lunes, 9 de junio de 2025

THE SWIMMING MUMMY

 

Colección Eduard Toda en el MAN (Madrid): La mejor egiptología de España


SUMARIO

1.-THE SWIMMING MUMMY (Capítulo 2)

2.-OJO A LOS DIVORCIOS AMISTOSOS





1.-THE SWIMMING MUMMY

Vista la cantidad extraordinaria de "bajadas", seguiré publicando The Swimming Mummy hasta que se produzca el aburrimiento. Va el capítulo 2.

2.-UNA COQUETA SE CRUZA EN EL BOULEVARD

—Gastón Gipini —correspondió el francés a la presentación. Kabis echó atrás la cabeza, delatando que al tal Gipini (que no Citroni), ya lo había visto antes.

—¿Gastón? —exclamó el primer ministro alzando los brazos—. ¿Así, el nombre, nada más? ¿A secas? ¡Vamos, monsieur Gastón-Camille-Charles! ¡No sea modesto! Es usted una celebridad mundial. El sabio de los sabios. El heredero intelectual de Champollion. ¿Acaso existe otro en el mundo que lea los jeroglíficos de corrido como si fueran el Times o el Débats?

—No me adule, se lo ruego, no merezco ni la mitad de esos elogios.

—No le adularé, no se preocupe, no le diré a nadie que ha sido usted nombrado profesor del Collège de France antes de haber cumplido la edad mínima, ¡igual que Napoleón, general antes de los treinta!

Y se descubrieron los respectivos tarbuch y el salacot, para despedirse. El policía, que no tenía sombrero que quitarse, se despidió al estilo militar. Da igual, ni le habían visto. Había retornado a su estado natural de invisibilidad.

 

Los restantes antecedentes de este savant es fácil espigarlos, si uno es policía y tiene la paciencia de leer entre líneas los boletines bimensuales del Collège. Gipini era parisino contra lo que pudiera indicar su apellido toscano. Éste le había sido prestado por el marido de su madre, si bien él era hijo de una relación anterior con un español llamado Lejarreta, una mezcla de espía y estafador. De él heredó Gastón ese carácter aventurero y tornadizo según el veredicto de sus profesores del liceo Louis-le-Grand. Enfocó ese ímpetu a la Egiptología con motivo de dos hechos fortuitos: una granizada que le obligó a refugiarse en la Sala de los Papiros del museo del Louvre y un jefe de estudios con el que en ese momento estaba paseando, que conocía el significado de quince o veinte jeroglíficos. El joven abrió unos ojos grandes como platos al ver como su tutor extraía significados ocultos de aquellos dibujos mágicos. Tras unos meses de gastar codos, Gastón descifró los que faltaban y orientó definitivamente su futuro. En diciembre pasado, sus méritos le habían valido el ser nombrado profesor del Collège de France meses antes de haber cumplido la edad reglamentaria (30 años).

 

A día de hoy, el encargo diplomático que le había hecho el canciller francés, Willian Waddington, podía considerarse cumplido. Gastón tenía reservado pasaje de vuelta en el Sumatra (2500 tons., capitán Fear), un paquebote de dos chimeneas fondeado en el puerto. En cuanto al viaje hasta el puerto de Alejandría, lo mejor es el moderno ferrocarril. En un par de días estaría embarcando. Y que deliciosas conversaciones se podrían tener con esas pasajeras que usarían vestidos trotteur a cuadros (Gipini era experto en vestimenta femenina) y te explicarían como construyó Moisés las pirámides; mientras, un Mistral racheado, expondría sus enloquecedores tobillos. Sí, cuanto antes estuviese de vuelta, antes cosecharía los resultados de su éxito: no era tan joven que no pudiese aspirar a una plaza en el Instituto de Francia. A su edad Rougé ya ocupaba un sillón en la Academia de las Inscripciones y las Bellas Letras.

Una persona sensata tendría listo el equipaje. Pero algo le retenía en El Cairo. El caso es que la insensatez que le andaba rondando la cabeza ni siquiera era digna de él. “Sería digno de mí el retrasar el regreso, por ejemplo, para presenciar un descubrimiento. Algo así como la apertura de la tumba inviolada de un Faraón”.

—Eso al menos sería una bella aventura.

“¡Cerdo! ¡Verraco! ¡Babosa! ¡Vómito! Sí, tú, Gipini, chivo hediondo, confiesa el verdadero motivo de tus vacilaciones, so libertino. Una gran verga erecta, eso es lo que eres. ¡Obelisco con patas! No te justifiques diciendo que te quedas para participar en un Descubrimiento o para hacer algo por la Gloria. No. A ti lo que te pasa es que te has cruzado en el boulevard con una mocita muy coquetona. No insistas con las grandes ideas ¡Oh la Egiptología! ¡Oh la Ciencia!”

Las potencias del alma de Gipini a menudo se enfrascaban en una discusión interior y eran perfectamente capaces de contradecirse a sí mismas:

“¡Un momento Mefistófeles! Mi único fin es comportarme como lo que soy: un caballero. Aquella niña necesitaba ayuda: acababa de ser atacada (o algo así) por un animal volador. Su acompañante, el enano de la rosa de té en la solapa, en vez de prestarle consuelo, va y la reprende: ¡Estoy harto de que le des cacahuetes! ¡Se echa encima cada vez que pasamos! Un par de disparos de pistolete pusieron fin al incidente. ¡Esa mocita necesita que la quieran! Por lo demás, si quieres saber mi opinión, querido daimon privado, la encuentro del montón. ¡Por Dios, si parece un ama de cría!”

“Fea. Sostienes que suspendiste tus preparativos de retorno por una feúcha. Una fea con busto de pichón, cintura de avispa y esa mirada incandescente que te quema por las noches y te mantiene insomne y sudoroso”.

“Bueeee… Pongamos las cosas en su contexto. Desfilaba con majestuosidad, cierto, pero ¿acaso se puede juzgar una hembra con los mismos criterios que a un capitán de húsares? Y la mirada era misteriosa -Gastón está seguro de que se le clavaron aquellos ojos color canela-, pero encuentro el rostro demasiado ancho y blanco”. En controversia consigo mismo, se auto reprende: “¡Te prohíbo que la ofendas! ¿Es que no puede ser que te hayas precipitado al encasillarla como una criada de cierta categoría?”

Intentó racionalizar los hechos, que no eran más que cuatro bobadas. Anteayer, un par de días antes de su audiencia con Riyad Pachá, había rendido visita de cortesía a Latour en su famoso Museo Egipcio, sito en los muelles de Bulaq, sobre el Nilo. Éste se disculpó con la diabetes (“Tengo la cabeza en ninguna parte”) y la visita se redujo a dos o tres comentarios sobre el tiempo “El chamsín ventando desde el Sur: nunca por esta época. Este año llovió tres veces. El clima está cambiando. Etcétera”. A la salida, mientras caminaba en paralelo a la verja del Museo, presenció cierto incidente que no sabría describir más que por aproximación: un pequeño animal aéreo se abalanzó sobre la pamela de la muchacha; por un segundo su rosa de tela se convirtió en un remolino de tules; tras la travesura, el bicho intentó ponerse a salvo en un árbol; antes que lo consiguiera, su maduro acompañante -el tipo del capullo amarillo-, abrió fuego con una Derringer y, ¡ptaf! ¡ptaf! El profesor quedo horrorizado al fijarse en que a la joven le había quedado el escote pringado de sangre. Cuando alzó la vista y sus ojos se cruzaron, creyó percibir una muda llamada de socorro. Naturalmente, un científico sabe que las lágrimas femeniles, a menudo se fingen; y que los sobresaltos, se prestan a la ficción de la inocencia. Estamos en El Cairo, mec, la ciudad donde nunca se suben las faldas. Apenas dos detalles, pero muy intensos, quedaron taladrados en su mente: el brillo indómito de su mirada y la forma inusual de aquellos pechos, que le recordaban a algo que tiene que ver con las ardillas, lo tengo en la punta de la lengua… Los drapeados oprimían el vestido y sugerían, en su cierta tenue alteración, el contorno de los pezones…

—¡Y eh aquí al gran hombre paralizado como un pipiolo! —temiéndose una artimaña de periodistas -él es quien es-, había abandonado el lugar a paso ligero.

“Y sin embargo ¿es razonable embarcarse a París llevando encima este desasosiego? ¿Esta tensión que me impide concentrarme como me gusta, sentado a solas con mis queridos papeles? Volver así ¿no sería como cargar con la malaria? ¿Qué puedo perder por un par de semanas? Tal vez sólo se trate de una cocotte con vestido beige…, no, ocre. En estos balnearios tipo El Cairo abundan mujeres muy sueltas, no hace falta que me lo repitas, madame Lejarreta. Volveré a casa curado de este estúpido... ¡catarro! ¿Yo enamorado?  Esa palabra ni la pronuncies, mamá. Las pasiones de Cupido han sido creadas para dulcificar la tediosa vida de las personas corrientes. Los grandes hombres no necesitamos de tan vulgares estímulos, estamos al margen de semejantes... ¡pamemas!”

 

Gipini siempre se había representado su trayectoria vital como una carrera de honores (cursus honorum) a la romana, un viaje en el que, cada estación, está perfectamente programada, lleva a la siguiente, y en el que última se llama La Fama. Jamás se habría perdonado una conducta vulgar. Tras acabar sus estudios summa cum laude en el famoso Liceo, entró en la Escuela Normal Superior -esa fábrica de líderes- donde destacó por su precoz erudición en varias lenguas, sin excluir el sánscrito ni el jeroglífico. Era capaz de traducir de cabo a rabo en ocho días no importa que texto inédito. Al cabo, se haría expulsar de la Normal porque en un artículo en L´ Avenir defendió la enseñanza del impío Voltaire en las escuelas. Se negó a aceptar el indulto a cambio del sometimiento. Esto le había granjeado grandes enemigos y grandes amigos. ¡Perfecto! ¡Un joven que quiere medrar necesita abundantes dosis de ambos!

Un hombre de este calibre no puede admitir -ante el supremo tribunal de sí mismo- motivaciones ridículas para sus actos. Los flirteos son para los petimetres de chalequillo justaucorps y bastón de caña enmangado en plata. ¡Dios mío, el famoso Amor a la Romeo y Julieta! ¿Cuándo el Mundo se dará cuenta de que los que son como él están hechos de otra pasta? Todas esas ideas rondaban por su cabeza mientras regresaba a su residencia en el Consulado, tras la visita. Pero se trata de un largo paseo y, a la altura del zoco de Kan el Kalili, otra idea se superpuso a la anterior: desde un punto de vista exclusivamente técnico, podría considerarse un golpe de suerte el avistamiento de aquel curioso espécimen hembra euro-egipcio. Con un pequeño aplazamiento de su retorno a Francia, podría servirse de la moza, -si ella quisiese, eso va de suyo-, para efectuar algunas mediciones científicas que facilitasen la comprensión del escurridizo Papiro (perímetro craneal, distancia entre ojos, torus superciliaris, etc.) La raza egipcia mantiene sus estándares a lo largo de los siglos y ¡cuanto podría hacer avanzar nuestros conocimientos una exploración técnica en laboratorio! Estos brutos del Museo no saben distinguir el cráneo de un japonés del de un alemán.

Pero, además de aquel motivo, que un malpensado podría considerarse algo dudoso, tenía otro de lo más intachable. Se había presentado lo que él denominaba una Ventana de Oportunidad. Su Plan de Vida estaba programado al milímetro y decía que ahora tocaba frecuentar los salones de París para optar a una plaza en el Instituto de Francia. Pero su conciencia admitía ciertas circunstancias (Ventanas de Oportunidad) que volvían lícitos pequeños desvíos del Programa siempre que estos redundasen en una mayor perfección de su cumplimiento. Lo cierto es que acababa de presentarse una afortunada casualidad que probablemente acercaría las palmas se académico a su bocamanga.

 

La Ventana la abría la incompetencia de Latour con las traducciones. ¡Una carencia pasmosa en quien se llama a si mismo egiptólogo! Se decía que, largos años en el ambiente oscurantista del Egipto mameluco, le habían hecho olvidar sus estudios. Pero Gipini pensaba que tenía que haber otra explicación para el caso de un científico que no había dado una sola línea a la Ciencia. Latour, cierto, había realizado descubrimientos asombrosos, como el Mausoleo de las Vacas Sagradas, pero, a la hora de publicar su hallazgo, de traducir sus jeroglíficos -el verdadero jugo de una excavación- se inventaba las disculpas más peregrinas para no hacerlo. Qué si problemas financieros; qué si el impresor “había convertido a los guerreros de la plancha VII en verdaderas hormigas”; qué si “sería mejor dejar las obras parciales y hacer un gran libro grandioso que cubriese todo Egipto...”; obra colosal que, por supuesto, nunca llegaría. ¡Peor!, los titubeos de Latour suscitaban la codicia de los malignos alemanes, que entraban a hurtadillas en los sitios arqueológicos, copiaban los jeroglíficos, y luego publicaban en Heidelberg o en Gotinga, colgándose las pertinentes medallas. ¡A pesar de que, según los tratados, la egiptología es un coto de pesca cerrado donde solo pueden faenar los savants franceses! Las copias furtivas se convirtieron en procedimiento habitual de dar a la luz los descubrimientos a pesar de los desesperados intentos de Latour. ¡El agua se le escapa del cesto!

“Si yo no descifro ese Papiro de las Vísceras -cavilaba Gipini- terminará por hacerlo uno de esos nativos germanizados como Ahmed Kamal, o alguien incluso peor, como un prusiano genuino ¡que lo traducirá a cañonazos! El viejo tendrá que ser razonable y darme franco acceso. Y si no, ¡peor para él! ¿Destituirlo sobre el terreno? No, para qué, mucho trabajo. Haré como todos, sobornaré un par de criados, me colaré en la estancia donde guarde el documento. No me costará allá de un par de días traducirlo y ¡voila!: una nueva pluma adornará mi sombrero. Diario “Viajes de Gipini”: Hablar con el consignatario. Cambiar el pasaje para el siguiente barco a Marsella. Sirve Génova. Encargar otras cinco camisas color celeste, cuello del 38. Aprovechar la espera en Alejandría para buscar la tumba de Cleopatra…” 

Alejandría, con sus trajes europeos… bah, esa imagen de las traviesas alejandrinas, le devolvió a la escena del flash deslumbrador que le había producido la jovencita del escote inflamado. En su cuadro visual, además de la cocotte y el viejo del capullo, se entreveía al otro lado de la verja, emboscado entre el ramaje, un nativo que sudaba a chorros denotando que no estaba acostumbrado a su traje europeo. El caso es que le sonaba… De repente, arqueó las cejas: acababa de darse cuenta de que, en realidad, conocía al sujeto. ¡Si se lo acababan de presentar! ¡Nom d´un chien! ¡No hace ni diez minutos! ¡Nuestro querido Kabis!

 

 El nativo en cuestión era el único agente del SASA sobre el terreno, pero sentía que sus habilidades estaban siendo lamentablemente desperdiciadas. La verdad es que había cumplimentado con desgana la última misión que le había sido encomendada. Unas turistas belgas se habían quejado de que, cierto mono verde de Bulaq, llamado Sinsinge-I, robaba cestas de la merienda ¡e incluso le habían visto agitar un lazo de señora, Ve tú a saber a qué pobre turista se lo había robado! Bien, era de creer que el ptaf, ptaf de la Derringer y ese licor rojo que se había derramado sobre el escote de mademoiselle, habrían puesto fin al problema. El profesor del Collège, testigo casual de los hechos, había cruzado su mirada con el polizonte, pero ¡un egiptólogo de campanillas tiene temas más importantes de reflexión, parbleu!

 

Era urgente que el buen profesor se pusiese en contacto con la cocotte y, hecho el diagnóstico, asunto terminado. Podía haber solicitado sus señas a reis Hamzaöui, el guardián del Museo: en comparación con los reises, las porteras de París son seres silenciosos como Cartujos. Naturalmente la indiscreción circula en todos los sentidos. A saber que inconveniencias imaginaría. O pedir referencias al tal Kabis, aunque eso, con lo corruptos que son aquí… no, nunca. ¿De qué otro modo podría llegar a ella sin armar escándalo? Revivió el hecho, dejó que fluyeran sus recuerdos:

 

Se vuelve a ver dos días atrás, a su salida de la visita a Bulaq, una mañana fresca normal y corriente, hasta que, en aquel segundo de gracia, el tiempo se detuvo sumiendo en una torpe inmovilidad al gran Gipini. Un momento después, restablecida la calma, sucedió algo desasosegante, solo achacable a su estúpida urbanidad: se había sentido ridículo frente a aquellos dos desconocidos -la joven de mirada color canela y su maduro acompañante-, y optó por proseguir su camino. No tenía derecho a proceder de otro modo: no habían sido presentados. Antes de sobrepasarlos, incapaz de contener la curiosidad, Gipini lanzó una última ojeada de soslayo y creyó apreciar una sonrisa cínica en los labios del caballero: su ayo sería, o su protector, o algo por el estilo. Un tipo tonsurado o casi calvo, de corta estatura, apergaminado, barba encanecida, rosa (amarilla) en la solapa, y el bulto del pistolete en el bolsillo. En cuanto a la moza, iba vestida con por un traje de seda beige, mejor dicho, ocre, con adornos marrones y lazos azules, escote en princesse y, por extraño que parezca, no tenía un solo deshilachado, ni siquiera en los bajos. A Gipini, que había trabajado en el sector de la moda, el conjunto le pareció excesivo para alguien como ella (porque, aunque tenía un rostro ancho y pálido, de enigmática sensualidad, ciertos atezados sugerían que estábamos ante una campesina, o, como mucho, ante una jardinera de cierta categoría).

Por más que su conciencia se lo había prohibido, mucho caviló el profesor sobre aquella mirada color canela. Parecía ofrecerse, pero como quien se ofrenda por una causa. ¿La habría impresionado a primer golpe de vista? En realidad, él no estaba nada mal; sus alumnos le llamaban “el bello buey”. ¿Qué tiene de malo estar fuerte? Le gustaba comer y tenía cierta tendencia a volverse fondón, pero eso estaba controlado con las caminatas. Y en cuanto a sus ojos verde musgo el profesor Rougé había dicho “que siempre parecían mirar más allá”. Fue en el discurso de jubilación, cuando le había sustituido en su plaza. Una mirada soñadora, aunque esté mal que él lo diga.

—¿Qué tiene de particular Gastón, si la han deslumbrado los faros de tus ojos?

Un fatuo. ¡Si a ti los ojos solo te brillan cuando te acatarras!

Anteayer, cuando se volvió a mirar por tercera vez, ya sólo vio a unos turistas alrededor de la mesa que se pone a la salida del Museo con jarras de cerveza. La joven y su ayo le habían dado esquinazo. Como había seguido con la vista el salto fatal de Sinsinge-I, y este apuntaba claramente a un tipo de árbol muy especial, decidió que, fuera de horario de visitas turísticas, debería inspeccionar el añoso ejemplar.

 

Días después, ya sin molestos testigos, lo hizo: sin ninguna idea perversa, exclusivamente por amor a la Ciencia Botánica. Y he aquí, que a esta hora en que nadie se ha despertado excepto Al Shams (el sol), se topa con un magnífico ejemplar del árbol de la mirra (Commiphora myrrha) particularmente espinoso y desparramado, sito junto al segundo poste de la verja del jardín del Museo. El follaje aparecía limpio de pajarería, lo que atribuyó a la resina gomosa que segrega dicha planta. Reconoció el tronco, ligeramente oblicuo: tres pequeñas muescas en la corteza facilitaban el ascenso hasta un par de metros sobre el suelo, no más. Para su sorpresa, descubrió allí una oquedad en forma de casco y dentro, un lazo de pasamanería azul. Atendido a su estilo, sin duda procedía del vestido de la joven. Acercó el rostro para inspeccionar más a fondo el agujero, pero lo único que vio a mayores fueron unas cáscaras de cacahuete. Entonces, puso el lazo de forma que le diera el sol.

—Esto es moda de París —se dijo—. Diseño de Worth, sin duda.

Tenía buen ojo para la moda femenina: no en vano se había pasado seis meses de su vida dibujando modelos en la fábrica de cintas de Coventry, en el condado de Warwick. La idea era aprender inglés, pero sobre todo estudió diseño de complementos del vestuario femenino: ruches, balayeuses, fufs, tournures... Sin desdeñar, eso va de soi, el estudio de las partes del cuerpo femenino que constituyen su indispensable punto de soporte. A veces aún se pregunta lo que habría sido de su vida si el mundo de la moda diera tanto prestigio como el de la Arqueología. Gastón Gipini, GG, Alta Costura. Pero ¿cómo iba un simple sastre a alcanzar Fama más allá de su propio barrio. También dio clases de francés, pero la estancia debió verse interrumpida tras comprobarse que los cráneos de los niños ingleses son notablemente más frágiles que sus homólogos franceses.

¿Qué decía? Este lazo es moda de París.

Su certera intuición no se vio alterada por el hecho de que el lazo llevase bordado un jeroglífico, puesto que había reparado en que era falso.  El pictograma de la taza se representa con una sola asa y allí se veían dos. Rodeado de tanta calma, le vino con fluidez a la mente la idea de que el jeroglífico no podía provenir de la capital del Sena (donde existen filólogos expertos que lo corregirían): sin duda sería un añadido, un toque de color local para turistas. Procesa que te procesarás, su mente fue perfeccionando a su modo la personalidad de la bella desconocida. Aquella elegancia tenía que ser europea, por más que aquel rostro y aquellos andares tuviesen algo de callejero, gamberro… ¡perverso! Algo tan pecaminoso en Francia sería inadmisible. ¿El clima?  Tal vez vive aquí hace tiempo y se le ha pegado. Hablando dentro de sí se impuso el deber de dar con ella, pues ¿dónde podría comprar la pobrecilla una preciosa cinta en El Cairo? ¿Cómo podría recomponer su vestido en princesse si ÉL no la ayudase?

No hubiera grabado cierto hecho desagradable en su mente, si no estuviese destinado a cobrar importancia en el futuro: el lazo llevaba escrita a lápiz una cifra (10 £) y, lo que le pareció aún más vulgar: el apodo de su presunta dueña: La Vaca. Ojalá no significase lo que parecía.

 

Conste ¡ante mí!, que si aplazo el tornaviaje es por cuestiones que solo atañen a la Ciencia. Si hubiese el riesgo de comportarme como un pachón que persigue a una caniche en celo, ya estaría navegando. Ni un segundo más, ni uno solo.

 

En los dos días siguientes pateó a fondo el arrabal portuario de Bulaq. Su visión registró las siguientes cosas: suelos salinos, palomares, torretas de vigilancia, la fábrica de azúcar, galpones, una mezquita arruinada, dos cererías, las instalaciones de la vieja esclusa del Nilo, un boulevard sombreado por tamariscos plumosos y, ante la verja del Museo, la mesa de las cervezas atendidas por un conserje de blanco con tarbuch y faja púrpura. Pero no vio a ninguna muchacha de ojos color canela. En realidad, tenían ojos claros acuosos y eran turistas que se despertaba a media mañana para ir a visitar los tesoros de Latour. El cual para Gastón seguía con el puño cerrado, un puño decorado de innumerables manchas y pecas.

—¿Cómo está, señor Latour?

Su antigua apostura de gigante se había encorvado y, de su nariz ganchuda, pendía una fría gota de moco.

—Estoy.

—Tenemos que empezar ya con ese Papiro. La Exposición Universal es en junio.

—¿Viene a quitarme la comida de la boca? —decía mientras clavaba en Gastón sus negras lentes globosas. El sol de Egipto había opacado los ojos azules de aquel descendiente de corsarios, del que ahora se amparaba con aquel par de huevos negros.

De estas entrevistas con el director del Museo la única conclusión que sacó Gipini es que sí, que algo había. No estaba seguro de si quería sacarle la comida de la boca, pero no le dijo lo que estaba pensando:

En tu cocina sólo veo restos de cebolla y judías verdes, mientras que mi apetito pretende langosta y caviar.

 

El doctor Maxence Rocadimonte ofreció a su primo lejano Gastón una casita de arqueólogo como las que se usaban los turistas en la época anterior al Shepeard. Por aquel entonces estaba considerada muy prosaica una aventura en la que te preguntasen por la mañana: ¿desayuno inglés o continental? Una alfombra persa, la boquilla ámbar del sibuk y un paquete de tabaco Globe solían ser los atractivos de esas chozas. La parte buena es que asomaba sus ventanas al muelle de Bulaq y por una saetera se podían controlar los movimientos de los malignos alemanes, permaneciendo uno en el discreto anonimato. Los hoteles de El Cairo son patios de vecindad. Y ahora la parte mala: aparte del tabaco Globe y la alfombra, solo había una cama con mosquitero y una mesa. La bacinilla se descargaba por la ventana. Roedores de todo calibre y pelo disputaban sus derechos al inquilino. En las rendijas podían verse escolopendras, tarántulas, escorpiones e incluso cierto tipo de arañas enormes, como cangrejos, por lo que se podría pensar que, el que habitase dicha casa, no se quedaría sin almuerzo. El profesor aceptó, a sabiendas de que perdía su alojamiento gratuito en el Consulado: los ingenieros del Canal hacían cola para disfrutar de semejante sinecura. Pero había una ventaja secreta: en la guerra franco-prusiana había descubierto la utilidad de estas mirillas para vigilar los movimientos del enemigo… o de la enemiga.

 

 La primera noche que durmió allí, Gipini comprendió que aún no había visto todo el espectáculo. Grandes telas de araña pendían del techo como si fueran cortinas. Dos murciélagos, atraídos por la luz del quinqué, se introdujeron por el bajo de la puerta. Valsearon como vienesas. Gipini decidió remeter los faldones del mosquitero bajo el colchón.

—¿No sería terrible que después de todo fuera más fácil triunfar en el mundo de la moda?

El día no trajo ninguna novedad. No se refiere Gipini a aquella orgullosa muchacha que ya casi había olvidado. Si no quería volver a verle, era su problema, el ya encontraría otra bella deseosa de tener un lazo de Whorth. Aprovechando sus horas de ocio, examinó la prenda a fondo; descosió el dobladillo, y se llevó la gran sorpresa: tenía bordado un nombre: madame Reichard. ¿Era el de la propietaria? ¿Era la diseñadora? Quizá cuando se cruzaron en el boulevard se dirigía, o venía, precisamente de la modista, la tal madame Reichard. Pero eso le importaba menos que el tamaño de la famosa nariz de Cleopatra, o sea cero. ¿No eres capaz de admitir una derrota, Mefistófeles?

 

No podía imaginarse nada más aburrido que aquel pasarse las horas mirando por la rendija. Pero si al menos consiguiese amistarse con Latour y ponerse a trabajar con el famoso Papiro de las Vísceras, daría su tiempo por bien empleado. La búsqueda de la Gloria era su destino vital, ¿no? Lo demás, la bella esquiva, era simplemente un indiferente agradable. Lo malo es que al abuelete se le erizaban las canas cada vez que hablaba con un filólogo de verdad (como él). A Gipini aquellas conversaciones vespertinas, que bien podría calificar de velatorios, le daban ganas de llorar.

—Estoy desorientado, triste —le había dicho el anciano, sentados en la veranda de la residencia del director, un lugar sombreado de maracuyás y glicinias—. Ha comenzado un período repugnante en mi vida, el de la melancolía y el sufrimiento crónico de estómago. Antes me apasionaba por todo, ahora no tengo gusto por nada. Las noches son para mí un tedioso aguardo insomne de una rendija de luz en la ventana; pero el día, un día igual que cualquier otro, no me trae ningún consuelo. He aquí que jeroglíficos que antes traducía de corrido ahora me causan una marea de sufrimientos. 

¿Traducir? ¿Tú? Mejor será que no diga nada. Cuando uno es comisionado del presidente de la República, debe guardar cierta diplomacia con estos viejos fósiles. Ese asunto que tanto inquieta en las cancillerías quedará completamente traducido por mí. Las críticas pueden ser todo lo feroces que gusten: El filólogo alemán que pueda corregirme, simplemente no existe.

 

Seis días después del de la recepción en la Ciudadela, anunció su visita el casero, doctor Rocadimonte. Gipini nunca se pondría en manos de tan distinguido cirujano, quien era capaz de sostener, sin mover un músculo de la cara, que algunas mujeres son capaces de poner huevos ¡y de ellos nacer niños!, caso que al parecer había sucedido en Gebel-Barkal. “Pero un experimento para ser científico debe repetirse y esos orates prefirieron freír el segundo huevo”. Era un hombre tan panzudo que sus interlocutores se cubrían el rostro por si salían disparados como balas los botones del chaleco. Se dejaba crecer la barba para ahorrarse la molestia de poner corbata, pero, por desgracia, no era tan cuidadoso a la hora de infligir molestias a los que llamaba sus primos (con los que carecía de parentesco alguno, algo común en Francia).

—Toma, te he traído crecepelo. Entre primos y franceses tenemos que ayudarnos. Ya eres francés del todo, ¿verdad?

—Me alisté contra los prusianos y obtuve carta de naturaleza bajo las banderas. ¿Porque me has traído ese frasco

—Vaya pregunta. Tu pelo empieza a escasear cerca de la coronilla y dentro de cinco años… ¿Con que es cierto que pretendes averiguar el Secreto de la Pirámide?

—¿Pirámide? —dijo Gipini mientras inspeccionaba el frasco—. El cónsul de Damasco informa que el secreto de Latour se trata más bien a un llamado Papiro de las Vísceras. Nadie ha encontrado jamás jeroglíficos inscritos en la cámara funeraria de una pirámide.

—Si la gente de aquí supiera lo listo que eres, empezaría a preocuparse, ¿cómo lo has adivinado? Entonces ¿acierto si digo que has decidido quedarte unos días para meter mano a ciertos jeroglíficos que Latour encontró sobre los muros de una pirámide invertida? Si lo que quieres es pedirme consejo…

—¡No!

—…te diría que renuncies. El viejo topo no soltará prenda y nunca revelará el Secreto de la Pirámide si no es por encima de su cadáver.

 

Para entonces, Roca se había servido un buen trago de su petaca de punch, que, según él, es el único remedio contra las infecciones en estos climas. El alcohol mata todo, te toca. Gipini contraatacó y volvió con un plato de macarrones a la italiana, un queso mohoso y un cuchillo.

—... En Francia —añadió— nadie cree esas barbaridades que se cuentan.

—Aquí tampoco —aclaró Roca, que como todos los coloniales se las daba de arqueólogo, aunque él era cirujano por Montpellier—. En Egipto incluso tenemos menos tragaderas porque aquí hasta los niños de teta saben diferenciar a cuál de los tres Imperios pertenece determinada momia.

—De todos modos, por más que existan ciertos indicios, doy por descartada una recuperación de remotas prácticas antropófagas ¿de acuerdo?

—Que listo eres, primo, por Egipto pasa gente de todo pelo. Exorcismos, rituales, prácticas de iniciación... No hay chalado que no se presente aquí y no se pasé la noche arrodillado en el desierto con una vela en la cabeza y salmodiando: Isis bendita, Isis fecunda, Isis sapientísima… Es casi imposible que me acuerde de cada extravagancia. Aunque si me das algún dato, si se trata de algo verdaderamente original...

—¿Apareció un hígado en la Rest House a noviembre…, no, en diciembre de 1873?

—Y un corazón humano y porquerías por el estilo. Pero existe una explicación alternativa.

—¡Bah!, un personaje como yo no puede perder el tiempo en cosas sin importancia. Supongo que ese es el sistema que hay en Egipto para recuperar el Turismo cuando aparece un brote de peste. ¡Menudas payasadas! Bueno, basta del temita. Hay otra cosa que quería preguntarte, no es que tenga mucha importancia —dijo Gipini—. Días atrás, cuando paseaba por el boulevard de Bulaq...

—Te he dicho que mi casa era de lo más céntrico de El Cairo. Puedes considerar un favor de familiar que solo te cobre cuatro libras de alquiler. ¿Preferirías los chinches del consulado?

—No sabes cómo los añoro, pero dejemos eso —respondió Gipini—. Yo lo que quería preguntarte es por una joven muy bien vestida con la que me crucé por el boulevard. Europea en nueve décimas partes, desde luego, pero ¡Dios mío!, tiene serias influencias locales. Considero aceptables a estas mujeres de un cabello negro antracita, piensa en Cleopatra. La cara ancha con una palidez sugerente. La mirada sin embargo es pura chispa, como caramelo o cierto tipo de miel. Y otra cosa, aunque bien mirado, quizás se deba al corsé: Los pechos...

—¿En forma de semi bellotas?

—Eso. ¡¡¡Eso mismo!!!! ¿La conoces?

—Es frecuente esa configuración glandular en el Misr debido a la dieta con dátiles y leche de cabra. En Gebel-Barkal...

—¡Disparates no, ahora no! ¿Sería mucha molestia si me das ahora exactamente su nombre y apellidos?

—Oye primo, tómatelo con calma. Viste muy elegantemente ¿verdad? Un traje cortado tipo princesse, con su ruche en el cuello y una gran balayeuse en los fondos.

—Cuando la has visto, donde, cómo, porqué. Este lazo es suyo —Roca tuvo que levantar los ojos del bote de mermelada que estaba absorbiendo a cucharones—: Firmado Reichard, madame Reichard. ¿Se llama así? ¿Entonces la conoces?

—Tengo que saber algo más para estar seguro, no seas gazmoño. Di si es verdad que tiene los pechos abellotados, algo muy corriente aquí. En mis palpamientos se dan unos porcentajes del...

—Métete por... los dientes tus dichosos porcentajes. ¿Dónde vive? ¿Qué lugares frecuenta? ¿Está casada, comprometida?

—En El Cairo la colonia europea, cuando está despierta, o pasea por el boulevard, de buena mañana, o vegeta en el Museo, cuando el calor aprieta. Los jueves tarde, merienda en Gizá. Espirituosos en el Shepeard. Es como recorrer el Quartier Pigalle, das un paseo y te encuentras a todas las pájaras, incluso las que no quieres ver.

—¿Cómo te atreves a llamarla así? —Gipini le retiró de un manotazo el bote de mermelada. Respiró, se auto controló—.  Dejemos eso, me parece conveniente que me sea presentada, no olvides que yo soy un caballero. Parecer ser que tiene conocimiento o parentesco con un hombre maduro que lleva botines blancos, chaqueta de twed con pañuelo a la vista, flor natural, una caña de paseo enmangada en plata y cuando se enfada tira de pistolete. Ptaf, ptaf. La cara es pura arruga. Parece alto de lejos, pero es un efecto de rigidez: al acercarte se ve que tira a bajito.

—¿Uno que lleva una flor en la solapa y tose constantemente? —dijo el doctor Roca—. Ése sí que es un espécimen único, nadie lleva una rosa de té más que él. Se consiguen en los jardines del hotel Shepeard y el maître las guarda como si fueran diamantes. Ahora sí que me estás diciendo cosas razonables, primo.

—¿Alojado en el Shepeard? Gracias, muchas gracias. Creo que no dormiré ni una noche más aquí —Cuando una gloria de la ciencia visita a Egipto, se aloja en el mejor hotel. Ahora lo tengo claro—. No es que tenga nada contra tus tarántulas, escolopendras y demás especímenes del género repugnantus, pero ¡montan tal algarabía! No me dejan dormir. Bueno, podrás contarme algo del caballero de la rosa de té ¿o no?

—No hay mucho que decir.

—Hablo en serio. Muy en serio —intentó reprimir el temblor de sus manos.

—En fin, si eso te vale para algo, lo único que sé es que se trata de un excavador alemán privado o sea que tiene Firman anterior a la era del monopolio francés. Comercia con antigüedades y trata directamente con los consulados de Alemania y Gran Bretaña, que solo adquieren piezas importantes. Es prusiano y tiene el “Von”, creo. Ah, recuerdo una curiosidad, seguro que te interesará: le encanta una especie de juego que se practica dentro de un sarcófago gigantesco llamado La Vaca. Si algún día te lo enseña, comprenderás de lo que te hablo. No, no me pidas que te explique nada ¡te estropearía la sorpresa! ¡Ya te advertí que en Egipto tienen cabida excentricidades de todo pelo! Ah, eso, me olvidaba: apresúrate si quieres hablar con él. Está enfermo, muy enfermo en realidad.

—El Shepeard es ese edificio en forma de pastel de merengue que está en la avenida de los Tamariscos ¿verdad? Me parece que mañana me pasaré por allí.

—Si estás pensando en mudarte al Shepeard por lo que yo veo, mejor sería que continuases viviendo en mi fascinante cabaña. ¿A que tu elección está condicionada por la posibilidad de coincidir con el alemán? Si es así, me veo en la obligación de advertirte de que no estará. Mañana nadie estará en casa.

—¡Dios mío! ¿La peste está ya tan extendida?

—La buena sociedad se dispone a cruzar el Nilo para recibir a un Planeta, evitando interferencias con las farolas de gas. Vulcano. Aparece al atardecer todos los años, en las postrimerías del equinoccio. Cuando hay sospechas de peste, el sector hotelero inventa planetas, y la temporada se prolonga un par de semanas. Ten en cuenta que los médicos prescriben a los tísicos, vacaciones de tres o cuatro meses, y las pirámides se ven en un día. Unos se inventan planetas y otros (británicos), el crimen perfecto. Mañana, en el muelle, habrá falukas de vela para todo el que quiera vadear el río. Y si quieres que te dé un consejo… Vale, no muevas la cabeza, no quieres. Pero si lo quisieras creo que te sería muy útil pasarte por el festejo. Estará toda la colonia de El Cairo, todos los que has mencionado, gente que te vendrá muy bien conocer ahora que tus intereses se diversifican.

—Harto me tienes. ¡Es imposible seguir una conversación en serio contigo, primo! ¿Y qué tamaño dices que tiene ese nuevo planeta?

—Menor que La Tierra e incluso que Marte. Pero suficiente para que en su hemisferio Norte se vea a un Ramsés II de nariz enrojecida, bailando la polka con la faraona Hapsesut a la que el polisón magnifica su enorme trasero.

—Deberían amordazarte —respondió Gipini con una chispilla de chanza en la mirada.

 

Ya es el día siguiente. Una obsequiosa voz de camarero le recibió a su llegada al merendero que se organiza en pleno desierto occidental para que la espera de Vulcano no te pille con el estómago vacío.

—Usted primero, por favor. Soy el barman del Shepeard y estoy a su completo servicio, monsieur Gipini —¿Cómo sabe mi nombre? ¿Cómo podría ser que en este poblachón de vapores rojizos no se supiese algo?

Se había construido una empalizada de ramas de palmera y solado y entoldado el recinto con esteras y alfombras viejas compradas de rebajas en el zoco Kan-el-Kalili. Grandes almohadones rellenos de paja y divanes al estilo turco, colocados a lo largo de la faja de sombra, contribuían a crear un ambiente muy oriental. De haber existido Vulcano, sin duda hubiese aprobado su Observatorio: una plataforma sobre la mastaba de Meresank. Aprovechando la pared inclinada de la gigantesca tumba, se había previsto el graderío, un marco perfecto al que se trasladarían los sahíbs en su momento para presenciar la espectacular caída de sol, “el más inolvidable recuerdo que un viajero pueda llevarse de Egipto”. Incluso un normalien es capaz de imaginarse espectáculos menos divertidos. Una docena de fogones -estaban anunciados seis tipos de carne-, exhalaba un delicioso efluvio.

Al adentrarse en la zona de sombra, la cabeza de Gipini se llenó de puntos negros.


La gran moda en la Europa del XIX fueron los "desvendamientos".
Se traía una momia de Egipto, se anunciaba en el periódico, se cobraba
entrada y el espéctaculo estaba servido; podía aparecer oro, amuletos,
o un monstruo de dos cabezas. España no se quedó atrás; estos son los
 tristes restos de un "desvendamiento" acaecido en Barcelona.


2.-OJO CON LOS DIVORCIOS AMISTOSOS 

¿Qué efectos produce el divorcios sobre la disposición testamentaria a favor del cónyuge? En el Derecho de Galicia la respuesta está clara, porque se trata de materia legislada:

“Art. 208.-Salvo que del testamento resulte otra cosa, todas las disposiciones a favor del cónyuge no producirán efecto si al fallecer el testador estuviese declarad judicialmente la nulidad del matrimonio, decretado el divorcio o separación, o se encontraran en trámite los procedimientos dirigidos a este fin. Tampoco producirán efecto en los casos de separación de hecho entre los cónyuges”.

En el Derecho Común (de Piedrafita para allá), aunque no está legislado, se produce un efecto parecido (que no igual), por vía de interpretación jurisprudencial (STS 539/2018, de 28-09): Se interpreta la voluntad de la testadora y como esta dice que “instituyo heredero a mi esposo don Fulano”, se deduce que el empleo del término “esposo” implica causalización, y que si no fuera cónyuge, no habría lugar a la institución que por tanto es nula por “causa falsa”. Naturalmente esta es una situación mucho más lábil que la gallega, pues deja en el aire una serie de instituciones intermedias entre “ser o no ser esposo/a” (separación judicial, trámites procedimentales, separación de hecho). Parecido si que es, pero nada más.


El verdadero problema se da en los divorcios amistosos, mucho más frecuentes de lo que se cree. Puedo asegurar que hoy por hoy, son mucho más frecuentes el cariño y los besos que las tortas. En tales supuestos, la pareja a menudo da por supuesto que el testamento continua en pie, ya que siguen manteniendo en común un montón de intereses y relaciones, a menudo hijos felizmente compartidos. ¿Cómo enfoca el derecho esta situación que nos cae tan nueva a los acostumbrados al divorcio traumático?

En el caso gallego la confusión puede llegar a ser lamentable. La ineficacia se produce automáticamente, ope legis, por mucho que los ex cónyuges se sigan teniendo aprecio y conservando una estructura familiar indie. Cualquier interesado en la sucesión podría reclamar la nulidad del testamento y hacerse cargo de los bienes. No queda más remedio que acudir al notario y otorgar un testamento aclaratorio, expresando la voluntad de que la disposición siga en vigor a pesar de cualesquiera modificaciones en la relación conyugal, sean de hecho o de derecho, excluyendo expresamente la aplicación del art. 208.

En cuanto al Derecho Común, tratándose de un caso de interpretación, la cosa podría sobrellevarse siempre que existan medios de prueba extrínsecos que tengan alguna apoyatura en el testamento. Pero si se quiere pisar sobre seguro y no sobre huevos, la recomendación viene a ser la misma.

 

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