¡Cualquiera se mete con las coruñesas! |
SUMARIO
1.-TESTAMENTO PRO-CÓNYUGE EN PLENO DOMINIO
2.-THE SWIMMING MUMMY (La momia nadadora, capítulo 3).
1.-TESTAMENTO PRO-CÓNYUGE EN PLENO DOMINIO
La disposición recíproca entre cónyuges en aquellas legislaciones que lo permiten, suele adoptar dos modalidades:
1ª.-Pleno
dominio.-El esposos se dejan el dominio con sus tres facultades
(1.-usar; 2.-disfrutar; 3.-disponer), con lo que en, relación a bienes
inmuebles como pisos etc., el viudo o viuda heredero único, puede: venderlos
hipotecarlos, regalarlos, etc., sin que los hijos o descendientes pinten nada.
Asimismo, el viudo/a-heredero retiene en propiedad el dinero, fondos,
acciones, etc., es decir la totalidad del caudal.
Ventajas
e inconvenientes: La principal ventaja es la plena libertad
operativa del viudo/a, sin peticiones de hijos o descendientes interesados (o
nueras o yernos que los inciten). El inconveniente más destacado es la menor
potencia de la exención fiscal (sólo hay un heredero básico, aunque se puede
reducir del valor de los bienes, además de otras deudas deducibles, el de la
deuda legitimaria). La exención (un millón, más el domicilio familiar, más la
empresa), siendo habituales los gananciales, con los que se duplica, y
estimándose sobre “valores de referencia” (un 30 o 40% inferiores a los “de
calle”) , puede alcanzar los tres o
cuatro millones “de calle”, con lo que suele bastar para fortunas medio-altas. Si
tiene dudas, consulte con su asesor.
2ª.Usufructo.-Los
esposos se dejan entre sí el usufructo (es decir el derecho de vivir en determinada
propiedad -uso- y/o alquilarla -frutos-),
y a los hijos la nuda (desnuda) propiedad, es decir la propiedad desnuda, sin
sus atributos. En estos casos, fallecido que sea un cónyuge, para disponer de
bienes hereditarios, se necesita la firma de todos, viudo e hijos, para así
reunir y transmitir el pleno dominio (hijos (3.-nuda propiedad, disposición) + viudo/a (1.-usar + 2.-disfrutar). Con menos,
no se conformaría el comprador.
Ventajas
e inconvenientes: La principal ventaja es el control familiar: con
este sistema, que obliga a la firma conjunta de la adjudicación, se evita que
el viudo/a haga de su capa un sayo y transmita los bienes a una futura pareja o
a los hijos de la misma. En el plano fiscal, se multiplican las exenciones de
un millón al multiplicarse los herederos.
El inconveniente obvio es que el
viudo/a tiene las manos atadas y puede verse enfrentado a peticiones de dinero
a cambio de la firma.
ALGUNOS CONCEPTOS ANTES DE
LANZARNOS AL MODELO DE TESTAMENTO SOLICITADO: HEREDERO, LEGITIMARIO, ACREEDOR,
DERECHO COMÚN Y DERECHOS ESPECIALES:
*Heredero
es el “continuador” de la personalidad del difunto. Para el mundo físico, nos
morimos seguro (salvo que inventen una pastillita); para el del Derecho, somos
inmortales: nos continúan él o los herederos que adquieren la totalidad de los
bienes y responden de la totalidad de las deudas, avales, préstamos, etc.,
continúan los pleitos y así sucesivamente. El heredero es aquella persona que
nombre el testador (y si no, lo hace, la ley): puede ser un hijo, todos los
hijos, un sobrino aun habiendo hijos, una pareja, etc.; en resumen, quien
libremente disponga el testador. Hablo para Galicia y ciertos Derechos Especiales;
en el Derecho Común (+ abajo se habla), los hijos son “herederos a la
fuerza”, guste o no.
*Acreedor
de la herencia o adjudicatario de cosa cierta, son personas que
tienen derecho a cobrar o adquirir algo de la herencia por voluntad del testador
o de la ley, pero no a continuar su persona si carecen de la condición de heredero,
que es quien tiene que pagárselo o entregárselo.
*Legitima:
Es un concepto sumamente etéreo, que, según autonomías y países, puede
significar nada, una humorada, una deuda, o la condición de heredero. No, no
quiere decir o no siempre, que los hijos tengan que llevar algo de los padres
difuntos, que va. La explicación requiere una aclaración simultánea de los
conceptos Derecho Común y Derechos Especiales.
Derecho Común
Derecho
Común, el de la “herencia forzosa” es el que rige en la mayor parte
de España: Madrid, Castillas, Andalucía, Asturias, Canarias, Extremadura, etc. (pero
no en Galicia ni otras autonomías del norte que tienen Derechos Especiales). En
este sistema los hijos (o descendientes de hijos muertos), e incluso a veces
los padres, son “herederos a la fuerza”, quiere decir que o sí o sí tienen que
firmar la partija y, además, se llevan una buena tajada. En concreto, 2/3 de la
herencia; en Francia por ejemplo, puede llegar a los ¾ . Lo máximo admisible al cónyuge es el usufructo. Es de este Derecho
Común del que habla la TVE cuando cotillea sobre la herencia de la Paquirri,
pero si eres gallega/o, recuerda que no te afecta a ti.
Derechos Especiales:
Derechos
sin legítima o bromistas: En Navarra basta que dejes a cada hijo “cinco
sueldos, febles o carlines y una robada en los montes comunes a cada hijo”, o
sea nada, porque la primera es una moneda medieval que no existe; y los
segundo, al ser “comunes” los montes, pues no se puede disponer de ellos. En
Alava-Ayala, tienes que apartar a tus descendientes “con lo que quisieres o por
bien tuvieres”, por ejemplo, le puedes dejar a cada hijo un bolígrafo, un céntimo,
un mondadientes; o sea, nada. En ambos casos, dejas tus cosas a quien te dé la
gana.
Este sistema de la “nada” es el
vigente en la mayor parte del mundo basándose en el common law británico.
Heredero es quien uno quiere y quien no, no, sea hijo o simpatizante. La
libertad de testar es tendencia en el mundo latino, por lo que a no mucho
tardar regirá en España.
Derechos
con legítima para descendiente/s electivos (a unos sí, a otros no, como
los pimientos de Padrón).-En estos sistemas uno o varios descendientes tienen
que llevar legítima (y es herencia forzosa), pero no necesariamente todos. De
cinco hijos, se puede elegir a uno; o a ninguno y seleccionar un nieto. A los
demás, nada si es esa tu voluntad. Así es la legítima vasca (1/3) o la
aragonesa (1/2).
Derechos
sin legítima, como herencia, pero sí como deuda: Es el que más
nos interesa porque es el Gallego (y además el Catalán, pero eso no
tiene ninguna importancia). Al conjunto e los hijos, entre lo que se le da en
vida, o en muerte, le debes la cuarta parte del valor líquido de la herencia
(10.000 sobre 40.000; si son dos, 5.000 cada uno, etc.) Pero el testamento de
esposos es especial: ciñéndome a Galicia, se puede establecer que la deuda
conjunta (del padre y la madre) no nace hasta morirse ambos, con lo que si los
hijos son herederos sustitutos como es habitual, ya no hay que hacer nada
porque, muertos ambos, “pagarse a sí mismo una deuda de la que es acreedor y deudor uno mismo”, es una
tontería.
Lo que hay que tener claro es que si los esposos se nombran recíprocamente herederos los acreedores (El Corte Inglés, los hijos, etc.), no suscriben la adjudicación de herencia ni la partija, por no ser herederos. Basta que el viudo o viuda se presente ante el notario o el Banco sin necesidad de compañía, salvo a efectos cariñosos.
Sintiéndolo por el rollo inicial,
a continuación bajo el modelo de “testamento pro-cónyuge en pleno dominio”,
que me han pedido unos buenos amigos.
Por supuesto es muy mejorable. Y deben contemplarse los aspectos fiscales,
toda vez que efectos parecidos pueden lograrse mediante una atribución de usufructo universal acompañada de poder testatorio
(200 ley de Galicia), es decir que el viudo o viuda pueda adjudicar a su
arbitrio sus bienes, los gananciales y los privativos del difunto, sea
inter-vivos o mortis-causa.
MODELO
MUY MEJORABLE
TESTAMENTO MANCOMUNADO
NUMERO $.
En Florencia, mi residencia, siendo las $
horas y $ minutos del día $ de dos mil
$.
Ante mí, MICHELÁNGELO BUONARROTI (fue notario)
, Notario del Ilustre Colegio de Toscana.
COMPARECEN, para hacer testamento abierto
mancomunado:
Los esposos DON $ y DOÑA $, mayores de edad, $ y vecinos de
Florencia, con domicilio en los Uffizzi, provistos de DD.NN.II. nº $ y $
respectivamente.
TIENEN a mi juicio la capacidad legal
necesaria para testar, y,
EXPONEN:
I.- Ser natural, él, de $, hijo de $ y $,
nacido el día $, y regirse su sucesión por el derecho especial de Galicia; y
ella, de $, hija de $ y $, nacida el día $; y su sucesión se gobierna asimismo
por el derecho especial de Galicia.
II.- Hallarse casados entre sí, en únicas
nupcias, de cuyo matrimonio tienen $ hijos, llamados $.
Esto expuesto, ordenan su
voluntad con arreglo a las siguientes,
CLÁUSULAS:
1ª.-Ambos esposos, $, se
instituyen mutua y recíprocamente únicos herederos universales de todos sus
bienes, derechos y acciones, en pleno dominio.
El heredero podrá realizar todos los actos de administración y riguroso
dominio, inter-vivos o mortis causa, a título oneroso o gratuito.
La institución comprende todos
sus bienes muebles o inmuebles, y el dinero, fondos y depósitos bancarios,
prohibiendo la intervención de terceras personas.
2ª.-Nombran herederos
sustitutos vulgares a sus hijos $, a su vez sustituidos por su descendencia.
Como disposición particional
particular establecen que la legítima para descendientes conjunta de ambos
esposos podrá ser satisfecha exclusivamente con bienes del último de ellos en
fallecer, no pudiendo reclamarse legítimas ni surgiendo la obligación de pago
de las mismas hasta el fallecimiento del último de los testadores en finar
(art. 282 en relación al 275).
En cualquier caso la legítima,
que será meramente crediticia sin conceder derecho real, queda gravada en
usufructo a favor del cónyuge viudo.
3ª.-Este testamento no
contiene disposiciones correspectivas. Todas las disposiciones de este
testamento afectan a ambas sucesiones y, por tanto, a cualquiera que esté
abierta, pudiendo obtenerse copia íntegra.
4ª.-En defecto de disposición
en contrario del cónyuge supérstite, sea inter-vivos, mortis-causa o por pacto
sucesorio, la sustitución se regirá por la siguiente,
PARTIJA
A) CUPO DEL HIJO MANOLO
*El piso en c/del Pez 333, con
sus anejos y contenido.
*El garaje en c/Besugo, nº 34
B) CUPO DE LA HIJA JUANA
*La Casa y finca en la Sierra
Morena, con todas sus dependencias y contenido.
C) EL RESTO DE LOS BIENES POR
IGUALES PARTES.
5ª.-El cónyuge supérstite
podrá otorgar pactos sucesorios de mejora o apartación sobre alguno/s de los
bienes, sea en pleno dominio, en usufructo o en nuda propiedad, en favor de
aquellos descendientes que a su juicio lo merezcan.
6ª.-Revocan anteriores
testamentos.
2.-THE SWIMMING MUMMY
3-ALTERNANDO CON VÍBORAS
Cuando recuperó los
contornos de las cosas, sus ojos transmitieron a su cerebro una visión del
jardín del Edén: kentias en maceta del tamaño de palmeras pleistocénicas;
pieles de leopardo apolilladas con ojos de cristal; tapices tramados a base de
somorgujos entre papiros; y el león funerario de Tutmosis III cuya melena de
mármol jurarías que se había hecho la permanente de 5 francos en la peluquería
del Palais Royal. La sociedad europea había embellecido el desierto de Gizá
que, sin su genio, no sería otra cosa que esa sucesión de embudos de arena y
cascotes que podía observar por el lado sur del tinglado. Naturalmente, si
pudiera dominar todo el campo, vería pirámides; pero para eso se había previsto
la plataforma a la que accederían en el momento oportuno. Para sentirse más a
gusto, Gipini olfateó con discreción el ambiente hasta que, el olorcillo a
habanos, le señaló la ruta: el fumoir
por allí donde, colgado de un biombo, en un cartel esmaltado, se leía: SOLO
CABALLEROS. Los fellahs de los alrededores habían alisado el cascajo del
desierto; lo habían recubierto con esteras de cáñamo; y puesto encima una
decena, una decena o una docena, de sofás turcos con sus respectivas
escupideras de fayenza; pero, lo mejor de todo, era una barra de cinc, donde
reinaba el barman con su bayeta en la bocamanga. Había también un termómetro
cuyo mercurio estaba a décimas del desbordamiento; el bochorno provocaba que se
desabrochasen las chaquetas, que se aflojaran los lazos, que se abriesen los
cuellos. Todo ello, a pesar de que el espacio era abierto y que una dama podía
darse de bruces con todo aquel relajo; pero en Oriente no siempre es posible el
mantenimiento de las buenas formas. Por suerte, aquel día Gastón había
descartado su uniforme galoneado de catedrático y llevaba un traje americano de
lino. Fallándole a menudo la vista ante los cambios súbditos de luminosidad,
aguzó el oído. Hablaban todos contra todos (de Literatura y Bellas Artes, según
creyó entender por las alusiones a Flaubert “ese gran autor alemán”). Aquellos
caballeros enrojecidos, sudorosos, hicieron pensar a Gipini en estos profesores
que vegetan en Egipto, no porque les interese el país, sino que han hecho su
viaje para poder decir que lo han hecho.
Levantó su salacot
de paja fresca e hizo una reverencia circular. El barman, un hombre de mejillas
azules tocado con un turbante blanco, le cogió el sombrero mientras se
presentaba.
—Soy Filakos.
Aristóteles Filakos. Es el nombre de un filósofo griego.
—He estudiado la Metafísica de Filakos —respondió zumbón
Gipini—. Un gran filósofo, sin duda.
—No sabe el placer
que nos causa verle vivo, director —siguió impertérrito el barman—. De todas
formas, ha batido el récord: nadie ha conseguido resistir más de cuatro días en
la choza de Rocadimonte. ¿Un digestivo?
—Nada de momento,
gracias.
—Siéntese donde
quiera, señor director. ¿Le parece bien el diván verde, señor director?
Director.
Tenía muy claro
porque le daba ese falso título. A su modo, Filakos le estaba tirando de la
lengua: aquí todos informan a alguien. Cuando El Cairo descubrió que Gipini no
volvía de inmediato a Francia, supuso que había sido nombrado nuevo director
del Service des Antiquités, o al menos director-adjunto para suceder a Latour
tan pronto se acabase de morir, o cualquier otra cosa que significase que el
viejo caduco estaba kaputt. En los últimos años la filología había avanzado a
una velocidad tan vertiginosa como la ciencia ferroviaria o la electricidad y
el anticuado camaleón, el Mamur (como
le llamaban los que creían que significaba la
Momia), anquilosado por su permanencia en Egipto, ya no servía para
sostener el prestigio de Francia ante los pérfidos alemanes. Que era en el
fondo de lo que se trataba. La derrota de hace ocho años aún escocía. Se
pensaba que Francia solo podía tomar su revanche mediante el prestigio
científico. En cuanto El Cairo vio a Gipini, el más joven profesor de la
historia del Collège de France, juzgó sin apelación:
—Han arrojado a
Latour al sumidero. Han colocado a Gipini en el puesto.
Se sabía que el Mamur tenía entre manos un
asunto de capital importancia. Inseguro de sus conocimientos, habría pasado
ciertos calcos a unos amigos de París para que los tradujeran. No tan amigos
porque el asunto trascendió hasta el punto que un anticuario llamado Chakri
ofreció fotografías al cónsul francés en Damasco y sabe Dios a cuantos más.
Cuando se extendió la noticia la comunidad científica se vio sacudida por una
especie de shock: el asunto era demasiado novedoso como para que se lo
apropiase cualquier parvenu. Al principio se llamó el Papiro de las Vísceras;
tras filtrarse la investigación policial, se prefirió hablar del Secreto de
la Pirámide sin olvidar variedades como Pirámide Caníbal y mil
otras. El Cairo juzgó sin posibilidad de apelación que, para este combate,
Francia enviaba a su mejor paladín: Gipini. El cual tenía su propio plan,
paralelo, pero no convergente: “Comer la nuez, dejar la cáscara”. El Texto, sí;
pero en cuanto a la dirección del Service, debería esperar a que ganase plaza
en el Institut de France y, en resumidas cuentas, a que llenase su bolsillo.
¿Se iba a apresurar por un puesto cuyo sueldo dependía de los cíclicos estados
de bancarrota egipcia? ¡Ja!
—¿Por qué me llama
director, barman? Soy un humilde profesor del Collège.
—Como quiera —bajó
la voz—, no le llamaré director para que no se enteren estos desgraciados.
¿Curaçao como todos?
—Tomaré coñac.
Mientras Gipini se
acomodaba en el diván, un incómodo silencio recayó sobre la sala. Estos
diletantes de zapatos amarillos le estaban enviando un mensaje por el
procedimiento de permanecer callados: ¿por qué no asumes de una vez el Service?
¿Es que no entiendes que te aboca tu brillante expediente? Si estuviera de
humor Gipini les respondería: ¿Me van a pagar ustedes mi tratamiento de 28.000
francos? ¡Ja!
Se despatarró en el
asiento, descansando el peso en el codo izquierdo, y se dispuso a escuchar.
Sorbió un par de veces la pipa de narguilé. Al cabo de un rato entornó los
párpados y, muy bien hubiera podido estar dormido, si no siguiese el sistema de
los gatos: velar con los ojos semicerrados. La imprudente sala consideró que
Gipini había pasado al país de los sueños. Poco a poco, las conversaciones se
volvieron más explícitas:
—... un ataque de
diabetes. Al Mamur le quedan días. Como no consigan sonsacarle el Secreto de la
Pirámide, se lo llevará al infierno.
—¡Está curado! Hace
unos meses fue a tomar las aguas a Pougues-les-Eaux y vino como nuevo.
—Falso, ayer vomitó
sangre y hoy también. El médico le esconde su estado.
—No existe balneario
que cure lo que tiene: finge para ganar tiempo. Está desesperado. Ha consagrado
su vida a la Gloria, y ahora que tiene un descubrimiento, ya no es capaz de
traducirlo. La permanencia en Egipto lo ha embrutecido.
—Si no lo sabes tú,
Petit, no lo sabe nadie. Despacháis a diario ¿no es cierto?
El miembro de número
de la Misión francesa, eterno aspirante a la nada, no perdió la ocasión de
darse pisto:
—No come, la
dispepsia le atormenta. Vomita siempre y el dolor de cabeza no le abandona un
instante. Ha intentado verdaderas locuras para conseguir una prórroga de la
vida...
Proveniente del
desierto (o de la cima de las pirámides), contrapuntea la conversación el grito
insistente y quejoso de un milano.
—... prórroga que
por otra parte no sabría cómo utilizar.
—¿Qué locuras?
—¡Camarero! ¿Ha
advertido a Gipini que su coñac jamás ha visitado el país del Loira?
—He preguntado que
“¿qué locuras?”
—Tomar todas las
drogas del mundo.
—¡Bah! Aquí las
drogas son como los macarrones en Italia. Eso no es una locura. Al menos no es
una locura interesante.
—Y tomar
electricidad ¿eso no es una locura?
—Más, más...
—Si te refieres a
nutrirse de vísceras humanas etcétera, ¡a ver si acabáis de una vez con esas
historias! Esos bulos degradantes los difunden quienes quieren dejar indefensa
a la pobre Francia para quedarse por la cara con el canal de Suez —dijo aquel
al que los otros habían llamado Petit, un tipo bajito, pecoso, relleno y
cobardón, al que el rumor popular señalaba despectivamente como el mayordomo
del Mamur (o algo parecido que implicase el cuidado reverencial de su
guardarropa). Naturalmente, allí había amigos que lo tenían por hombre
instruido, aunque el mayor mérito que pudieron atribuirle es que había
terminado el BAC y terminado un cursillo en el Collège.
Ladridos o aullidos
de chacales (no podía decidirse si lo uno o lo otro), denotaban que el desierto
no es un lugar tan vacío como vulgarmente se cree. Al fin, una novedad.
—Ahí llega su
excelencia Von Below. ¡Menudas horas, Karl! —El frescor del capullo que
adornaba su ojal restallaba de amarilla carnosidad
—Aquí, barón, aquí.
Llega tarde ¿es que no puede dejar la floricultura ni siquiera por un día?
—Estoy seguro que si
se le pide con educación, Vulcano tendrá la paciencia de esperar por mí. Por
nada del mundo me lo perdería.
Gipini entreabrió
los ojos, apenas una rendija.
—¿Viene del barco?
He visto el vapor alemán en el muelle y me pareció que alguien estaba
enseñándoselo a una visita —dijo uno de quien el cutis de cangrejo denotaba
cierto origen nórdico.
—Le aseguro que se
equivoca, el barco no se utiliza para ese tipo de visitas: su finalidad es
estrictamente arqueológica.
—Su visión de la
arqueología es sumamente original —insistió el presunto vikingo—. Dicen que por
mil libras puedes fletarlo en busca de tu grieguita, esquivando esas puritanas
de negro que se recorren, vagón por vagón, el ferrocarril El Cairo-Alejandría.
—A los setenta ya no
se corren juergas —dijo Below achicando la mirada y subiendo los hombros para
indicar que se trataba de falsa modestia. Gipini se moría de curiosidad por
esos rumores que circulaban sobre orgías a bordo, pero, no sabiendo el terreno que
pisaba, se abstuvo de abrir la boca.
—Alguna sí, alguna
sí —se insolentó aun más aquel al que llamaban el sueco.
—¿Y tú, Piehl, me
vas a acusar de perverso? —respondió ya harto el barón con un destello zorruno
en los ojos, como si llevara algo en mente—. ¿Me llamas perverso tú? Tú que publicas a costa del Museo en sueco,
idioma que tiene el pequeño defecto que nadie entiende. ¡Reconoce que has dicho
que eso te da exactamente igual! ¡Que tú lo que quieres es acumular
publicaciones y que te importa un bledo si alguien las lee o no!
Gipini cuyos
pensamientos giraban a toda velocidad, reconoció en el acto al tipo del botón
de rosa en la solapa. ¡Ya me acuerdo! Este prusiano gargajeante que tengo
enfrente es el acompañante de aquella visión femenina que se me ha quedado
pegada, aunque en realidad no me importe nada, nada de nada. Lo más
probable es que se tratase de su protector: acababa de confesar los setenta y
una gota de moco rosado pingaga en su nariz, mientras que la niña, bueno, tenía
esa provocativa obscenidad de quien acaba de salir de la adolescencia y no es
capaz de controlar los efluvios que esparce en el ambiente. Creando problemas.
Incluso a gente que tiene cosas mejores que hacer, ¡parbleu!
Gipini decidió su
paso al estado de despierto. Llamó al maître con la disculpa de que le abriese
otra botella de coñac al tiempo que le señalaba el borde de su sofá. Filakos se
sentó encantado (aquí se permiten ciertas libertades), se giró hacia el profesor
con las manos juntas y se dispuso a escuchar atentamente.
—¿Ése es alguien?
—preguntó Gipini en voz baja, mientras masajeaba con el pulgar el canto de un
napoleón de oro.
—¿No conoce a Von
Below? —El hostelero, un hombre que con toda probabilidad informaba a todos los
servicios secretos a la vez, se prestó al juego—. ¿Por dónde empezar? No es
ningún noble, ni príncipe, ni esas paparruchas. Se crio en el cuartel de
Küpfegraben. Su padre, un polaco cuyo nombre es mejor no pronunciar, era
sargento de botas del príncipe Von Below. Lo cierto es que el muchacho destacó,
fue admitido en el gimnasio de Berlín a costa del príncipe al que más adelante
robaría el nombre y el von. Estudios en Leizpig, Tübinga etc.; fue
adoptado como su sucesor por el gran Lepsius. Lo que pasa es que siempre sintió
como una injuria la modestia de su origen. Pequeños robos, plagio de artículos
del maestro, falsificación de títulos de nobleza, etc. etc., todo eso conllevó
que su Lepsius le apartara de la gran
expedición germana a Egipto de los años cincuenta.
—He leído algo —dijo
Gipini que seguía espatarrado en su postura favorita, mientras masajeaba
suavemente la moneda—. ¡Más de cincuenta mil objetos para el museo de Berlín!
Es la mentalidad puritana: los alemanes sienten repugnancia por el robo que no
sea a gran escala.
—... pero aquella
razia —prosiguió Filakos— produjo un segundo efecto: todo alemán ausente se
convirtió en un apestado para la Egiptología. Lo curioso es que a Bellow lo
acogió el gallo francés: Latour le confirió pequeños encargos; él, por su
cuenta, se convirtió en traficante a una escala que, hasta la creación del
Service, se consideraba normal. Trafica con todo, ya de irá dando cuenta.
—¿Con todo?
—Ya se lo iré
contando más adelante, cuando se haga al País.
—Yo necesito que sea
ahora mismo.
—Hay detalles
delicados, muy delicados, y cuando un natural hace insinuaciones sin pruebas lo
llevan ante el Mudir. Aunque yo no tenga nada en contra de las relaciones entre
seres libres, no sé si me entiende.
Un comentario
absurdo. Las malditas maledicencias aldeanas de ese poblachón auvernés en que
se ha convertido El Cairo. Un profesor está por encima de ciertas cosas, el
barman no debería esperar el menor comentario por su parte.
—Sirve coñac,
Filakos, echa una copa para ti.
—Lo he dejado, señor
Gipini.
—En ese caso...
—Lo he dejado por el
ron.
—Pon ron también
para mí —siguió Gipini—. De todas formas, tu coñac me recuerda mucho al ron del
molino azucarero de Akmin —tapó la moneda con la mano—: Segunda pregunta: Sí se
lo debe todo a Latour ¿por qué me pareció que Below hablaba con desprecio de él,
con odio, no sé...?
—El mecanismo del
resentimiento es más cruel que el cianuro, un veneno que se instila en las
venas y nunca, nunca sale —aclaró Filakos en un florido lenguaje, digno de su
tocayo Aristóteles de Estagira—. El resentido odia a su benefactor más que a
nadie. Es un odio mortal, puro, salido de las mismas raíces del infierno. La
cercanía a su benefactor le proporciona un conocimiento perfecto de las teclas
que hay que tocar para causar una auténtica sinfonía de dolor.
—¿Amantes, hijas,
nietas…?
—¡Opa!, pobres
mujeres, con la misma flema con que dispara a un mono, el Teutón se deshace de
ellas cuando se hacen viejas e improductivas, aunque a algunas las conserva un
tiempo como criadas. Peor se lo toma cuando se ponen debajo de las alas de otro
gallo. A una famosa gawazi…
Salima o Salma o algo así… la obligó a latigazos a rescatar una gallina
que picoteaba en las vías del tren. La gallina se salvó, si me entiende usted
lo que quiero decir… Usted lo ha visto disparar: tiene a flor de labios esa
risita estreñida de los que matan mujeres sin compasión.
—Pero está muy
enfermo. Le gotea la nariz.
—Si solo fuera
gotear… Guarde las distancias: escupe trozos de pulmón y dientes como
perdigones. La historia es curiosa —Gipini adelantó una oreja para escuchar
mejor—: el hombre tenía un Firmán del kedive y eso le daba derecho a no
ser importunado por el Service en sus excavaciones. Cuando Latour comenzó a
retirar arena del Mausoleo de las Vacas, el prusiano alegó haber encontrado una
pequeña esfinge en el lugar y que tenía derecho a una parte del botín. De allí,
no se movería. Y poco faltó para que permaneciera eternamente inmóvil, no me
refiero a los cuatro disparos intercambiados. El día que Latour abrió “a la
dinamita” la descomunal bóveda, el Von fue el primero en colarse por el
agujero, abrazándose al sepulcro bovino más gordo que encontró. 80 toneladas.
Los de afuera quedaron aterrorizados, sin atreverse a entrar. Una gran columna
de gas azulenco había empezado a salir del orificio y no paró hasta el cabo de
cinco o seis horas: eran las emanaciones de la carne bovina pudriéndose a lo
largo de tres mil años. El loco prusiano lo absorbió todo en primera persona.
Desde entonces escupe trozos de pulmón, dientes, cuajarones de sangre. Una
enfermedad rara, quizá única. Companyo le dio cuatro o cinco días, pero ingresa
periódicamente en nuestro moderno hospital de El Cairo y, al poco, sale, si no
curado, sí con fuerzas para añadir otra gawazi a su cuadra o seguir sacándole
jugo su Firmán.
Entre copa y copa de
alguna cosa, Gipini aprendió la mecánica de los firmanes privados. Estas licencias de excavación se sustentaban en
la argucia de que eran anteriores a 1860, fecha en que se atribuyó el Service
des Antiquités a Francia y dejó de ser legal el tráfico de antigüedades
(excepto para los franceses). Los privados con autorización podían causar
auténticos cataclismos. Uno de ellos arrasó treinta kilómetros de riberas del
Nilo para obtener medio millón de momias. Estas, se usaban para la industria
azucarera, en concreto para teñir de blanco el azúcar obtenido de la remolacha,
además de otras utilidades: combustible ferroviario, tinte para papel,
medicamentos, embalajes, destilación de espirituosos... La industria de los
muertos secos se convirtió en la puntera de Egipto, un país cuyo suelo se
sustenta sobre cientos de capas de momias naturales o artificiales: la arena
seca impide la putrefacción. Un cálculo aproximado debido a Londesborough sitúa
el número de muertos, ya beneficiados industrialmente entre Europa y Nueva
Inglaterra, en trescientos cincuenta millones, incluidos varios miles de patas
de palo; y las reservas, en más de quinientos, hablo de millones de cadáveres.
—¡Camarero!
—interrumpió la voz alta pero autocontrolada del barón—. ¿Has dado caza a ese
pavo? Mientras siga tan esquivo necesitaré otro par de botellas de
Chateau-Margaux. A menos que a partir de ahora solo sirvas a ese francés que
tienes a tu vera.
El profesor del
Collège se volvió con estudiada lentitud en dirección a la mesa de Below. Le
invadió la sospecha de si sería mutuo el interés que sentía por el alemán.
—Pero si ese francés
tan, tan, tan importante acepta sentarse conmigo, tal vez podamos compartir
camarero y servicio ¿Eh, monsieur? Prusia estará encantada de volver a medir
sus armas con Francia... dialécticas se entiende.
—Si no me engañan
mis oídos, capto en sus palabras una desagradable alusión a la Derrota.
Explíquese.
—Oh, pero si yo le
debo todo a Francia. Von Below, barón. ¿Y usted?
—Gastón-Camille-Charles
Gipini, varón. Bien, si afirma que se lo debe todo a Francia... me sentaré con
usted —cogió el paraguas-sombrilla y los guantes y los colocó en un asiento
junto a la mesa del alemán. Estrechó su mano y tan pronto se sentó las potencias
de su alma iniciaron de nuevo aquella molesta dialéctica:
“Aquí se me ofrece
una Ventana de Oportunidad. Habrá que halagar a este alemán (con la nariz
tapada), para que me presente a esa Venus que ampara bajo de sus alas. En
circunstancias normales jamás lo haría, yo que luché contra ellos en Sedán.
Pero lo necesito para conocer a esa Diana que ha tenido la osadía de revolverme
las entrañas. El caso es que esos ojos chispeantes ¿cómo eran? ¿Color avellana?
¿Caramelo? ¡No puedo dejar de pensar en ello, merde, merde, merde!”
“¡Maldito primate!
¡El simio más salaz! Mira por dónde nos ha salido, todo un profesor del
Collège. Ahora queremos saber cómo son esos ojillos... ¡Estúpido! ¿Y para esa
investigación oftalmológica te vas a poner en manos del enemigo? Apura la
vergüenza: la tendrás hasta la hez. ¿Qué importancia puede tener el color de
unos malditos ojos?”
Para cortar el curso
de sus pensamientos se obligó a hacer algo: estiró las perneras del pantalón.
Odiaba sentarse en una silla, a él le iba mejor la pose repantingada de un
triclinio. Pero Gipini no había venido a descansar. El alemán lo recibió con
una sonrisa de labios que no se extendió a los ojos, los cuales permanecieron
inquisitivos y atentos.
—¡Por fin! ¡Estaba
esperando que el Louvre se pusiera en contacto, herr Gipini! Llegué a pensar si
se avergonzarían de mí.
—Estoy al tanto
—dijo el francés— de que a veces no queda más remedio que pagar a los privados.
Latour se me quejó de que las aldeas sujetas a conscripción solo entregan niños
al Service y que “se hace insoportable retirar la arena a cucharadas”. Mientras
ustedes, por unos pocos cobres, ponen a sudar a los membrudos fellahs.
—Pelillos a la mar.
O sea que el museo del Louvre me envía un emisario. ¡Vaya no esperaba a un
comprador serio tan pronto! ¿Podría interponer sus buenos oficios también con
el British?
—Un comprador aun no
—risa hueca—, solo soy un conservador adjunto.
—A veces tengo buena
mercancía, sí. Cuando quiero un dato histórico, no necesito libros; tengo mi
propia lista de Faraones arrancada de los muros del templo de Karnak.
Almacenada en el puerto de La Valleta. La saqué del país bajo las posaderas de
Latour, a quien invité a sentarse encima para tomar el té, jo, jo, jo. Le
aseguro que fue una historia muy divertida. Simplemente le diré que escondimos
piezas ¡hasta debajo de los miriñaques de las señoras, ja, ja, ja!
Miriñaques. A Gipini
se le encendió una luz. Resopló, como si le hastiaran esas bravuconerías
germánicas (pero los trabajos en los que estaba embarcado le obligasen a ser
paciente). Dijo:
—Ahora se lleva más
corto, sí. Un ligero polisón para levantar el vestido y... ¡Se me acaba de ocurrir una pregunta
relacionada con vestidos!
—¿Sabe usted de
vestidos?
—Estuve en el mundo
de la moda. En Coventry
—¿Una pregunta
acerca de qué?
—Hace unos días le
he visto en el boulevard de Bulaq, muy cerca del Museo. Como es lógico no le
saludé: aun no habíamos sido presentados. Me pareció... ¡Oh, no es una
tontería!
—¿Le pareció?
—Me pareció que
estaba acompañado de una joven manchada de sangre y que usted había utilizado
una pequeña arma que llevaba en el bolsillo, ignoro por qué orden sucedieron
las cosas. La joven llevaba un vestido de seda ocre con polisón, que es a donde
iba yo a parar…
—¿Seguro que ha
visto algo así? Disimule, nos están vigilando —dijo Below al tiempo que lanzaba
una significativa mirada hacia una madurita de mirada estrábica, que, para
circular más a gusto, había retirado la placa esmaltada donde decía SOLO
CABALLEROS (desarbolando con ello el único espacio del desierto libre de la
malevolencia de las hijas de Eva).
—¿Lo dice por esa
flacucha de rosa? —dijo Gipini mientras se enderezaba en el asiento—. ¿Quién
es?
—Es la maldad
personificada; se está fijando en nuestros labios para deducir lo que estamos
hablando, que esparcirá por todo El Cairo.
—¿No me va a decir
su nombre?
—Madame Reichard
—dijo Below—, la mejor modista de la ciudad. Las malas lenguas la conocen por
madame Fernández a causa de su excesiva amistad con el anticuario. La que viene
detrás, la que parece una estatua de sal, es la hija de lord Duftering, el residente
británico.
¡El figurín de las
gasas rosas es madame Reichard! Gipini no pudo evitar llevarse la mano a la
frente. Aquel nombre le recordaba algo, lo tenía en la punta de la lengua.
—No he venido a su
mesa para oír cotilleos, herr Karl —disimuló el francés.
—En concreto ¿qué
quiere usted?
—En concreto la
versión íntegra de los Textos de la Pirámide y su localización exacta. Tenemos
que ayudar a salvar vidas. Ismet Pachá ha advertido que, el que corte esos
paneles y los envíe a Malta, no saldrá de Egipto en posición vertical.
Below dio un
respingo.
—¿Y si le ofrezco un
affaire mejor?
Gipini se puso
alerta. No fue más que un cambio en la inflexión de voz del alemán. La palabra
affaire se presta a interpretaciones diversas. Decidió extremar la prudencia.
Un hombre de su posición debe cuidar las apariencias
—¿Qué me ofrece,
qué?
—Padece una
preocupante carencia de imaginación. Repase mentalmente el árbol de sus deseos…
—Los Textos de la
Pirámide.
—Siempre tengo lo
mejor y ustedes... —dijo el barón—. No entiendo esa manía francesa de buscarse
problemas.
—Ande y no sea
cargante, sé a lo que se refiere. Da la casualidad de que el Louvre ya tiene
listas de Faraones de época, dinastía a dinastía —cortó en seco Gipini—.
Champollion consiguió una en la isla de Filae. Latour otra, la tabla de Sakara.
El glorioso museo de las orillas del Sena no quiere para nada esas asquerosas
tabletas serradas del templo de Karnak que almacena usted en La Valleta. Vamos,
los Textos de la Pirámide ¿qué problema hay? Para que vea que soy flexible:
reconozco que existe un segundo campo de colaboración, de no menor importancia.
Si esos Textos nos muestran a los antiguos egipcios en todo su esplendor,
deberemos relacionarlos con los modernos, para establecer las debidas
comparaciones: medidas craneales, correlación de miembros superiores e
inferiores, precocidad de la menstruación… La moderna antropología prescribe el
estudio de los primitivos actuales como medio de llegar al conocimiento de los
pretéritos.
—Para ser exactos
¿hablamos de egipcios o egipcias, monsieur Gipini?
—¡Egipcias! ¿Por qué
no pupilas? ¿De verdad cree que me he venido nada menos que de París para
buscarlas ¡precisamente aquí!?
—Oiga profesor,
podemos dejar esto en claro. Gastón… ¿puedo llamarle Gastón? —Un guiño del
alemán desarboló del todo al profesor—. Me gustaría saber cuan primitivas son
las criaturas de las que estamos hablando. ¿Hatsepsut, Cleopatra o algo más
reciente?
—Sin que esto salga
de aquí, no tendría inconveniente en confesarle que necesito una entrevista con
su joven amiguita. Naturalmente, ¡quede claro!, mi único interés está en el
estudio científico de cierto detalle físico peculiar.
El alemán compuso
rápidamente un rostro severo, echándose atrás en el asiento. Una competente
representación de la comedia del mojigato… encarece el precio.
El francés cambió de
táctica:
—Es que me recuerda a mi pobre mujer.
“¡Que mentira más
gorda!” Había enviudado de Emma hace tres, tras dos años de matrimonio. Era una
mujer literata y bella, la musa del poeta Verlaine. Pero, ciertamente, una
belleza como de porcelana, nada que ver con esa mirada chispeante y acaramelada
que le estaba incendiando los higadillos, a puro fuego.
—Mis condolencias,
pero me veo obligado a señalar que la persona por quien se interesa no se deja
auscultar gratis. Gasta sumas colosales en la modista; un numero seguido de
muchos ceros que soy incapaz de sufragar. No todos los científicos y
arqueólogos que pululan por aquí están a la altura, su cartera, se entiende,
—Esta misma noche
tengo que quedar tranquilo sobre el tema, varón.
—Esta noche no. Si
le damos el plantón a Vulcano ahora mismo, seríamos la comidilla de toda la
colonia. Podemos ver de arreglarlo mañana, a las doce. Donde el paseo ¿está
alojado en el Hotel del Oriente, verdad? Comprendo, no se disculpe, usted es un
gentlemen, pero no ha conseguido cama en el Shepeard. Siga río abajo, hasta el
catalejo de bronce. Meta el penique. Mire al Nilo.
—¿Dónde van, donde
van? —preguntó Gipini alarmado al ver que todos abandonaban a la carrera el fumoir, como si estuviesen atacando
ahora mismo las hordas del Mahdi.
—¿Y era usted el que
se quedaba para hacer turismo? —se apiadó Petit—. ¿No ve usted que el sol está
cayendo como una bola roja sobre las pirámides? ¡Vulcano se prepara para hacer
su orto!
Subieron a la
plataforma que suele coronar este tipo de tumbas (mastabas); en cuanto a los
residentes de menos relevancia como los choferes y las damas de compañía, se
les había acomodado en un corralillo muy digno. Para los más entusiastas se
habían previsto unas gradas, pero allí no servían copas. El globo solar estaba
a punto de empalarse urgentemente en la pirámide de Keops sin esperar a que
todo el mundo tuviera su asiento y su pipa de hachís. ¡Qué modales! Uf, al
menos Petit le había reservado un sillón de mimbre en la zona más estable.
—Aquí, aquí,
Director. El lazo de seda es inglés ¿no es cierto?
—Coventry, of
course. ¿Cómo sabe que es seda inglesa?
—Cuando la costurera
venía a casa a poner alfileres en el cuerpo de mi madre, para mí era una
fiesta. Me fascinaba el puzle de patrones de que salía una prenda, el
nacimiento de una indumentaria. Siempre me fascinó el encanto que tiene la Alta
Costura, un concepto que estimo superior a la simple belleza. Lo sé, eso es
todo.
En la terraza
reinaba la mayor animación: pululaba por allí la créme de la créme con sombreros y cascos de paja, trajes de franela
blanca y calzado amarillo. En la base desértica de la mole (que no desmerece a
las pirámides, pero sin punta) aguardaban grupos de borriqueros, encantadores
de serpientes, saltimbanquis, etc. Más allá el sol hacía su show lo mejor que
podía. Vulcano, por su parte, aún no había conseguido superar el trauma de su
inexistencia; pero no cabía descartar el milagro.
—Gracias Petit, pero
no hay razón para que se moleste tanto por un probo visitante.
—¿Cómo no me voy a
desvelar por el futuro de Francia? ¡Mi última esperanza! ¡Estoy que exploto!
Somos arqueólogos, tenemos el mayor Descubrimiento de todos los tiempos en el
bolsillo y he aquí que está al mando un muerto-viviente ¡que recibe en bata de
casa! Tome el mando, ande, coja las riendas.
Descubra, dé titulares a la prensa. Usted sabe que es la forma de que
las palmas de académico adornen su bocamanga por la vía rápida.
—Hable más bajo o
nos escuchará hasta Vulcano. En resumidas cuentas ¿qué sabe y no me dice claro?
—Se me ha
clasificado en la categoría de los irrelevantes, pero aspiro a merecer su
consideración como un arqueólogo capacitado para entender el jugo de un
hallazgo. Entre nosotros no debe haber secretos.
Las palabras fueron
saliendo de sus labios en cascada, pero había un tema repetido como la obertura
de una Ópera: Las pirámides hablan. A medida que las escuchaba, Gipini
fue racionalizando el discurso del oscuro bachiller, que por otra parte
coincidía con sus premoniciones. No es que, en el interior de cierta pirámide,
Latour hubiese encontrado un papiro, una madera escrita, ni un sarcófago, ni
jeroglíficos grabados en la piel de cualquier animal. No. Petit había puesto
esa entonación como de te-voy-a-contar-un-cuento y dijo que algunas pirámides
–o al menos una- hablaban. No se
trataba de una metáfora, sino de la realidad.
Hasta hoy jamás se había encontrado un solo mensaje grabado en las
cámaras de las pirámides. Ni un mal jeroglífico. El texto, (si mal no había
entendido Petit durante el coma diabético de su jefe) estaban inscrito en una
brillante cuarcita azul pálido sobre las paredes internas de la propia
pirámide. Nada de papiros: la propia pirámide contaba a los humanos cuál era su
utilidad, mediante sencillas instrucciones grabadas en su misma materia. Había,
también, una parte mala.
—¿No me va a
preguntar usted donde está esa pirámide?
—¿Dónde está esa
pirámide? —inquirió en el acto Gipini.
—Ese es el problema
—había sido la respuesta de Petit.
Explicó que Latour
se pasaba las horas muertas en una casita para refresco de viajeros, cerca de
las pirámides de Gizá: la Rest House. Por fuerza tenía que ser por allí;
pero cada grano de arena de desierto había sido tamizado por los servicios
secretos de media docena de potencias. Allí no había nada, pero tenía que haber
algo grande, muy grande, enorme. Cada pieza de mobiliario de la casita se
desarmó y armó tres veces. Y nada. La pirámide tenía que estar escondida allí
por el sencillo motivo de que el Director, que había exportado a hurtadillas
fragmentos de los textos caníbales, no había ido a ningún otro sitio, excepto
para dormir o convalecer en su domicilio, junto al Museo (casa de la Veranda).
Pero, el que siguiera los métodos trillados,
por fuerza fracasaría allí donde ejércitos de agentes consulares ya lo habían
intentado; y si un emisario del presidente francés hubiera perdido su barco,
solo para hacer lo mismo que esa chusma, sin duda nos hallaríamos ante un
rematado idiota. Sin embargo ¿porque tendría ÉL que seguir las rutinas de los
seres vulgares? Un elegido de los dioses no tiene paciencia para tales
jueguecitos; los que son como él rompen el nudo gordiano con un seco tajo de
espada. De todos modos, Gastón no iba a abandonar el Misr sin permitirse su
pizca de jueguecito. Él no se cree del todo que los Textos de la Pirámide sean
el único negocio que le ha retenido en El Cairo. Algo habrán tenido que ver
unos ojos color canela ¿o no?
—Deduzco que ya
estaba de vuelta, en términos generales, del affaire de la pirámide parlante.
Ahora me gustaría saber exactamente qué piensa hacer —interrumpió Petit sus reflexiones.
—Convenceré al Mamur
con amor, paciencia y caridad de que nos necesitamos. El tiempo que haga falta:
cuatro días, una semana. Luego marcharé a París con nuevos calcos sacados por
mi mano, traduciré los jeroglíficos con unas garantías que solo puedo yo dar.
Juro que el nombre de Latour resaltará a la cubierta del libro. Dentro de
cinco, diez siglos, ahí estará.
—Deduzco que el suyo
también. Más pequeño, igual, o incluso más grande.
—¿Qué mejor para su
gloria que la certeza de la mía? La historia es una continuidad. No hay Cesar
sin Alejandro. Mi obra, que será la consumación de la ciencia Egiptológica, no
podrá menos que cantar al precursor.
—No consentirá, ji,
ji, ji —rio a lo conejo el bachiller—. No le soltará ni un solo jeroglífico.
—¿No se da cuenta que eso que dice es
absurdo? El me necesita, yo le necesito, somos franceses, patriotas. Apenas
necesito un poco de tiempo para explicárselo. ¿Cómo va a renunciar a su única y
última oportunidad?
—Ji, ji, ji.
Piehl, el gigante sueco, que había conectado
la oreja por si caía algo interesante, se rascó la requemada frente, y remachó:
—No tiene ni idea, ni idea, de con qué clase
de elemento ¡perdón, de eminencia! se ha topado, Gipini. Cuando Latour
descubrió el Mausoleo de las Vacas Sagradas, todo el mundo quiso participar en
un descubrimiento científico que en buena lógica era de la humanidad.
Tischendorf le pedía una memoria del descubrimiento, Lepsius la colección de
los cartouches encontrados, Gumbach (“un tal Señor Gumbach”, como el propio
Latour dijo), la copia de todos los textos y un plano del panteón. Yo mismo le
tengo escuchado algo así:
“—Ten por seguro que tan pronto abra la boca
será como si diera una patada en un hormiguero. Se van a precipitar sobre mi
letra, espulgar cada línea, hacer mil comentarios sobre las reseñas que yo
había dado.
“¿Es ese hombre para compartir un
descubrimiento? Rotundamente no —concluyó Piehl, que añadió—: Ha encontrado ese
Texto Caníbal en una de esas pirámides que se hunden de punta en el desierto y
que nadie podrá encontrar jamás porque el desierto es infinito. Es difícil
creer en las pirámides hacia abajo,
muy poca gente las ha visto. Se llevará el secreto a la tumba, se lo llevará,
vaya que sí.
Gipini apuró de un trago otra copa de coñac nilótico.
—Yo soy Francia. Conmigo no se negará.
—Desengáñese
profesor —le dijo Petit al tiempo que le palmeaba la espalda—. Latour es como
esos dogos escoceses que mueren, pero no abren el bocado. Dumichen, profesor de
Estrasburgo, calcó a hurtadillas
—Ustedes no conocen
con quien... —¿Qué iba a decir?— Quiero decir que yo... distinto... otro
barro... Collège de France... Me comeré tus piernas e iré saboreando tus muslos
—Pero ¡que atrocidades son estas!—. Camarero, será usted ejecutado al amanecer.
—¿En su París tienen
unas puestas de sol así? —preguntó una medusa de brillantes tentáculos como
gasas rosáceas, extraída por algún perverso del mar, y a quien, curiosamente,
los demás llamaban madame Reichard.
¡Nom de Dieu, no tan
curiosamente!
Gipini se sintió
traspasado por una centella. Había recordado algo. El nombre de Reichard era el
que firmaba el lazo de su amada. Se despejó lo suficiente para preguntar.
—Quería
preguntarle... que-quería preguntarle... la madame de ojos de canela...
—Me debe miles
—contestó irritada—. Me los debe y punto.
—¿A qué se refiere?
—¿Le parece bien que
esa demimondaine —Si fuera un caballero la desafiaría por tratarla así—
vista como la reina Victoria y las facturas siempre queden pendientes de una
nueva remesa de París? Acabaré dando un puñetazo encima de la mesa y contándolo
todo. No, usted, no, no le he pedido que dé puñetazos a la mesa ¡Borracho! ¡No
está en condiciones de dirigirse a una señora!
Cuando se apagaron
los fulgores del ocaso una brillante sesión de fuegos de artificio iluminó los
aires. Sonaron tres petardazos: era el final. En ese momento se dio cuenta de
su estúpido error, de su vana presunción. En el aire de la noche se elevó una esfera
anaranjada, acompañada del ruido de sillas de la gente que se ponía de pie para
ver mejor, al tiempo que gritaba maravillada: ¡Vulcano! ¡Vulcano! A medida que
se elevaba en el cielo, Vulcano, Vulcano, el neoplaneta fue desvelando los
misteriosos signos que adornaban su corteza. La línea ecuatorial aparecía
rodeada por un cartel, que decía: AMIGO DEL SHEPEARD. El hemisferio Norte tenía
pintado un Ramsés borrachín bailando la polka con Hapsesut, a la que el polisón
magnificaba el trasero. Cuando volvió los ojos hacía Filakos, vio que este
sonreía encantando con la chanza. ¿No era mil veces mejor un globo aerostático
disfrazado de planeta chungo que los estúpidos bailes de máscaras con que antes
remataban los cruceros del Nilo?
De repente
desapareció. No, Vulcano aún no había desaparecido; quien hizo mutis por el
foro fue... ¡
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