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Colección Eduard Toda en el MAN (Madrid): La mejor egiptología de España |
1.-THE SWIMMING MUMMY (Capítulo 2)
2.-OJO A LOS DIVORCIOS AMISTOSOS
2.-UNA COQUETA SE CRUZA EN EL BOULEVARD
—Gastón Gipini
—correspondió el francés a la presentación. Kabis echó atrás la cabeza,
delatando que al tal Gipini (que no Citroni), ya lo había visto antes.
—¿Gastón? —exclamó
el primer ministro alzando los brazos—. ¿Así, el nombre, nada más? ¿A secas?
¡Vamos, monsieur Gastón-Camille-Charles! ¡No sea modesto! Es usted una
celebridad mundial. El sabio de los sabios. El heredero intelectual de
Champollion. ¿Acaso existe otro en el mundo que lea los jeroglíficos de corrido
como si fueran el Times o el Débats?
—No me adule, se lo
ruego, no merezco ni la mitad de esos elogios.
—No le adularé, no
se preocupe, no le diré a nadie que ha sido usted nombrado profesor del Collège
de France antes de haber cumplido la edad mínima, ¡igual que Napoleón,
general antes de los treinta!
Y se descubrieron los respectivos tarbuch y el salacot, para despedirse. El policía, que no tenía sombrero que quitarse, se despidió al estilo militar. Da igual, ni le habían visto. Había retornado a su estado natural de invisibilidad.
Los restantes
antecedentes de este savant es fácil
espigarlos, si uno es policía y tiene la paciencia de leer entre líneas los
boletines bimensuales del Collège.
Gipini era parisino contra lo que pudiera indicar su apellido toscano. Éste le
había sido prestado por el marido de su madre, si bien él era hijo de una
relación anterior con un español llamado Lejarreta, una mezcla de espía y
estafador. De él heredó Gastón ese carácter aventurero y tornadizo según el
veredicto de sus profesores del liceo Louis-le-Grand. Enfocó ese ímpetu a la
Egiptología con motivo de dos hechos fortuitos: una granizada que le obligó a
refugiarse en la Sala de los Papiros del museo del Louvre y un jefe de estudios
con el que en ese momento estaba paseando, que conocía el significado de quince
o veinte jeroglíficos. El joven abrió unos ojos grandes como platos al ver como
su tutor extraía significados ocultos de aquellos dibujos mágicos. Tras unos
meses de gastar codos, Gastón descifró los que faltaban y orientó
definitivamente su futuro. En diciembre pasado, sus méritos le habían valido el
ser nombrado profesor del Collège de France meses antes de haber cumplido la
edad reglamentaria (30 años).
A día de hoy, el
encargo diplomático que le había hecho el canciller francés, Willian
Waddington, podía considerarse cumplido. Gastón tenía reservado pasaje de
vuelta en el Sumatra (2500 tons., capitán Fear), un paquebote de dos chimeneas
fondeado en el puerto. En cuanto al viaje hasta el puerto de Alejandría, lo
mejor es el moderno ferrocarril. En un par de días estaría embarcando. Y que
deliciosas conversaciones se podrían tener con esas pasajeras que usarían
vestidos trotteur a cuadros (Gipini
era experto en vestimenta femenina) y te explicarían como construyó Moisés las
pirámides; mientras, un Mistral racheado, expondría sus enloquecedores
tobillos. Sí, cuanto antes estuviese de vuelta, antes cosecharía los resultados
de su éxito: no era tan joven que no pudiese aspirar a una plaza en el
Instituto de Francia. A su edad Rougé ya ocupaba un sillón en la Academia de
las Inscripciones y las Bellas Letras.
Una persona sensata
tendría listo el equipaje. Pero algo le retenía en El Cairo. El caso es que la
insensatez que le andaba rondando la cabeza ni siquiera era digna de él. “Sería
digno de mí el retrasar el regreso, por ejemplo, para presenciar un descubrimiento.
Algo así como la apertura de la tumba inviolada de un Faraón”.
—Eso al menos sería
una bella aventura.
“¡Cerdo! ¡Verraco!
¡Babosa! ¡Vómito! Sí, tú, Gipini, chivo hediondo, confiesa el verdadero motivo
de tus vacilaciones, so libertino. Una gran verga erecta, eso es lo que eres.
¡Obelisco con patas! No te justifiques diciendo que te quedas para participar en
un Descubrimiento o para hacer algo por la Gloria. No. A ti lo que te pasa es
que te has cruzado en el boulevard con una mocita muy coquetona. No insistas
con las grandes ideas ¡Oh la Egiptología! ¡Oh la Ciencia!”
Las potencias del
alma de Gipini a menudo se enfrascaban en una discusión interior y eran
perfectamente capaces de contradecirse a sí mismas:
“¡Un momento
Mefistófeles! Mi único fin es comportarme como lo que soy: un caballero.
Aquella niña necesitaba ayuda: acababa de ser atacada (o algo así) por un
animal volador. Su acompañante, el enano de la rosa de té en la solapa, en vez
de prestarle consuelo, va y la reprende: ¡Estoy harto de que le des cacahuetes!
¡Se echa encima cada vez que pasamos! Un par de disparos de pistolete pusieron
fin al incidente. ¡Esa mocita necesita que la quieran! Por lo demás, si quieres
saber mi opinión, querido daimon privado, la encuentro del montón. ¡Por Dios,
si parece un ama de cría!”
“Fea. Sostienes que
suspendiste tus preparativos de retorno por una feúcha. Una fea con busto de
pichón, cintura de avispa y esa mirada incandescente que te quema por las
noches y te mantiene insomne y sudoroso”.
“Bueeee… Pongamos
las cosas en su contexto. Desfilaba con majestuosidad, cierto, pero ¿acaso se
puede juzgar una hembra con los mismos criterios que a un capitán de húsares? Y
la mirada era misteriosa -Gastón está seguro de que se le clavaron aquellos ojos
color canela-, pero encuentro el rostro demasiado ancho y blanco”. En
controversia consigo mismo, se auto reprende: “¡Te prohíbo que la ofendas! ¿Es
que no puede ser que te hayas precipitado al encasillarla como una criada de
cierta categoría?”
Intentó racionalizar
los hechos, que no eran más que cuatro bobadas. Anteayer, un par de días antes
de su audiencia con Riyad Pachá, había rendido visita de cortesía a Latour en
su famoso Museo Egipcio, sito en los muelles de Bulaq, sobre el Nilo. Éste se
disculpó con la diabetes (“Tengo la cabeza en ninguna parte”) y la visita se
redujo a dos o tres comentarios sobre el tiempo “El chamsín ventando
desde el Sur: nunca por esta época. Este año llovió tres veces. El clima está
cambiando. Etcétera”. A la salida, mientras caminaba en paralelo a la verja del
Museo, presenció cierto incidente que no sabría describir más que por
aproximación: un pequeño animal aéreo se abalanzó sobre la pamela de la
muchacha; por un segundo su rosa de tela se convirtió en un remolino de tules;
tras la travesura, el bicho intentó ponerse a salvo en un árbol; antes que lo
consiguiera, su maduro acompañante -el tipo del capullo amarillo-, abrió fuego
con una Derringer y, ¡ptaf! ¡ptaf! El profesor quedo horrorizado al
fijarse en que a la joven le había quedado el escote pringado de sangre. Cuando
alzó la vista y sus ojos se cruzaron, creyó percibir una muda llamada de
socorro. Naturalmente, un científico sabe que las lágrimas femeniles, a menudo
se fingen; y que los sobresaltos, se prestan a la ficción de la inocencia.
Estamos en El Cairo, mec, la ciudad donde nunca se suben las faldas.
Apenas dos detalles, pero muy intensos, quedaron taladrados en su mente: el
brillo indómito de su mirada y la forma inusual de aquellos pechos, que le recordaban
a algo que tiene que ver con las ardillas, lo tengo en la punta de la lengua…
Los drapeados oprimían el vestido y sugerían, en su cierta tenue alteración, el
contorno de los pezones…
—¡Y eh aquí al gran
hombre paralizado como un pipiolo! —temiéndose una artimaña de periodistas -él
es quien es-, había abandonado el lugar a paso ligero.
“Y sin embargo ¿es
razonable embarcarse a París llevando encima este desasosiego? ¿Esta tensión
que me impide concentrarme como me gusta, sentado a solas con mis queridos
papeles? Volver así ¿no sería como cargar con la malaria? ¿Qué puedo perder por
un par de semanas? Tal vez sólo se trate de una cocotte con vestido beige…, no, ocre. En estos balnearios tipo El
Cairo abundan mujeres muy sueltas, no hace falta que me lo repitas, madame
Lejarreta. Volveré a casa curado de este estúpido... ¡catarro! ¿Yo enamorado? Esa palabra ni la pronuncies, mamá. Las
pasiones de Cupido han sido creadas para dulcificar la tediosa vida de las
personas corrientes. Los grandes hombres no necesitamos de tan vulgares
estímulos, estamos al margen de semejantes... ¡pamemas!”
Gipini siempre se
había representado su trayectoria vital como una carrera de honores (cursus honorum) a la romana, un viaje en
el que, cada estación, está perfectamente programada, lleva a la siguiente, y
en el que última se llama La Fama. Jamás se habría perdonado una conducta
vulgar. Tras acabar sus estudios summa cum laude en el famoso Liceo,
entró en la Escuela Normal Superior -esa fábrica de líderes- donde destacó por
su precoz erudición en varias lenguas, sin excluir el sánscrito ni el
jeroglífico. Era capaz de traducir de cabo a rabo en ocho días no importa que
texto inédito. Al cabo, se haría expulsar de la Normal porque en un artículo en
L´ Avenir defendió la enseñanza del
impío Voltaire en las escuelas. Se negó a aceptar el indulto a cambio del
sometimiento. Esto le había granjeado grandes enemigos y grandes amigos.
¡Perfecto! ¡Un joven que quiere medrar necesita abundantes dosis de ambos!
Un hombre de este
calibre no puede admitir -ante el supremo tribunal de sí mismo- motivaciones
ridículas para sus actos. Los flirteos son para los petimetres de chalequillo justaucorps y bastón de caña enmangado
en plata. ¡Dios mío, el famoso Amor a la Romeo y Julieta! ¿Cuándo el Mundo se
dará cuenta de que los que son como él están hechos de otra pasta? Todas esas
ideas rondaban por su cabeza mientras regresaba a su residencia en el Consulado,
tras la visita. Pero se trata de un largo paseo y, a la altura del zoco de Kan
el Kalili, otra idea se superpuso a la anterior: desde un punto de vista
exclusivamente técnico, podría considerarse un golpe de suerte el avistamiento
de aquel curioso espécimen hembra euro-egipcio. Con un pequeño aplazamiento de
su retorno a Francia, podría servirse de la moza, -si ella quisiese, eso va de
suyo-, para efectuar algunas mediciones científicas que facilitasen la
comprensión del escurridizo Papiro (perímetro craneal, distancia entre ojos,
torus superciliaris, etc.) La raza egipcia mantiene sus estándares a lo largo
de los siglos y ¡cuanto podría hacer avanzar nuestros conocimientos una
exploración técnica en laboratorio! Estos brutos del Museo no saben distinguir
el cráneo de un japonés del de un alemán.
Pero, además de
aquel motivo, que un malpensado podría considerarse algo dudoso, tenía otro de
lo más intachable. Se había presentado lo que él denominaba una Ventana de Oportunidad. Su Plan de Vida
estaba programado al milímetro y decía que ahora tocaba frecuentar los salones
de París para optar a una plaza en el Instituto de Francia. Pero su conciencia
admitía ciertas circunstancias (Ventanas de Oportunidad) que volvían lícitos pequeños
desvíos del Programa siempre que estos redundasen en una mayor perfección de su
cumplimiento. Lo cierto es que acababa de presentarse una afortunada casualidad
que probablemente acercaría las palmas se académico a su bocamanga.
La Ventana la abría
la incompetencia de Latour con las traducciones. ¡Una carencia pasmosa en quien
se llama a si mismo egiptólogo! Se decía que, largos años en el ambiente
oscurantista del Egipto mameluco, le habían hecho olvidar sus estudios. Pero
Gipini pensaba que tenía que haber otra explicación para el caso de un
científico que no había dado una sola línea a la Ciencia. Latour, cierto, había
realizado descubrimientos asombrosos, como el Mausoleo de las Vacas Sagradas,
pero, a la hora de publicar su hallazgo, de traducir sus jeroglíficos -el
verdadero jugo de una excavación- se inventaba las disculpas más peregrinas
para no hacerlo. Qué si problemas financieros; qué si el impresor “había
convertido a los guerreros de la plancha VII en verdaderas hormigas”; qué si
“sería mejor dejar las obras parciales y hacer un gran libro grandioso que
cubriese todo Egipto...”; obra colosal que, por supuesto, nunca llegaría.
¡Peor!, los titubeos de Latour suscitaban la codicia de los malignos alemanes,
que entraban a hurtadillas en los sitios arqueológicos, copiaban los
jeroglíficos, y luego publicaban en Heidelberg o en Gotinga, colgándose las
pertinentes medallas. ¡A pesar de que, según los tratados, la egiptología es un
coto de pesca cerrado donde solo pueden faenar los savants franceses! Las copias furtivas se convirtieron en
procedimiento habitual de dar a la luz los descubrimientos a pesar de los
desesperados intentos de Latour. ¡El agua se le escapa del cesto!
“Si yo no descifro
ese Papiro de las Vísceras -cavilaba
Gipini- terminará por hacerlo uno de esos nativos germanizados como Ahmed
Kamal, o alguien incluso peor, como un prusiano genuino ¡que lo traducirá a
cañonazos! El viejo tendrá que ser razonable y darme franco acceso. Y si no,
¡peor para él! ¿Destituirlo sobre el terreno? No, para qué, mucho trabajo. Haré
como todos, sobornaré un par de criados, me colaré en la estancia donde guarde
el documento. No me costará allá de un par de días traducirlo y ¡voila!: una
nueva pluma adornará mi sombrero. Diario “Viajes de Gipini”: Hablar con el
consignatario. Cambiar el pasaje para el siguiente barco a Marsella. Sirve
Génova. Encargar otras cinco camisas color celeste, cuello del 38. Aprovechar
la espera en Alejandría para buscar la tumba de Cleopatra…”
Alejandría, con sus
trajes europeos… bah, esa imagen de las traviesas alejandrinas, le devolvió a
la escena del flash deslumbrador que le había producido la jovencita del escote
inflamado. En su cuadro visual, además de la cocotte y el viejo del capullo, se
entreveía al otro lado de la verja, emboscado entre el ramaje, un nativo que
sudaba a chorros denotando que no estaba acostumbrado a su traje europeo. El
caso es que le sonaba… De repente, arqueó las cejas: acababa de darse cuenta de
que, en realidad, conocía al sujeto. ¡Si se lo acababan de presentar! ¡Nom d´un
chien! ¡No hace ni diez minutos! ¡Nuestro querido Kabis!
El nativo en cuestión era el único agente del
SASA sobre el terreno, pero sentía que sus habilidades estaban siendo
lamentablemente desperdiciadas. La verdad es que había cumplimentado con
desgana la última misión que le había sido encomendada. Unas turistas belgas se
habían quejado de que, cierto mono verde de Bulaq, llamado Sinsinge-I, robaba
cestas de la merienda ¡e incluso le habían visto agitar un lazo de señora, Ve
tú a saber a qué pobre turista se lo había robado! Bien, era de creer que el ptaf,
ptaf de la Derringer y ese licor rojo que se había derramado sobre el
escote de mademoiselle, habrían puesto fin al problema. El profesor del
Collège, testigo casual de los hechos, había cruzado su mirada con el
polizonte, pero ¡un egiptólogo de campanillas tiene temas más importantes de
reflexión, parbleu!
Era urgente que el
buen profesor se pusiese en contacto con la cocotte y, hecho el diagnóstico,
asunto terminado. Podía haber solicitado sus señas a reis Hamzaöui, el guardián
del Museo: en comparación con los reises, las porteras de París son
seres silenciosos como Cartujos. Naturalmente la indiscreción circula en todos
los sentidos. A saber que inconveniencias imaginaría. O pedir referencias al
tal Kabis, aunque eso, con lo corruptos que son aquí… no, nunca. ¿De qué otro
modo podría llegar a ella sin armar escándalo? Revivió el hecho, dejó que
fluyeran sus recuerdos:
Se vuelve a ver dos
días atrás, a su salida de la visita a Bulaq, una mañana fresca normal y
corriente, hasta que, en aquel segundo de gracia, el tiempo se detuvo sumiendo
en una torpe inmovilidad al gran Gipini. Un momento después, restablecida la
calma, sucedió algo desasosegante, solo achacable a su estúpida urbanidad: se
había sentido ridículo frente a aquellos dos desconocidos -la joven de mirada
color canela y su maduro acompañante-, y optó por proseguir su camino. No tenía
derecho a proceder de otro modo: no habían sido presentados. Antes de
sobrepasarlos, incapaz de contener la curiosidad, Gipini lanzó una última
ojeada de soslayo y creyó apreciar una sonrisa cínica en los labios del
caballero: su ayo sería, o su protector, o algo por el estilo. Un tipo
tonsurado o casi calvo, de corta estatura, apergaminado, barba encanecida, rosa
(amarilla) en la solapa, y el bulto del pistolete en el bolsillo. En cuanto a
la moza, iba vestida con por un traje de seda beige, mejor dicho, ocre, con
adornos marrones y lazos azules, escote en princesse
y, por extraño que parezca, no tenía un solo deshilachado, ni siquiera en los
bajos. A Gipini, que había trabajado en el sector de la moda, el conjunto le
pareció excesivo para alguien como ella (porque, aunque tenía un rostro ancho y
pálido, de enigmática sensualidad, ciertos atezados sugerían que estábamos ante
una campesina, o, como mucho, ante una jardinera de cierta categoría).
Por más que su
conciencia se lo había prohibido, mucho caviló el profesor sobre aquella mirada
color canela. Parecía ofrecerse, pero como quien se ofrenda por una causa. ¿La
habría impresionado a primer golpe de vista? En realidad, él no estaba nada
mal; sus alumnos le llamaban “el bello buey”. ¿Qué tiene de malo estar fuerte?
Le gustaba comer y tenía cierta tendencia a volverse fondón, pero eso estaba
controlado con las caminatas. Y en cuanto a sus ojos verde musgo el profesor
Rougé había dicho “que siempre parecían mirar más allá”. Fue en el discurso de
jubilación, cuando le había sustituido en su plaza. Una mirada soñadora, aunque
esté mal que él lo diga.
—¿Qué tiene de
particular Gastón, si la han deslumbrado los faros de tus ojos?
Un fatuo. ¡Si a ti
los ojos solo te brillan cuando te acatarras!
Anteayer, cuando se
volvió a mirar por tercera vez, ya sólo vio a unos turistas alrededor de la
mesa que se pone a la salida del Museo con jarras de cerveza. La joven y su ayo
le habían dado esquinazo. Como había seguido con la vista el salto fatal de
Sinsinge-I, y este apuntaba claramente a un tipo de árbol muy especial, decidió
que, fuera de horario de visitas turísticas, debería inspeccionar el añoso
ejemplar.
Días después, ya sin
molestos testigos, lo hizo: sin ninguna idea perversa, exclusivamente por amor
a la Ciencia Botánica. Y he aquí, que a esta hora en que nadie se ha despertado
excepto Al Shams (el sol), se topa con un magnífico ejemplar del árbol de la
mirra (Commiphora myrrha) particularmente espinoso y desparramado, sito
junto al segundo poste de la verja del jardín del Museo. El follaje aparecía
limpio de pajarería, lo que atribuyó a la resina gomosa que segrega dicha
planta. Reconoció el tronco, ligeramente oblicuo: tres pequeñas muescas en la
corteza facilitaban el ascenso hasta un par de metros sobre el suelo, no más.
Para su sorpresa, descubrió allí una oquedad en forma de casco y dentro, un
lazo de pasamanería azul. Atendido a su estilo, sin duda procedía del vestido
de la joven. Acercó el rostro para inspeccionar más a fondo el agujero, pero lo
único que vio a mayores fueron unas cáscaras de cacahuete. Entonces, puso el
lazo de forma que le diera el sol.
—Esto es moda de
París —se dijo—. Diseño de Worth, sin duda.
Tenía buen ojo para
la moda femenina: no en vano se había pasado seis meses de su vida dibujando
modelos en la fábrica de cintas de Coventry, en el condado de Warwick. La idea
era aprender inglés, pero sobre todo estudió diseño de complementos del vestuario
femenino: ruches, balayeuses, fufs, tournures... Sin desdeñar, eso va de soi,
el estudio de las partes del cuerpo femenino que constituyen su indispensable
punto de soporte. A veces aún se pregunta lo que habría sido de su vida si el
mundo de la moda diera tanto prestigio como el de la Arqueología. Gastón Gipini, GG, Alta Costura. Pero
¿cómo iba un simple sastre a alcanzar Fama más allá de su propio barrio.
También dio clases de francés, pero la estancia debió verse interrumpida tras
comprobarse que los cráneos de los niños ingleses son notablemente más frágiles
que sus homólogos franceses.
¿Qué decía? Este
lazo es moda de París.
Su certera intuición
no se vio alterada por el hecho de que el lazo llevase bordado un jeroglífico,
puesto que había reparado en que era falso.
El pictograma de la taza se representa con una sola asa y allí se veían
dos. Rodeado de tanta calma, le vino con fluidez a la mente la idea de que el
jeroglífico no podía provenir de la capital del Sena (donde existen filólogos
expertos que lo corregirían): sin duda sería un añadido, un toque de color
local para turistas. Procesa que te procesarás, su mente fue perfeccionando a
su modo la personalidad de la bella desconocida. Aquella elegancia tenía que
ser europea, por más que aquel rostro y aquellos andares tuviesen algo de
callejero, gamberro… ¡perverso! Algo tan pecaminoso en Francia sería
inadmisible. ¿El clima? Tal vez vive
aquí hace tiempo y se le ha pegado. Hablando dentro de sí se impuso el deber de
dar con ella, pues ¿dónde podría comprar la pobrecilla una preciosa cinta en El
Cairo? ¿Cómo podría recomponer su vestido en princesse si ÉL no la ayudase?
No hubiera grabado
cierto hecho desagradable en su mente, si no estuviese destinado a cobrar
importancia en el futuro: el lazo llevaba escrita a lápiz una cifra (10 £) y, lo que
le pareció aún más vulgar: el apodo de su presunta dueña: La Vaca. Ojalá no
significase lo que parecía.
Conste ¡ante mí!, que si aplazo el tornaviaje
es por cuestiones que solo atañen a la Ciencia. Si hubiese el riesgo de
comportarme como un pachón que persigue a una caniche en celo, ya estaría
navegando. Ni un segundo más, ni uno solo.
En los dos días
siguientes pateó a fondo el arrabal portuario de Bulaq. Su visión registró las
siguientes cosas: suelos salinos, palomares, torretas de vigilancia, la fábrica
de azúcar, galpones, una mezquita arruinada, dos cererías, las instalaciones de
la vieja esclusa del Nilo, un boulevard sombreado por tamariscos plumosos y,
ante la verja del Museo, la mesa de las cervezas atendidas por un conserje de
blanco con tarbuch y faja púrpura. Pero no vio a ninguna muchacha de ojos color
canela. En realidad, tenían ojos claros acuosos y eran turistas que se
despertaba a media mañana para ir a visitar los tesoros de Latour. El cual para
Gastón seguía con el puño cerrado, un puño decorado de innumerables manchas y
pecas.
—¿Cómo está, señor
Latour?
Su antigua apostura
de gigante se había encorvado y, de su nariz ganchuda, pendía una fría gota de
moco.
—Estoy.
—Tenemos que empezar
ya con ese Papiro.
—¿Viene a quitarme
la comida de la boca? —decía mientras clavaba en Gastón sus negras lentes
globosas. El sol de Egipto había opacado los ojos azules de aquel descendiente
de corsarios, del que ahora se amparaba con aquel par de huevos negros.
De estas entrevistas
con el director del Museo la única conclusión que sacó Gipini es que sí, que
algo había. No estaba seguro de si quería sacarle la comida de la boca, pero no
le dijo lo que estaba pensando:
En tu cocina sólo
veo restos de cebolla y judías verdes, mientras que mi apetito pretende
langosta y caviar.
El doctor Maxence
Rocadimonte ofreció a su primo lejano Gastón una casita de arqueólogo como las
que se usaban los turistas en la época anterior al Shepeard. Por aquel entonces
estaba considerada muy prosaica una aventura en la que te preguntasen por la mañana:
¿desayuno inglés o continental? Una alfombra persa, la boquilla ámbar del sibuk
y un paquete de tabaco Globe solían ser los atractivos de esas chozas. La parte
buena es que asomaba sus ventanas al muelle de Bulaq y por una saetera se
podían controlar los movimientos de los malignos alemanes, permaneciendo uno en
el discreto anonimato. Los hoteles de El Cairo son patios de vecindad. Y ahora
la parte mala: aparte del tabaco Globe y la alfombra, solo había una cama con
mosquitero y una mesa. La bacinilla se descargaba por la ventana. Roedores de
todo calibre y pelo disputaban sus derechos al inquilino. En las rendijas
podían verse escolopendras, tarántulas, escorpiones e incluso cierto tipo de
arañas enormes, como cangrejos, por lo que se podría pensar que, el que
habitase dicha casa, no se quedaría sin almuerzo. El profesor aceptó, a
sabiendas de que perdía su alojamiento gratuito en el Consulado: los ingenieros
del Canal hacían cola para disfrutar de semejante sinecura. Pero había una
ventaja secreta: en la guerra franco-prusiana había descubierto la utilidad de
estas mirillas para vigilar los movimientos del enemigo… o de la enemiga.
La primera noche que durmió allí, Gipini
comprendió que aún no había visto todo el espectáculo. Grandes telas de araña
pendían del techo como si fueran cortinas. Dos murciélagos, atraídos por la luz
del quinqué, se introdujeron por el bajo de la puerta. Valsearon como vienesas.
Gipini decidió remeter los faldones del mosquitero bajo el colchón.
—¿No sería terrible
que después de todo fuera más fácil triunfar en el mundo de la moda?
El día no trajo
ninguna novedad. No se refiere Gipini a aquella orgullosa muchacha que ya casi
había olvidado. Si no quería volver a verle, era su problema, el ya encontraría
otra bella deseosa de tener un lazo de Whorth. Aprovechando sus horas de ocio, examinó
la prenda a fondo; descosió el dobladillo, y se llevó la gran sorpresa: tenía
bordado un nombre: madame Reichard. ¿Era el de la propietaria? ¿Era la
diseñadora? Quizá cuando se cruzaron en el boulevard se dirigía, o venía,
precisamente de la modista, la tal madame Reichard. Pero eso le importaba menos
que el tamaño de la famosa nariz de Cleopatra, o sea cero. ¿No eres capaz de
admitir una derrota, Mefistófeles?
No podía imaginarse
nada más aburrido que aquel pasarse las horas mirando por la rendija. Pero si
al menos consiguiese amistarse con Latour y ponerse a trabajar con el famoso
Papiro de las Vísceras, daría su tiempo por bien empleado. La búsqueda de la Gloria
era su destino vital, ¿no? Lo demás, la bella esquiva, era simplemente un
indiferente agradable. Lo malo es que al abuelete se le erizaban las canas cada
vez que hablaba con un filólogo de verdad (como él). A Gipini aquellas
conversaciones vespertinas, que bien podría calificar de velatorios, le daban
ganas de llorar.
—Estoy desorientado,
triste —le había dicho el anciano, sentados en la veranda de la residencia del
director, un lugar sombreado de maracuyás y glicinias—. Ha comenzado un período
repugnante en mi vida, el de la melancolía y el sufrimiento crónico de estómago.
Antes me apasionaba por todo, ahora no tengo gusto por nada. Las noches son
para mí un tedioso aguardo insomne de una rendija de luz en la ventana; pero el
día, un día igual que cualquier otro, no me trae ningún consuelo. He aquí que
jeroglíficos que antes traducía de corrido ahora me causan una marea de
sufrimientos.
¿Traducir? ¿Tú? Mejor será que no diga nada.
Cuando uno es comisionado del presidente de la República, debe guardar cierta
diplomacia con estos viejos fósiles. Ese asunto que tanto inquieta en las
cancillerías quedará completamente traducido por mí. Las críticas pueden ser
todo lo feroces que gusten: El filólogo alemán que pueda corregirme,
simplemente no existe.
Seis días después
del de la recepción en la Ciudadela, anunció su visita el casero, doctor
Rocadimonte. Gipini nunca se pondría en manos de tan distinguido cirujano,
quien era capaz de sostener, sin mover un músculo de la cara, que algunas
mujeres son capaces de poner huevos ¡y de ellos nacer niños!, caso que al
parecer había sucedido en Gebel-Barkal. “Pero un experimento para ser
científico debe repetirse y esos orates prefirieron freír el segundo huevo”.
Era un hombre tan panzudo que sus interlocutores se cubrían el rostro por si
salían disparados como balas los botones del chaleco. Se dejaba crecer la barba
para ahorrarse la molestia de poner corbata, pero, por desgracia, no era tan
cuidadoso a la hora de infligir molestias a los que llamaba sus primos (con los
que carecía de parentesco alguno, algo común en Francia).
—Toma, te he traído
crecepelo. Entre primos y franceses tenemos que ayudarnos. Ya eres francés del
todo, ¿verdad?
—Me alisté contra
los prusianos y obtuve carta de naturaleza bajo las banderas. ¿Porque me has
traído ese frasco
—Vaya pregunta. Tu
pelo empieza a escasear cerca de la coronilla y dentro de cinco años… ¿Con que
es cierto que pretendes averiguar el Secreto de la Pirámide?
—¿Pirámide? —dijo
Gipini mientras inspeccionaba el frasco—. El cónsul de Damasco informa que el
secreto de Latour se trata más bien a un llamado Papiro de las Vísceras. Nadie
ha encontrado jamás jeroglíficos inscritos en la cámara funeraria de una pirámide.
—Si la gente de aquí
supiera lo listo que eres, empezaría a preocuparse, ¿cómo lo has adivinado?
Entonces ¿acierto si digo que has decidido quedarte unos días para meter mano a
ciertos jeroglíficos que Latour encontró sobre los muros de una pirámide invertida? Si lo que quieres es pedirme consejo…
—¡No!
—…te diría que
renuncies. El viejo topo no soltará prenda y nunca revelará el Secreto de la
Pirámide si no es por encima de su cadáver.
Para entonces, Roca
se había servido un buen trago de su petaca de punch, que, según él, es el
único remedio contra las infecciones en estos climas. El alcohol mata todo, te
toca. Gipini contraatacó y volvió con un plato de macarrones a la italiana, un
queso mohoso y un cuchillo.
—... En Francia
—añadió— nadie cree esas barbaridades que se cuentan.
—Aquí tampoco
—aclaró Roca, que como todos los coloniales se las daba de arqueólogo, aunque
él era cirujano por Montpellier—. En Egipto incluso tenemos menos tragaderas
porque aquí hasta los niños de teta saben diferenciar a cuál de los tres
Imperios pertenece determinada momia.
—De todos modos, por
más que existan ciertos indicios, doy por descartada una recuperación de
remotas prácticas antropófagas ¿de acuerdo?
—Que listo eres,
primo, por Egipto pasa gente de todo pelo. Exorcismos, rituales, prácticas de
iniciación... No hay chalado que no se presente aquí y no se pasé la noche
arrodillado en el desierto con una vela en la cabeza y salmodiando: Isis
bendita, Isis fecunda, Isis sapientísima… Es casi imposible que me acuerde de
cada extravagancia. Aunque si me das algún dato, si se trata de algo
verdaderamente original...
—¿Apareció un hígado
en la Rest House a noviembre…, no, en diciembre de 1873?
—Y un corazón humano
y porquerías por el estilo. Pero existe una explicación alternativa.
—¡Bah!, un personaje
como yo no puede perder el tiempo en cosas sin importancia. Supongo que ese es
el sistema que hay en Egipto para recuperar el Turismo cuando aparece un brote
de peste. ¡Menudas payasadas! Bueno, basta del temita. Hay otra cosa que quería
preguntarte, no es que tenga mucha importancia —dijo Gipini—. Días atrás,
cuando paseaba por el boulevard de Bulaq...
—Te he dicho que mi
casa era de lo más céntrico de El Cairo. Puedes considerar un favor de familiar
que solo te cobre cuatro libras de alquiler. ¿Preferirías los chinches del
consulado?
—No sabes cómo los
añoro, pero dejemos eso —respondió Gipini—. Yo lo que quería preguntarte es por
una joven muy bien vestida con la que me crucé por el boulevard. Europea en
nueve décimas partes, desde luego, pero ¡Dios mío!, tiene serias influencias locales.
Considero aceptables a estas mujeres de un cabello negro antracita, piensa en
Cleopatra. La cara ancha con una palidez sugerente. La mirada sin embargo es
pura chispa, como caramelo o cierto tipo de miel. Y otra cosa, aunque bien
mirado, quizás se deba al corsé: Los pechos...
—¿En forma de semi
bellotas?
—Eso. ¡¡¡Eso
mismo!!!! ¿La conoces?
—Es frecuente esa
configuración glandular en el Misr debido a la dieta con dátiles y leche de
cabra. En Gebel-Barkal...
—¡Disparates no,
ahora no! ¿Sería mucha molestia si me das ahora exactamente su nombre y
apellidos?
—Oye primo, tómatelo
con calma. Viste muy elegantemente ¿verdad? Un traje cortado tipo princesse,
con su ruche en el cuello y una gran balayeuse en los fondos.
—Cuando la has
visto, donde, cómo, porqué. Este lazo es suyo —Roca tuvo que levantar los ojos
del bote de mermelada que estaba absorbiendo a cucharones—: Firmado Reichard,
madame Reichard. ¿Se llama así? ¿Entonces la conoces?
—Tengo que saber
algo más para estar seguro, no seas gazmoño. Di si es verdad que tiene los
pechos abellotados, algo muy corriente aquí. En mis palpamientos se dan unos
porcentajes del...
—Métete por... los
dientes tus dichosos porcentajes. ¿Dónde vive? ¿Qué lugares frecuenta? ¿Está
casada, comprometida?
—En El Cairo la
colonia europea, cuando está despierta, o pasea por el boulevard, de buena
mañana, o vegeta en el Museo, cuando el calor aprieta. Los jueves tarde,
merienda en Gizá. Espirituosos en el Shepeard. Es como recorrer el Quartier
Pigalle, das un paseo y te encuentras a todas las pájaras, incluso las que no
quieres ver.
—¿Cómo te atreves a
llamarla así? —Gipini le retiró de un manotazo el bote de mermelada. Respiró,
se auto controló—. Dejemos eso, me
parece conveniente que me sea presentada, no olvides que yo soy un caballero.
Parecer ser que tiene conocimiento o parentesco con un hombre maduro que lleva
botines blancos, chaqueta de twed con pañuelo a la vista, flor natural, una
caña de paseo enmangada en plata y cuando se enfada tira de pistolete. Ptaf,
ptaf. La cara es pura arruga. Parece alto de lejos, pero es un efecto de
rigidez: al acercarte se ve que tira a bajito.
—¿Uno que lleva una
flor en la solapa y tose constantemente? —dijo el doctor Roca—. Ése sí que es
un espécimen único, nadie lleva una rosa de té más que él. Se consiguen en los
jardines del hotel Shepeard y el maître las guarda como si fueran diamantes. Ahora
sí que me estás diciendo cosas razonables, primo.
—¿Alojado en el
Shepeard? Gracias, muchas gracias. Creo que no dormiré ni una noche más aquí —Cuando una gloria de la ciencia visita a
Egipto, se aloja en el mejor hotel. Ahora lo tengo claro—. No es que tenga
nada contra tus tarántulas, escolopendras y demás especímenes del género repugnantus, pero ¡montan tal algarabía!
No me dejan dormir. Bueno, podrás contarme algo del caballero de la rosa de té
¿o no?
—No hay mucho que
decir.
—Hablo en serio. Muy
en serio —intentó reprimir el temblor de sus manos.
—En fin, si eso te
vale para algo, lo único que sé es que se trata de un excavador alemán privado
o sea que tiene Firman anterior a la
era del monopolio francés. Comercia con antigüedades y trata directamente con
los consulados de Alemania y Gran Bretaña, que solo adquieren piezas
importantes. Es prusiano y tiene el “Von”, creo. Ah, recuerdo una curiosidad,
seguro que te interesará: le encanta una especie de juego que se practica
dentro de un sarcófago gigantesco llamado La Vaca. Si algún día te lo enseña, comprenderás
de lo que te hablo. No, no me pidas que te explique nada ¡te estropearía la
sorpresa! ¡Ya te advertí que en Egipto tienen cabida excentricidades de todo
pelo! Ah, eso, me olvidaba: apresúrate si quieres hablar con él. Está enfermo,
muy enfermo en realidad.
—El Shepeard es ese
edificio en forma de pastel de merengue que está en la avenida de los
Tamariscos ¿verdad? Me parece que mañana me pasaré por allí.
—Si estás pensando
en mudarte al Shepeard por lo que yo veo, mejor sería que continuases viviendo
en mi fascinante cabaña. ¿A que tu elección está condicionada por la
posibilidad de coincidir con el alemán? Si es así, me veo en la obligación de
advertirte de que no estará. Mañana nadie estará en casa.
—¡Dios mío! ¿La
peste está ya tan extendida?
—La buena sociedad
se dispone a cruzar el Nilo para recibir a un Planeta, evitando interferencias
con las farolas de gas. Vulcano. Aparece al atardecer todos los años, en las
postrimerías del equinoccio. Cuando hay sospechas de peste, el sector hotelero inventa
planetas, y la temporada se prolonga un par de semanas. Ten en cuenta que los
médicos prescriben a los tísicos, vacaciones de tres o cuatro meses, y las
pirámides se ven en un día. Unos se inventan planetas y otros (británicos), el
crimen perfecto. Mañana, en el muelle, habrá falukas de vela para todo el que
quiera vadear el río. Y si quieres que te dé un consejo… Vale, no muevas la
cabeza, no quieres. Pero si lo quisieras creo que te sería muy útil pasarte por
el festejo. Estará toda la colonia de El Cairo, todos los que has mencionado,
gente que te vendrá muy bien conocer ahora que tus intereses se diversifican.
—Harto me tienes.
¡Es imposible seguir una conversación en serio contigo, primo! ¿Y qué tamaño
dices que tiene ese nuevo planeta?
—Menor que La Tierra
e incluso que Marte. Pero suficiente para que en su hemisferio Norte se vea a
un Ramsés II de nariz enrojecida, bailando la polka con la faraona Hapsesut a
la que el polisón magnifica su enorme trasero.
—Deberían
amordazarte —respondió Gipini con una chispilla de chanza en la mirada.
Ya es el día
siguiente. Una obsequiosa voz de camarero le recibió a su llegada al merendero
que se organiza en pleno desierto occidental para que la espera de Vulcano no
te pille con el estómago vacío.
—Usted primero, por
favor. Soy el barman del Shepeard y estoy a su completo servicio, monsieur
Gipini —¿Cómo sabe mi nombre? ¿Cómo podría ser que en este poblachón de
vapores rojizos no se supiese algo?
Se había construido
una empalizada de ramas de palmera y solado y entoldado el recinto con esteras
y alfombras viejas compradas de rebajas en el zoco Kan-el-Kalili. Grandes
almohadones rellenos de paja y divanes al estilo turco, colocados a lo largo de
la faja de sombra, contribuían a crear un ambiente muy oriental. De haber
existido Vulcano, sin duda hubiese aprobado su Observatorio: una plataforma
sobre la mastaba de Meresank. Aprovechando la pared inclinada de la gigantesca
tumba, se había previsto el graderío, un marco perfecto al que se trasladarían
los sahíbs en su momento para presenciar la espectacular caída de sol, “el más
inolvidable recuerdo que un viajero pueda llevarse de Egipto”. Incluso un normalien
es capaz de imaginarse espectáculos menos divertidos. Una docena de fogones
-estaban anunciados seis tipos de carne-, exhalaba un delicioso efluvio.
Al adentrarse en la
zona de sombra, la cabeza de Gipini se llenó de puntos negros.
2.-OJO CON LOS DIVORCIOS AMISTOSOS
¿Qué efectos produce el divorcios
sobre la disposición testamentaria a favor del cónyuge? En el Derecho de
Galicia la respuesta está clara, porque se trata de materia legislada:
“Art. 208.-Salvo que del testamento
resulte otra cosa, todas las disposiciones a favor del cónyuge no producirán
efecto si al fallecer el testador estuviese declarad judicialmente la nulidad
del matrimonio, decretado el divorcio o separación, o se encontraran en trámite
los procedimientos dirigidos a este fin. Tampoco producirán efecto en los casos
de separación de hecho entre los cónyuges”.
En el Derecho Común (de Piedrafita para allá), aunque no está legislado, se produce un efecto parecido (que no igual), por vía de interpretación jurisprudencial (STS 539/2018, de 28-09): Se interpreta la voluntad de la testadora y como esta dice que “instituyo heredero a mi esposo don Fulano”, se deduce que el empleo del término “esposo” implica causalización, y que si no fuera cónyuge, no habría lugar a la institución que por tanto es nula por “causa falsa”. Naturalmente esta es una situación mucho más lábil que la gallega, pues deja en el aire una serie de instituciones intermedias entre “ser o no ser esposo/a” (separación judicial, trámites procedimentales, separación de hecho). Parecido si que es, pero nada más.
El verdadero problema se da en
los divorcios amistosos, mucho más frecuentes de lo que se cree. Puedo asegurar
que hoy por hoy, son mucho más frecuentes el cariño y los besos que las tortas.
En tales supuestos, la pareja a menudo da por supuesto que el testamento
continua en pie, ya que siguen manteniendo en común un montón de intereses y
relaciones, a menudo hijos felizmente compartidos. ¿Cómo enfoca el derecho esta
situación que nos cae tan nueva a los acostumbrados al divorcio traumático?
En el caso gallego la confusión puede llegar a ser lamentable. La ineficacia se produce automáticamente, ope legis, por mucho que los ex cónyuges se sigan teniendo aprecio y conservando una estructura familiar indie. Cualquier interesado en la sucesión podría reclamar la nulidad del testamento y hacerse cargo de los bienes. No queda más remedio que acudir al notario y otorgar un testamento aclaratorio, expresando la voluntad de que la disposición siga en vigor a pesar de cualesquiera modificaciones en la relación conyugal, sean de hecho o de derecho, excluyendo expresamente la aplicación del art. 208.
En cuanto al Derecho Común, tratándose de un caso de interpretación, la cosa podría sobrellevarse siempre que existan medios de prueba extrínsecos que tengan alguna apoyatura en el testamento. Pero si se quiere pisar sobre seguro y no sobre huevos, la recomendación viene a ser la misma.
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