La universidad de Granada pretende algo aun más difícil que la auto-felación de San Martiño de Sobrán |
Es un axioma que el gallego que no acepte a ojos
cerrados la tesis del “Colón Gallego”, ni sabe lo que tiene, ni es merecedor de
ella. A las personas e instituciones que la defienden debemos lo más mollar de
la investigación sobre el Renacimiento en nuestra Tierra. Y, ¿qué decir de su
papel en la divulgación de estudios históricos altomedievales? Congresos,
exposiciones, extracción de ADN a parientes putativos… la verdad es que basta
introducir en cualquier buscador la palabra “Colón”, para que el 4º o 5º
resultado añada indefectiblemente el calificativo de “gallego”.
La tesis está muy bien formulada;
y, dado que existen otras, apoyadas en argumentos similares, a menudo un buen gallego deberá luchar en su
interior con una idea perversa. ¿No serán ciertas todas? He acudido con placer
a la exposición de El Colón Gallego que
se celebró en el pontevedrés palacio de las Mendoza, pero, si cierto amigo
indiscreto me hiciese la pregunta de si disfruté también en muestras similares
dedicadas a el Colón catalán, valenciano, portugués, manchego, navarro o balear
(este en sus variedades de mallorquín, menorquín o ibicenco), tendría que
responder afirmativamente. Incluso entre las teorías pro-gallegas existen dos
variedades: la formulada por Celso García de la Riega (Colón fue Colón desde la
cuna, en Pontevedra, a la sepultura) y la que hoy acoge la Universidad de Granada (Colón fue
Pedro Álvarez de Sotomayor, alias Pedro Madruga, hasta 1486, haciendo
metamorfosis en Alba de Tormes a Cristóbal Colón tras su ejecución a garrote).
Sin duda es cierta la primera, la de don Celso, la creo --vaya mérito que tiene
si no existía internet--; incluso, en
cuanto acabe la botella de guisqui, seré perfectamente capaz de creer en la
segunda, la de la transubstanciación. Precisamente estos días la universidad granadina se está aplicando, en extraer ADN en su tumba de San Martiño de Sobrán,
a un primo del Madruga con la finalidad de compararlo con el de Colón: tal vez,
si el resultado es positivo, asistamos por vez primera en la Historia a la
comprobación científica de un Milagro, como
quería Ernest Renan.
Hablando au serieux, creo que en la materia podemos aceptar dos planos de la
realidad, sin menospreciar ninguno: puedo poner como ejemplo el fenómeno
Xacobeo, que creó a Galicia, sin necesidad de que nadie escudriñase el ADN
palestino de aquel que yacía en el arca
marmórica. Nadie tiene que sentirse ofendido, menos en estos tiempos de
realidades paralelas. El Colón almirante del Rey de España era un hombre tan
fantasioso que rayaba en lo visionario: un hombre capaz de dar por sentado que
el mundo tiene forma de teta y que en el pezón está el Paraíso… cuyo
descubrimiento se atribuye. No creo que pusiese objeción alguna a su origen
gallego; no ni aunque tuviera a un palmo de sus narices los cuarenta documentos
directos y varios cientos de indirectos (redactados por sesudos notarios
ligures), que documentan en Génova y sus
pueblos vecinos de Saona y Villa Quinto el origen de Cristóbal Colón, el
de sus hermanos Bartolomé, Diego, Juan y Bianchinetta (a los 2 primeros los dan
por residentes en España, junto a Cristóbal al que llaman Almirante del Rey de
España), el de sus padres Domingo y Susana, el de sus abuelo paterno y materno
Juan y Jacobo respectivamente, el de sus tíos Antonio y Battistina, etcétera. Repasando la Raccolta Colombiana (comentario de Altolaguirre en
cervantesvirtual) se siente envidia de lo bien que conservan sus protocolos
estos genoveses. Cada compareciente aparece acompañado del nombre del padre,
indicando si está vivo o muerto y añadiendo, ¡ay!, la profesión (menudea la de
“tejedor de paños”). Las genealogías salen del tirón.
En la realidad notariada,
Cristóbal Colón era de nación castellano (por carta de naturaleza, como Ansu
Fati); y por origen, ligur o genovés, nada de italiano, cuya nación tardaría
siglos en existir y cuyo idioma ignoraba. Pero, como personaje, cualquier
gallego de pro retaría a duelo a quien se atreviera a negar que sus ojos se
abrieron a la luz, a la maravillosa luz ambarina de la ría de Pontevedra.
Que nos quiten Cien años de soledad y su Macondo; la
transición de Pedro Madruga a Colón supera con mucho a García Márquez y solo se
equipara con la tesis de Castroforte de Baralla, la ciudad voladora de Torrente
Ballester. Lo malo es que el rey Fernando, un asqueroso positivista, ordenó al
mayorazgo de Madruga, Álvaro de Sotomayor, pagar las deudas de su difunto
padre, que como tal, como difunto, se cita en media docena de documentos. Colón
aún vivía; si le dicen que tiene que pagar las deudas del tal Pedro le hubiera
dado antes el infarto. Era tan tacaño que tenía este refrán por lema: “Del oro se hace tesoro, con él, quien lo
tiene, hace cuanto quiere en el Mundo, e incluso lleva las almas al Paraíso”. Pero es algo desleal criticar, desde la época del internet, a aquellos maestros que se aplicaron a abrir una ventana de visibilidad entre la tinta de calamar de que se revistió Colón para esconder su profesión originaria de "pañero". Con un simple clic hoy podemos comprobar como Álvaro, el hijo de Pedro Madruga, ordena en documento público enterrar a su padre en San Domingos de Tuy... Colón aun vivía.
Vale. Hasta aquí hemos abundado
en las tesis ajenas pero, mientras escribía, cual sutil viborilla, una idea
malsana se ha venido enroscando en mi imaginación. Si todo el mundo formula una
teoría, ¿porqué no puedo yo hacerlo? ¿Sí? Gracias.
Afirmo solemnemente que Colón era
gallego porque todos los gallegos somos genoveses.
Haciendo la mona en San Martiño de Sobrán |
Rufo Festo Avieno en el siglo IV
d.c (en base a antecedentes que se remontan al VII a.c.) en su obra Ora Marítima, señala como habitantes del
noroeste peninsular (Galicia y Portugal), a los Oestrimnios, cultura que se
relaciona con los dólmenes y los petroglifos. Estos Oestrimnios, según se
deduce de un pasaje de Hesíodo, eran ligures (la región que capitaliza Génova).
Existen multitud de pruebas del asentamiento ligur en Galicia, como por
ejemplo, los topónimos (así, del genovés Visuria sale Visuña, la maravillosa
Visuña del Courel). La saga irlandesa Leabhar Ghabhala da pábulo a la
presencia de Ligures en el nor-atlántico (a través de la ruta del Estaño). Monumentos
de indudable raíz ligur son la torre de
Hércules, la de La Lanzada y la de San
Sadurniño, cuspidiñas a la torre Aurora o a la torre dei Quattro Canti. Y no
sigo por no abusar. Por cierto, la teoría ligur tiene cierto predicamento en
circuitos científicos usuales (no en relación a Colón, claro, eso es aportación
mía). Ofrezco desinteresadamente aquí a la universidad de Granada una primicia
mundial: ya que están intentando dilucidar la polémica entre el ADN gallego y
el genovés ¡qué gran bombazo no sería el descubrimiento de que son el mismo!
Después de todo, en el fondo de
su alma el muy hijo de genovés, era gallego.
2.-FISCALIDAD DEL CRÉDITO LEGITIMARIO
PREGUNTA.-En resumidas cuentas, se trata del testamento recíproco entre esposo en pleno dominio, en el que aplazan el pago de legítimas al fallecimiento del último aprovechando las facultades del 275/276 (testamento conjunto y unitario) y 282, como disposición particional particular. ¿Es deducible el crédito?
RESPUESTA.-El crédito legitimario es una deuda más, como si fuera al BBVA, y es deducible como pasivo. Creo que si está reconocido en testamento, cumple las condiciones del art. 32.1 del Reglamento. El que la obligación de pago esté suspendida parece algo comparable a un préstamo hipotecario que se encuentre en moratoria; pero advierto que no soy especialista en la materia y que pueden ser muy otras las opiniones de ATRIGA. Te aconsejo que pidas opinión a tu asesor fiscal.
Desde la bici parecía la Cesarea... pero era la Muscaria |
3.-LA RÚBRICA DE LAS COPIAS NOTARIALES
TO SIGN OR NOT TO SIGN THE COPIES, THAT IS THE
CUESTIÓN
(RUBRICAR O NO RUBRICAR LAS
COPIAS NOTARIALES)
Si existiera algún notario español que fuese Príncipe de Dinamarca, que quizás lo haya, esta sería la cuestión filosófica que desvelaría sus sueños, manando cual vapor mefítico por un ojo de la calavera. Los negacionistas (no hay que rayar cada hoja que salga del notario) son minoría, por más que puedan encontrar sólidos argumentos en la ley y reglamento del notariado. Pero esta es una profesión precavida… , por sí acaso…; quizá por ello predominan los “rubricadores”, sea por mano propia o vicaria. Es de resaltar que la rúbrica strictu sensu de las copias (según el diccionario: la reproducción total o parcial de la firma), no se practica apenas, siendo sustituida en la "costumbre notarial" española por una raya, es decir, un visado. Por ejemplo "rubricar un Tratado de Paz" o "visar las cuentas". Se trata, diríamos, de una interpretación de la interpretación de la interpretación.
Recientemente un notario con el
que me siento muy identificado ha tenido una agarrada (metafórica) por esta
cuestión con una registradora, y sin embargo amiga. Cuando tenía ya preparado
el recurso, va la tal y acepta sus razonamientos, con lo que la sesuda
argumentación se quedó en pan para los patos. Como eso suele suceder a menudo (según
compruebo en la red), nunca se llega a obtener la ansiada “Resolución”,
dictamen salomónico que zanja las polémicas entre estos cuerpos. Por sí alguno
le encuentra utilidad, mi amigo me ha pedido que publique aquí sus tesis; es lo
que hago sin asumir la más mínima responsabilidad, non vaia ser o demo… Advierto que me he permitido mejorar (o sea
empeorar) el pesado lenguaje forense.
¿SE DEBEN RUBRICAR O NO LAS
COPIAS?
Utilizaremos los principios
clásicos de interpretación jurídica. Las normas superiores (leyes formales)
predominan sobre las inferiores (reglamentos, decretos); y entre está últimas
las antinomias se resuelven haciendo prevalecer las reglas generales sobre las
particulares –sólo aplicables a casos concretos-, concediendo algunos
importancia para resolver las inconsistencias a la situación anterior o posterior
del precepto dentro del cuerpo legal.
Yendo al grano:
--La norma superior (19 y 27 Ley
del Notariado) habla de que los notarios autorizan los instrumentos públicos
con su firma, rúbrica y signo. La palabra rúbrica va en singular, o sea, se
refiere a los signos gráficos que acompañan a la firma, excluidas las letras.
--La norma inferior/regla general
(Reglamento Notarial) dice más o menos lo mismo: Distinguiendo las copias
electrónicas de las “en papel”, señala que estas deberán estar signadas y
firmadas (la firma incluye la rúbrica o es sinónimo de ella), por el notario, art. 221. Más adelante (224) en relación al traslado a
papel de las electrónicas, tras la identificación del instrumento (nombre
notario, etc.) el reglamento, en uno de sus clásicos obiter dicta, formula un compendio
de formalidades que implican “la autenticidad y garantía notarial”: firma,
sello y rúbrica (así, en singular: una sola, acompañando a la firma). Es importante el
requisito del uso del papel numerado notarial que, en la práctica, ha
sustituido sustituye con ventaja al rayado de folios. Mismos requisitos, por
cierto, que se piden para las otras escrituras, las matrices (195.3º RN: signo,
firma, rúbrica y sello).
--La regla particular sobre la
materia (241 RN), detonante de una infinita y algo vana polémica corporativa,
se encabeza así: “En el pie o suscripción de la copia se hará constar…”,
enumerando similares circunstancias a las anteriormente recogidas en las normas
generales (signo, firma, rúbrica y sello), pero añadiendo otra: “… del notario…
que rubricará todas las hojas…”
Sin duda estamos ante una
antinomia porque las dos cosas no pueden ser verdad a la vez: o A), bastan sello,
signo y firma con su rúbrica -19 y 27 LN, 221 y 224 RN-; o, B) además el
notario debe rubricar “¿en? todas las hojas” sobre las que se extienda una copia
(241 RN).
La antinomia se puede superar con
fórmulas a mi juicio poco satisfactorias. Por ejemplo, entender que las copias
autorizadas que nacen como electrónicas están exentas de hiper-rubricación
cuando se pasan a papel, por existir norma específica; en cambio, aquellas que ab origine sean físicas, deben rubricarse (o rayarse) de principio a fin. O que prevalece la regla general en absoluto (19 y 27 LN,
221 y 224 RN), debiendo descartarse la contradictoria (241RN). Esforzándose un
poco, pienso que cabe una posibilidad integradora, como es interpretar la norma
(ya de por sí reglamentaria en interpretativa) en el sentido literal de sus
palabras y no llevar el 241.1º más allá de aquello a que se refiere: “en el pie
o suscripción de la copia”. Si la suscripción se extendiera a lo largo varias
hojas, un fedatario sumamente ortodoxo debería rubricar todas ellas, sobre todo
teniendo en cuenta que allí se compendian todos los folios/hojas, cuya
numeración es correlativa: el hecho en sí equivale a suscribirlas todas “por
relación”. Hay que advertir que en este punto se produce un “efecto espejismo”:
la norma no dice que el notario “rubricará en
todas las hojas”; sino que el notario “rubricará todas las hojas”, que es
distinto. La forma más segura de rubricar “todas las hojas” es hacerlo, como el
propio encabezado indica, “en el pie
o suscripción de la copia”, donde se relacionan todas, por orden correlativo.
Si se tratase de hacerlo “en todas las hojas”, seguro, seguro que en alguno de
esos documentos-libro, más de una hoja escaparía virgen Inmaculada. ¿Podría
algún ultra-ortodoxo sostener que ello afecta a la “autenticidad y garantía
notarial”?
La interpretación que se mantiene se compadece
mejor con el hecho de que, en la suscripción o suscripciones de las copias, el
que “habla” es el propio notario, a diferencia del resto del documento. Si lo
que se pretendiese con el primer párrafo del art. 241 fuese abordar una
dualidad de cuestiones (1.-Lo que se establece para “el pie o suscripción de la
copia”; 2.-Lo que se prescribe para “toda la extensión de la copia”), ambas
cuestiones, bien deberían estar separadas por un punto, o bien usarse adverbios
de comparación tipo tanto-como (tanto
en la suscripción de la copia, como
en el resto del instrumento…). Por ejemplo, en el 241 in fine: Tanto en el pie
de copia… como en los testimonios… (se) impondrá el sello de seguridad.
Desde luego, el redactor del
241RN difícilmente podría optar al “Premio Cervantes”. Siguiendo con su lectura,
determina que “se rubricarán y sellarán” (en plural), “el folio o pliego” (en
singular) que se agregue a la copia para notas. ¿Se tratará de atestar de
sellos y rúbricas determinado folio, sea de forma mecánica o artística?
Va, en serio. La propia filosofía
del Reglamento parece suscribir la idea de la sustitución de la acumulación de
señales sobre el foliaje del documento por la utilización de papel notarial
correlativo (262 RN, cuando el testimonio esté totalmente extendido en papel
exclusivo, basta reseñar la numeración en la diligencia). No obstante, sí
parece conveniente rubricar el primer folio porque implica el inicio de una serie numerada correlativa –e
informatizada-, que es lo que en realidad está bajo “la autenticidad y
garantía notarial”.
A manera de conclusiones
indubitadas:
--NO CABE DUDA de que una de las
versiones reglamentarias respecto a la simbología que deben incluir las copias
autorizadas, prescribe la rúbrica por el notario de cada una de las hojas en
que van las mismas (241 a favor; en contra: 221, 224 –y la Ley-).
--NO CABE DUDA de que la rúbrica o el visado de cada una de las hojas de las copias, según la misma fuente (el Reglamento
notarial), para nada afecta a la autenticidad y la garantía notarial de dichas
copias (224).
Desde una ortodoxia hipertrofiada parece bastante más grave el sellado electrónico de folios de copias, que el no-rubricado de las mismas, puesto que el 224 concreta la “autenticidad y garantía notariales” a que aquellas se expidan bajo la “firma, sello y rúbrica” del notario.
Aunque sea una cuestión menor, quizás
fuese bueno que la DGSJYFP diese alguna directriz sobre la cuestión, una vez
suprimida para los fedatarios judiciales la obligación del sellado y rubricado.
Dicho lo cual y, descubriendo un tanto mis cartas, creo que el rayado de
millares de folios es una actividad impropia de la profesión notarial, que mejor
podría dedicarse a menesteres que impliquen una utilidad social reconocible.
4.-DOCAMPO VERSUS COLÓN
Entramos en el capítulo 2 de la aventura americana de Docampo. Tras haber participado en el proceso contra Colón, se lleva la alegría de ver aparecer un amigo como nuevo gobernador: Nicolás de Ovando. Lo que pasaría sería que los Colones, inasequibles al desaliento, no esperarían muchos meses para dejar aparecer sus getas por el estuario del Ozama, el puerto de Santo Domingo.
-2-
Nicolás de Ovando
13 de febrero de 1502. Golfo de Cádiz, Sur de Andalucía.
Sanlúcar de Barrameda 1: aquello era una casa de
locos donde había que abrirse paso a codazos entre una multitud de charlatanes
vociferantes, dementes aventureros y ociosos de toda laya. Al principio, había sido
el comercio de vinos y lanas; luego, las nunca encontradas minas de oro de
Guinea; a día de hoy, la aventura americana había situado a Sanlúcar como un magnífico
antepuerto de Sevilla, evitando los lodos del Guadalquivir. Era casi imposible
esquivar los agarrones de monjes mendicantes y rameras de candela que te proponían,
según los casos, el alivio del alma o del cuerpo a cambio de un puñado de
maravedís. De vez en cuanto un pregonero proclama, a tambor batiente, la apertura
del rol de tal o cual carabela. Los hombres se amontonan para firmar junto a la
mesa del escribano. ¿Quién está al mando? ¿Cuánta es la paga? ¡Jurad que ningún
Colón vendrá con nosotros! El que tal requería, empalideciendo, echaría una
cómica mirada a su alrededor, conocida la propensión de la familia Colón, amos por
capitulaciones de las Indias, al ahorcamiento, la glosectomía o la amputación de
medio pie por la más leve crítica. Al tal aventurero le jurarían por la Virgen
de la Antigua que estaba garantizada la ausencia de Colones a bordo, hasta los
primos terceros. Esa magna expedición de millar y medio de españoles pretendía,
cual ave Fénix, el renacimiento de la colonia, o sea, la abolición del infierno
en la tierra creado por los genoveses mediante el advenimiento del inefable orden
isabelino.
Encabezaba la expedición Nicolás de Ovando, comendador
2.0 de Lares, orden de Alcántara y viejo amigo del de Tuy de los tiempos
granadinos, cuando ambos habían sido criados de la reina Isabel. Los hados del destino
se ponían del lado de Campo, que aguardaba impaciente la arribada de la
expedición desde la otra orilla del mar Océano, donde se había mostrado
implacable en el proceso contra la familia Colón. Bobadilla, pariente de la querida
Beatriz, había puesto orden en La Española, sí, remitiendo de vuelta a la famiglia,
cargada de cadenas para desasosiego de Fernando e Isabel; y si no los azotó y
agarrotó, no había sido por falta de ganas. El partido del Rey (uno de
cuyos miembros más conspicuos era Campo) dedujo que el encadenamiento había sido
lo único que había apenado a los reyes, pero no así el haber retirado del
gobierno de Indias al partido de los Colón. Un Bobadilla más embobadillado,
como Pedrarias Dávila, alias Furor Domini (esposo de Isabel de Bobadilla) habría
rebanado el cuello a Colón como aquel hará a Balboa. Y problema resuelto.
La expedición ovandina había tenido un comienzo azaroso
por exceso de presuntos hidalgos, aquello que todos querían ser —llevaba aparejada
la exención fiscal—, pero que casi ninguno era. Camino de Canarias, pasado el
cabo de San Vicente, existe un brazo de mar bravo conocido como el golfo de las
Yeguas, porque es aquí donde se las arroja al mar en las galernas, para aligerar
la carga. Las pobres siguen a nado a las lentas carabelas hasta que, agotadas,
se empinan y ya solo dejan ver las orejas. Un temporal del Sur echará a pique la
nao Trinidad en Yeguas, alguien dijo que porque todos aquellos hidalgos
se habían declarado incapaces de trabajar con las manos. Ninguno condescendió en
cazar velas, jalar bombas y contener los embates de la timonera. Lo suyo era la
espada, no podían ayudar, es que no podían, y ¡claro!, se ahogaron como yeguas.
Los reyes, presumiendo una hecatombe general, se vistieron de duelo al arribar
a las playas de Cádiz diversos restos navales, incluidas las cuadernas de dos
carabelas del azúcar que pasaban por allí y no tenían nada que ver. Pero sus
oraciones fueron en gran parte en vano; el resto de la flota se reagrupó trabajosamente
entre las costas africanas y las distintas islas Canarias. Para conjurar futuros
riesgos de desastre total se acordó dividir la flota en dos escuadras: una al
mando de Torres y otra del propio Ovando, que sería la primera en arribar a
Santo Domingo, la nueva capital de La Española, mientras la antigua sede, Isabela,
hogar de espectros descabezados, empezaba a ser engullida por la maleza.
Para mayor felicidad de Sebastián, a bordo de la flota
ovandina venía uno de sus padriños, Gabriel Varela, que traía en su baúl
una recomendación para establecer una encomienda militar de la orden de Santiago,
nada menos que en Azua. Buena información tendría de la bondad de esas tierras 2. Ovando le bajará los humos y, según se deduce de la existencia
de un guatiao llamado Varela, este pasará a ser un vulgar comendador o encomenero
de indios como tantos. Gabriel verá con una llamita de envidia en los ojos como
Ovando, no bastándole el cargo de comendador 2.0 de Lares, será ascendido a comendador
mayor de la orden de Alcántara.
A mediados de abril la escuadra divisó el estuario del
Ozama, el puerto de Santo Domingo, y hay que pensar que los amigos, Varela y Docampo,
tan unidos por la familia y los negocios, se debieron dar un buen abrazo. Era un
tópico entre colonos la afirmación colombina de que el aire aquí era tan tibio como
el de Sevilla en abril, quizá aun no se conocía bien la diferencia básica: los huracanes.
Algún abrazo repartiría también Sebastián con dos miembros de la familia Arce
que desembarcaban, Fernando y Juan, con los que hay que suponer algún tipo de alianza,
habida cuenta del himeneo que exigirá a su hija María. Entre los que están en el
muelle y los que desembarcan, se dan ansiosas y apresuradas novedades. ¿Colones?
¡Olvidaos! ¡Pronto desaparecerán en algún castillo! ¡Que el demonio se los lleve!
Por lo demás, desdentadas sonrisas de esperanza asomarían
en aquellos rostros quemados, calaverizados por el hambre. Se había encontrado
una pepita de oro del tamaño de una hogaza de Alcalá sobre la que sus
descubridores habían asado un cochinillo. Rediós, sobre la siguiente podrá asarse
una vaca. ¡Y ahora pedidme las albricias, Gabriel!, diría Campo pegando un brinco
de entusiasmo: ¡Los indios de Xaragua se han rebelado! ¡REBELADO! Un franciscano
que esto escuchase, frunciría el ceño. ¡Bah!, a los frailes podría parecerles una
mala noticia que los indios se sublevasen; pero a los colonos les era cada vez
más difícil encontrar rebeldes que pudieran ser esclavizados como botín de buena
guerra. Los frailucos se ponían imposibles con esos distingos, y eran
escuchados en la corte. Parece ser que no sólo los de Xaragua, sino también los
del Higüey, con sus actitudes levantiscas, provocaban el curioso efecto de que
se estirase el bigote con una sonrisilla a aquellos demacrados conquistadores.
Este buen ambiente favorecerá los propósitos de Ovando
de imponerse como hombre providencial frente al caos de los Colón, virreyes hereditarios
in absentia de esta parte del mundo en recompensa por el Descubrimiento.
El comendador de Lares era un hombre de esos que se manifiestan no con palabras,
sino con actos, lo que se correspondía con una presencia imponente que le daba cierta
autoridad natural, refrendada por una apretada barba pelirroja. Por puro instinto
político tenía que saber que estaba obligado a aprovechar su oportunidad, su tiempo,
para que aquel cargo provisional, gobernador de Indias, se convirtiese en algo
definitivo. Diego Colón Moniz, el hijo mayorazgo del Almirante (del mismo nombre
que su frailuno tío, pero distinto, distintooo… ), estaba intensificando las
maquinaciones en la corte: se sentía heredero universal del conglomerado China-Japón-India
descubierto por su padre. Los gobiernos espurios de Bobadilla y Ovando le habían
disgustado hasta la náusea. El segundo Colón veía claramente el negocio en el embarque
de lotes de 500 indios y su venta en los mercados de Cádiz o Huelva —llevaba un
porcentaje de un octavo en todo lo de ultramar—, mientras que Ovando entendía
preferible su reparto a comendadores que deberían enseñarles las verdades de la
Religión y tratarlos con caridad cristiana. Sin olvidar medio peso al año, que
les permitiría la compra de cuentas de vidrio verdes o azules.
Diego sentía las nuevas tierras como algo tan suyo como
su bacín o su nariz. Todo gobernante ajeno al clan genovés debería ser desalojado
como intruso, mejor con grilletes en los tobillos. Tantas ofensas estaban a punto
de tener su fin. Más maquiavélico que el padre y los tíos, tramaba una poderosa
alianza matrimonial. Se enamoró locamente de la casa, digo de la moza de los
Medina Sidonia, pero el rey vetó el romance: con los ejércitos del duque y los
territorios de los Colón, acabaría sintiendo tentaciones a la púrpura. Ahora
dirigía sus requiebros a la casa de Alba y se decía, chitón, que los blasones
de esta no hacían ascos a una dote que incluyese una buena parte del globo terráqueo.
Con esta gente el rey tenía más compromiso y probablemente tendría que condescender.
Ovando estaba constreñido a la acción, rápido, rápido.
Pronto tendrá ocasión de sacar lustre a su nombre y blasonar
su enseña de Lares en las entrañas mismas del universo colombino.
Año y pico atrás, los reyes se habían quedado cariacontecidos
cuando Colón les fue devuelto encadenado, no por el hecho en sí, sus cualidades
de gobernante eran peores que la peste; sólo por los hierros. Como premio de
consolación (al fin y al cabo, parece que les había regalado la India, incluso
más de una) le avalaron un cuarto viaje a cualquier sitio donde su hundiera y desapareciera
en el fondo del mar para siempre; no a La Española, no. Ahí no. NO. NO.
No contaban con la desvergüenza del personaje. A los pocos
meses de gobierno ovandino se van a perfilar en el mar turquesa del estuario del
Ozama cuatro velas con sus rojas cruces de Malta y el estandarte verde de los Reyes
en sus trinquetes. No ondean banderas, ni hacen albricias con las lombardas, ni
siquiera disparan arcabuces. Nada de nada. Es como si viniesen a hurtadillas.
Se trataba del genuino Cristóbal Colón en carne mortal. No había podido
resistir la tentación de acercarse a su querida isla, a pesar de la expresa prohibición
de los reyes que, conociendo sus proverbiales facultades parta el desbarajuste,
lo habían despachado “solo para Tierra Firme”, ¡nada de islas! Si descubría algo
nuevo, ya mandarían alguien capaz de gobernarlo.
Una chalupa bogará a tierra ante las perplejas miradas
de los dominicanos que temerán que Ovando se arrugue ante la aureola virreinal
del almirante. El hombre de Colón a bordo, Diego Méndez, un notario baquiano
curtido en mil batallas y cicatrices, pero que lee a Erasmo, ni siquiera es
autorizado a desembarcar y recibe las contestaciones a flote por un propio del gobernador,
que no se dignará en recibirle. Petición de reponer una carabela averiada: denegada.
Petición de refugio ante el tremendo huracán que se avecina, que, que, ¿qué es
eso? Advertencia de parte de Colón de que no zarpe hacia España la armada de
treinta y dos navíos que se divisa todo a la redonda. Respuesta: que ja-ja-ja.
A Ovando de la risa se le debió encender la barba hasta
las raíces con aquello del huracán, que sonaba a can, canino o caca de perro,
por decirlo a lo sencillo. Esa palabra inexistente en castellano lo más que
suscitaba era un encogimiento de hombros.
El gobernador será
brutal: la flota zarpará al alba, con la marea, venga, espabilad. Sí o sí. Ovando
preferiría mil veces que se hundiese la flota de España antes de que se pusiera
en duda quien empuñaba el bastón de mando. Un hombre de autoridad no puede
descansar ni un momento de su condición. Él no era como esos Colón, no negociaba
con rebeldes o enredadores. De esos iba un buen ramillete como pasajeros en la
escuadra que zarpaba hacía España: Guarionex, el cacique que había promovido una
rebelión general, aplastada en la batalla de la Vega Real. Bobadilla, el cruel
gobernador que había engrillado a los Colón. Roldán, el hidalgo rebelde ante quien
se había achantado la troupe colombina. Por ir, hasta iba en los pañoles la
famosa pepita de oro gigante. La del cochinillo. Tan grande como un barreno, que
es a modo de hogaza de Alcalá. 3.600 pesos en oro que valía. 35 libras de peso ¡lo
nunca visto en pepitas! Comandaba la expedición Torres, hombre de la corte que ya
había capitaneado la singladura de ida de esta misma flota, con Ovando a bordo.
Anticipemos que Colón no era un analfabeto en cuestiones
de mar pero, por ahora, debemos volver a cambiar de escenario. Dejemos a su suerte
aquella España en marcha que era la flota de Torres, que iza las velas, nave
tras nave, en el estuario del Ozama, y volvamos a la flotilla de Colón, el desahuciado,
constreñido a abandonar Santo Domingo con un Vade retro Satanás. El caso
es que, como muy pronto vamos a tener ocasión de ver, los cuatro pecios destartalados
que había conseguido don Cristóbal van a tener una relación más directa con la peripecia
vital de Campo, que la lustrosa flota de Torres que singla adormecida hacía la
tragedia.
La encomienda Campo en Azua limitaba por el sureste con
una colina en forma de medio riñón asomada al llamado Puerto Escondido, un brazo
de mar desenfilado de la dirección dominante de los huracanes. Allí Colón buscó
refugio de la que se avecinaba; clavó estachas, hizo firmes cabos y maromas y
dejó a buen recaudo sus cuatro barcuchos en cuyos cascos empezaban a trazar
galerías cierto gusano llamado broma. Campo tuvo que presenciar o ser
informado de la operación, pero probablemente no se puso en contacto. Por un
lado, temería ser acusado de traición; por otro, consideraría muy probable que
el clan genovés —a bordo venían don Cristóbal en carne mortal, su hijo Hernando
y su hermano Bartolomé— conservase sentimientos de animadversión contra él, a
cuenta de su participación en el juicio de Bobadilla. Por la forma calmosa en que
se desarrollará meses más tarde el futuro salvamento de la flota colombina (una
vez el gusano excavador remate su trabajo), podemos colegir que el encuentro, si
lo hubo, fue desagradable.
Volvamos ahora de nuevo el foco a Santo Domingo, unos
cien kilómetros al Este. Tan pronto la última vela de España se ocultó tras el horizonte,
la situación evolucionó con rapidez. Los españoles iban a aprender el mal trago
en que consiste un huracán. Cuentan que los relámpagos eran tan virulentos
que se veía luz a ojos cerrados. Cada ventana rezaba un tembloroso Salve Regina,
intentando sobrellevar la angustia de la espera. Al primer embate, el viento doblegó
a ras de suelo las palmeras de la costa. El agua jarreó durante horas, hasta que
disolvió el adobe de las casas dominicanas y los vecinos supervivientes se vieron
húmedos y desnudos. ¡El Juicio Final!, proclamaron a voz en grito unos frailes,
haciéndose oír apenas entre el aullido de los ciclones. Lo fue, y su veredicto
no disgustará del todo al comendador mayor, tal como ordenará ser llamado Ovando
tras su ascenso al mando supremo de la Orden de Alcántara. Guardará luto, sí, por
las treinta embarcaciones que se fueron al fondo; solo dos llegarán a España. Y
quizás medio luto por la pepita de oro (encima de la que sus halladores habían comido
un lechón) y que pasó a ser el más bello plato de la vajilla de Neptuno. Pero es
dudoso que derramase ni media lágrima a cuenta del ahogamiento del 100% de los
personajes de la conquista (Roldán, Bobadilla, Guarinonex, Torres… ), algo que le
permitiría empezar de cero. Tras recibir noticias de Compostela por un mensajero
(suponemos que el guatiao Campo), es posible que dijese a sus colaboradores
que nada podía ser menos cierto que sugerir que le apenaba la supervivencia de
los Colón.
¿Con quién seguimos pegando la hebra, con Ovando o con
Colón? Va, con Colón, hasta que acabemos con él. Nada, que tan pronto zarpó fue
recorriendo la costa mesoamericana, encontrando cosas cada vez más sorprendentes:
los reinos del Gran Khan (China), las bocas del Ganges (India), el Paraíso Terrenal
(a saber), actuales Honduras, Nicaragua, Panamá. Etcétera.
Un hombre que confiesa —con acta notarial incluida— que
Cuba es Tierra Firme, la tierra continental del Gran Can (provincias de Mangui
y Ciamba), el continente de la India del Ganges, que descubre en su recorrido por
la costa meridional cubana infinitísimas islas (más de tres mil, dice), nada
más y nada menos que el inmenso archipiélago que Marco Polo y Toscanelli situaban
en el mar de la China, un hombre tan imaginativo que no duda en proclamar que
el Cibao es el Cipango (Japón) asiático, que encuentra y localiza el reino de Saba,
las minas de Ofir y Tarsis, que asigna a la isla Española unas dimensiones
descomunales… para el descubridor de América no cuenta tanto lo que ve como lo
que él quiere ver 3.
Tiene esas cosas,
le disculparía su fiel Diego Méndez. Es difícil sustraerse al pensamiento de que
los éxitos de Colón fueron de chiripa: alcanzó América porque se equivocó en la
medida del mundo. Para él, Asia estaba donde está Santo Domingo, y si no se ahogó
en el océano infinito fue porque le paró un pedazo continente que no debería haber
estado allí. Las carabelas iban aparejadas para dos meses; si hubiese seguido
viaje a China por el Pacífico, se hubiese ahogado, llevándose al fondo a media
villa de Palos. Afirmaba sin pestañear que sólo media tierra es esférica, que
la otra mitad tiene forma de teta de mujer y que, en las inmediaciones del
pezón, está el Paraíso Terrenal: sin duda no se fiaba de Eratóstenes que, iba para
dos mil años, habían probado la redondez del planeta.
En 1498 sintió el Almirante que estaba cerca, muy cerca
de ese vértice o pezón, en el golfo de Paria… A uno de estos parajes los denominó
los Jardines. ¿Se refería a los Jardines del Edén 4?
En cuanto al famoso
presagio del huracán de Santo Domingo se basó, en palabra del padre Las Casas,
en la abundancia de delfines y lobos marinos en superficie, “porque ellos de ordinario
están en las profundidades, pero perciben cierta conmoción que hacen allá abajo
los vientos y suben”. ¡Dios! ¡Si ya los zoólogos romanos sabían de las necesidades
respiratorias de los mamíferos marinos! Un clavel en el culo, eso es lo que tenía
el hombre. A la postre, los agujereados barcos de los Colón —Cristóbal, Bartolomé,
Hernando— se trocarán en pecios inservibles para la navegación y la famiglia
pasará a convertirse en una especie de Robinsón Crusoe colectivo de la isla de
Jamaica, donde vararán las naves. Dejémoslos ahí, ya más adelante se abundará en
la operación de salvamento dirigida —u obstaculizada— por Sebastián desde la encomienda
Compostela.
Retornamos a Santo Domingo. Ovando patroneará las obras
para reasentar la ciudad de adobe, disuelta en cieno por el Diluvio, en la ribera
opuesta del Ozama, un lugar más seco y salubre. De la horca del naciente a la
horca del poniente. Cuando terminaron de asignarse a cordel los nuevos solares,
los hombres probablemente murmurarían mientras echaban miradas de soslayo a los
mejores emplazamientos: casualmente todos pertenecían a Ovando, su prostituta,
sus familiares y sus paniaguados del partido del Rey, como Campo. Tenemos la firme
sospecha de que fue beneficiado en el reparto: más adelante veremos cómo, reclamado
para otorgar un aval intempestivo, acude presto, lo que supone algún tipo de residencia.
Hay que suponer que a Sebastián no le tocó precisamente una cuadrícula en los arrabales.
Pero el que espere una sublevación como las colombinas, va a estar equivocado.
Ovando era un competente gestor y la evolución favorable de las condiciones de vida
en La Española adormecerá los pleitos. Mientras, Colón navegaba por el éter; sus
quillas cortaban aguas jamás cortadas por nao alguna; “Señores míos, os quiero
llevar al lugar de donde salió uno de los tres Reyes Magos”, maravillaba a sus pasajeros.
Era de esperar que pronto desapareciese en los Cielos, como el profeta Elías.
En los campos de Veragua se cogían dos cosechas de trigo al año. Los cerdos se reproducían
por millares, como los conejos en Galicia. Los hombres engordaban; bebían hasta
caer de culo en las tabernas del Pie de Hierro o La Cordobesa; se solazaban con
adolescentes tainas o arawaks. Las campanas de la catedral ordenaban la vida con
un ritmo cálido, sosegado y placentero; y, si antes había peleas por un pasaje
para el retorno, ahora todo el mundo se cuidaba muy mucho de no ser castigado con
el regreso. Campo rozaba su finca Compostela, experimentaba con viñedos, cuidaba
vacas, sabía que no era para eso para lo que había sido solicitado por los reyes.
En estas le traerían noticias. Su socio Rodrigo Mesía de
Trillo, no cabía de contento en el pellejo. Higüey y Xaragua, los cacicatos a oriente
y poniente, se habían rebelado. REBELADO. ¿Entiendes?
El conquistador de Tenerife, que recién había renovado
su panoplia de espadas de acero toledano, no podía engañarse sobre lo que se esperaba
de él: que las mojase en sangre, como había hecho en las Afortunadas.
Rodrigo de Alcázar (pasajero con Ovando,1502). Platero
de profesión y miembro de una acaudalada familia se conversos sevillanos. Por real
provisión de 27 de septiembre de 1502 fue nombrado fundidor y marcador real de
las Indias. Volvió a España y regresó pronto pues, en 1508, recibió un poder para
cobrar de Sebastián de Ocampo el dinero de dos espadas que había comprado 5.
1 Enrique RAJOY
FEIJÓO. Sebastián de Ocampo. Un comendador gallego descubre la isla
de Cuba. Visión Libros. Madrid, 2011.
2 Esteban
MIRA CABALLOS. Pasajeros embarcados en la armada de Nicolás de Ovando rumbo a
la isla Española. Blogia 17/12/2006.
3 Luis
ARRANZ MÁRQUEZ. Repartimientos y Encomiendas en la Isla Española (El Repartimiento
de Alburquerque de 1514). Ediciones Fundación García Arévalo. Madrid, 1991.
4 Luis ARRANZ
MÁRQUEZ. Cristóbal Colón. Misterio y grandeza. Marcial Pons Historia. Madrid,
2006 (Kindle).
5 MIRA CABALLOS,
ibidem.
Puedes bajarte Docampo versus Colón en formato electrónico, o adquirirlo en formato papel, en cualquier distribuidor, por ejemplo:
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