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El duque de Nemours, debe su fama a dos de sus protegidos: Miguel Ángel, que lo esculpió en Florencia, y Leonardo da Vinci, al que alojó en el Belvedere (Roma) |
Vista la práctica unanimidad de los diversos actores en la liquidación del Impuesto de Sucesiones, especialmente de los técnicos de ATRIGA, se llega a la conclusión de que, o ignoran el Derecho de Galicia, o tal vez no les gusta. Como se sabe, en los sistemas gallego y/o catalán, los legitimarios son unos acreedores “a todos los efectos” y no tienen título de herederos si no se lo atribuye el testador. Dicho de otro modo, la legítima es una deuda más, como los plazos del televisor, la tarjeta de El Corte Inglés o la comunidad de vecinos. Esa deuda es de la parte proporcional del cuarto del valor líquido de la herencia. Pongamos un ejemplo: determinada viuda con dos hijos, testa así: nombro heredero a mi hijo A y reconozco la legítima a mi hijo B; el único caudal es un piso que vale 100.000 euros. En este caso, la adjudicación de herencia y la registración a su nombre del 100% del piso es asunto exclusivo de A, sin que B tenga que aparecer ante el notario. Ahora bien, B es un acreedor más de su parte proporcional del cuarto (1/8), es decir que A le debe 12500 euros, que puede pagarle perfectamente de su bolsillo. Naturalmente en el modelo 650, en el apartado “relación de bienes”, hay que poner el piso, y en cuanto al "% adquirido por el contribuyente" (heredero), el 100%. Y en el apartado “deudas deducibles” hay que poner la deuda legitimaria, o sea 12.500 euros. Así se hace en Cataluña, que, con idénticas normas jurídicas, son mucho más estrictos.
En Galicia existe una curiosa
costumbre en la que están conformes tanto los gestores privados del impuesto
como los técnicos de Atriga. Siguiendo con el ejemplo anterior, como consideran
heredero (porque sí) al acreedor de legítima, en la relación de bienes,
apartado “% que adquiere el contribuyente-heredero”, deducen una cuota en propiedad equivalente a la deuda, en
el caso, pondrían: 87,50% (también podrían deducirse los plazos de la TV o la comunidad
de vecinos y dejarlo en el 70% ¿no?). Y en el apartado deudas, donde debería
constar ante y sobre todo la legitimaria, no se escribe nada. Naturalmente eso falsea
la fiscalidad sucesoria, piénsese que el heredero puede ser perfectamente un
sobrino aunque el acreedor de legítima tenga que ser un descendiente. Pero,
dadas las generosas exenciones que concede nuestra normativa a los descendientes,
todos pasan de puntillas sobre tan peculiar comportamiento.
En la práctica, lo que se se aplica
en Galicia es el sistema Balear, donde también la legítima es “de poquito” (1/3
habitualmente); pero allá, a diferencia de acá, los hijos son herederos “a la
fuerza”, es decir que siempre tienen que suscribir la partija, y no estamos ante
simples acreedores como los gallegos o los catalanes.
2.-THE SWIMMING MUMMY (La momia que nada)
Sigue aquí una re-elaboración de una de mis matracas (novela policíaca en ambiente de egiptólogos del siglo XIX), que, en mi narcisismo, creo que ha quedado notablemente mejorada. El que le interen estos temas, le ruego que me juzgue sin piedad. Nos enfadaremos, claro.
Un lanchero la
encontró cuando despuntaba el día 27 de abril de 1878. Alguien había amarrado
su cuerpo al barco alemán. La corriente rojiza del Nilo había desceñido el nudo
del polisón y soltado el vestido. El aspecto del cadáver hizo exclamar a un
turista:
—Parece una medusa gigante.
La autopsia reveló
una preocupación extrema por ocultar la carencia de los órganos. El doctor
Companyo dictaminó que se había insertado una mezcla de grasa y sosa en las
oquedades, para devolver al cuerpo su volumen normal.
—... El operador
quebró el hueso nasal, sorbió la sopa encefálica y rellenó la calota. Luego,
introdujo un brazo a través de la incisión hecha en el costado izquierdo del
abdomen, arrancando a mano las vísceras. Para borrar las huellas de la
extracción, embutió la mezcla bajo la piel, por arriba hasta el cuello, por
abajo hasta las piernas. La mojadura posterior hinchó el relleno y el fiambre
reventó alrededor de la barbilla, de las mejillas y de los senos. Al
secarse el cadáver se comprobó que, a pesar del tono sanguíneo del líquido, era
sólo eso: agua.
1.-COMISARIA
DE LA CIUDADELA, EL CAIRO
A primeros de abril
de 1878, el policía de El Cairo Mark Kabis se encaminaba a la comisaría para
dar cuenta a su superior Ismet Pachá de sus investigaciones sobre cierto pelotazo que la misión arqueológica
francesa se traía entre manos, sin haber informado al gobierno egipcio. Sus
zancadas, su cabeza gacha, le abrían paso entre los tímidos solicitantes del
barrio gubernamental, mientras el chamsín enarenaba su único traje
europeo. Pero esta era la menor de sus preocupaciones.
El gobierno kedival
había dilapidado el patrimonio histórico y, por entonces, no daba la impresión
de que las cosas estuviesen a punto de cambiar. Franceses, alemanes, ingleses e
italianos habían saqueado las antigüedades hasta el punto de que los americanos,
últimos llegados, se quejaron de que ya no quedaba un solo buen obelisco que
llevarse a Washington. Se conformarían con uno chico al que, en su fantasía,
denominaron Aguja de Cleopatra; solo entonces el Kedive dictaría un Firman
prohibiendo tan obsceno negocio.
La misión de sabios franceses a la que con
optimismo se confió la represión del tráfico de antigüedades (el Service des Antiquités) acabó pronto con
el contrabando al exterior... de Francia, es decir, con los alijos de los
alemanes. Su director, François Latour, apodado en árabe El Mamur, quizá
por sus casi dos metros, se preocupaba más que nada del embalaje de las 230 o
250 cajas -esculturas, joyas, momias- que cada seis meses volaban al Museo del
Louvre a bordo de la fragata Albatros. Y quien dice saqueo de objetos, dice el
esos descubrimientos científicos que dan fama y honor ante el Mundo: era
inimaginable que un sabio egipcio descifrase la clave de los jeroglíficos,
(como el francés Champollion), o el misterio de la escritura demótica, (como el
alemán Brugsch). Y la causa de que fuese inimaginable es que los egipcios, a
pesar de que tenían buenos lingüistas formados en la Escuela Alemana,
trabajaban con traducciones en francés o en alemán y no tenían acceso a los
textos originales.
—Y nadie da mérito a una traducción del
francés —se dijo entre dientes Kabis.
Pero aquel estado de
cosas estaba a punto de pasar a la historia. El kedive Ismail acababa de dictar
un firmán por el que se conduciría
ante el tribunal consular a todo extranjero que traficase con antigüedades. Un
cuerpo de la policía egipcia vigilaría a
los vigilantes franceses en el más riguroso de los secretos (la soberanía
de Egipto era turca y los Tratados asignaban, el mando de su ejército a un marshal inglés, y el cuidado de su
patrimonio a un savant francés). Mark
Kabis sería la piedra angular de este cuerpo denominado el SASA (Servicio de
Antigüedades Secreto Autóctono) bajo la sola autoridad del jefe supremo Ismet
Pachá, y bajo la sola autoridad de otros tres directivos más, conformando una
plantilla total de cinco.
Kabis parpadeaba espasmódicamente, como todos
los días que era llamado a dar novedades ante el pleno. Tanto le perforaban sus
prietas miradas (a lo entomólogo-estudiando-insecto)
que a veces se preguntaba qué es lo que verían; si les parecería grande su
cabeza; si se darían cuenta de que nunca miraba de frente, o de que no llevaba
barba como ellos, porque a los cuarenta ya se había resignado a ser
barbilampiño. O si, por el contrario, apreciarían sus aspectos positivos: pecho
y cuello de deportista, talla equilibrada, nariz clásica y ojos verde musgo
que, según había escuchado al profesor Lepsius, eran un atavismo procedente de
un Faraón ya que “vosotros, los cristianos coptos, entroncáis directamente con
las grandes dinastías”.
Ahora iba a
necesitar toda su flema. La comunidad científica estaba en efervescencia ante
los rumores sobre el hallazgo de un papiro casi inconcebible; algo que, con
solo pensarlo, te ponía los vellos de punta y que revolucionaba todo lo que se
sabía sobre historia faraónica. De la investigación para dar con él y del
horrendo crimen que fue su consecuencia, es de lo que trata este libro. Kabis
resopló. El asunto era de una urgencia supina. La carrera entre las potencias,
-Francia, Inglaterra, Alemania, Italia- por ser la primera en descifrar el
provisionalmente denominado Papiro de las
Vísceras, estaba a punto de comenzar. Pero esta vez había un nuevo corredor
en boxes: Egipto. De salida, nadie en sus cabales hubiera apostado un franco a
favorito por este caballo.
El ministro de
Cultura, Ismet Pachá, jefe natural del SASA, solía hacer esperar a sus visitas.
No obstante, en estas circunstancias, a Kabis no le causó sorpresa ser admitido
de inmediato. Ismet recibía en el último piso del departamento del Fisco cuyas ventanas
se abrían al zoco de los edificios del gobierno, a derecha e izquierda. Cuando
se generaban corrientes, por ejemplo, al abrir una puerta, los visillos se
estiraban y permitían admirar el paisaje del fondo: un centenar de minaretes,
como un puerto repleto de mástiles y, más allá, la sombra de las pirámides,
difuminada entre vapores nilóticos enrojecidos. Aquella podía considerarse la
oficina central del SASA, en plena ciudadela de Saladino. Mientras entraba en
el recinto Kabis iba tanteando el reloj de bolsillo: nunca había visto madrugar
a un pachá. Claro que el affaire de las vísceras (citémoslo así, de
momento) había hecho tanto ruido que había llegado no solo a las sanguíneas
orejas del kedive, sino también a las pilosas del presidente francés, e incluso
a las empolvadas de Victoria de Inglaterra. Pero hoy no tenía miedo. Presentía
que aquel asunto podría esconder la oportunidad de su vida para un
nacionalista… siempre y cuando fuera capaz de levantar un pico de la cortina
que tapaba lo que ocurría en los camarines de las potencias coloniales. Hasta
ahora, debía confesarse, lo único que había conseguido, es que un destello de
alerta asomase a las miradas venosas de aquellos cónsules cada vez que, con
palabras veladas, se había atrevido a plantear aquel extraño rumor capaz de
helarles la sangre, si la tuvieran. No es que hubiese muchos cónsules, pero al
ser la soberanía de nominal turca, no se les podía llamar embajadores ante el
kedive, el poder real en la sombra.
Ismet, tras su mesa,
no estaba sólo. Kabis suspiró: la insólita y novedosa convocatoria del pleno,
quería decir que consideraba el caso de la máxima importancia. Mordisqueó una
uña mientras cavilaba la mejor forma de decir que no había averiguado nada que
valiese la pena. “Bueno, nada de nada, entendámonos”. Enseguida reconoció a los
tres personajes que se sentaban en el diván morado y que completaban la
plantilla del SASA. Eran el doctor Companyo, jefe forense del virreinato; el
general Makrizi, de quien se decía que cuando estaba despierto era
contrabandista amateur de antigüedades; y otro hombre que lo era a cara
descubierta: Salomón Fernández. Tras los saludos un secretario de fajín púrpura
indicó al elemento laboral del SASA (él) que se sentase en la silla
desportillada. Kabis obedeció lo mejor que pudo y reparó en que el médico y el
general estiraban el cuello entre el cortinaje para espiar el interesante
espectáculo que tenía lugar allá abajo, en el zoco. Ismet, por su parte, la
barbilla pegada al pecho, parecía absorto mientras pasaba cuentas de su
rosario; para estar seguro, el policía pronunció el Salam a voz en
grito; vista su falta de reacción, se estiró a su vez: ahí afuera estaba
pasando algo.
El zoco es un
recinto rectangular de atmósfera polvorienta, batido por el sol, habitáculo de
tenderos, encantadores, peluqueros y sicofantes, alrededor del cual se reúnen
las oficinas del fisco, la empresa nacional azucarera, el servicio de canales y
puertos, y un vendedor de galgos llamado Andrea. Una delegación egipcia estaba
recibiendo con música y bandera tricolor a determinado personaje. Supuso que
sería parisino porque asentía a todo y ¿acaso los de París no lo entienden
todo?: “¿Ha visto usted los Boticelli de
los Uffici? No, pero he sabido que se divorcian”. Kabis estuvo en un tris
de contar el chiste en voz alta, pero, al ver la mandíbula serrada de Makrizi,
se lo pensó mejor. El presunto parisino del patio, un hombre de frente globosa,
cuidada barba negra-antracita, mediana estatura y barriguilla senatorial, le
sonaba de algo Kabis. Pero los ojos se le volvían, como atraídos por un imán, a
la inhabitual orquestina. La recepción se estaba teniendo a los antepechos del
Palacio, donde se recibe a las visitas importantes. Un personaje de categoría,
sin duda: tan pronto acabó La Marsellesa, lo rodearon zalameros cinco
individuos tocados con el tarbuch, el
sombrero troncocónico de los altos funcionarios. El francés se esponjó como un
gatazo ronroneante y satisfecho. Visiblemente, se había dado cuenta de la
admiración que producía entre la población local, con solo ver la sucesión de
rostros morenos que asomaba entre las cortinas del edificio del Fisco.
Los que observaban
desde la oficina del SASA estaban más que preocupados. La presencia de un
francés de alto nivel significaba peligro de robo de obeliscos. “Un día
empezaran a llevarse pirámides”. Para colmo, esta vez el robo de obeliscos o
pirámides, no era la peor de las posibilidades. Aquel hallazgo clandestino del
que se hablaba entre susurros sería el tema más importante de su vida; de las
vidas de muchos. Kabis aguzó la vista: uno de los anfitriones del patio resultó
ser Mustafá Pachá, hermano del kedive; en las pobladas cejas de otro de los del
patio creyó reconocer los rasgos del propio primer ministro, Riyad Pacha. Antes
de que Kabis tuviera tiempo de decir nada, el doctor Companyo se levantó y le
ofreció una taza de café.
—Ahora que lo pienso... —dijo antes de verter la infusión—, me gustaría que examinase este ushabti
que traigo entre el Times —Desenvolvió la figurilla.
—Es que no soy un técnico... —protestó Kabis. Le desconcertaba el doctor,
un tipo desgarbado con nariz ciranesca, de quien nunca podías estar seguro de
si te estaba tendiendo una trampa.
—Lo sé agente, pero como hizo un cursillo de
egiptología... Quería saber si hice bien en pagar diez francos.
—¿De dónde la ha...?
—¡Cualquiera le pide nada! ¡Qué carácter! Es de
antes del firmán, es legal. Olvídelo, no he dicho nada.
—¡Oh, no doctor! ¿Cómo iba a atreverme…?
—había estado a punto de decirle que podía ser indicio de un yacimiento
saqueado, pero se limitó a tragar saliva.
Ismet seguía con sus
oraciones.
Al poco, fue el
general Makrizi quien se encaró con Kabis. Llevaba un uniforme diseñado por sí
mismo -como el de Napoleón, aunque varias tallas más-, compuesto por una
guerrera azul marino con charreteras púrpura y botas de montar blancas. También
sobre él, se abatía una sombra de corrupción.
—No nos vamos a destrozar los que estamos del
mismo lado ¿verdad? —dijo,
al tiempo que su pesada mano sobre la espalda de Kabis, arrancaba a este un
tosido—. Eso son pecadillos. De lo que se trata es de lo que le están haciendo
ellos a Egipto. Bueno, creo que nosotros tenemos derecho a quedarnos una mínima
parte de lo que nos han quitado.
De improviso, la voz
de Ismet Pachá surgió tras la pila de papeles. Su voz era gutural hasta la casi
procacidad; su aspecto, entre gorila y momia, “o mejor de gorila momificado”,
pensó Kabis.
—El asunto del papiro sale publicado en los
periódicos franceses. Por el humo se conoce dónde está el fuego. Veamos qué es
lo que ha averiguado, agente.
Kabis esbozó una
sonrisa compungida. Ser un soldado del SASA significa ser el quinto de cinco y
el único que actúa sur-le-champ.
¡María Egipcíaca, salva este pobre agente! En ese momento todos pudieron
escuchar algo similar a un maullido algo aflautado, probablemente un milano.
Sin duda despistado por el ave rapaz, al general se le fue la olla del tema de
la conversación y dijo tras un nuevo bostezo:
—No puedo entender como los galos pueden
dominarnos sin soldados. Los británicos ponen las tropas y los quesitos-blancos se llevan los tesoros
arqueológicos.
Egipto era en teoría
un virreinato turco, en la práctica una colonia-cóctel
anglo francesa, nueve partes de la primero, una de lo segundo.
—Los británicos se conforman con un puesto
para carbonear los buques de la India —dijo el Pachá con contenida agresividad—. Son tan brutos que ignoran que la verdadera mina de oro de Egipto son
los descubrimientos —destellan de avaricia sus ojos amarillos—. Mientras tanto
los franceses llenan el Louvre que algún día los hará ricos. ¿Qué se proponen
está vez, Mark?
—Es un asunto
complejo.
—¿En qué sentido? —preguntó Makrizi—. ¿Por qué se habla de un Papiro de las
Vísceras? Venga, espabile, largue, que no tenemos toda la mañana.
—He leído en Le Bistouri, sí, lo he leído ayer —interrumpió Companyo con voz suspirada—, que el papiro explica cómo hacer trasplantes
de corazón, de hígado, de cabeza, de pulmones… ¿Estamos ante el gran misterio
el de la-vida-eterna-que-tomaron-los-cristianos-de-los-egipcios y blablablá?
¡No, no me lo diga! Sé que esa revista ha sido tildada de sensacionalista.
—Perdón, puede que el material que nos
escamotean tenga que ver con la medicina o puede que no —dijo un Kabis encantando por tantas
interrupciones—. Pero creo que debemos centrarnos en los
datos que van saliendo. ¿Qué significa tomar el corazón, los pulmones o las
piernas de otros hombres? Para mí es prematuro que los relacionemos con el
concepto religioso de la transubstanciación.
—¿Algo sencillito entonces, como La Vida
Eterna? —dijo Companyo con la mirada perdida en las
alturas.
—La vida ¿qué? —recalcó Kabis intentando que
no se trasparentase la satisfacción que sentía embrollándolo todo para que
nadie se preocupase de sus investigaciones.
—¿Y con el canibalismo? —dijo Makrizi mirando fijamente a su taza,
como si la sujetase con los párpados—. Hace años se rumoreó algo en el entorno de la misión francesa.
—No hay pruebas. No. Creo que no —dijo Kabis que también miraba su taza.
—Los franceses pueden permitirse eso y más —intervino Ismet abanicándose con fuerza—. Como máximo, les puede caer una multa de
esas que no se pagan. Pero basta de divagar, Mark. Usted entró aquí recomendado
por la casa del kedive ¿de verdad sabe para qué sirve el SASA? ¿Me lo puede
repetir? Viendo su actitud, me entra la sospecha de que lo mismo le tiene este
puesto que el de aposentador de los harenes reales.
—¿Yo? ¿Es a mí?
Se estremeció al
sentir sobre si la mirada bovina del Pachá. Dijo como quien recita un tema
escolar:
—Es... es.... es para evitar que Egipto se
pierda de nuevo un descubrimiento científico.
—¿Casos? ¿Ejemplos? —dijo Ismet como tomándole
la lección a un pilluelo. A veces hacía esas cosas para aleccionar a sus
agentes.
—Como la traducción
de la piedra de Roseta por Champollion, o de las listas de faraones por Lepsius
—siguió Kabis en plan alumno aplicado—. No se trata de objetos sino de su
publicación. Su desvelamiento al mundo deberá partir de nosotros en el futuro.
De los egipcios. Primero llegará el prestigio nacional, después, seremos
llamados a ocupar el puesto que nos corresponde en el concierto de las grandes
potencias.
—Bravo, bravo
—palmoteó Ismet del que una mirada torva desmintió el presunto entusiasmo—.
¡Para eso la casa real nos ha enviado a un verdadero zorro! Un zorro para quien
las artimañas francesas no cuentan nada. Bueno Kabis, ¿hasta dónde ha llegado?
¿Tiene ya en su poder esos jeroglíficos viscerales?
¿Qué clase de secreto vital nos revelan? ¿Es posible la consecución de la vida
eterna por asimilación digestiva de enemigos? ¡Tenemos derecho a saber!
El policía respiró
hasta lo hondo del pecho para infundirse valor. De improviso, abrió los ojos
todo lo que daban. Acababa de ser golpeado por una idea tan idiota que casi se
le saltan las lágrimas de la emoción.
—Excelencia, a día de hoy, de hoy, repito,
quizás no sea adecuado que ordene a su humilde súbdito que avance un solo palmo
en la investigación. Se trata de escamotear algo a los franceses ¿no? Pues
piense que ese monsieur del patio
viene de hablar con el hermano del kedive, que le habrán prometido algo. Nunca
salen con las manos vacías. Como mínimo, una pequeña esfinge. Un obelisco de
nada. Una pirámide para dar volumen a la place de la Concorde. Cierto, al día
siguiente de habérselos regalado, el augusto se enfadará y nos volverá a
ordenar al SASA que salvaguardemos el patrimonio nacional. Pero hoy, día 3 de
Nisan, mientras el francés esté en la augusta presencia, le ofrecerán y le
ofrecerán... ¡lo más zorruno es no saber nada!
—Me parece que nos quiere tomar el pelo —dijo Ismet repantigándose en sus almohadones—. ¿De verdad cree que le hemos contratado
para que se dedique a la política? ¿Un kafir
como usted, que ni siquiera reza cinco veces al día?
—No se disguste, excelencia —respondió Kabis mientras manoseaba la taza de
café—, el asunto ha avanzado mucho. Se puede decir
que va por buen camino. Solo que me pareció prudente plantear esa cuestión. ¿No
se va a disgustar, verdad?
—¿Qué si me voy a disgustar? Usted preocúpese
de contestar a lo que se le pide. ¿Dónde está el papiro? ¿Se trata medicina,
magia o canibalismo? ¿Detiene la vejez? ¿Hijos a los noventa? ¿El gran misterio
tiene aplicación práctica hoy en día? ¿Lo ha encontrado ya el Service des
Antiquités? ¿Por qué no lo tradujeron aún? ¿Por qué esos puercos franceses no
se nos han puesto en contacto? ¿Acaso no vamos juntos en esto? ¿Por qué? ¿Por
qué? ¿Por qué?
—Tenga compasión, excelencia, por lo que más
quiera. Tenemos mucha información, un montón de información. Ali Efendi Habib,
el becario que hemos enviado a París, nos sopló que Latour ha remitido al
Instituto de Francia unos calcos con jeroglíficos. El jueves pasado hemos
recibido por valija diplomática una agradable sorpresa. En el futuro los espías
fotografiarán los documentos como él, ahorrándose un montón de trabajo.
El joven policía
acercó a la ventana algo parecido a un brillante cuadrado de cartulina negra.
Puesto al trasluz, como por arte de magia, aparecieron allí unos jeroglifos:
era una copia fotográfica en papel de albúmina. Prosiguió:
—… Ali consiguió su
traducción, por más que le hubiera desorientado el hecho de que, como están
viendo, los pictogramas aparecen en blanco sobre fondo negro.
—Diga a grosso modo de que tratan.
—Por favor, me sé íntegros tres versos.
Ismet gesticuló
abriendo y cerrando los ojos. ¿Qué hace usted? ¿Por qué no empieza?
Ruborizado como un
escolar en su primer día, Kabis recitó:
Se
construye hornos con las piernas de sus esposas
Se
come los pulmones de los sabios
Es
feliz de alimentarse de sus corazones y de sus magias.
—¡Que cara más dura! —bramó Ismet—. Esos tres versos son precisamente los que han puesto en marcha este
caso. ¡Se ha pasado las últimas semanas retozando con alguna Gracia! —corría el rumor de que Kabis, solterón empedernido, tenía siempre
novias gordas y sudorosas como las Gracias
de Rubens—. ¡Fernández! —El Pachá giró violentamente el rostro—: ¿Cuál es su visión del caso?
Fernández, un
sefardí adiposo de voz lejana y ojos de onanita, respondió con voz tomada
(debido a la dificultad de hablar mientras uno se hurga los dientes):
—En mi opinión el Service des Antiquités ha
dado con una primicia bomba y se propone traicionarnos a nosotros, sus
patronos, atribuyendo el mérito a Francia. ¿Qué dónde está ese papiro? Cuando
les preguntas a los monsieurs, te hablan de la nariz de Cleopatra. Seamos
lógicos ¿quién tiene acceso antes que nadie a los hallazgos arqueológicos?
Latour: es el jefe y ejerce la jefatura ¡vaya si la ejerce! Lleva eso como si
fuera su propio campo de alcachofas; existe cierta clase de hombres que jamás
compartiría un hallazgo; no hay sitio para todos en los libros de Historia. Yo
no le pediría a Colón que repartiese a pachas conmigo el Descubrimiento de
América. ¿Tan difícil es espiarle? ¿Acaso el franchute trabaja con sus propias
manos? El Service des Antiquités se sirve de cerca de 500 conscriptos que les
facilitamos. ¿Son todos ricos por familia? Sobornemos a media docena.
—No se disguste excelencia —Kabis intentó hacerse valer—. ¿Puedo hacer una pregunta? ¿Por qué
hablamos de papiro y no de un texto escrito sobre otro material?
—Le he dicho que no me disgusto, pero ahora le
toca estar callado —el
Pachá palmeó la mesa, sin pasión, y añadió—: ¡Esta vez no vamos a hacer idioteces! Vamos a averiguar donde se
esconde ese papiro y se lo daremos a traducir a un sabio egipcio. ¡El mundo
sabrá que existimos! ¡Egipto, ese gran país!
—¿Se habrá inventado... hum, como lo ha
llamado ese franchute caduco... Ah, sí, lo de: “un hallazgo de extraordinaria
importancia”? —preguntó el general Makrizi.
—Sería imposible —dijo Salomón Fernández—. Los calcos de esos jeroglíficos han sido
declarados top secret y, como es natural, circulan por todas partes. Los
mejores filólogos alemanes han contrastado la época, el estilo… En materia
cultural, los germanos envidian a los franceses y hubieran pegado saltos de
gozo ante cualquier superchería. Sin duda es auténtico.
—Lo que me reconcome
—gruñó Ismet— es que esto es solo el aperitivo. Los franceses ya están anunciando el
corpus completo del descubrimiento del siglo. Y Egipto, al margen. Como
siempre, maldita sea, como siempre. ¿Para qué le pagan el sueldo, Kabis? Haga
algo, hombre, haga algo.
—Yo lo que me pregunto es porque hablamos de papiro
—Kabis se acercó a la mesa y reposó allí la
taza de café sin haberlo probado. De improviso, pegó un brinco, al ver que el
Pachá se había abofeteado a sí mismo. ¿De desesperación? Pero, al retirar la
mano, una flor de sangre reveló que solo se trataba de un mosquito
espachurrado.
—Agente, se lo hemos
repetido un montón de veces —el tono de Fernández desmentía la virulencia de sus frases—. Este texto de las vísceras no es otra cosa
que una de las múltiples fórmulas del Libro de los Muertos, la guía Baedecker
del mundo inferior. De siempre se ha dibujado sobre papiros enrollables que se
depositan en las tumbas. Me agota, Mark —Como corroborando su agotamiento, el sefardí escupió con parsimonia una
minucia interdental.
Kabis juntó las
manos.
—Por favor, señores,
abramos nuestras mentes. Los jeroglíficos se pueden inscribir en piedra,
madera… aunque naturalmente, si hay que creer que se trata de un papiro, yo lo
creo. Dejemos eso… por ahora. Lo que me pregunto es: ¿Para qué quieren los
muertos las vísceras de los vivos?
—Es religión ¿entiende? —dijo el doctor Companyo agitando las manos—. Metafísica, milagros y todas esas
paparruchas. Cuando le predica su sacerdote copto sobre la Resurrección de Lázaro no se hace tantas preguntas, caramba.
—Aun así —Kabis apoyó el mentón en los nudillos de su mano derecha, cruzando la
otra sobre su pecho—. Quiero decir que tan pronto se extraigan las vísceras a
los vivos se convertirán en vísceras muertas. Como los difuntos ya tienen sus
propias vísceras muertas.... ¿no les serán más simpáticas las suyas? Quiero
decir que si llevo un año vivo-muerto y tengo mis propios pulmones hediondos
¿para qué voy a quitarle los suyos?
—¡Perro copto! ¡No cree ni su propia Resurrección
de la Carne! —esputó
Fernández.
—De eso quería hablar con usted, querido
Salomón, y ya que lo tengo aquí...
—¡Cómo Napoleón en Austerliz! —bromeó Ismet—. Kabis tiene un plan, ¡el tipo es capaz de concebir una estrategia!
Tras alargar el
silencio varios segundos en señal de reproche, Mark se sintió interpelando a
Salomón con una extraña voz fuerte y firme:
—Usted es un sefardí especialista en
incunables españoles —dijo
el agente Kabis—. Me han dado una idea las Crónicas de los primeros exploradores
americanos...
—¿Ve eso práctico? —dijo Makrizi sin dejar de hurgarse con la
recrecida uña meñique.
—La antropología moderna se vale del paralelismo —aclaró el policía sin inmutarse—. Unas mismas
circunstancias históricas pueden dar lugar a prácticas paralelas en pueblos
dispares. Me refiero, amigo Salomón, a la extracción quirúrgica del corazón que
practicaban los aztecas.
—Oiga, Mark, tómelo
con pinzas. Yo también había pensado en eso, aunque luego rechacé la idea —dijo Salomón Fernández—. ¡Los egipcios fueron un dechado de
civilización! De todas formas, aún está por determinar el sentido de ese
misterioso secreto que esconden los franceses... Si insiste —Kabis movió
afirmativamente la cabeza—, me ceñiré a los aztecas. El español Bernal Díaz nos
cuenta lo que vio el día que subió los 114 escalones del cu de Tenochitlán. Allí, en lo alto del gran cu tenían unos
andamios y en ellos puestos unos quirófanos de piedra. ¡La higiene del lugar
recordaba nuestro ultramoderno hospital de El Cairo! Dice Díaz que suelo y
paredes de aquel cuarto estaban negras de costras de sangre y que en los
mataderos de Castilla no había tanto hedor.
—Alto ¿qué es un cu?
—preguntó el doctor Companyo.
—Una pirámide
—respondió Salomón—, una pirámide como las de aquí. Los pacientes hacían cola
al pie de la mole. Cinco enfermeros reclamaban al que estaba el primero de la
fila y lo llevaban hasta la cúspide, donde aguardaba el cirujano. Una vez allí
lo obligaban a ponerse de pie sobre el quirófano para que lo valorasen los que
estaban abajo; después lo tumbaban boca arriba. Un enfermero lo cogía del brazo
derecho, otro del izquierdo, uno del pie izquierdo, otro del derecho y el
quinto le ataba el cuello con una cuerda y lo sostenía para que no pudiera
moverse. Luego, el oficiante practicaba una doble incisión pectoral en forma de
pez con un cuchillo de obsidiana, volteaba al paciente y ¡voilá!, el
corazón se deslizaba fuera de la caja torácica por si solo, tal como la almeja
de su valva. Si conseguía que palpitase fuera del cuerpo, ¡bingo!, la multitud
estallaba en un aplauso cerrado. En cuanto al destino de los despojos, ya se lo
imaginarán… Me cuesta trabajo creer que en nuestras pirámides egipcias
sucediera otro tanto. Concedo que los últimos acontecimientos introducen una
sombra de duda.
En ese momento la
conversación se interrumpió a causa de una arenga que provenía del patio.
Todos, excepto el Pachá, se levantaron y se aplicaron a descorrer el cortinaje,
para mejorar la visión. El visitante francés discurseaba en el patio señalando
con su brazo la ruta de las pirámides.
—Ese histrión... —dijo Ismet entre dientes— ¡Nos va a arruinar!
—¿Quién es? ¿Quién es? —preguntó el doctor.
—Un catedrático de lenguas orientales —respondió aquél—. Profesor del Collège de France, conservador adjunto del Louvre. Viene
comisionado por su gobierno para convencer al kedive de que visite la
Exposición Universal de París, algo que sin duda disgustará a Inglaterra.
—Qué raro, mandan a otro arqueólogo teniendo
aquí a Latour como jefe de misión.
—Latour está enfermo, mal de la chaveta —aseguró el Pachá—. Además, esta es una misión diplomática; si
han enviado a un arqueólogo es para despistar a los ingleses que a mi entender
son los que cuentan. Los franceses quieren hacerles creer que buscan una nueva
estatua de Osiris.
—¿Tendrá algo que ver con lo otro? —dijo Makrizi.
—¿Qué otro? —respondió Ismet.
—Los calcos... El Papiro de las Vísceras —aclaró el primero.
—No. He conocido a ese profesor en la
recepción de
—¿Seguro que buscamos un papiro? —Kabis recorrió con la vista cuatro miradas
furiosas, clavadas en la suya, y cambió de tema—. Cual es mí plan. Me pegaré al
terreno...
—Y le pisarán, y le pisarán y tendremos un
Kabis extra-plano. No hace falta que se convierta en una asquerosa zapatilla,
basta que se convierta en un buen policía —dijo Ismet.
—Quiero decir que esta debe ser cosa de una
sola persona, dos a lo máximo. Si hubiera más, ya no habría secreto: estamos en
Egipto. Me convertiré en la sombra de Latour… y de ese Gipini, o como se llame.
No se me ocurre nada más.
—¿Acaso no le ha quedado claro que ese
estirado solo está aquí de weekend?
—No se moleste, pero
discrepo. A ver… llega un emisario a hablar con el kedive; resulta que es un
comisionado personal del presidente de la República Francesa; resulta que, ¡oh
casualidad!, es profesor del Collège de France, ¡y su excelencia aun cree que no
tiene nada que ver con los famosos calcos del Papiro de las Vísceras! Vamos,
señor director.
No bien hubo
terminado su perorata, Kabis agitó la mano en el aire, como pidiendo más
tiempo. Había algo de lo que quería acordarse, sin conseguirlo.
—Lo que no acabo de entender, querido Kabis —le interrumpió Makrizi— es porque Latour no traduce de una maldita
vez todos esos textos. Gana Francia, partido terminado.
—Eso nos indica a las claras que hay algo que
se lo impide —dijo Ismet—. Y, (prosigo mi razonamiento), como desde Champollion no se sabe de
ningún egiptólogo francés que tenga impedimentos para descifrar un jeroglífico,
hay que concluir que se trata de algo personal. Y hay otro hecho
significativo... ¿pero por qué no se toman el café?
—Quema —dijo Kabis.
—Vale. Me dirijo a usted Kabis —dijo Ismet—. Responda ¿qué quiere decir el que Latour mantenga escondido ese
maldito papiro?
—¿Seguro que hablamos de un papiro?
—Me tiene harto, lo voy a hacer empalar —Ismet gesticuló con el abanico y añadió—: Responderé yo a mi pregunta. Si Latour no
suelta el molde del Texto de las Vísceras, es porque quiere reservarse todo el
mérito. Lo tiene oculto bajo una baldosa. Sus propios compatriotas son sus
enemigos. Está claro que sea cual sea su impedimento, tiene la esperanza de
superarlo.
Dicho esto, el Pachá
puso a girar como un trompo el pisapapeles de vidrio verde para darse tiempo a
pensar.
—Latour está senil —añadió al cabo—. Muy enfermo. Si muere, se llevará su secreto a la tumba. Kabis, le
doy dos meses o... —y
le miró con esa mirada fría, animal, que bastó para que al policía se le
licuaran los huesos.
Se hizo un incómodo
silencio. Kabis cerró los ojos apretando la frente con ambas manos, como
queriendo exprimir sus capacidades deductivas. Había visto la foto de uno de
esos calcos, cree que en un infolio titulado L´Égypte de Latour… ¿Cómo
podía ser posible obtener calcos de un papiro? Se podría si estuviésemos
hablado de papel de seda, pero en este caso, se sabía, era papel de barba del
más grueso… Debe haber una conclusión policíaca de todo esto, la tengo en la
punta de la lengua…
El prolongado
silencio fue roto por la chillona voz de Makrizi en la que había un leve matiz
de cólera:
—Mirad, abajo. Se abrazan y se besan. Se
intercambian los relojes.
—Eso quiere decir que el kedive visitará la
Exposición Universal de París —casi eructó Fernández.
—Ahora es más necesario que nunca rodear a
Egipto de prestigio para que tenga voz en el concierto de las naciones —dijo Ismet.
Kabis se dijo que
sin duda el Pachá les estaba largando un retazo de algún discurso mal escuchado
en la Escuela de Nobles. Uf, que
palabreja: “concierto de las naciones”.
—El kediwato haría
bien en ir reservando espacio en el Times, esta vez seremos nosotros los
que demos el golpe —dijo—. Registramos a los viajeros en puerto: de aquí no ha
salido nada.
—Quizá estemos
cometiendo un error dando por supuesto que la librea de Egiptólogo faculte por
sí sola para la traducción de jeroglíficos —aventuró el doctor Companyo.
—¿Ah sí? —dijo Ismet recolocándose la pistola, como si
le oprimiese el paquete— ¿Y acaso la ciencia de la Medicina le ha permitido
identificar algún paciente que sufra semejante carencia?
—Latour es un hombre inseguro con la
Filología, aunque no estoy seguro de la causa —aclaró el interpelado, puesto en pie—. Es un gran excavador, sin duda, y tiene buen ojo para saber que bajo
cierto embudo en la arena existe una galería llena de maravillas. Distingue si
determinado texto es un retazo del Libro de los Muertos o la narración de la
Batalla de Qadesh, hasta ahí llega. Pero me barrunto que largos años en el
desierto lo han embrutecido y ha olvidado lo más importante de la ciencia
jeroglífica.
—¿De verdad? —Se echó atrás en el sillón Ismet.
—¿Qué decir de un hombre que no ha dado ni un
libro a la Ciencia? —respondió
Companyo ante la escrutadora mirada del Pachá—. Le he visto enrojecer como un crío cuando se
le echa en cara que a su muerte no dejará ni un miserable folleto.
Se escucharon unas
voces en la escalera. Mustafá Pachá convocó a su colega Ismet para celebrar en
una sala del piso principal, el acuerdo a que habían llegado con Francia. El
obligarle a brindar con él era una especie de humillación, porque Mustafá conocía
el talante nacionalista de Ismet, un hijo putativo del kedive como
probablemente lo es la mayor parte de la población egipcia. ¿Qué otra cosa
podrían celebrar los brindis, que un nuevo robo de obeliscos? Los demás
miembros del SASA, escoltaron a su jefe. Su bello gesto fue recompensado con
sendas monedas de 50 francos; abajo había mesas, bebidas y dátiles reventones.
Durante la recepción Fernández se las arregló para hacer un aparte con Kabis.
—Yo tampoco tomé café —dijo—. ¿Estaba envenenado?
—¡Que va! —respondió aquel—. Lo que pasa es que cuando la taza está tan sucia me limito a mirar el
café.
En ese momento un
edecán acercó a Kabis y compañía el acuerdo franco-egipcio y les advirtió que
todos los presentes estarían obligados a firmar como testigos. La misión
egipcia en
—Los franceses pueden estar tranquilos —se burló Ismet—. Ya está aquí Kabis y sus experimentos científicos. ¿No pretenderá
robar el Tratado? Ande Mark, es hora que lo devuelva al edecán, apresúrese,
firme.
Mientras continuaban
los brindis con curaçao bleu (por el president Haureau, por el kedive, por el
sultán, por el Louvre, por... ) el agente se acercó a un alfeizar y maniobró
con cautela. Ahora intentó calcar su moneda de oro de 50 francos. El papel. El
lápiz. Al poco se dibujaba en su hoja el perfil de Napoleón III en trazos
negros. En este caso, sí. Pero excepto en el perfilado, el calco estaba muy
lejos de parecerse a los calcos de los Textos Caníbales, muy lejos de eso.
Napoleón Le Petit se delineaba en negro sobre blanco; los jeroglíficos de
marras (la fotografía no miente), estaban trazados en blanco sobre negro.
Faltaba el último
experimento. Busco algo con afán, miro en ventanas, portadas, columnas,
frontispicios y cornisas. En este país, todo es material reutilizado de tumbas
y mastabas. Encontró lo que buscaba en la parte superior del zócalo: un festón
de cuarcita gris en bajo-relieve a base jeroglíficos. El papel. El lápiz. El
calco. Ahora se perfilaban en blanco sobre negro varios jeroglíficos,
transparentándose con toda claridad el del pajarito y el de la taza. Kabis se
quedó demasiado consternado para comprender lo que había descubierto y repitió
la acción. Mismo resultado. La sangre se le agolpaba en los oídos.
—Necesito una copa
¡ahora! —dijo Kabis dirigiéndose al snack.
De momento no le
diría al jefe que, por fin, teníamos aquí un progreso.
El visitante francés
se dirigió a la puerta de salida. Apretaba bajo un brazo el pliego en rollo del
tratado: el kedive visitaría
—Buen porte sin llegar a ser alto, mirada
entre soñadora y adormilada, barba escultórica y gesto teatral, debe limitar el
pan y las patatas… —se
dijo Kabis para la ficha Bertillón. Intentaré estrecharle la mano.
Cuando el visitante francés vio ante sí a un
hombre cabezón que lo miraba de arriba abajo, como si sondeara sus intenciones,
lo primero que pensó fue en el cónsul alemán. Solo ellos son tan lerdos. Pero
el rostro atezado de Mark Kabis le convenció de que estaba ante otro de esos
burocráticos funcionarios locales que admira a un verdadero savant francés. Él. La meticulosidad de
la inspección solo podía significar que trabajaba para los británicos, como
tantas razas serviles dispersas por el ancho mundo, llámense kanakas, cipayos o
gurkas. Espionaje tenemos. De acuerdo boy: aquí tienes un ejemplar de la
mejor raza de las Galias. A la vista de la puerta de Bab el Mutavelle, el Pachá
se soltó con cuidado del ganchete del francés. Estaba hablando de algo relativo
a “un hígado sanglant” y Kabis pensó
que se refería a un filete de hígado para la cena.
Riyad se quedó
callado un momento, pero la insolente presencia de ese humilde siervo llamado…
Mark, sí, ese, que se negaba a apartarse y le había hecho interrumpir cierta
interesante conversación gastronómica. Tras un resoplido de hastío, tuvo que
hacer las presentaciones:
—Monsieur, creo que
por un descuido imperdonable he olvidado presentarle a nuestro mejor elemento
de la Policía de Antigüedades. Kubis… Kepis… Kabis. Mark Kabis.
El francés se acicaló el lazo de la corbata y
se sometió a la adoración del indígena. No le ofrecería la mano, podría sonar
algo excesivo. Sin contar que, había tenido la incómoda sensación de que aquel
polizonte le sonaba de algo… malo.
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