miércoles, 23 de julio de 2025

COMPRA POR PARTE DE UN PRE-DIVORCIADO

 


SUMARIO

1.-COMPRA POR UN PRE-DIVORCIADO

2.-THE SWIMMING MUMMY (CAPÍTULO 6)


1.-COMPRA POR UN PRE-DIVORCIADO

(Parecida consulta ya la hicieron en su día; no tengo nada que añadir)

Estimado consultante: el principal consejo que le puedo dar es que haga caso a su abogado y su notario: ellos tienen los papeles a la vista. Lo que yo puedo es darle una “visión de conjunto”, no ceñida al caso concreto que desconozco.

Tiene vd. razón en que mientras no se tramite el Divorcio en el juzgado, seguirá vigente la sociedad de gananciales que planeará sobre la compra del piso. Pero no debe pensar que está ante una situación binaria, o sea que todos los bienes son o gananciales o no-gananciales, como si hablamos de blanco o negro o de par/impar. Por el contrario los bienes comprados constante sociedad de gananciales, podemos situarlos en una multiplicidad de situaciones jurídicas de las que elegiremos la que más nos convenga. Estas son  las más importantes:

1ª.-Gananciales.-Los bienes adquiridos por un esposo o ambos, da igual, expresando en la escritura que se hace “para la sociedad de gananciales”, se registran con esta indicación (gananciales) y todos los actos de disposición (vender, hipotecar…) o actos de administración (dividirlos, construir pisos, alquilarlos…) sobre ellos deben otorgarse por ambos esposos. Dado lo que me cuenta, no creo que vaya a declarar lo que compra como “ganancial” ¿verdad? Así pues, descartado.

2ª.-Probados.-Sí se acredita con “prueba documental pública” (o sea, judicial o notarial) que el bien es privativo de uno solo, a pesar de estar vigente la sociedad, como tal (privativo) se inscribe. Sería el caso de que, por ejemplo, en la Sentencia de Divorcio le adjudicasen a vd. el piso que ya hubiese comprado. O, por ejemplo si un padre le dona a un hijo 100.000 euros mediante un cheque que se testimonia en la escritura de donación (prueba pública) y acto seguido el hijo compra un piso con este mismo cheque. Como tampoco es el caso, descartado.

A partir de aquí, puede interesarle alguna otra situación del bien:

3ª.-Unipersonales.-En este caso vd. compra “sin expresar que adquiere para la sociedad de gananciales”. Estos bienes se inscriben exclusivamente a nombre del adquirente (¿vd?) y están en una especie de situación de pendencia, porque aún no se sabe si acabarán como privativos o gananciales. En tales bienes, los actos de administración (dividirlos, construir pisos, alquilarlos…) los realiza exclusiva y libremente el cónyuge titular (¿vd?) sin  ninguna intervención del otro. Pero para los actos de disposición (venderlos, hipotecarlos…) necesitaría el consentimiento del otro cónyuge, pues regiría la “presunción de ganancialidad” del art. 1361 del Código Civil, es decir, mientras que no se acredite que el bien es privativo mediante prueba pública. También se les llama bienes presuntivos: están, como quien dice, a la espera de destino.

De todas formas, si opta por esta modalidad, conviene que en la escritura se consigne que “sin perjuicio de la presunción del art. 1361 CC, el comprador hace constar que el importe de esta venta le procede de su parte en el precio de la venta del piso…, efectuada conjuntamente con su esposa y habiéndose liquidado dicho importe al 50%, por lo que a la mayor brevedad posible se propone efectuar la prueba de la privacidad del bien adquirido”. Tendría que recordar al abogado que en el convenio anexo al Divorcio se incluya el reconocimiento de esta propiedad como privativa suya, lo que no parece disparatado si han repartido de mutuo acuerdo los fondos que me dice. Y comuníquele, o mejor anticípele, la operación a su “ex” por burofax.

Las situaciones siguientes son las más interesantes:

4ª.-Confesados: En estos bienes consta la “confesión” del otro cónyuge (el no-comprador) de que han sido adquiridos exclusivamente con recursos del comprador, a nombre del cual se inscriben. En este caso el comprador (¿vd) desde el minuto uno, puede realizar toda clase de actos de administración y/o de disposición. Y ello sin perjuicio de que la Liquidación del resto de la Sociedad de Gananciales siga en el juzgado “per secula seculorum” ya que con ello no se perjudica a ninguna de las partes. Si existe algún tipo de encono, basta que el “confesante” efectúe por sí solo la confesión en cualquier notario, facultando al adquirente para consignarla en su nombre en la escritura.

Por lo mismo, puesto que ya han llegado a una especie de liquidación parcial en la práctica de la sociedad de gananciales (con el reparto de ese precio) no parece muy difícil obtener esa confesión. A veces es bueno que intermedien los abogados.

Esta confesión se debe reiterar en el convenio regulador del Divorcio.

5ª.-Privados: Que no “privativos”, hablo de totalmente privados. Basta que los dos cónyuges o sus abogados o representantes se personen en cualquier notario y pacten el Régimen de Separación de Bienes para lo futuro; a partir de ahí cada uno podrá disponer y hacer lo que quiera con lo que vaya adquiriendo. Ello no prejuzga la situación anterior de la “sociedad de gananciales en liquidación”, que puede seguir liquidándose en el juzgado per secula seculorum y alegando cada uno de los ex-esposos lo que crea conveniente. Más o menos dirá “Pactan que, a partir del día de hoy, regirá entre ellos el Régimen de Absoluta Separación de bienes, pudiendo cada uno de ellos adquirir y disponer de los que le convenga. Ello sin perjuicio de las acciones tendentes a obtener la disolución del matrimonio por divorcio y de la liquidación de la sociedad de gananciales, que se lleva ante el juzgado nº 7 de Castroforte de Baralla, ni afectar a la situación relativa y/o derechos de ninguna de las partes personadas en dicho procedimiento”. Al módico precio de unos 100  euros, problema solucionado; conste que a ambas partes les interesa y, si no lo pueden hacer directamente, pueden nombrar abogados o terceros que les representen.

6ª.-Ajenos: presiento por lo que me dice que existe entre vd. y su esposa cierta contenciosidad o que tienen hijos menores; si no fuera así y estuvieran de acuerdo en los asuntos económicos, no hay que esperar nada para divorciarse: basta presentarse ambos en un notario, acompañados de su/s abogado/s, y el divorcio estará listo en cosa de un par de días a un coste que, si no hay cuantías importantes, no suele exceder de 300 o 400 euros.

En tal caso, ya no existiría vínculo entre vds. y los bienes respectivos serían ajenos.

 

No me parece buena idea lo de su padre; se generarían IRPF por la transmisión, aparte de que por imperativo de la “ley del blanqueo” el comprador debe acreditar la procedencia del dinero con que compra así como los efectos que utiliza y de donde le salen (cheques, transferencias…).

Pero, ya le digo, que el consejo bueno es que confíe en su abogado y su notario.


enriquerajoyfeijoo@gmail.com


En primera fila desde el restaurante


2.-THE SWIMMING MUMMY (CAPÍTULO 6)


6.-EL CUCHILLO DE OBSIDIANA

 

Al otro día, Gastón acudió a la cita. Así que se dirigió al lugar que Ochimiele le había indicado por medio del rollete que se había escondido en el guante. Se trata de un barco llamado El número once, atracado en la orilla derecha, pasado el puente de Kasr-en-Nil. Suele fondear algo apartado del resto, amarrado por una cabria a dos tamariscos, a menos de cien metros de la brasserie Karcher. Proa y popa cuadrada y la palabra Arqueologich visible bajo el nombre indican a las claras que se trata del barco de la misión alemana. No era la primera vez que ponía sus ojos en aquel objeto flotante, pero, de recién llegado, lo había hecho distraídamente, pensando que era un pontón: apenas sale a navegar y el casco está infestado de algas y almejas. Cierta conocida modista le insinuó que a bordo se ocultaba un refugio de tolerancia, pero, para una mente jacobina, ello no tiene porque ser necesariamente malo. De tarde en tarde se pasan por allí expediciones de estudiantes del Gymnasium Carolinum, ante los que el barón justifica lo chabacano de la decoración aludiendo a las costumbres locales y todos tan contentos. “Total, para lo que aprenden, no se le causa perjuicio a nadie, herr Gastón”. A menudo, también acepta discretos fletes en compañía de sensuales almeas para todo aquel que ignore que, en el trasfondo de todo esto, están los servicios de espionaje prusianos. Al barco en cuestión, ni se le pasa por la cabeza la remontada del Nilo en procura de los grandes yacimientos arqueológicos: Edfu, Menfis, Luxor; Prusia considera más práctico el seguimiento y depredación de los arqueólogos franceses, con o sin chantaje.

 Esquivó lavanderas y soldados que llevaban sus caballos a bañar hasta que consiguió llegar a la planchada. Tan pronto pisó el tablón, empezó a formársele una nausea en la glotis. A los alemanes, con su habitual perfeccionismo, les da por reparar y desinfectar momias a bordo. Por la escotilla de la bodega se filtraba un efluvio a sosa, grasa, ungüentos, goma y resina que Gastón se esforzó en percibir en su mente como rosas de Toscana. Consiguió repeler la arcada gracias a ese ardid tomado de la Filosofía estoica. Muy pronto se encontró bajo el toldo de la cubierta; una escalinata adornada con macetas de sansevieras, descendía al salón. La cámara, con seis ojos de buey y una claraboya por techumbre, daba acceso a los camarotes. A primer vistazo, se distinguía un diván color rata de alcantarilla algo enferma, una jofaina y dos toallas; una vez acostumbrados los ojos, ya veías más cosas. El lugar estaba muy solitario, no siendo dos marineros en caftán negro y escopeta terciada, que vigilaban al exterior: ¡Testigos raus! Sin duda le iban a echar las culpas de lo que fuera a pasar, fuese esto lo que fuese. Estaba cometiendo una fenomenal imprudencia. Acabo de entrar en territorio alemán en pos de una misteriosa desconocida. De verdad ¿qué me está pasando?

Se tranquilizó al ver un frutero de pisos sobre el aparador. Aquella acumulación de frutas recién lavadas, uvas, mangos, granadas y plátanos, hacia presentir la mano de Ochimiele. Remetió la camisa dentro del pantalón, se ajustó el lazo, se aplastó la coronilla para tapar la incipiente calva. En esto que escuchó un siseo proveniente de la zona de camarotes. Si se trata de una serpiente, dispara a bocajarro a la cabeza. Cuando comprendió lo que en realidad era, se llevó una gran alegría: una dama se acercaba arrastrando por el suelo la balayeuse, la pieza que protege los bajos del vestido. Era ella.

 El rostro era de esos que en Francia se llama de panadera, grande y blanco, pero de las mejillas irradiaba un nosequé de oscuridad. Su porte majestuoso la hacía parecer más alta, aunque quizá fuera efecto del conocido modelo de seda ocre con drapeados en marrón, guarnicionado de azul. El sombrero, adornado con pequeñas plumas de airón y orquídeas de seda, transmitió al profesor una promesa tan cierta de sensualidad, que no dudó en tomarla de los antebrazos. Así se admira un papiro apasionante y, ciertamente, el conjunto del pecho y la cintura tenían algo de vertiginoso. “Lo que se dice un cuerpo de pichón”. El cabello rizado, separado a ambos lados de la frente, no era del todo negro. Pero sin duda lo que más desconcertaba a Gastón era aquel centelleo opalescente en los ojos. “Supongo que toma baños de electricidad”, imaginó.

Un cruce de miradas bastó para que se reconocieran como perros de la misma ralea. La comunicación se estableció a base de sorprendentes intuiciones, puesto que el lenguaje verbal se vio entrecortado por un contrapunto de salpicaduras que restallaban como aplausos, al paso de paquebotes, cangas y dahabiyés nilóticas, que rebasaban a todo trapo su embarcación. Él: ¿Por qué desapareciste después de? Ella: No quería que me tomases por.

—…

—Sí —respondió ella a lo que fuera que él le había preguntado. Acto seguido, exhaló un lánguido suspiro demostrando que no había entendido nada, pero que lo había entendido todo.

Gastón la condujo al sofá apartando a puntapiés los taburetes taraceados de nácar que encontraba a su paso. Se alegró de haberse puesto el chaleco floreado cuyos mil botones le permitirían acompasar su ritmo de desvestido al de su pareja.

—Pero nos están escuchando, nos pueden ver —dijo ella al tiempo que subía su vista hacia una ventana circular, como si señalara a los marineros que vigilaban ahí afuera. La determinada obscenidad de su rostro desmentía aquellas palabras. La primera vez que tomó su boca le pareció un contacto frío, sin pasión. De nuevo ella lo apartó con ambas manos, pero fue para desanudar su sombrero. Se esponjó el cabello: las gruesas ondas hicieron centellear un inesperado reflejo cobrizo. En tanto ella no se desvistió, él contuvo dolorosamente su deseo; tan solo se escuchaba el entrecortado jadear de ambos, suspendido a veces por las imprecaciones lejanas de los marineros. La cintura infantil contrastaba con los pechos en esa forma de semi bellota que ¡ay! no sería él el único en conocer. Cadera escueta, muslos, sedosos y fornidos, casi de hombre, pero de homus eroticus, como Atinoo, aquel efebo de la antigüedad, digno de un Emperador.

—Pareces un galano muchacho con poca barba de momento —dijo risueño el profesor, seguro de no ser escuchado a causa del ruidoso tráfico fluvial.

Apareció la oscuridad del pubis, apenas velada por una combinación. Cayeron en el sofá, seguros el uno del otro, reconociéndose. Se mordieron como fieras: en la boca, queriendo arrancarse los dientes; en los labios, hasta sentir en el paladar el sabor acre y férrico de la sangre; en los pechos, embuchando en sus bocas grandes lonchas de sudorosa carne ácida; en las nalgas, que se dejaron marcadas por yagas circulares, babadas. Absorbieron la dulce fetidez sus secreciones, fueron colibríes libando el néctar de flores prohibidas; fueron sádica carnicería de leones; fueron un solo cuerpo de Siva provisto múltiples piernas, brazos, dientes y zarpas. Desgarrarse la carne, calentar las manos en sus entrañas, empapuzarse de la mierda de sus intestinos, succionar el tuétano sus huesos, arrancarse el corazón, ¡el corazón!, cuya glorioso pálpito extra corpóreo se mantuvo durante un par de infinitos segundos.

Cuando volvieron a su ser y creyeron conocerse desde la noche de los tiempos, él preguntó:

—Cariño ¿por qué nadie me dice con claridad como te apellidas?

—Me llamo Marie y espero que no sea un problema el que…

—Puuuuuu…. —pitó la sirena de un vapor.

El profesor inclinó la cabeza, como si aguzara los oídos para escuchar. Pero como en ese momento estaba pasando el escandaloso vapor de ruedas del recaudador de impuestos, no se enteró del final de la frase. Marie deslizó un dedo por la garganta, haciendo el gesto del degüello, sin abandonar un aire de seria gravedad, lo que no dejaba de ser escamante. Gastón no escuchó (o no quiso escuchar) más que el chapoteo de la rueda de palas, por lo que pudo improvisar la que consideró una respuesta adecuada para estas situaciones:

—¿Amor? Eso es poco, no puedo pensar en otra cosa. Te veo sin pausa en mis imaginaciones. Y ahora, cariñito, soy yo el que te hace la pregunta.

—Te quiero, te quiero tanto que seré tu esclava si tu…

Le tocó el turno a unos turistas que discutían a voces en el muelle sobre donde estaría esa condenada torre de Pisa. De toda la frase musitada por aquellos labios, apenas enrojecidos por unas gotas de sangre de origen incierto, solo entendió la palabra “París”.

—¿París? —dijo él dando un estirón seco a ambos lados de la pajarita—. Las chicas de allí son todas unas ridículas y el clima, fatal. Para que ir allí si… —pensó en cómo darle una forma inocente a la frase—, o sea, los médicos, sí, los médicos aconsejan a los tísicos que vengan precisamente aquí. ¡Aquí!

Le pidió que tensara las cinchas de su corsé, con cierto aire de hastío. “Algún día la moda liberará a la mujer de estas servidumbres”, pensó el ex-modisto de Coventry. Al cabo de un rato, Marie realizó un nuevo intento de volver al monotema, desgraciadamente interrumpido por la escandalera de una discusión de estibadores:

—¿Crees que yo...  dificultades familiares... viajar... París? —Su áspero francés aún era el de Moliere, pero había olvidado casi todo ese argot que sirve para captar los matices que se deslizan entre dientes.

—¿Qué cuando volveré a París? Ah, no me hables, no me hables. Estoy viendo que este dichoso enredo me entretendrá aun unas semanas. Tengo que hacer entrar en razón a un viejo testarudo que me vuelve loco.

Ella torció el rostro un casi nada, como si rechazara que fueran a tener un disgusto su primer día de relaciones y el problema que presentía se pudiera arreglar más adelante.

—Sí, es muy natural lo que me estás diciendo —dijo sin dejar de abrocharse algo por detrás de su cintura—. Pues no se hable más.

La ayudó a calzar sus vinosos botines de cabritilla, firmados François Pinet. El torneado del tobillo era enloquecedor y si el desvestido no fuese tan complicado como una operación militar, Gipini se hubiera animado a una segunda sesión. En vez de eso, preguntó:

—¿Podré volver a verte?

—Siempre que quieras. Pero aquí, ante tantos ojos invisibles, corro un gran peligro.

—Entonces ¿no eres libre?

—Si se sabe lo nuestro soy mujer muerta. No puedo decir más. En sociedad no te conozco.

—Pero ¿quién te quiere de esa forma, hasta la muerte? —insistió Gastón.

—El problema es que no me quiere como mujer, sino para otras cosas, otras cosas —Movió la cabeza con los labios apretados: aquello, lo que fuese, era un gran secreto.

—Yo te quiero mucho.

—El querer no tiene apellidos —dijo ella—. Querer mucho es lo mismo que no querer nada.

—Je t´aime.

—¿Ves? Así es mágico.

Y por un instante, Gastón sintió magia. Esos ojos ardientes, esa alegría irradiada por un Sol particular, esos pechos exóticos que de buena gana disolvería a lengüetazos. El cabello brillaba y se oscurecía al compás de los montones de paja que tapaban las ventanas y en realidad eran pacas de heno que pasaban a bordo de barcos que rebasaban al Número once. Después apareció en el portillo el rostro de una vaca embarcada sobre una balsa, y luego desapareció, y era una mirada de tal dulzura como jamás había podido sospechar. Y también pasaban montones de cacharros que no dejaban ver el barco que llevaban debajo, desplazando al piloto que colgaba de un palito a popa, como el jilguero en su jaula, y que arrancaban una sonrisa en aquellos labios, ordenándole de nuevo que los besara.

—Estoy deseando volver a verte.

—¿Aceptas la condición de que no nos veamos en público?

—De acuerdo, no se está tan mal a bordo —dijo Gipini con media sonrisa—. Puedes estar segura de que no se lo diré a nadie —no me atrevería.

—Hay un problema. El Número once viaja con frecuencia a Alejandría, pues los alemanes están incrementando su plantilla. No se puede confiar con él.

—Si el barco alemán no sirve, me temo que será imposible encontrar otro lugar en El Cairo donde yo no sea detectado —dijo en un tono tan respetuoso que desmentía la ironía de sus palabras—. ¿Qué podemos hacer? ¿Vernos en la cámara de esa pirámide caníbal que dicen que han descubierto?

—Tontorrón. Escucha, amor. Existe una casa en el boulevard Mohamed Alí, no lejos de la mezquita del sultán Hasan —dijo ella con seguridad tal que descorazonó una pizca al profesor, como si tuviera previstas al dedillo todas las vicisitudes de una relación vicaria. Prosiguió—: Dicha casa es propiedad de una comadrona de los harenes kedivales llamada madame Zarifa que vive en la isla de Gazira...

Mientras se colocaba los guantes Marie prosiguió dando sus instrucciones con ese tono profesional que mortificaba a Gipini, pero no más que el zumbido de un moscardón. ¿Mañana?

—A mediodía la casa será tuya —asintió él—. Pídeme que compre todo El Cairo y verás.

—No olvides que si nos ven —dijo ella— habrá más de uno que quiera hacerme cosas horribles. Nunca lo olvides. Y que mi amor... —al llegar aquí su voz fue acallada por el chapoteo del buque-correo de Esna.

—... de París —eso fue lo último que el profesor escuchó. Eso y el graznido de los cormoranes, que por aquél muelle abundan sobremanera.

Se fue no sin dedicar antes otra sonrisa radiante a Gastón. En el chaleco de éste quedo impregnado largo rato el olor de Marie: caliente y húmedo, como vapor de mar; un mar orgánico, con grasas y tejidos de animales que se abren, preludiando la corrupción. Un olor a perdiz faisandé, un tufo que desasosegaba hasta los tuétanos al gran Gastón-Camille-Charles.  Quisiera verla de nuevo, descansar, soñar con ella, con su forma salvaje de hacer el amor; quisiera estar ya enredado en nueva trifulca amorosa, sin tiempo siquiera de ir y volver a por una muda limpia al hotel del Oriente.

 

Cuando al fin encontró una pista, Kabis recuperó la esperanza. Le costó una noche de insomnio dar al descubrimiento la importancia que merecía. Vivía en una casa con mashrabiya en el barrio de Kalili, propiedad de su madre. La pobre se pasó la noche llevándole valeriana con miel, que era el capricho de su hijo solterón al que ya había desesperado de casar. A las seis, cuando ya despuntaba el sol tras la fortaleza, se sentó en el escritorio y escribió sendas convocatorias a Ismet-Pachá y a Salomón Fernández. A las ocho se encontraron en la Sala de Juntas del SASA. De los cinco miembros no estaban más que tres: Companyo se había contagiado el tifus de un paciente, en tanto que Makrizi estaba de maniobras.

La reunión duro una media hora. Kabis expuso los antecedentes, en realidad un tanto embarullados, y luego anunció que tenía indicios de que el caso de la pirámide caníbal empezaba a moverse.

—Algo significativo, espero —dijo Ismet mientras miraba a Kabis de un modo entre retorcido y perplejo.

—Alguien va a matar a Gipini para comérselo ¿le parece poco? —dijo el aludido con una sonrisa expectante en el rostro.

—No esperáramos menos viniendo de usted, Kabis —se burló Ismet que hurgaba la oreja con violentos giros de la recrecida uña-meñique—. La última vez ya nos anunció la segunda separación de las aguas del Mar Rojo ¿o fue algo sencillo, como el Fin del Mundo?

—No me puedo creer que me hayan arrancado de los brazos de Morfeo para esto, es que no me lo puedo creer —protestó Fernández; pero los otros entendieron que de todas formas le daba igual. Era un hombre fofo, de gestos pesados, con el cutis de un cadáver de seis días recién desenterrado.

—Pronto se va a despabilar, señor —anunció triunfal Kabis—. Por cierto, Simón, antes quería preguntarle unos detalles técnicos…

—Me llamo Salomón.

—La pregunta, señor Fernández, es si el pueblo de las pirámides -en paralelismo con Méjico- practicaba la cirugía por una cuestión estrictamente alimenticia.

—¿Tengo que responder? —se quejó Fernández—. Ya he contestado a esa pregunta un millón de veces ¿va a servir para algo?

El esputo de Ismet hizo una hermosa parábola y acertó en pleno centro de la escupidera de mayólica azul y blanca. Toda una vida ensayando y al fin lo había logrado. Dijo:

—Responda Fernández. Acabemos de una vez. Si el kedive ha colocado a Kabis en nuestro departamento será porque tiene alguna virtud oculta, muy oculta.

—Sí se leen libros se aprenden cosas, señor Kabis —accedió Fernández—. Los libros no matan ni siquiera transmiten la sífilis. Por lo que hace al canibalismo hay que distinguir el de carne mollar, que en este tipo de reinos (aztecas, faraones...) se entrega a los carniceros para alimento del público en general, del de vísceras, que no tiene nada que ver con aquel. Se trata de magia. El corazón, por ejemplo, se extrae de una forma quirúrgica para adquirir el coraje del comido. La digestión del cerebro proporciona la absorción mágica de la inteligencia. Lo mismo los órganos sexuales, el hígado, etc.

—Esos productos mágicos ¿pasaban por la tabla del carnicero?

—¿Está usted loco? —una leve sonrisa irónica asomó al rostro de Fernández—. Estamos hablando de las vísceras de personalidades, a veces un rey enemigo, un gran filósofo, un poeta, exquisiteces, ¿entiende? Estos productos quedan al margen del procedimiento tradicional. Su extracción se confía a sacerdotes, se lleva a cabo con cuchillos obsidiana, se conservan en jarras de piedra verde...

—Es lo que yo pensaba —dijo Kabis—. Los simples canales de carne humana eran cuestión alimenticia; en cambio, el tráfico de vísceras, se encaminaba a absorber por vía mágica las facultades del comido. Un tema que se relaciona con la medicina. Mmm… El detalle del cuchillo de obsidiana podría ser más importante de lo que nadie podría haber jamás imaginado. Bien, esa información se ajusta como un guante a la nueva pista. Les explicaré lo que sucedió ayer:

“Estaba harto de haber perdido el día siguiendo al sospechoso, un pícaro como buen francés. Entonces tuve una inspiración y entré en el Museo. Estaba tan cansado que me quedé dormido en un sillón de la sala de las urnas de cristal...

—¿La que tiene el techo pintado de estrellitas? —dijo Ismet—. Ahora lo entiendo. Usted vio las estrellas, la noche y ¡pataplaf! En su sueño, se imaginó almorzando a todo un profesor del Collège de France.

—Si se enteran los franceses nos declaran la guerra y ¡adiós negocios! —dijo Salomón.

—... cuando me desperté sucedió algo muy curioso: era incapaz de dejar de mirar una urna de cristal que tenía frente a mí. Dentro hay un cojín de terciopelo verde.

—No lo aguanto, Kabis, es que no lo aguanto —dijo el pachá que a continuación falló por poco el nuevo salivazo—. Me viene usted a contar el color de los cojines de Bulaq.

—... en el terciopelo del expositor se dibujaba con toda nitidez el contorno del objeto que alguien había robado de allí. La distinta decoloración del tejido, debida al sol de la ventana, había perfilado la forma espectral de una especie de flor de lis. Pregunté a Hamzaöui que vigilaba aquel día el museo y se puso a temblar como un olmo. Respondió a mi pregunta que, en el cojín, había estado expuesto el famoso cuchillo de obsidiana del rey Escorpión. Robado o retirado por alguien.

“Si alguna pieza tenía que estar vigilada, era esta. Iba a ser la estrella del pabellón egipcio en la Exposición Universal de París. El cuchillo sirve para lo que suponemos todos: para la extracción quirúrgica de las vísceras mágicas, singularmente el corazón. Tenía grabado un Anubis, el dios de cabeza de chacal, que se inclina sobre Osiris, extendido sobre una mesa con el pecho abierto de par en par.

—¡Un momento! —dijo Ismet—. Osiris es el dios de los muertos. ¿No puede ser que el cuchillo se usara para la momificación?

—Si está muerto Osiris se representa de color azul. Pero en este caso estaba representado por una incrustación de carnalita, la piedra que tiene el tono más parecido a la carne humana. Es un Osiris vivo a quien se arranca el corazón. Y por si hubiera alguna duda en el mango está inscrito el jeroglífico de la taza.

Ismet, tan intrigado como incrédulo por las declaraciones de Kabis, rodeó la mesa y se fue a sentar a su lado con aire paternal. Cuando se hubo sosegado, dijo:

—Y según usted Kabis...

—Latour no sabe traducir jeroglíficos. Tiene el descubrimiento del siglo en la mano y la ocasión de mostrarlo al mundo: la Exposición Universal. Sabe que es su última oportunidad de bailar con La Fama; su tiempo se agota. Ha decidido asimilar por vía mágica los conocimientos lingüísticos de Gipini: griego, latín, lenguas europeas modernas, arameo, árabe clásico y actual, turco, las tres lenguas jeroglíficas (jeroglífico, hierático, demótico), hitita, koltrech, persa, azteca, etc. etc. Por supuesto me refiero a que eso es lo que piensa él, en su mente perturbada. ¡Descuide, yo no creo en canibalismos mágicos! Pero todo el mundo, incluso él mismo, dice que se le va la cabeza. Tuvo que ser el mismo Mamur quien retiró el cuchillo de la circulación; solo él tiene acceso a los objetos expuestos. ¿Me quieren decir que otras pueden ser las intenciones de un perturbado que hace eso? ¿Alguien tiene una idea mejor

—¿De verdad sostiene usted que Latour es capaz de desayunarse unas tostadas xe sesos de Gipini? —dijo Ismet mientras le pasaba un brazo por los hombros.

—No sería la primera vez, jefe. En 1873 apareció en la Rest House un cuenco de piedra verde que contenía partes de un corazón y un hígado, acompañados de calabazas, cebollas, ajos y cus-cus.

—Pero no eran de nadie conocido; este es un país cuya geología consiste en trillones de restos humanos —replicó Ismet.

—Sí que lo eran, sí que lo eran —dijo Kabis con ojos angelicales—. Por aquellas fechas desapareció alguien.

—¡Cállese! —dijo el pachá que quería olvidar aquel caso. Bastantes complicaciones había causado el asunto de la desaparición del coronel Amstrong y ahora, de nuevo tenían un cuerpo expedicionario británico en el Delta dispuesto a ayudarles. Cambió de tema—: ¿Qué sabe de los esfuerzos de nuestro amado amigo-enemigo Gipini?

—Está como nosotros. Tengo a sueldo sus criados, pero no hay nada interesante: sabe que Latour ha descubierto una pirámide parlante, que media docena de personas de su entorno pueden estar en el ajo y que el hallazgo se circunscribe al subsuelo de la Rest House o unas docenas de pasos alrededor. El resto es tan misterioso para él como para nosotros. Jefe... —añadió Kabis.

—Es difícil seguir sus argumentos, pero ojalá… ¿se le ofrece algo más? —dijo Ismet.

—¿Me merezco algún premio? A Makrizi le dio 500 libras cuando descubrió el robo de la Sala de los Antepasados.

Ismet se señaló la frente en dirección a Salomón como diciendo “pues en realidad el chico piensa”. Luego aclaró:

—Le serán pagadas de la caja si se cumplen sus fúnebres predicciones. Y además le propondré para una recompensa del doble. Si resulta que tiene razón y Gipini muere, se montará tal escándalo que propondremos al Consejo de las Potencias un Service des Antiquités egipcio y a Ahmed Kamal como su primer director.

—Pero ¿no vamos a impedir el crimen? —dijo Fernández que aprovechó para hacerse con la bandeja de los frutos secos.

—Si alguien impide que Latour absorba por vía alimenticia a Gipini recibirá cien bastonazos.

—¿Qué? —el anticuario no daba crédito a sus oídos.

—Señor Fernández —dijo Ismet—; nosotros somos un servicio secreto, una especie de espías arqueológicos contra nosotros mismos. ¿Cree que somos policías de porra y pistola? Nuestra utilidad no se demuestra en las encuestas criminales sino en ganar laureles para Egipto. Y he aquí como se revela en este caso la aguda perspicacia del Augusto. Ha colocado en nuestra unidad al único hombre capaz de transformar un leve delito de presente en un asesinato futuro, un crimen lleno de concomitancias agradables. ¡Deshacernos de Gipini y Latour de una tacada! —Una mirada sesgada de su jefe reveló al policía lo que éste había callado: ¡Y de Kabis!—. Una joya, nuestro Mark: basta que diga “¡Oh, un saltamontes!”, para que en el acto se desencadene la plaga de la langosta —el aludido apretó los labios—. Para colmo, el probar la acusación contra el culpable, será un juego de niños: nadie en Egipto está tan loco de comer la inteligencia de un monsieur grasiento de gruesa barba negra. Si ya es molesto un pelo en la sopa… Nadie excepto Latour que le había escrito en una carta a Riyad Pachá: “Desde hace algún tiempo le reconozco que ya no soy más yo mismo y creo que pierdo la cabeza”.

—Ordena algo más, excelencia —dijo Kabis doblado por la cintura ante el Bajá.

—Escuche, le voy a dar la orden que más anhela un funcionario.

—¿Cuál, magnífico señor?

—Que no haga nada.

 

Cierta brevedad que Gastón y Marie asignaban inconscientemente a la relación colaboró para que aquel amor fuera de los grandes. Su concepción mutua de la vida como un camino a gozar sin pausa, hizo que, cuando tuvo lugar aquella cuarta cita en una semana, les pareciera que llevaban una vida juntos y empezara ser necesario aclarar algunas cosas. La casa alquilada a madame Zarifa estaba pintada en color verde pistacho y distribuida a la turca. En un soplo los objetos habían adquirido contextura doméstica, como aquellos con los que conviven los viejos matrimonios y que, desde luego, forman parte de la historia de la familia. En la alcoba principal el moblaje se componía de un gran diván turco forrado de símil-seda gris, bordado en hilo de plata, que servía de asiento durante el día y cama durante la noche. La práctica del amor, al frotarlo contra el suelo de teca encerado, arrancaba del mueble arpegios entre estomacales y tamboriles: purru-pum, purru-pum... Entre los demás muebles, lo más sobresaliente eran diversos veladores y taburetes con incrustaciones de nácar. Unos nichos abiertos en las paredes, cubiertos de mármol o de taraceas de ladrillos y azulejos persas, contenían porcelanas de la compañía de Indias, vajillas de plata, tazas de café, condones, pequeñas copas de filigrana, narguilés y pebeteros. En el suelo, esteras, tapices bastante gastados y una piel de leopardo con ojos de vidrio. Era de creer que, si la dueña sospechase que faltase algo del equipamiento standard de un niditodeamoregipcio, lo habría puesto también. El gran lujo era una bañera rodeada de un mueble de madera con columnas y espejos que para sí quisiera París. En cuanto a la terraza, se veía allí un lavadero, un palomar de digna cochambre y la consabida vista espectacular: de un lado, la Ciudadela, del otro la rectilínea perspectiva del nuevo boulevard Mohamed Alí. El vecindario, a derecha e izquierda, sendas casas en las que habitaban mujeres, lo que las volvía invulnerables a cualquier curioso, o simplemente pesado.

Madame Zarifa, a la que quizá unas manos demasiado regordetas habían forzado a abandonar su primitivo oficio de comadrona, llamó a la puerta al cuarto día para firmar los contratos. Marie que había empezado a desnudarse estaba en combinación. Él, había arrancado ya los botones de su bragueta: era hombre de urgencias. No obstante, madame, con sonrisa rutinaria en su rostro, se empeñó a hacer una rápida relectura:

—… El arrendamiento, a dos años podrá ser denunciado por el inquilino con seis meses de antelación. El personal de servicio comprende un portero, una doncella y un cocinero y... —la casera, al escuchar los suspiros de la pareja, se compadeció—: Firmen aquí.

Cuando madame salió, penetró por la puerta la voz engolada del muecín que llamaba a la oración en la cercana mezquita del sultán Hasán.

—Zarifa parece una mujer demasiado experimentada en ciertos asuntos —dijo Gastón con un parpadeo espasmódico. Pero Marie dijo “Tonto”, como si nada pasara, y él, pensándoselo mejor, se lanzó a la refriega.

El diván estaba recubierto por un tapiz púrpura, pero, si no estuvieran tan arrebatados, hubieran podido advertir el pringue de coñac entre las sábanas, migas de pan e incluso, residuos fósiles de otros amores que no databan de la Edad de Piedra. Pero Gastón no estaba en condiciones de protestar por el alquiler: sus gemidos eran largos densos, táctiles como los de un gato en febrero, a diferencia de los de ella, cortos y débiles. Pero cuando acabó el amor se abrió entre ellos un silencio inquietante. Rien ne va plus. En realidad, no tenían nada que ver el uno con el otro.

—Aún no me has dicho ni siquiera cuantos años tienes —dijo él al tiempo que ella abrochaba por detrás los corchetes mientras inclinaba la cabeza hacia delante y dos cortinas de pelo tapaban sus ojos.

—Dieciocho, veinte quizás. Mi padre fue incapaz de precisar el dato al oficial de la misión francesa que quería inscribirme en el registro civil. Lo había olvidado. ¿Recuerdas nuestro pacto?

—¡Claro! ¿A qué viene tanto misterio?

En ese momento el rostro de ella se llenó una cierta gravedad inesperada.

—Depende. Depende de lo que yo sea para ti.

—¡Cuantas veces tengo que repetirte que eres mi amada!

—Para amenizar su estancia en El Cairo, monsieur, i presume.

Gipini comprobó con disgusto que ella se había colocado ya la chaquetilla que era de corte princesse, a rayas blancas y negras.

—¡Te tenías que haber vestido ya!

—No hay que gastar toda la pasión en un día y no me has respondido.

—Marie, quiero que entiendas esto: soy un aventurero, hoy en París, mañana en Méjico. Es bello, pero peligroso. Pero yo siempre volveré a Egipto para...

—Aaah, ya caigo: un amor en cada puerto.

—Bah, tú tampoco eres de las de bata y pantuflas, no me creo que andes tras una boda ante un abad calvo, contrato matrimonial ante notario en redingote y todas esas sandeces, no me lo puedo creer ¿a qué no?

—No tienes ni idea, parece mentira que seas tan listo y tan tonto. Ah, déjalo ya, listotonto. Lo único que quiero saber es cuando vuelves a París y si eso va conmigo… o no. ¿Está claro o quieres que te lo repita?

—Ah, París, era eso, calla, calla, no me lo recuerdes, hay un viejo carcamal que me vuelve loco.

—Vale, imaginemos que ya has reglado tus asuntos con el viejo chocho. Volveremos juntos ¿verdad? Un pasaje para dos en Messageries marítimes. ¡Te juro que no tendrás que avergonzarte de mí, corazón!

—Mmm… me acordare de ti ¿te he fallado alguna vez? Aunque inicialmente habrá que tener en cuenta que opto al Instituto. Se exigen hombres de vida intachable.

—Y no estaría bien que te vieran en compañía de una… He pensado mucho en eso esto días. Créeme, estamos en vías de superar el problema. Tengo un plan.

Algo estaba pasando por aquella linda cabeza, y no era sano. Todas las conversaciones seguían un mismo patrón. Dime una cosa, amorcito ¿es cierto que ahora el polisón se sujeta con una piecita llamada fuf? Temblaba de ansiedad esperando la respuesta. A lo largo de la semana preguntaría una docena de veces si flores de tela sí o flores de tela no; exigiría respuestas concretas sobre el velo en los sombreros; pediría explicaciones detalladas sobre donde conseguir seda de primera calidad.

—Jamás te he faltado al respeto —y añadió, viendo que ella ya se ataba el sombrero—. ¿Por qué te vas tan pronto?

—Hoy ha estado madame espiando Zarifa en el palomar.  Corro peligro.

—¿Me prometes que nos seguiremos viendo? —dijo él—. Ya hablaremos de… de la cantidad.

Su rostro se camaleonizó del blanco al grana, pero respondió con inusitada flema:

—Estoy empezando a sospechar que el Beschaffer quizá prefiera cobrar en especie… algo azul, le daré algo azul. Ya me las ingeniaré. Lo único que tienes que hacer es asegurarte de mi traslado a París si todo lo demás falla. Naturalmente haré el viaje en condiciones: aún tenemos que hacer números, pero como lo que vale una perdida, con moderación.

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