SUMARIO
1.-CÓNYUGES EN SEPARACIÓN: COMO TITULAR EN EL PISO AL ESPOSO/A
2.-Il BRAGHETTONE, capítulo III.
Los cetáceos están chalados: ahora se dedican a dar topetazos contra las amuras... |
1.-CÓNYUGES EN SEPARACIÓN: COMO TITULAR EN EL PISO AL ESPOSO/A
Pregunta.-Un amigo, casado en régimen de separación de bienes, me pregunta como puede "poner a nombre" de su mujer la mitad del piso/vivienda familiar de su exclusiva propiedad, en agradecimiento a que ella es la que penca con el peso del trabajo de la casa y el cuidado (sucio) de los niños.
Respuesta.-A menudo uno de los esposos en régimen de separación de bienes (sea legal como el catalán, o capitulado), propietario exclusivo del piso, desea reconocer al otro sus desvelos, sean económicos o de otro tipo, atribuyéndole la totalidad o parte de dicho bien.
La forma de hacerlo puede ser burda o sofisticada. Del tipo "a lo bruto" puede ser el que leo en la respuesta que da un "experto" en determinado confidencial: pues, ¡nada!, le hace donación del piso o de la mitad, y listo. Es una buena idea si no te importa pagar impuestos excesivos: el de donaciones, a tu autonomía, más el IRPF al Estado por la ganancia patrimonial, aunque el primero puede verse aliviado en comunidades como Madrid que lo tengan bonificado al 99%.
Hay que alabar el espíritu ciudadano de aquellos que gustan de pagar impuestos voluntariamente. Pero aquí, vamos a hablar de aquellos, no menos buenas personas (pues el descanso es necesario para el alma), que prefieren guardarse los cuartiños para darse unos garbeos por Ibiza.
Las dos técnicas que suelen usarse para reconocer al cónyuge en "separación de bienes" sus derechos en una vivienda familiar, por causa exclusiva del amor (gratis et amore) y sin liquidar ni donaciones ni IRPF, son:
Una: La "ganancialidad técnica". Los esposos en régimen de separación de bienes capitulan ante notario el "régimen de gananciales" (unos 100 euros) e ipso facto, el cónyuge generoso aporta a la sociedad de gananciales su parte o la totalidad de la vivienda, si los cariños del otro lo merecen. La operación está exenta tanto del Impuesto sobre las donaciones y de cualquier otro autonómico (un hecho recientemente reconocido por el Tribunal Supremo), así como de IRPF (idem). Cuando les parezca bien pueden volver a capitular la Separación de bienes. En cuanto a otros bienes distintos del que se quiere compartir, no existe ninguna obligación de aportarlos a la sociedad conyugal. Y colorín...
Naturalmente si el régimen de partida ya es el de gananciales, puedes ahorrarte el paso de las capitulaciones
Dos: En las autonomías, como Galicia, donde existe el pacto sucesorio entre esposos (de Apartación), basta transmitir al otro el bien o parte del mismo. Igualmente está exenta la operación tanto de tributo autonómico (en Galicia hasta valores de un millón), como de IRPF.
El auge que está tomando el matrimonio "ante notario", en detrimento de las modalidades ante concejal, letrado judicial o cura, está motivando un aumento exponencial del régimen de separación, pues en la modalidad notarial siempre se da a elegir régimen: o gananciales, o separación de bienes. Bien explicado, el 90% eligen la separación, pues permite hacer lo mismo que en gananciales (comprar a medias o avalar al cónyuge), pero no es obligatorio. Cierto que hay que devengar aranceles notariales, equivalentes a un cubierto del convite, pero las modalidades ante concejal, letrado o cura suelen cargar por sistema con el régimen de gananciales, lo que los convierte en una especie de connubios low cost.
2.-IL BRAGHETTONE, CAPÍTULO III
Al fin se revela el tema que proclamará el muro testero de la Capilla Sixtina, el lugar más sagrado de la Cristiandad: El Juicio Universal, al que los españoles llaman El Juicio Final. Intrigas propias de mafiosos tienen en un perpetuo sinvivir a los artistas afectados; mientras, Miguel Ángel es una esfinge de ignorados designios.
-III-
El Juicio
Universal
Durante el
corto descenso del andamio al suelo, Nelo se esforzó en rodear de un alo de
circunspección el torbellino exultante que bullía bajo su frente. Difícil
¿verdad? ¡Por fin! ¡Miguel Ángel estaba a punto de llegar! ¡Y Nelo favorecía su
empresa! ¡Ya nunca se separarían! ¡Dos nombres unidos en lo eterno! ¡Buonarroti
y Riciarelli, como Bruto y Casio! Por descontado, tendría que hace todo lo
posible por caerle bien. Conseguir una aceptable imitación de la deletreada
habla florentina, tan cursi. ¡Que has
dicho, estúpido! ¡Retira lo de cursi! Vestir luco negro hasta el suelo.
Superarlo en fealdad, lo más fácil. Estudiar sus hábitos, porque el hombre
también es los lugares en que se mueve, las palabras que escucha, las imágenes
que tejen sus sueños.
Sus hábitos. Mientras Miguel Ángel permaneció en la
urbe había frecuentado el Círculo de San Silvestre de Montecaballo. El convento de San Silvestre se
erige en la colina Quirinal, muy cerca de la fuente donde los dos caballos de
mármol se recortan en sus podios contra el rosa de la bruma romana compuesta de
pestilentes miasmas de cólera y peste. A Nelo le pareció ventajosa la costumbre
de este Círculo de tratar a todos por igual, aunque no resultó del todo cierta,
salvo que tu cabeza admitiera los planazos con la espada que daba el escolta de
Vitoria Colona. Lo que pasa es que, cuando se le cansaba el brazo, podías
permanecer cerca del pórtico lateral sin que te hiciera más chichones. En eso
se reconoce la bondad del prior, el hermano Caterino. A veces esa puerta
quedaba entreabierta y a su través los curiosos podían escuchar con que ardór
aquellos ilustres personajes trataban de cosas de arte o religión. Estamos
hablando de personalidades como el propio Caterino, el teólogo que propuso convertir
en cal las antiguas estatuas de desnudos, algo con lo que difícilmente nadie
podría estar en desacuérdo. Era un hombre elegante y frágil, al que le faltaban
unos dedos. Como el orondo Tolomei, el descifrador de las inscripciones
etruscas del baño Vignone. Como el cardenal Bembo, de inconfundible perfil
aquilino, que un día leyó un discurso sobre La
risa que te daba mucho que pensar. O como la propia Vitoria, la reina
indiscutible del lugar, mujer rotunda y apasionada de tipo español.
Un día resplandeciente y cálido de invierno Nelo pudo
captar la conversación de dos personas hablando en susurros, como si les
sobrecogiera la gravedad del tema. Quien conozca la acústica del monasterio de
Montecaballo sabe que pegando el oído a cierta pared, se escucha todo lo que se
habla en la capilla de la Leche. Una de las voces tenía el tonillo pedante y
satisfecho de Piombo; la otra era esa voz imperiosa (“¡Escucha tú, veneciano!”)
de la que sería reina de Italia si los italianos tuvieran reyes: Vitoria
Colona, marquesa de Pescara, poetisa y teóloga.
Alguien dijo:
—En la pared
principal de la capilla Apostólica, donde se encuentra el altar, pintarás el
JUICIO UNIVERSAL, para mostrar con en esta historia, todo lo que el arte de la
pintura puede alcanzar.
Era la voz del
veneciano Piombo, un tono en el que siempre lograba impostar tonos sarcásticos.
Trató desesperadamente de entender el significado de esas palabras,
pronunciadas con tanta delicadeza como si temiera que fueran a provocar un
incendio. La circunstancia de que Piombo imitara el tono de otra persona le dio
a entender que estaba citando palabras ajenas. La pronunciación, grave y
respetuosa, era señal de que esas palabras procedían de alguien más poderoso
que él.
—... la máxima
obra —prosiguió el funcionario del sello. Un eco gutural causado por el
reverbero de las voces en la bóveda le había impedido escuchar el principio de
la frase.
¿Quién más
poderoso que el omnipotente funcionario del sello? ¿Qué supremo jerarca, lleno
de melancolía y sarcasmo? Solo podía ser aquel que había dicho: “Somos el más
desgraciado de los papas”.
—¡Eso es
absurdo, veneciano! —respuesta de Vitoria, ¡ese tono!— Ya Julio II encargó a
Miguel Ángel otra máxima obra... y se convirtió en Drama. ¿Desea Clemente VII
dos Dramas? —Era ella quien había hablado, tenía que ser, ELLA, la poetisa mas
admirada, ella a quien su padre, el condestable de Nápoles, puso por nombre
Vitoria, o sea nacida para la victoria, ella la viuda de Ávalos, el español que
venció de los franceses en Pavía, ella, la marquesa de Pescara. ¡Vaya!, por lo
visto la dama compartía con Nelo su veneración por el divino. Pero este no era
el pensamiento que le estaba golpeando en las tripas…
¡Este sí!:
¡Entonces teníamos NUEVO TEMA! ¡Un juicio! ¡El juicio de los juicios, el que
vendrá al fin de los tiempos! ¡El universal! ¡Nada de romanos, nada de
Catilinarias! Tema por cierto, el Juicio
Universal, que requiere centenares de personajes. ¿Es que el papa quería
matar a Miguel Ángel? ¡El Drama-bis! ¿Que hubiera pasado si el divino no
hubiese tenido personas dispuestas a ayudarle? En verdad, podía considerarse
providencia divina el que Nelo estuviera resuelto a dedicar al muro de la
Capilla Sixtina hasta la última gota de su sangre. Cerró los ojos y respiró
hondo. Desde ese momento podía tener la certeza de que su nombre estaba llamado
a la fama. Procuró grabar aquel título en su cabeza. El Juicio Universal,
Universal Juicio, el Juicio, Jui-cio...
—¿Qué oyes?
—siseó Urbino desde atrás.
—¡Cosas
maravillosas!
En los
siguientes momentos Piombo contó que el papa, camino de Francia donde iba a
casar a su sobrinita Catrina, pasó cerca de Florencia y ordenó a Miguel Ángel
que se presentase. El florentino cruzó el puente levadizo de la fortaleza de
San Miniato al Tedesco, convencido de que su Santidad iba a colgarlo de una
almena, si algo significaban sus pasos trastabillados (hasta el punto de que
Piombo cuenta, exagerando sin duda, que los que miraban desde la torre creyeron
que se iba a caer). En vez de eso, el papa le regaló un caballo y decidió
afeitarse la barba, -que se había dejado crecer durante el Saco-, porque...
—Siento que la
familia Médicis se eleva de nuevo, llevada de la mano por el mismo Dios.
¡O Dio! Estaba
tan trastornado por las cosas que estaba oyendo que transpiraba en abundancia
ayudado por el calor del velorio. La pared acústica de la capilla de mayólica
tiene esas cosas, viene a ser como un horno refractario. Secó su frente
resoplando, pero enseguida tuvo que volver a aguzar el oído. La respuesta de
Vitoria traslucía una intensa emoción.
—¡Escucha
veneciano! —clamó Vitoria, es de suponer que comiéndose a Piombo con los ojos—
Miguel Ángel es el esclavo del papa muerto. Lleva décadas intentando librarse
del Drama de la tumba. ¿Es que Clemente se ha vuelto loco?
Muy interesada
estaba la marquesa en Miguel Ángel, demasiado para una marquesa. Añadió que
Elisabeta, la madre de los herederos De la Rovere, visitaba regularmente el
florentino, adornada con una cadenilla en la frente que sustentaba un escorpión
de oro. Una joya de lo más elocuente: No
se te ocurra aceptar ningún encargo antes de terminar la tumba de Julio II o de
verdad vas a saber lo que es un Drama. ¡Acabarás esa maldita pirámide de
esculturas! Los De la Rovere eran gente de honor y, desde que había acabado
el Saco, los asesinos estaban preocupados por la falta de trabajo decente.
—Dos Dramas
—concluyó con voz rasposa, pero agradablemente femenina—. No puede. No, de
ningún modo. Es capaz de cometer una locura.
Nelo respondió en voz solo audible por su corazón:
Que pierda la esperanza Vitoria de hacerse amiga del divino: al nuestro lo que
le va son los bellos garzones. La verdad es que daba cierto repelús el tono
posesivo de aquellas palabras ¡parecía su mujer! No sería él quien desmintiera
la imagen de delicada poetisa y competente teóloga que el pueblo había asignado
a esta aristócrata. Sin duda el pueblo italiano, cansado de la opresión
extranjera, ha visto en ella un reflejo de su propia potencialidad de
excelencia. Sería cruel contradecirle. Tal vez Daniele mismo debiera intentar
que le pareciese sumamente delicado y sensible su gesto de nombrar hijo
espiritual a su sobrino, el marques del Vasto. El mismo que pagó a sus tropas
con la carne de las mujeres y niños de Volterra. Nelo consiguió escupir a la
pared sin que se notase mucho.
Ah, pero que
dice ahora Piombo. Que tiene la solución. Parece ser que la duplicación de
Dramas no representa ningún problema. El oyente secreto se dijo, y se felicitó
por ello, que estaría a punto de escuchar algo así como “Necesitará un ejército
de ayudantes. Nunca se ha acometido un fresco de tal magnitud”. Pero la voz,
deliberadamente ahuecada y misteriosa del funcionario del sello, dijo:
—¡Óleo!
—¿Qué?
—¡Óleo en vez de fresco! —Piombo sorbió saliva
y prosiguió— ¿Sabéis lo que pienso? Que en el futuro los pintores ya no tendrán
que trabajar a toda velocidad sobre una pared mojada. ¡El óleo, el óleo será el
descanso del artista!
Resuena la voz vibrante de la marquesa, digna de una
capitana de batallas (una capitana algo asesina):
—¡Ah no, no,
eso sí que no, nunca! Miguel Ángel dice que el óleo es un arte para frailes,
mujeres y vagos —¿Cómo lo conocerá tan bien?— ¿Me oyes, Piombo? Venga, reconoce
que eres un interesado. Veneciano, no hablo de oídas, se lo que hiciste en
Génova. Que todos los vendedores de óleo venían a dejar en tus manos sus buenos
ducados.
Vitoria Colona tenía que estar en un error. Piombo era
hombre dotado de genio artístico propio además de hábil negociante, y conste
que no piensa eso porque le haya brindado su ayuda. Si era el Signatario quien
le había conseguido todos los encargos a Miguel Ángel ¿por qué motivo iba a
conducirlo por derroteros equivocados? Lo lógico es pensar que ambos
comprendieron a la vez las ventajas del óleo, una pintura con volumen a
diferencia de los sosos frescos. No se puede comparar a Piombo con el charlatán
de Leonardo da Vinci, cuyo experimento de pintura en seco acabó en el desastre de la Santa Cena de Milán (que se cae a pedazos, ja, ja, ja). No, Piombo
y Miguel Ángel se guiaban por criterios artísticos de lo más elevado. Es casi
seguro de que un día se reunieron ambos amigos y se dijeron: ¡Vaya! ¡Que bello
quedará el contraste entre la marca opaca del fresco en la bóveda y el brillo
del aceite en el muro! Nelo estaba muy lejos de sospechar que pudiera estarse
tramando una emboscada. Al revés, aquellos días la protección de Piombo fue el
primer soplo de viento en el sentido correcto que, más pronto que tarde, le
conduciría al servicio del genio. El Ángel de la Destrucción comenzaba a
cumplir su palabra.
La muerte del
papa pareció ponerlo todo en cuestión. El administrador de Macelo de Cuervos
contó varios chascarrillos. Clemente recibió la extremaunción un día de aquel
verano de 153... (Perdón, pero un narrador viejo es incapaz de recordar fechas exactas). Tres días después, se reía
de buena gana con las historias de envenenamientos entre los papables,
aparentemente recuperado. Al siguiente murió y enseguida empezaron a llegar los
cardenales para el cónclave. El rumor de que era candidato un cardenal inglés,
medio luterano, puso al Volterra un frío gélido en los huesos. Parecía como si
los lansquenetes hubiesen olvidado en Roma algo más que los miasmas de la
peste. Su preferido era Carafa, un prelado napolitano que para suplir la
desidia imperante interrogaba a los herejes en su propia cocina y cuyo vino
preferido era el Devoraguerras. ¡Bravo! ¡Que ejemplo para los buenos católicos!
Pero nada de eso debería afectarles a Urbino o a él. Su actividad consistía en
presenciar el trabajo de los albañiles en el santo muro de la Capilla Sixtina.
Antes de que terminaran, no podían hacer nada. El jefe de albañiles dejó caer
una lechada de cal y desapareció la Asunción
de Perugino. También fue divertido destruir con su propia maza unos Boticellis
(Un Diluvio
y una Natividad de colorines).
“Déjame tocarte los músculos”, pidió el paleta a Nelo tras una sesión
particularmente violenta. Le había cogido gustillo a la cosa y de buena gana
hubiera seguido a martillazos por las Estancias de Rafael, para hacer brazo ¡al
menos sirve para eso el muy pastelero! Pero no estaba permitido. ¡Lástima!
¡Cuantas más obras consiguiese machacar, más cerca estaría de la inmortalidad!
A los lechuginos les parecerá un sacrilegio, pero a la nueva generación le vendrá
muy bien la conversión de los antiguos frescos en lienzos en blanco. ¿Quién no
cambiaría un almibarado Boticelli por un potente Volterra?
Pero ese no era el motivo principal. Le daba alas el
pensamiento de que dejaba expedita la pared para recibir la Máxima Obra. Las
maniobras que presenció eran harto curiosas incluso para él, un buen
fresquista. Sin duda respondían a altos designios de Miguel Ángel, transmitidos
por carta de Florencia. Un ejemplo puede dar una idea de que se trata. ¿En que
cabeza cabe la construcción de un muro inclinado al revés, o sea en
extra-plomo? A medida que crecía, la pared de la Sixtina se inclinaba sobre los
albañiles, como si fuera a aplastarlos. ¡Tomad:
arte elevado!, parecía decir el maestro. Sí, eso y tapiar las ventanas y
cosas así. ¿Para que queréis luz, si
tengo intención de pintar el Infierno? La gente corriente, la destinada a
ser comida por gusanos y escarabajos necrófagos, se hartaba a murmurar –tenía
que escuchar a esos hediondos frailes mirones- que lo que Miguel Ángel quería
era ganar tiempo para dedicarse al Drama número 1, antes de meterse de hoz y
coz en el Drama nº 2. ¡Pobrecitos los pobres de espíritu! Los designios del
genio son inescrutables. Pronto, quizá demasiado, tuvieron a su disposición una
pared inmensa. Por si faltaba algo, Nelo tuvo que picar personalmente los
frescos del propio Miguel Ángel en la parte de bóveda pegante al muro, aunque
por supuesto no está por allí ni el Creador, ni el Adán, ni el Diluvio:
Riciarelli no hace cualquier cosa. Unos mazazos respetuosos, reverentes,
devotos. Aun así, cree haber sido el único artista que ha hecho escombro de un
fresco de Miguel Ángel. ¿Qué? ¿Es un bárbaro por eso? No, no lo hizo por
placer. ¡Total, era para que el mismo volviera a pintar encima! Iban a hacer la
presentación mundial de la revolucionaria técnica del óleo y la cosa no se
podía quedar corta.
Se enternecía anticipando el momento en que Miguel
Ángel viera esto, ¡es que se le licuaban los huesos de gusto! Inspecciona el
extra-plomo, las ventanas tapiadas, la reluciente superficie lista para óleo.
Se vuelve a él con los divinos labios apretados por la admiración y un gesto
asertivo en la frente. Parpadean de asombro sus divinos ojos dorados. ÉL,
siempre partidario de las novedades, ve inundarse de gratitud su querido
corazón. Le abraza, sí, le abraza. ¡Hay lágrimas en sus divinos ojos! Nelo,
Nelo querido, que magnífica idea la de pintar a óleo ¿existe mayor prueba de
amor? ¡Ya eres miembro de mi taller! ¡Hijo mío, prometo elevarte por encima de
los demás mortales! Desde hoy te suplico, sí, yo te suplico, que en el futuro
solo permitas que se te conozca como “el mejor alumno de Miguel Ángel”.
Su prolongado
silencio ensimismado se vio roto por la voz de fray Sebastián del Piombo que le
hizo volver a la realidad. “¡Brochazos de arriba-abajo!”. Ponía mucho empeño en
instruirle en la nueva técnica, bien entendido que asimilada por el propio
Nelo, porque la cosa no tendría sentido si no la hubiera visto conveniente.
Le había ordenado aplicar una superficie de aceite de
oliva sobre el descomunal lienzo. Olía a comida y tenía un brillo de oro que
parecía presagiar gloria y fortuna. Luego otra, y otra y otra más; las
sucesivas capas de aceite iban haciendo adquirir a la pared un tono más
tostado. El día de agosto en que aplicaron una capa de arcilla refractaria,
estaban muy animados. La pared iba tomando forma. Trabajaba con las manos como
un vulgar albañil, bañado en un mar de sudor, y aún así cantaba ¡sí cantaba!:
Dime amor, si
mis ojos
De verás ven
la belleza a que aspiro
O si va
dentro de mí, y a donde miro
Veo esculpido
entonces su rostro
Piombo también estaba contento. Dos cosas
transparentaban el buen humor del funcionario del sello: la nariz enrojecida en
la que bailaban gotitas de sudor y la fruición con que se entregaba a sus
cotilleos. La preparación del fenomenal muro, se convirtió en un trabajo épico,
pero hecho con alegría. Nadie podría alegar que tuvieran ningún interés en la
técnica del óleo, ninguno. Veamos ¿quién podría creer que después de todo lo
dicho, aún tuvieron que aplicar dos capas con polvo de mármol muy fino? ¿Es eso
tener interés? ¡De ningún modo! Lo único que querían era aprender, ser guiados
por el verdadero maestro en el camino recto. La deducción lógica acerca de lo
que Miguel Ángel estaba pensando era:
“Me hace feliz dar a fray Sebastián la oportunidad de
lucirse con sus técnicas para óleo. Es un gran amigo que me consigue jugosos
contratos. Además es el hombre que tiene más cerca a los papas vivos, los
únicos que pueden librarme de los maníacos De la Rovere, los herederos del papa
muerto”.
Sí, así era.
Cuando comunicó sus suposiciones a Urbino su respiración se detuvo un instante,
pero en seguida afloró una sonrisa a su careto, desmintiendo la primera
impresión. Tenía que ser así; en caso contrario, este sería el típico pantano
que habría que haber evitado. Los pontífices tenían puesto todo su interés en
obnubilar la humillación del Saco mediante una obra deslumbrante. Se podría
apostar a que cualquiera que fuese el elegido papa, esta sería su primera
preocupación. ¡Hay del que se interpusiera en su camino, contrariando a Miguel
Ángel! Ya ves, Nelo de Volterra, como están las cosas. Bah, es imposible. Nunca jamás, ni una sola vez, el divino discrepó de
las sugerencias de Piombo. Él es su principal valedor y si el veneciano dice
óleo ¡pues óleo! Luego otra voz triste, helada, redargüía en su interior: Pero ¿cómo estar seguro? En esta Roma de
los Médicis florece la traición. A poco que se le compliquen las cosas, Piombo
me echará a mí la culpa de haber elegido el óleo y entonces... sí, estaré
perdido.
Por aquellos
días, no sabría decir si de agosto o septiembre, se supo que Miguel Ángel se
había dirigido hacia Pisa. Como el destino era Roma y eso queda a trasmano,
había que imaginárselo repasando los muros de la torre de Livorno, entre
lagartijas calcinadas por el sol. ¿No había sido especialista en
fortificaciones durante la sublevación de Florencia? Podría ser, pero ¿qué le
importaban a él las fortalezas, si ahora son de los Médicis?
Mientras tanto
el trabajo en la Sixtina se convirtió en algo agotador, sin dejar de ser
esperanzado. El invento de Piombo, en verdad era complejo. Hicieron falta
nuevas aplicaciones con aceite de linaza. El olor recordaba a carne cocida,
como esas tabernas espantosas del Ortacio donde se trafica con la otra carne.
Luego extendieron una capa de pez griega. Atribuyó a la pesadez del trabajo una
progresiva opresión en el pecho. Era como si en cierta forma estuviera inquieto
por algo, aunque no sabía que le inquietaba. Sus noches insomnes eran dragones
de fuego que le desgarraban con sus zarpas. A veces repasaba lo hechos para ver
si, por vía de racionalizarlos, se sentía mejor. Pero ¡que humor más sombrío!
No acababa de comprender por que motivo Miguel Ángel tenía que hacer semejante
rodeo en su viaje a Roma, si es que las cosas estaban tan claras. Nelo se hizo
el propósito de huir a Constantinopla si en dos o tres días Miguel Ángel no
aprobaba explícitamente la técnica del óleo. Pero enseguida se esforzó en
borrar esas dudas, ya que su única opción era seguir las instrucciones de
Piombo a ciegas: él era el lazo que le unía a su destino. Por entonces empezó a
abrigar sospechas de que la causa de su inquietud era... tenía que ser este
horrible lugar…
La Capilla
Sixtina no es como las demás iglesias. Está construida al revés, es decir con
el muro del altar al Oeste. Cristo, el sol naciente, la buena nueva y hasta los
reyes Magos llegaron de Oriente y jamás los constructores de iglesias se
plantearon otra orientación. ¿Cómo es posible que en la capilla Apostólica,
concebida para ejercer la majestad de Roma ante el mundo, se rece en dirección
al Poniente, al lugar de la muerte, del mal, del innombrable? Y esto del techo se llama fresco, y lo que
estamos tramando, óleo. La Sixtina es grande, quizás la mayor de las
basílicas y sin duda la más imponente, pero este espacio es insensato,
concentrado en las alturas, útil apenas para contener hedores, aromas de
incienso y el humo de los cirios. Los doscientos o más importantes dignatarios
de la Iglesia que forman la capilla Papal y los numerosos espectadores se
encuentran incómodos en el opresivo espacio murado del suelo. Y esto es fresco, y esto, óleo. Las
ventanas se elevan a gran altura, como en las cárceles y los baños, a pesar de
lo cual todos los vientos hacen tiritar a los presentes. Un rebufo negro, de
cenizas, todo lo mancha, todo lo impregna. Y luego está el olor: no hay
incensario ni sahumerio que consiga ahuyentarlo. Las losas apestan a
corrupción, a hedor de papas envenenados a la fetidez que dejaron los luteranos
del Saco. Se ha intentado todo: incienso, bálsamo, ámbar, algalia,
bendiciones... Se han inventado leyendas. Qué el cónclave permitió a cierto
barbero sajar un absceso rectal al futuro León X. La capilla se habría llenado
de tal hedor que los cardenales lo elegirían, con tal de respirar aire fresco. Esto es fresco, esto óleo. Qué la
fetidez de la carne de Julio II se mezcló con una sífilis purulenta al extremo
que se habría contagiado a los dignatarios del besa-pies. Fresco, óleo, piadosas mentiras. Siempre retorna una emanación a
aguas fétidas, a excrementos y amoníaco que se concreta en las paredes en forma
de cristales de sal nitro. Procede de los miles de cadáveres que constituyen
sus verdaderos cimientos. Y esto que en
la bóveda se ve son frescos, divinos frescos de Miguel Ángel.
—Ya veréis que
pronto se ennegrecerán las pinturas de Miguel Ángel. Dicen que la culpa la
tiene este paraje. ¿Sabíais que aquí estuvo el circo Vaticano? Crucificaban a
los cristianos y luego los quemaban con pez y azufre. El olor permanece aquí,
enredado en los intersticios —quien así está hablando es Fachino, albañil y
ladrillero, un hombre serio, trabajador, supersticioso y aficionado a la
bebida. Así lo indica ese estómago inflado y ese rostro surcado de venas
púrpura. Como todos los albañiles conoce al dedillo la ubicación de los
antiguos monumentos. Aspiran al golpe de suerte que les haga millonarios, como
al descubridor del Laoconte.
“Hay días —prosiguió— en que el olor es tan fuerte,
que los hombres se me caen mareados del
andamio. Sus mujeres se quejan de que la tufarada queda pegada a la ropa, por
más que la maceren en las piedras del lavadero. Pero bebed, bebed —Estira la
mano, pero no es a Nelo a quien ofrece la frasca de vino greco, sino a
Melegino, el comisario de edificios papales, un hombre adusto de barba pajiza,
que ni se inmuta.
“... y siempre está oscuro. No digo ahora que el
divino tapó dos ventanas, digo siempre. Es triste como un funeral en el que encima
apagasen las velas.
“¿Sabíais que
la capilla se mueve? —Si no hubiera visto la frasca de greco, se lo hubiese
creído— El otro día se desprendió un pedazo de arquitrabe, aunque por fortuna
el que murió era un suizo. Es por los cimientos. Se trata de un pantano
palúdico. Una ciénaga que mana del venero de miles de cadáveres. Ahí abajo se
crían serpientes capaces de comer de un solo bocado a un recién nacido...
“Como os estaba diciendo, mesire Melegino, aún no
acabo de entender porque excavamos la pared de arriba abajo, ahondando cada vez
más. ¡Orden de Miguel Ángel! ¿Mesire lo entiende? A mi modo de ver, solo
servirá para que el polvo se pegue por todas partes y el natrón se coma al Juicio Universal. ¿Sabíais que por aquí
caía el templo de la Gran Madre? Un antro donde los fieles ofrecían en
sacrificio las carroñas de su propia mutilación. Miembros viriles ¿lo sabíais?
Yo hago lo que me manden pero hay cosas a las que nadie se debería de atrever.
Pero bebed, bebed.
“Tengo más botellas. Mis hombres son de Rocabegna,
¿sabíais? Los de allí son capaces de reírse en el funeral de su madre. Pues al
entrar aquí se me mustian, aún falta la primera bulla que hayan montado. Antes
les reñía, ahora extraño sus juergas. ¿Por qué no se ríe nadie aquí dentro? ¿Lo
sabéis, mesire?
—Y en el circo que había aquí —exclama ahora Urbino
estirándose, bostezando y torciendo la cabeza—, vendaban a los cristianos con
pieles de ciervos, jabalís o corzas y azuzaban los leones contra ellos: Mesire
Piombo me tiene dicho que ese espectáculo era conocido como Vendatio.
—Venatio.
—Pero los
leones bajaban la cabeza para que les hicieran cosquillas y luego se
arrodillaban y todos juntos rezaban el Credo...
Nelo tuvo
conciencia de un terrible peligro, algo tan malvado como la propia Sixtina. Un
conocimiento percibido directamente por el corazón. Sintió un terrible deseo de
caer de bruces, de pedir perdón a Dios, al papa muerto, a Piombo, a quien
fuera, hasta al mismo Urbino. Nunca había sentido más miedo en su vida, que en
ese momento. Dijo a Urbino:
—Estamos locos.
¿No te das cuenta de lo que estamos haciendo? —sintió como su voz había salido
temblorosa.
—No ¿es que
pasa algo?
Le miró con esa
sonrisa de amable estupidez. Tal vez en realidad no pasaba nada. O tal vez era
su socio el que estaba en la luna. Era difícil decidirse. Entonces se le
ocurrió que el Urbino podía ser así o asá, pero Piombo era el factotum del arte
y de los artistas. Ninguno más conocedor y documentado; había que dar la máxima
relevancia a su postura sobre el óleo. Bien entendido que Nelo no hacía esto
para agradar al funcionario del sello, buscando que apoyase su carrera, sino
tan sólo por amor al único que lo es todo y merece nuestra veneración. Restos
de la Virgen del Perugino nadaban por aquí, por allá, provocando tropiezos,
entre bolas de linaza, y no eran nada; los Boticelli eran algo digno de un
comedor de posada de aldea... Pero el
divino ¡eso es otra cosa! La llama de los cirios hacía sangrientos destellos en
la aceitosa superficie. Pero en aquel entonces Daniele estaba tan obnubilado
que fue incapaz de relacionar este claro presagio con el desastre final.
Se supo que
Miguel Ángel estaba en Pescia. Es difícil imaginar porque hacía pasar por
Pescia su camino a Roma. Por las tabernas circulaban turbios rumores. El otro
día Urbino se había corrido una juerga en la hostería del Orso. Mientras
contaba los detalles, fingía que no le causaba placer asustar a su amigo,
poniendo esa mirada de lejanía. Eran de la partida, según dijo, Pogio, Porcio,
Caco, Pepe y otros garzones de esos que se pintan los ojos al köhl y usan
calzas a rayas negras y amarillas, marcando trasero.
—Érase una vez un chico llamado Febo di Pogio —dijo—,
que le saca dinero al maestro para camisas y para juergas y, si quieres que te
lo diga claro, Nelo, que le hace chantaje.
Piombo dice que esos chicos no existen y yo le creo. Y
bien, nos queda la pregunta ¿qué hace en Pescia? Y bien. Dice el tal Pogio que
tiene una carta de Miguel Ángel y que lo tiene muertito de miedo. Y bien. Nelo
estuvo dándole vueltas al asunto hasta que se le aceleró el corazón con una
leve esperanza. Pero enseguida volvió la negrura. Estaba descartado que uno más
de sus garzones –tiene media docena- hubiera podido atemorizarle; al primer
incordio, los devuelve a sus padres. O peor. Se decía que Miguel Ángel había
dado muerte a un apuesto modelo, solo para reproducir a la perfección los
gestos de la agonía de Cristo. No lo creo.
Pero no, no era el chantaje. Tenía que haber una razón más poderosa para torcer
sus pasos hasta el punto de retrasar sine die su entrada en Roma.
—¡O Dio! ¡Solo quería serte agradable, divino
Buonarroti, solo eso! —se excusó mentalmente con las manos juntas, apoyadas en
la barbilla.
Estaba encogido, arrodillado sobre los hexágonos que suelan la Sixtina, muertito de miedo.
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