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SUMARIO
1.-COMPRA POR UN PRE-DIVORCIADO
2.-THE SWIMMING MUMMY (CAPÍTULO 6)
1.-COMPRA POR UN PRE-DIVORCIADO
(Parecida consulta ya la hicieron en su día; no tengo nada que añadir)
Estimado consultante: el
principal consejo que le puedo dar es que haga caso a su abogado y su notario:
ellos tienen los papeles a la vista. Lo que yo puedo es darle una “visión de
conjunto”, no ceñida al caso concreto que desconozco.
Tiene vd. razón en que mientras no se tramite el Divorcio en el juzgado, seguirá vigente la sociedad de gananciales que planeará sobre la compra del piso. Pero no debe pensar que está ante una situación binaria, o sea que todos los bienes son o gananciales o no-gananciales, como si hablamos de blanco o negro o de par/impar. Por el contrario los bienes comprados constante sociedad de gananciales, podemos situarlos en una multiplicidad de situaciones jurídicas de las que elegiremos la que más nos convenga. Estas son las más importantes:
1ª.-Gananciales.-Los bienes
adquiridos por un esposo o ambos, da igual, expresando en la escritura que se
hace “para la sociedad de gananciales”,
se registran con esta indicación (gananciales) y todos los actos de disposición (vender, hipotecar…) o actos de administración (dividirlos, construir pisos, alquilarlos…)
sobre ellos deben otorgarse por ambos esposos. Dado lo que me cuenta, no creo
que vaya a declarar lo que compra como “ganancial”
¿verdad? Así pues, descartado.
2ª.-Probados.-Sí se acredita con
“prueba documental pública” (o sea, judicial o notarial) que el bien es
privativo de uno solo, a pesar de estar vigente la sociedad, como tal
(privativo) se inscribe. Sería el caso de que, por ejemplo, en la Sentencia de
Divorcio le adjudicasen a vd. el piso que ya hubiese comprado. O, por ejemplo
si un padre le dona a un hijo 100.000 euros mediante un cheque que se
testimonia en la escritura de donación (prueba pública) y acto seguido el hijo
compra un piso con este mismo cheque. Como tampoco es el caso, descartado.
A partir de aquí, puede interesarle alguna otra situación del bien:
3ª.-Unipersonales.-En este caso vd.
compra “sin expresar que adquiere para la sociedad de gananciales”.
Estos bienes se inscriben exclusivamente a nombre del adquirente (¿vd?) y están
en una especie de situación de pendencia, porque aún no se sabe si acabarán
como privativos o gananciales. En tales bienes, los actos de administración (dividirlos, construir pisos, alquilarlos…)
los realiza exclusiva y libremente el cónyuge titular (¿vd?) sin ninguna intervención del otro. Pero para los actos de disposición (venderlos,
hipotecarlos…) necesitaría el consentimiento del otro cónyuge, pues regiría la “presunción de ganancialidad” del art.
1361 del Código Civil, es decir, mientras que no se acredite que el bien es
privativo mediante prueba pública. También se les llama bienes presuntivos:
están, como quien dice, a la espera de destino.
De todas formas, si opta por esta
modalidad, conviene que en la escritura se consigne que “sin perjuicio de la
presunción del art. 1361 CC, el comprador hace constar que el importe de esta
venta le procede de su parte en el precio de la venta del piso…, efectuada
conjuntamente con su esposa y habiéndose liquidado dicho importe al 50%, por lo
que a la mayor brevedad posible se propone efectuar la prueba de la privacidad
del bien adquirido”. Tendría que recordar al abogado que en el convenio anexo
al Divorcio se incluya el reconocimiento de esta propiedad como privativa suya,
lo que no parece disparatado si han repartido de mutuo acuerdo los fondos que
me dice. Y comuníquele, o mejor anticípele, la operación a su “ex” por burofax.
Las situaciones siguientes son las más interesantes:
4ª.-Confesados: En estos bienes
consta la “confesión” del otro cónyuge (el no-comprador) de que han sido
adquiridos exclusivamente con recursos del comprador, a nombre del cual se
inscriben. En este caso el comprador (¿vd) desde el minuto uno, puede realizar
toda clase de actos de administración
y/o de disposición. Y ello sin perjuicio de que la Liquidación del resto de
la Sociedad de Gananciales siga en el juzgado “per secula seculorum” ya que con
ello no se perjudica a ninguna de las partes. Si existe algún tipo de encono,
basta que el “confesante” efectúe por sí solo la confesión en cualquier
notario, facultando al adquirente para consignarla en su nombre en la
escritura.
Por lo mismo, puesto que ya han
llegado a una especie de liquidación parcial en la práctica de la sociedad de
gananciales (con el reparto de ese precio) no parece muy difícil obtener esa
confesión. A veces es bueno que intermedien los abogados.
Esta confesión se debe reiterar
en el convenio regulador del Divorcio.
5ª.-Privados: Que no “privativos”,
hablo de totalmente privados. Basta que los dos cónyuges o sus abogados o
representantes se personen en cualquier notario y pacten el Régimen
de Separación de Bienes para lo futuro; a partir de ahí cada uno podrá
disponer y hacer lo que quiera con lo que vaya adquiriendo. Ello no prejuzga la
situación anterior de la “sociedad de gananciales en liquidación”, que puede
seguir liquidándose en el juzgado per secula seculorum y alegando cada uno de
los ex-esposos lo que crea conveniente. Más o menos dirá “Pactan que, a partir del día de hoy, regirá entre ellos el Régimen de
Absoluta Separación de bienes, pudiendo cada uno de ellos adquirir y disponer
de los que le convenga. Ello sin perjuicio de las acciones tendentes a obtener
la disolución del matrimonio por divorcio y de la liquidación de la sociedad de
gananciales, que se lleva ante el juzgado nº 7 de Castroforte de Baralla, ni
afectar a la situación relativa y/o derechos de ninguna de las partes
personadas en dicho procedimiento”. Al módico precio de unos 100 euros, problema solucionado; conste que a
ambas partes les interesa y, si no lo pueden hacer directamente, pueden nombrar
abogados o terceros que les representen.
6ª.-Ajenos: presiento por lo que me dice que existe entre vd. y su
esposa cierta contenciosidad o que tienen hijos menores; si no fuera así y estuvieran de acuerdo en los
asuntos económicos, no hay que esperar nada para divorciarse: basta presentarse
ambos en un notario, acompañados de su/s abogado/s, y el divorcio estará listo
en cosa de un par de días a un coste que, si no hay cuantías importantes, no
suele exceder de 300 o 400 euros.
En tal caso, ya no existiría
vínculo entre vds. y los bienes respectivos serían ajenos.
No me parece buena idea lo de su
padre; se generarían IRPF por la transmisión, aparte de que por imperativo de
la “ley del blanqueo” el comprador debe acreditar la procedencia del dinero con
que compra así como los efectos que utiliza y de donde le salen (cheques,
transferencias…).
Pero, ya le digo, que el consejo
bueno es que confíe en su abogado y su notario.
enriquerajoyfeijoo@gmail.com
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En primera fila desde el restaurante |
2.-THE SWIMMING MUMMY (CAPÍTULO 6)
Al otro día, Gastón acudió a la cita. Así que se
dirigió al lugar que Ochimiele le había indicado por medio del rollete que se
había escondido en el guante. Se trata de un barco llamado El número once, atracado en la orilla derecha, pasado el puente de
Kasr-en-Nil. Suele fondear algo apartado del resto, amarrado por una cabria a
dos tamariscos, a menos de cien metros de la brasserie Karcher. Proa y popa
cuadrada y la palabra Arqueologich
visible bajo el nombre indican a las claras que se trata del barco de la misión
alemana. No era la primera vez que ponía sus ojos en aquel objeto flotante,
pero, de recién llegado, lo había hecho distraídamente, pensando que era un
pontón: apenas sale a navegar y el casco está infestado de algas y almejas.
Cierta conocida modista le insinuó que a bordo se ocultaba un refugio de
tolerancia, pero, para una mente jacobina, ello no tiene porque ser
necesariamente malo. De tarde en tarde se pasan por allí expediciones de
estudiantes del Gymnasium Carolinum, ante los que el barón justifica lo
chabacano de la decoración aludiendo a las costumbres locales y todos tan
contentos. “Total, para lo que aprenden, no se le causa perjuicio a nadie, herr
Gastón”. A menudo, también acepta discretos fletes en compañía de sensuales
almeas para todo aquel que ignore que, en el trasfondo de todo esto, están los
servicios de espionaje prusianos. Al barco en cuestión, ni se le pasa por la
cabeza la remontada del Nilo en procura de los grandes yacimientos
arqueológicos: Edfu, Menfis, Luxor; Prusia considera más práctico el
seguimiento y depredación de los arqueólogos franceses, con o sin chantaje.
Esquivó
lavanderas y soldados que llevaban sus caballos a bañar hasta que consiguió
llegar a la planchada. Tan pronto pisó el tablón, empezó a formársele una
nausea en la glotis. A los alemanes, con su habitual perfeccionismo, les da por
reparar y desinfectar momias a bordo. Por la escotilla de la bodega se filtraba
un efluvio a sosa, grasa, ungüentos, goma y resina que Gastón se esforzó en
percibir en su mente como rosas de Toscana. Consiguió repeler la arcada gracias
a ese ardid tomado de la Filosofía estoica. Muy pronto se encontró bajo el
toldo de la cubierta; una escalinata adornada con macetas de sansevieras,
descendía al salón. La cámara, con seis ojos de buey y una claraboya por
techumbre, daba acceso a los camarotes. A primer vistazo, se distinguía un
diván color rata de alcantarilla algo enferma, una jofaina y dos toallas; una
vez acostumbrados los ojos, ya veías más cosas. El lugar estaba muy solitario,
no siendo dos marineros en caftán negro y escopeta terciada, que vigilaban al
exterior: ¡Testigos raus! Sin duda le iban a echar las culpas de lo que fuera a
pasar, fuese esto lo que fuese. Estaba cometiendo una fenomenal imprudencia. Acabo
de entrar en territorio alemán en pos de una misteriosa desconocida. De verdad
¿qué me está pasando?
Se tranquilizó al ver un frutero de pisos sobre el
aparador. Aquella acumulación de frutas recién lavadas, uvas, mangos, granadas
y plátanos, hacia presentir la mano de Ochimiele. Remetió la camisa dentro del
pantalón, se ajustó el lazo, se aplastó la coronilla para tapar la incipiente
calva. En esto que escuchó un siseo proveniente de la zona de camarotes. Si
se trata de una serpiente, dispara a bocajarro a la cabeza. Cuando
comprendió lo que en realidad era, se llevó una gran alegría: una dama se
acercaba arrastrando por el suelo la balayeuse,
la pieza que protege los bajos del vestido. Era ella.
El rostro era
de esos que en Francia se llama de panadera, grande y blanco, pero de las
mejillas irradiaba un nosequé de oscuridad. Su porte majestuoso la hacía
parecer más alta, aunque quizá fuera efecto del conocido modelo de seda ocre
con drapeados en marrón, guarnicionado de azul. El sombrero, adornado con
pequeñas plumas de airón y orquídeas de seda, transmitió al profesor una
promesa tan cierta de sensualidad, que no dudó en tomarla de los antebrazos.
Así se admira un papiro apasionante y, ciertamente, el conjunto del pecho y la
cintura tenían algo de vertiginoso. “Lo que se dice un cuerpo de pichón”. El
cabello rizado, separado a ambos lados de la frente, no era del todo negro.
Pero sin duda lo que más desconcertaba a Gastón era aquel centelleo opalescente
en los ojos. “Supongo que toma baños de electricidad”, imaginó.
Un cruce de miradas bastó para que se reconocieran
como perros de la misma ralea. La comunicación se estableció a base de
sorprendentes intuiciones, puesto que el lenguaje verbal se vio entrecortado
por un contrapunto de salpicaduras que restallaban como aplausos, al paso de paquebotes,
cangas y dahabiyés nilóticas, que rebasaban a todo trapo su embarcación. Él:
¿Por qué desapareciste después de? Ella: No quería que me tomases por.
—…
—Sí —respondió ella a lo que fuera que él le había
preguntado. Acto seguido, exhaló un lánguido suspiro demostrando que no había
entendido nada, pero que lo había entendido todo.
Gastón la condujo al sofá apartando a puntapiés los
taburetes taraceados de nácar que encontraba a su paso. Se alegró de haberse
puesto el chaleco floreado cuyos mil botones le permitirían acompasar su ritmo
de desvestido al de su pareja.
—Pero nos están escuchando, nos pueden ver —dijo
ella al tiempo que subía su vista hacia una ventana circular, como si señalara
a los marineros que vigilaban ahí afuera. La determinada obscenidad de su
rostro desmentía aquellas palabras. La primera vez que tomó su boca le pareció
un contacto frío, sin pasión. De nuevo ella lo apartó con ambas manos, pero fue
para desanudar su sombrero. Se esponjó el cabello: las gruesas ondas hicieron
centellear un inesperado reflejo cobrizo. En tanto ella no se desvistió, él
contuvo dolorosamente su deseo; tan solo se escuchaba el entrecortado jadear de
ambos, suspendido a veces por las imprecaciones lejanas de los marineros. La
cintura infantil contrastaba con los pechos en esa forma de semi bellota que
¡ay! no sería él el único en conocer. Cadera escueta, muslos, sedosos y
fornidos, casi de hombre, pero de homus
eroticus, como Atinoo, aquel efebo de la antigüedad, digno de un Emperador.
—Pareces un galano muchacho con poca barba de
momento —dijo risueño el profesor, seguro de no ser escuchado a causa del
ruidoso tráfico fluvial.
Apareció la oscuridad del pubis, apenas velada por
una combinación. Cayeron en el sofá, seguros el uno del otro, reconociéndose.
Se mordieron como fieras: en la boca, queriendo arrancarse los dientes; en los
labios, hasta sentir en el paladar el sabor acre y férrico de la sangre; en los
pechos, embuchando en sus bocas grandes lonchas de sudorosa carne ácida; en las
nalgas, que se dejaron marcadas por yagas circulares, babadas. Absorbieron la
dulce fetidez sus secreciones, fueron colibríes libando el néctar de flores
prohibidas; fueron sádica carnicería de leones; fueron un solo cuerpo de Siva
provisto múltiples piernas, brazos, dientes y zarpas. Desgarrarse la carne,
calentar las manos en sus entrañas, empapuzarse de la mierda de sus intestinos,
succionar el tuétano sus huesos, arrancarse el corazón, ¡el corazón!, cuya
glorioso pálpito extra corpóreo se mantuvo durante un par de infinitos
segundos.
Cuando volvieron a su ser y creyeron conocerse desde
la noche de los tiempos, él preguntó:
—Cariño ¿por qué nadie me dice con claridad como te
apellidas?
—Me llamo Marie y espero que no sea un problema el
que…
—Puuuuuu…. —pitó la sirena de un vapor.
El profesor inclinó la cabeza, como si aguzara los
oídos para escuchar. Pero como en ese momento estaba pasando el escandaloso
vapor de ruedas del recaudador de impuestos, no se enteró del final de la
frase. Marie deslizó un dedo por la garganta, haciendo el gesto del degüello,
sin abandonar un aire de seria gravedad, lo que no dejaba de ser escamante.
Gastón no escuchó (o no quiso escuchar) más que el chapoteo de la rueda de
palas, por lo que pudo improvisar la que consideró una respuesta adecuada para
estas situaciones:
—¿Amor? Eso es poco, no puedo pensar en otra cosa.
Te veo sin pausa en mis imaginaciones. Y ahora, cariñito, soy yo el que te hace
la pregunta.
—Te quiero, te quiero tanto que seré tu esclava si
tu…
Le tocó el turno a unos turistas que discutían a
voces en el muelle sobre donde estaría esa condenada torre de Pisa. De toda la
frase musitada por aquellos labios, apenas enrojecidos por unas gotas de sangre
de origen incierto, solo entendió la palabra “París”.
—¿París? —dijo él dando un estirón seco a ambos
lados de la pajarita—. Las chicas de allí son todas unas ridículas y el clima,
fatal. Para que ir allí si… —pensó en cómo darle una forma inocente a la
frase—, o sea, los médicos, sí, los médicos aconsejan a los tísicos que vengan
precisamente aquí. ¡Aquí!
Le pidió que tensara las cinchas de su corsé, con
cierto aire de hastío. “Algún día la moda liberará a la mujer de estas
servidumbres”, pensó el ex-modisto de Coventry. Al cabo de un rato, Marie
realizó un nuevo intento de volver al monotema, desgraciadamente interrumpido
por la escandalera de una discusión de estibadores:
—¿Crees que yo...
dificultades familiares... viajar... París? —Su áspero francés aún era
el de Moliere, pero había olvidado casi todo ese argot que sirve para captar
los matices que se deslizan entre dientes.
—¿Qué cuando volveré a París? Ah, no me hables, no
me hables. Estoy viendo que este dichoso enredo me entretendrá aun unas
semanas. Tengo que hacer entrar en razón a un viejo testarudo que me vuelve
loco.
Ella torció el rostro un casi nada, como si
rechazara que fueran a tener un disgusto su primer día de relaciones y el
problema que presentía se pudiera arreglar más adelante.
—Sí, es muy natural lo que me estás diciendo —dijo
sin dejar de abrocharse algo por detrás de su cintura—. Pues no se hable más.
La ayudó a calzar sus vinosos botines de cabritilla,
firmados François Pinet. El torneado
del tobillo era enloquecedor y si el desvestido no fuese tan complicado como
una operación militar, Gipini se hubiera animado a una segunda sesión. En vez
de eso, preguntó:
—¿Podré volver a verte?
—Siempre que quieras. Pero aquí, ante tantos ojos
invisibles, corro un gran peligro.
—Entonces ¿no eres libre?
—Si se sabe lo nuestro soy mujer muerta. No puedo
decir más. En sociedad no te conozco.
—Pero ¿quién te quiere de esa forma, hasta la
muerte? —insistió Gastón.
—El problema es que no me quiere como mujer, sino
para otras cosas, otras cosas —Movió la cabeza con los labios apretados:
aquello, lo que fuese, era un gran secreto.
—Yo te quiero mucho.
—El querer no tiene apellidos —dijo ella—. Querer
mucho es lo mismo que no querer nada.
—Je t´aime.
—¿Ves? Así es mágico.
Y por un instante, Gastón sintió magia. Esos ojos
ardientes, esa alegría irradiada por un Sol particular, esos pechos exóticos
que de buena gana disolvería a lengüetazos. El cabello brillaba y se oscurecía
al compás de los montones de paja que tapaban las ventanas y en realidad eran
pacas de heno que pasaban a bordo de barcos que rebasaban al Número once. Después apareció en el
portillo el rostro de una vaca embarcada sobre una balsa, y luego desapareció,
y era una mirada de tal dulzura como jamás había podido sospechar. Y también
pasaban montones de cacharros que no dejaban ver el barco que llevaban debajo,
desplazando al piloto que colgaba de un palito a popa, como el jilguero en su
jaula, y que arrancaban una sonrisa en aquellos labios, ordenándole de nuevo
que los besara.
—Estoy deseando volver a verte.
—¿Aceptas la condición de que no nos veamos en
público?
—De acuerdo, no se está tan mal a bordo —dijo Gipini
con media sonrisa—. Puedes estar segura de que no se lo diré a nadie —no me atrevería.
—Hay un problema. El Número once viaja con frecuencia a Alejandría, pues los alemanes
están incrementando su plantilla. No se puede confiar con él.
—Si el barco alemán no sirve, me temo que será
imposible encontrar otro lugar en El Cairo donde yo no sea detectado —dijo en un tono tan respetuoso que desmentía
la ironía de sus palabras—. ¿Qué podemos hacer? ¿Vernos en la cámara de esa
pirámide caníbal que dicen que han descubierto?
—Tontorrón. Escucha, amor. Existe una casa en el
boulevard Mohamed Alí, no lejos de la mezquita del sultán Hasan —dijo ella con
seguridad tal que descorazonó una pizca al profesor, como si tuviera previstas
al dedillo todas las vicisitudes de una relación vicaria. Prosiguió—: Dicha
casa es propiedad de una comadrona de los harenes kedivales llamada madame
Zarifa que vive en la isla de Gazira...
Mientras se colocaba los guantes Marie prosiguió
dando sus instrucciones con ese tono profesional que mortificaba a Gipini, pero
no más que el zumbido de un moscardón. ¿Mañana?
—A mediodía la casa será tuya —asintió él—. Pídeme
que compre todo El Cairo y verás.
—No olvides que si nos ven —dijo ella— habrá más de
uno que quiera hacerme cosas horribles. Nunca lo olvides. Y que mi amor... —al
llegar aquí su voz fue acallada por el chapoteo del buque-correo de Esna.
—... de París —eso fue lo último que el profesor
escuchó. Eso y el graznido de los cormoranes, que por aquél muelle abundan
sobremanera.
Se fue no sin dedicar antes otra sonrisa radiante a
Gastón. En el chaleco de éste quedo impregnado largo rato el olor de Marie:
caliente y húmedo, como vapor de mar; un mar orgánico, con grasas y tejidos de
animales que se abren, preludiando la corrupción. Un olor a perdiz faisandé, un tufo que desasosegaba hasta
los tuétanos al gran Gastón-Camille-Charles.
Quisiera verla de nuevo, descansar, soñar con ella, con su forma salvaje
de hacer el amor; quisiera estar ya enredado en nueva trifulca amorosa, sin tiempo
siquiera de ir y volver a por una muda limpia al hotel del Oriente.
Cuando al fin encontró una pista, Kabis recuperó la
esperanza. Le costó una noche de insomnio dar al descubrimiento la importancia
que merecía. Vivía en una casa con mashrabiya en el barrio de Kalili, propiedad
de su madre. La pobre se pasó la noche llevándole valeriana con miel, que era
el capricho de su hijo solterón al que ya había desesperado de casar. A las
seis, cuando ya despuntaba el sol tras la fortaleza, se sentó en el escritorio
y escribió sendas convocatorias a Ismet-Pachá y a Salomón Fernández. A las ocho
se encontraron en
La reunión duro una media hora. Kabis expuso los
antecedentes, en realidad un tanto embarullados, y luego anunció que tenía
indicios de que el caso de la pirámide caníbal empezaba a moverse.
—Algo significativo, espero —dijo Ismet mientras
miraba a Kabis de un modo entre retorcido y perplejo.
—Alguien va a matar a Gipini para comérselo ¿le
parece poco? —dijo el aludido con una sonrisa expectante en el rostro.
—No esperáramos menos viniendo de usted, Kabis —se
burló Ismet que hurgaba la oreja con violentos giros de la recrecida
uña-meñique—. La última vez ya nos anunció la segunda separación de las aguas
del Mar Rojo ¿o fue algo sencillo, como el Fin del Mundo?
—No me puedo creer que me hayan arrancado de los
brazos de Morfeo para esto, es que no me lo puedo creer —protestó Fernández;
pero los otros entendieron que de todas formas le daba igual. Era un hombre
fofo, de gestos pesados, con el cutis de un cadáver de seis días recién
desenterrado.
—Pronto se va a despabilar, señor —anunció triunfal
Kabis—. Por cierto, Simón, antes quería preguntarle unos detalles técnicos…
—Me llamo Salomón.
—La pregunta, señor Fernández, es si el pueblo de
las pirámides -en paralelismo con
Méjico- practicaba la cirugía por una cuestión estrictamente alimenticia.
—¿Tengo que responder? —se quejó Fernández—. Ya he
contestado a esa pregunta un millón de veces ¿va a servir para algo?
El esputo de Ismet hizo una hermosa parábola y
acertó en pleno centro de la escupidera de mayólica azul y blanca. Toda una
vida ensayando y al fin lo había logrado. Dijo:
—Responda Fernández. Acabemos de una vez. Si el
kedive ha colocado a Kabis en nuestro departamento será porque tiene alguna
virtud oculta, muy oculta.
—Sí se leen libros se aprenden cosas, señor Kabis
—accedió Fernández—. Los libros no matan ni siquiera transmiten la sífilis. Por
lo que hace al canibalismo hay que distinguir el de carne mollar, que en este
tipo de reinos (aztecas, faraones...) se entrega a los carniceros para alimento
del público en general, del de vísceras, que no tiene nada que ver con aquel.
Se trata de magia. El corazón, por ejemplo, se extrae de una forma quirúrgica
para adquirir el coraje del comido. La digestión del cerebro proporciona la
absorción mágica de la inteligencia. Lo mismo los órganos sexuales, el hígado,
etc.
—Esos productos mágicos ¿pasaban por la tabla del
carnicero?
—¿Está usted loco? —una leve sonrisa irónica asomó
al rostro de Fernández—. Estamos hablando de las vísceras de personalidades, a
veces un rey enemigo, un gran filósofo, un poeta, exquisiteces, ¿entiende?
Estos productos quedan al margen del procedimiento tradicional. Su extracción
se confía a sacerdotes, se lleva a cabo con cuchillos obsidiana, se conservan
en jarras de piedra verde...
—Es lo que yo pensaba —dijo Kabis—. Los simples
canales de carne humana eran cuestión alimenticia; en cambio, el tráfico de
vísceras, se encaminaba a absorber por vía mágica las facultades del comido. Un
tema que se relaciona con la medicina. Mmm… El detalle del cuchillo de
obsidiana podría ser más importante de lo que nadie podría haber jamás
imaginado. Bien, esa información se ajusta como un guante a la nueva pista. Les
explicaré lo que sucedió ayer:
“Estaba harto de haber perdido el día siguiendo al
sospechoso, un pícaro como buen francés. Entonces tuve una inspiración y entré
en el Museo. Estaba tan cansado que me quedé dormido en un sillón de la sala de
las urnas de cristal...
—¿La que tiene el techo pintado de estrellitas?
—dijo Ismet—. Ahora lo entiendo. Usted vio las estrellas, la noche y ¡pataplaf!
En su sueño, se imaginó almorzando a todo un profesor del Collège de France.
—Si se enteran los franceses nos declaran la guerra
y ¡adiós negocios! —dijo Salomón.
—... cuando me desperté sucedió algo muy curioso:
era incapaz de dejar de mirar una urna de cristal que tenía frente a mí. Dentro
hay un cojín de terciopelo verde.
—No lo aguanto, Kabis, es que no lo aguanto —dijo el
pachá que a continuación falló por poco el nuevo salivazo—. Me viene usted a
contar el color de los cojines de Bulaq.
—... en el terciopelo del expositor se dibujaba con
toda nitidez el contorno del objeto que alguien había robado de allí. La
distinta decoloración del tejido, debida al sol de la ventana, había perfilado
la forma espectral de una especie de flor de lis. Pregunté a Hamzaöui que
vigilaba aquel día el museo y se puso a temblar como un olmo. Respondió a mi
pregunta que, en el cojín, había estado expuesto el famoso cuchillo de
obsidiana del rey Escorpión. Robado o retirado por alguien.
“Si alguna pieza tenía que estar vigilada, era esta.
Iba a ser la estrella del pabellón egipcio en
—¡Un momento! —dijo Ismet—. Osiris es el dios de los
muertos. ¿No puede ser que el cuchillo se usara para la momificación?
—Si está muerto Osiris se representa de color azul.
Pero en este caso estaba representado por una incrustación de carnalita, la
piedra que tiene el tono más parecido a la carne humana. Es un Osiris vivo a
quien se arranca el corazón. Y por si hubiera alguna duda en el mango está
inscrito el jeroglífico de la taza.
Ismet, tan intrigado como incrédulo por las
declaraciones de Kabis, rodeó la mesa y se fue a sentar a su lado con aire
paternal. Cuando se hubo sosegado, dijo:
—Y según usted Kabis...
—Latour no sabe traducir jeroglíficos. Tiene el
descubrimiento del siglo en la mano y la ocasión de mostrarlo al mundo:
—¿De verdad sostiene usted que Latour es capaz de
desayunarse unas tostadas xe sesos de Gipini? —dijo Ismet mientras le pasaba un
brazo por los hombros.
—No sería la primera vez, jefe. En 1873 apareció en
la Rest House un cuenco de piedra verde que contenía partes de un corazón y un
hígado, acompañados de calabazas, cebollas, ajos y cus-cus.
—Pero no eran de nadie conocido; este es un país
cuya geología consiste en trillones de restos humanos —replicó Ismet.
—Sí que lo eran, sí que lo eran —dijo Kabis con ojos
angelicales—. Por aquellas fechas desapareció alguien.
—¡Cállese! —dijo el pachá que quería olvidar aquel
caso. Bastantes complicaciones había causado el asunto de la desaparición del
coronel Amstrong y ahora, de nuevo tenían un cuerpo expedicionario británico en
el Delta dispuesto a ayudarles.
Cambió de tema—: ¿Qué sabe de los esfuerzos de nuestro amado amigo-enemigo
Gipini?
—Está como nosotros. Tengo a sueldo sus criados,
pero no hay nada interesante: sabe que Latour ha descubierto una pirámide parlante, que media docena de personas
de su entorno pueden estar en el ajo y que el hallazgo se circunscribe al
subsuelo de la Rest House o unas docenas de pasos alrededor. El resto es tan
misterioso para él como para nosotros. Jefe... —añadió Kabis.
—Es difícil seguir sus argumentos, pero ojalá… ¿se
le ofrece algo más? —dijo Ismet.
—¿Me merezco algún premio? A Makrizi le dio
Ismet se señaló la frente en dirección a Salomón
como diciendo “pues en realidad el chico piensa”. Luego aclaró:
—Le serán pagadas de la caja si se cumplen sus
fúnebres predicciones. Y además le propondré para una recompensa del doble. Si
resulta que tiene razón y Gipini muere, se montará tal escándalo que
propondremos al Consejo de las Potencias un Service des Antiquités
egipcio y a Ahmed Kamal como su primer director.
—Pero ¿no vamos a impedir el crimen? —dijo Fernández
que aprovechó para hacerse con la bandeja de los frutos secos.
—Si alguien impide que Latour absorba por vía
alimenticia a Gipini recibirá cien bastonazos.
—¿Qué? —el anticuario no daba crédito a sus oídos.
—Señor Fernández —dijo Ismet—; nosotros somos un
servicio secreto, una especie de espías arqueológicos contra nosotros mismos.
¿Cree que somos policías de porra y pistola? Nuestra utilidad no se demuestra
en las encuestas criminales sino en ganar laureles para Egipto. Y he aquí como
se revela en este caso la aguda perspicacia del Augusto. Ha colocado en nuestra
unidad al único hombre capaz de transformar un leve delito de presente en un
asesinato futuro, un crimen lleno de concomitancias agradables. ¡Deshacernos de
Gipini y Latour de una tacada! —Una mirada sesgada de su jefe reveló al policía
lo que éste había callado: ¡Y de
Kabis!—. Una joya, nuestro Mark: basta que diga “¡Oh, un saltamontes!”,
para que en el acto se desencadene la plaga de la langosta —el aludido apretó
los labios—. Para colmo, el probar la acusación contra el culpable, será un
juego de niños: nadie en Egipto está tan loco de comer la inteligencia de un
monsieur grasiento de gruesa barba negra. Si ya es molesto un pelo en la sopa…
Nadie excepto Latour que le había escrito en una carta a Riyad Pachá: “Desde
hace algún tiempo le reconozco que ya no soy más yo mismo y creo que pierdo la
cabeza”.
—Ordena algo más, excelencia —dijo Kabis doblado por
la cintura ante el Bajá.
—Escuche, le voy a dar la orden que más anhela un
funcionario.
—¿Cuál, magnífico señor?
—Que no haga nada.
Cierta brevedad que Gastón y Marie asignaban
inconscientemente a la relación colaboró para que aquel amor fuera de los
grandes. Su concepción mutua de la vida como un camino a gozar sin pausa, hizo
que, cuando tuvo lugar aquella cuarta cita en una semana, les pareciera que
llevaban una vida juntos y empezara ser necesario aclarar algunas cosas. La
casa alquilada a madame Zarifa estaba pintada en color verde pistacho y
distribuida a la turca. En un soplo los objetos habían adquirido contextura
doméstica, como aquellos con los que conviven los viejos matrimonios y que,
desde luego, forman parte de la historia de la familia. En la alcoba principal
el moblaje se componía de un gran diván turco forrado de símil-seda gris,
bordado en hilo de plata, que servía de asiento durante el día y cama durante
la noche. La práctica del amor, al frotarlo contra el suelo de teca encerado,
arrancaba del mueble arpegios entre estomacales y tamboriles: purru-pum,
purru-pum... Entre los demás muebles, lo más sobresaliente eran diversos
veladores y taburetes con incrustaciones de nácar. Unos nichos abiertos en las
paredes, cubiertos de mármol o de taraceas de ladrillos y azulejos persas,
contenían porcelanas de la compañía de Indias, vajillas de plata, tazas de
café, condones, pequeñas copas de filigrana, narguilés y pebeteros. En el
suelo, esteras, tapices bastante gastados y una piel de leopardo con ojos de
vidrio. Era de creer que, si la dueña sospechase que faltase algo del
equipamiento standard de un niditodeamoregipcio,
lo habría puesto también. El gran lujo era una bañera rodeada de un mueble de
madera con columnas y espejos que para sí quisiera París. En cuanto a la
terraza, se veía allí un lavadero, un palomar de digna cochambre y la consabida
vista espectacular: de un lado, la
Ciudadela, del otro la rectilínea perspectiva del nuevo boulevard Mohamed Alí.
El vecindario, a derecha e izquierda, sendas casas en las que habitaban
mujeres, lo que las volvía invulnerables a cualquier curioso, o simplemente
pesado.
Madame Zarifa, a la que quizá unas manos demasiado
regordetas habían forzado a abandonar su primitivo oficio de comadrona, llamó a
la puerta al cuarto día para firmar los contratos. Marie que había empezado a
desnudarse estaba en combinación. Él, había arrancado ya los botones de su
bragueta: era hombre de urgencias. No obstante, madame, con sonrisa rutinaria
en su rostro, se empeñó a hacer una rápida relectura:
—… El arrendamiento, a dos años podrá ser denunciado
por el inquilino con seis meses de antelación. El personal de servicio
comprende un portero, una doncella y un cocinero y... —la casera, al escuchar
los suspiros de la pareja, se compadeció—: Firmen aquí.
Cuando madame salió, penetró por la puerta la voz
engolada del muecín que llamaba a la oración en la cercana mezquita del sultán
Hasán.
—Zarifa parece una mujer demasiado experimentada en
ciertos asuntos —dijo Gastón con un parpadeo espasmódico. Pero Marie dijo
“Tonto”, como si nada pasara, y él, pensándoselo mejor, se lanzó a la refriega.
El diván estaba recubierto por un tapiz púrpura,
pero, si no estuvieran tan arrebatados, hubieran podido advertir el pringue de
coñac entre las sábanas, migas de pan e incluso, residuos fósiles de otros
amores que no databan de la Edad de Piedra. Pero Gastón no estaba en
condiciones de protestar por el alquiler: sus gemidos eran largos densos,
táctiles como los de un gato en febrero, a diferencia de los de ella, cortos y
débiles. Pero cuando acabó el amor se abrió entre ellos un silencio
inquietante. Rien ne va plus. En realidad, no tenían nada que ver el uno con el
otro.
—Aún no me has dicho ni siquiera cuantos años tienes
—dijo él al tiempo que ella abrochaba por detrás los corchetes mientras
inclinaba la cabeza hacia delante y dos cortinas de pelo tapaban sus ojos.
—Dieciocho, veinte quizás. Mi padre fue incapaz de
precisar el dato al oficial de la misión francesa que quería inscribirme en el
registro civil. Lo había olvidado. ¿Recuerdas nuestro pacto?
—¡Claro! ¿A qué viene tanto misterio?
En ese momento el rostro de ella se llenó una cierta
gravedad inesperada.
—Depende. Depende de lo que yo sea para ti.
—¡Cuantas veces tengo que repetirte que eres mi
amada!
—Para amenizar su estancia en El Cairo, monsieur, i
presume.
Gipini comprobó con disgusto que ella se había
colocado ya la chaquetilla que era de corte princesse,
a rayas blancas y negras.
—¡Te tenías que haber vestido ya!
—No hay que gastar toda la pasión en un día y no me
has respondido.
—Marie, quiero que entiendas esto: soy un
aventurero, hoy en París, mañana en Méjico. Es bello, pero peligroso. Pero yo
siempre volveré a Egipto para...
—Aaah, ya caigo: un amor en cada puerto.
—Bah, tú tampoco eres de las de bata y pantuflas, no
me creo que andes tras una boda ante un abad calvo, contrato matrimonial ante
notario en redingote y todas esas sandeces, no me lo puedo creer ¿a qué no?
—No tienes ni idea, parece mentira que seas tan
listo y tan tonto. Ah, déjalo ya, listotonto. Lo único que quiero saber
es cuando vuelves a París y si eso va conmigo… o no. ¿Está claro o quieres que
te lo repita?
—Ah, París, era eso, calla, calla, no me lo
recuerdes, hay un viejo carcamal que me vuelve loco.
—Vale, imaginemos que ya has reglado tus asuntos con
el viejo chocho. Volveremos juntos ¿verdad? Un pasaje para dos en Messageries
marítimes. ¡Te juro que no tendrás que avergonzarte de mí, corazón!
—Mmm… me acordare de ti ¿te he fallado alguna vez?
Aunque inicialmente habrá que tener en cuenta que opto al Instituto. Se exigen
hombres de vida intachable.
—Y no estaría bien que te vieran en compañía de una…
He pensado mucho en eso esto días. Créeme, estamos en vías de superar el
problema. Tengo un plan.
Algo estaba pasando por aquella linda cabeza, y no
era sano. Todas las conversaciones seguían un mismo patrón. Dime una cosa,
amorcito ¿es cierto que ahora el polisón se sujeta con una piecita llamada fuf? Temblaba de ansiedad esperando la
respuesta. A lo largo de la semana preguntaría una docena de veces si flores de
tela sí o flores de tela no; exigiría respuestas concretas sobre el velo en los
sombreros; pediría explicaciones detalladas sobre donde conseguir seda de
primera calidad.
—Jamás te he faltado al respeto —y añadió, viendo
que ella ya se ataba el sombrero—. ¿Por qué te vas tan pronto?
—Hoy ha estado madame espiando Zarifa en el
palomar. Corro peligro.
—¿Me prometes que nos seguiremos viendo? —dijo él—.
Ya hablaremos de… de la cantidad.
Su rostro se camaleonizó del blanco al grana,
pero respondió con inusitada flema:
—Estoy empezando a sospechar que el Beschaffer quizá prefiera cobrar en especie… algo azul, le daré algo azul. Ya me las ingeniaré. Lo único que tienes que hacer es asegurarte de mi traslado a París si todo lo demás falla. Naturalmente haré el viaje en condiciones: aún tenemos que hacer números, pero como lo que vale una perdida, con moderación.
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