algo incoherente perorata, escapándosele quizá cosas del Security Service. Sorprendente la capacidad para el cotilleo de estos seres descoloridos, en cuanto pierden la famosa flema. Su discurso giró en torno al tema de la aparente idolatría que el bachiller Petit siente por el vestido de aparato que está cosiendo la Reichard. Resulta que su madre (mme. Petit), una elegante mujer del mundo (en París: una demimondaine), lo abandonó en los Enfants Trouvés, toda enfundada en un Worth.  El infante somatizó a su madre en el grand apparat: su progenitora es el recuerdo de un vestido de Worth. No quisiera perder a su madre por segunda vez, es decir la cubierta de tela que un niño de cinco años identifica como su mamá. Bueno, en realidad yo no tengo pruebas de nada, monsieur… Y se calló, poniéndose en la boca un guante blanco con reflejos azules.

—Hablaré con el psiquiatra; conste que en Inglaterra también he visto mucho chalado. La niebla, según mi experiencia.

 

Gipini sufrió una velada de pesadillas. Toda la noche le persiguió una esfinge de muslos sensuales y pechos en forma de bellota. Con sus zarpas lobunas desgarraba su costado, mientras su boca colmilluda succionaba su hígado, lengüeteaba sangre a cuajarones, embadurnaba los morros en su corazón.






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