Sanxenxo en otoño, un descanso de Reyes |
Sumario
1.-¿Liquidar o pagar Sucesiones implica aceptar la herencia?
2.-Il Braghettone
1.-¿Liquidar o pagar Sucesiones implica aceptar la herencia?
Plantea la preguntante si liquidar o pagar el impuesto de Sucesiones implica aceptación tácita de la herencia; y además, si repudiar la herencia después de prescrito el impuesto implica aceptación tácita de la misma y, en ficticia consecuencia, una donación en favor del beneficiario/a de la renuncia.
Respuestas:
Las preguntas que planteas son bastante corrientes y están respondidas tanto legal como jurisprudencialmente.
1ª.-¿Implica aceptación tácita la liuidación o pago del Impuesto Sucesorio? Existe una línea constante de resoluciones en diversos tribunales que podemos resumir en la siguiente Sentencia del Tribunal Supremo:
Sentencia
del Tribunal Supremo, de 20/01/1998:
”
Que la norma tributaria establezca que el sujeto pasivo del impuesto de
sucesiones es el heredero, tampoco significa que su
pago por un llamado, con delación, implique una aceptación tácita de la
herencia, ya que es un acto de administración (si ha pagado y repudia, podrá
reclamar su importe al verdadero heredero), acto debido que debe realizar para
evitar una sanción. Además, la ley tributaria no puede imponer una
adquisición de la herencia, contraria a los principios del Código Civil que
derivan directamente del Derecho romano: adquisición por aceptación voluntaria,
no por cumplimiento del deber fiscal (si éste se asimilara a la aceptación
tácita); la legislación fiscal parece responder al sistema germánico de
adquisición de la herencia, que se produce por la muerte del causante, al
exigir al heredero el pago del impuesto, so pena de sanción económica, a partir
del instante de la muerte, como si en este momento fuera ya heredero”.
O sea, NO.
2ª.-La
segunda cuestión está muy clara en el art. 58.3 de la Ley del Impuesto de
Sucesiones
"58.3.-La
repudiación o renuncia hecha después de prescrito el impuesto correspondiente a
la herencia o legado se reputará a efectos
fiscales como donación".
De Combarro, la empanada de choco |
¡Que Miguel Ángel destruya el Juicio por su propia mano!
Vitoria fue la que inició la serie de comparecencias ante el Santo Oficio, a comienzos del año que iba a ser el postrero de su vida. Daniele será el último en enterarse del total de los hechos, cuando Miguel Ángel, en los días de su agonía, rechazará el consuelo del párroco de Loreto y poco menos que se confesará ante él. Sobrevolarían aquella atormentada mente lejanas reminiscencias de los humildes fraticelli de Monteluco; es decir que tanto deseará empequeñecerse ante Dios, que será capaz de contar sus secretos a un ser carente de talento que solo es capaz de llegar al arte por la fatiga. Algo así como el lavado de pies que se hace a los pobres el día del Jueves Santo.
Según dicen, su aspecto al entrar en el palacio de la Inquisición (no el de Navona, el otro) era el de una anciana, con bolsas moradas en los ojos y una sucia mueca equina en la boca. No se achaque tan solo a la fealdad causada por la herejía; parece que su última enfermedad había provocado en Vitoria cierta parálisis facial. El palacio es el convento de la Minerva, cerca del Panteón. Hunde sus cimientos en el pagano templo de Isis y Serapis. Cuando se dispusiera a entrar y alzase los ojos al cielo, como despidiéndose de la luz, vería un escudo ovalado sobre el pórtico principal. Una cruz verde en el centro, una espada a la derecha y una rama de olivo a la izquierda. Rodea el conjunto una inscripción que, como es lógico pensar, ella leería con el corazón en un puño:
LEVANTA SEÑOR Y JUZGA TU CAUSA. SALMO 73
Es el emblema del Oficio Santo de la Inquisición.
No vería, por no ser visible a primera vista, un pasadizo lateral adornado con frescos de la ejecución de Santa Catalina. Conduce al portillo por donde los condenados parten en carro. Unos, hacia la cárcel en vía Ripeta; otros, en dirección a los quemaderos instalados en los puntos más bonitos de la ciudad, como plaza Navona o el Capitolio.
Los alabarderos suizos impedirían el paso a Zapata, su escolta, pero es lógico pensar que Mendoza, el barbudo embajador español, daría el brazo a tan importante dama. Era la viuda del capitán que había ganado la fantástica batalla de Pavía, tomado preso a Francisco II de Francia y, bueno, también masacrado a miles de pequeños inocentes. A los españoles les encanta su poquito de diversión después de la batalla; es claro que los civiles les importan menos que los chinches. Tan gloriosos servicios fueron los que hacían pensar que lo razonable sería que el propio Mendoza defendiera a la Lutera; por más que la sospecha estuviera equivocada y que el verdadero defensor resultase ser un Jesuita llamado Simón Rodríguez.
Las puesteras del mercado instalado donde estuvo la Saepta Julia la mirarían con odio, apretando los ojos y entrecerrando los puños. ¡Perra, lo tenías todo y tuviste que revolcarte en la putrefacción luterana! Siempre lo hacen. Esas puesteras bien pudieran pensar que por fin la altiva aristócrata estaba completamente indefensa. Y las que no se fijasen en el mimoso cuidado con que sostenía en su regazo un gastado cartapacio de cordobán amarillo, serían incapaces de salir de su tremendo error. Al entrar en la sacristía, a Vitoria le llegaría la imagen del alto estrado de los calificadores y de la silla tapizada de raso a nivel inferior, que le estaba destinada. A su espalda, un notario de gola almidonada tomaría nota de la menor de sus palabras. La basílica es un lugar muy ventilado y, con frecuencia, las corrientes de aire hacen oscilar los cirios, creando visajes y fantasmagorías.
Todo el interrogatorio giró, parece ser, en torno a un solo punto.
—Qué si prestasteis mil florines a Bernardino Ochino. Qué de dónde los habéis sacado —Aquellos santos varones sabían que Vitoria, a la sazón, estaba arruinada.
Alzaría la mirada. Allí, tras la mesa tapizada en rojo, meditarían los cuatro inquisidores: Carafa, Toledo, Parisio, Badía. Iban a condenarla. ¿IBAN A CONDENARLA? ¿Esos borricos? ¡Yo soy Vitoria, nacida para la victoria!
Hora tercia. Hora sexta. Hora nona.
—Firmasteis una letra de mil florines a Ochino. ¿Contra quien?
La bolsa de Vitoria estaba vacía. El papa, tras la Guerra de la Sal, había embargado sus bienes. El conflicto había estallado cuando el papa extendió la tasa de la sal a las tierras de los Colona, exceptuadas por una antigua bula. En Marino, el ejército Colona huyó en desbandada al ver aparecer a Pierluigi. Mejor no comprobar que cosas hacía a los prisioneros.
—¡Vais a decirnos quien os dio ese dinero, Marquesa!
En el procedimiento inquisitorial la negativa a la delación es delito bastante como para ser condenada. Tal vez en ese momento revolotearían por su imaginación turbiones de humo y chispas como estrellas revoloteando en el cielo de plaza Navona (En eso estaba bastante equivocada, pues el fuego que consumirá sus huesos no se encenderá en plaza Navona, sino en un patio del convento de Santa Ana de los Cordeleros).
Explicó con claridad quien le había dado el dinero. Cuando hubo terminado, un silencio opresivo se abatió sobre la sala.
Carafa optó por cambiar de tema:
—¿Por qué habéis escrito omnia posibilitate credenti, que los creyentes lo pueden todo?
La inteligente aristócrata tuvo que comprender la gravedad de la pregunta, la acusación implícita de herejía. No iba a permitirlo. Y empezaría a desenlazar las cintas de su cartapacio.
—Sólo tenéis que confesar que pronunciasteis alguno de los siguientes errores: Astruere errorem de sola fide et de certitudine (Confiar en la salvación por la sola fe); Tenere certitudinem gratiae (Tener certidumbre en la gracia); Tenere securitatem et confirmationem in viam (Creer en la predestinación); Christum purum hominem (Cristo es sólo hombre); Negare propia merita (Negar los propios méritos)…
Carafa no estaba dispuesto a dejar que se escapase la pieza. Vería con sus ojillos despieadados todo lo que sucedía en la sala y pensaría, para sus adentros, que Vitoria llevaba en su cartera un escrito de absolución, firmado por el rey de España. ¡Como que me llamo Pietro Carafa que no lo admitiré! ¡En los aristócratas es donde hay más pecado!
—... Tenere aliquas alias opinione circa fidem supectas... (Tener otras opiniones sospechosas en materia de fe)...
Vitoria se dirigió al inquisidor español, Toledo, hermano del 3º duque de Alba. La mirada rapaz de su belicoso pariente aparecía dulcificada en este prelado por unos colorados mofletes. Emparentado a su vez con la rea, intentaría disimular leyendo un breviario o cualquier otra cosa. Al menos es lo que Nelo haría en su caso. No iba a servirle de nada:
—Quiero deciros una cosa y quiero decírosla ya —dijo la marquesa en español.
—Confesad —terció la voz nasal de Carafa—, abjurad, someteos a nuestra santa clemencia. No somos sólo nosotros los que decimos que una confesión completa alejará las sospechas de vuestros seres más cercanos.
—Aún no sabéis si ya lo he hecho, napolitano —dijo Vitoria en tono triunfal.
Los que estaban en la sala se preguntarían que triquiñuela iba a presentar. Todos sabían que, hace mucho tiempo, Vitoria había alojado al emperador en su casa de Marino. Pero, a pesar de todo, había sido citada. Señal de que se habían acabado los privilegios. ¿Qué autoridad podía exhibir, pues, más poderosa que el mismo emperador? ¿Existía algo así?
Existía.
Enseguida lo iban a saber. Abrió el cartapacio de gastado cordobán y se dispuso a hacer estallar la bomba.
En ese momento Rodríguez hizo un gesto con la mano, indicando a Vitoria que esperase. Quiso hacer un último intento antes de recurrir a un arma tan peligrosa y solicitó al Tribunal detalles de la delación.
—Padre, os recuerdo que el procedimiento inquisitorial no permite al acusado conocer quien es su acusador, ya que las denuncias son secretas.
—No es lo que os he pedido. Lo que necesito es conocer la acusación en concreto.
—¿Es necesario?
—Eminencia ¿cómo queréis que me defienda si no?
—Relator, proceded.
—Dice “Bernardino Ochino se ha escapao a tierra de herejes, gracias a que la marquesa le ha pagao una letra de mil florines pa los gastos de viaje”. La declaración incluye otros detalles delicados que Su Santidad ha declarado materia reservada al pontífice, so pena de excomunión.
—¡Que se anule la acusación! —dijo el jesuita español hinchando el pecho— ¿Qué clase de lenguaje es ese? Lo diré yo, eminencias, así hablan las prostitutas y los chulos. Carece de valor según la bula del papa León IX.
Parisi tenía la mandíbula desencajada y una gota le pingaba de la nariz. Dijo, con voz de falsete:
—No seáis ignorante, abogado, aquí no se va a anular nada. Nada. La Inquisición es ahora el poder supremo. Ante Dios todos pesan igual en la balanza, tanto príncipes como plebeyos ¿recordáis?
En ese instante, Vitoria comprendería que no le quedaba más remedio que lanzar la bomba. Terminó de abrir el cartapacio de gastado cordobán. Y la lanzó.
Era una carta de Ignacio de Loyola, general de los Jesuitas, la tropa del papa. Loyola había aceptado la retratación de Vitoria y los Jesuitas eran los únicos mortales que estaban libres de la jurisdicción del Santo Oficio. Hacía unos meses que la previsora marquesa había pedido un confesor jesuita para que predicara en el convento de Santa Ana de los Cordeleros, su última residencia. Se llamaba Simón Rodríguez y era un abogado muy hábil, aunque algunos de sus clientes no apreciasen demasiado ser sometidos a sus varapalos ideológicos. Casi podemos ver los ojos de los generales inquisidores, Carafa y Toledo. Los del primero, arrojarían lava ardiendo, una lava acaramelada. Los del segundo, hielo.
La marquesa no salió como virgo intacta de la Minerva. Demasiada humillación para los ejércitos de la Iglesia. De nuevo, resonó en la nave la voz gangosa de Carafa:
—Aceptamos el perdón de Ignacio. Pero la confesión es incompleta. Según la Bula, debéis denunciar a los herejes de los que tengáis sospecha.
—¿Ah, pero tengo que sospechar de alguien?
—¡Pensad la respuesta!
Vitoria, mujer inteligente, sabía que estaba gastando la pólvora en salvas. La hoguera la esperaba. No era una pieza cualquiera, era la pieza. La Bula que dispensó a la Inquisición del debido respeto a las personas principales ¡era en ella en quien pensaba! ¿Y si el Oficio registraba sus habitaciones en Santa Ana? Sus notas sobre las charlas con Carnesechi representaban un peligro mortal. En ellas, se trataba con simpatía la doctrina de la justificación por la fe. ¡Pues claro, zopencos, pues claro! ¿Y su poesía? La mera lectura de las Rimas por parte del inquisidor equivaldría a una confesión de culpabilidad. En una de ellas, por ejemplo, le ordena al papa que limpie la barca de la Iglesia de algas y fango. Vitoria había tenido buen cuidado de no dar sus poemas al gran público, sino solo a personas escogidas, personas que ella creía, de alguna forma, al tanto del secreto nicodémico. Ahora, quizá a los poseedores de aquellos tomos en lino o piel de oveja les parecería que despedían cierto olor a carne chamuscada.
—¡Pensad la respuesta!
Y en ese momento, Vitoria sentiría miedo. No creo que deba resultar insólito, pues todo hombre y toda mujer nacidos de madre conocen el miedo. El que niegue sentir miedo solo pretende ofendernos a los que alardeamos de la simple y hermosa condición de humanos.
Pasearía su mirada por los muros, decorados en amarillo con figuras blancas que le recordarían los Ignudi de la Sixtina.
—Tan pronto delatéis, podréis descansar. No corráis ningún riesgo marquesa. Conversaciones de religión, de política, de arte... Todos hacen delaciones en estos tiempos. No queráis ser la última.
Estas fueron sus palabras, tan comentadas después de su muerte.
—Quisiera consultar con vuestra eminencia algunas cartas de Polo que, cuando las leo, me crean leves escrúpulos.
Carafa se acarició pensativo la papada y dijo:
—Supongo que las lleváis encima. Entregádselas al fiscal eclesiástico, si tenéis la bondad. Él os devolverá una letra de mil florines que habíais extraviado.
Mira por donde, ella, tan leal, tan devota de Polo, tan... Tal vez si supieras que te quedaban meses, semanas casi, querida Vitoria, no hubieras sentido esos leves escrúpulos. Habría sido una despedida de la vida mucho más bonita. Yo jamás me hubiera ido de la lengua.
—Más vale encaminarse tarde por la senda de la verdad y la luz que no hacerlo nunca —diría Carafa, o algo muy parecido.
Vitoria respiraría hondo, pensando haber engañado a sus jueces. Había proporcionado un buen material a Carafa, es cierto. Ese material parecía descartar del trono de San Pedro al inglés Polo, el aspirante hereje. El camino quedaba expedito para el napolitano. Aunque, bien pensado, todo aquello despide un tremendo tufo a treta jurídica: el inglés era mercancía averiada por la inquina que le profesaba Enrique VIII, el rey polígamo: su subida al papado hubiera arruinado las posibilidades de reconciliación con Inglaterra.
Pero después de un leve suspiro de alivio, la negrura volvería a la mente vitoriana. Sin duda le rondaría la idea de que, muy pronto, se levantarían nuevas acusaciones contra ella. Solo en su correspondencia había pruebas para quemarla mil veces por razones más que justificadas. Y estaba esparcida por todo el mundo. En una carta a Miguel Ángel (rollo XII) se queja de que la hubiesen acusado de haberle implicado y ella “jamás lo habría hecho”. Es de suponer que sobre esto hay opiniones: comprometía a sus amigos y es seguro que esas Rimas no le iban a hacer ningún bien a Miguel Ángel. Uno no andaría muy descaminado al pensar que un prelado tan sagaz como Carafa iba a sacar el tema. Era algo muy desagradable, le pedía disculpas de antemano, pero no le quedaba más remedio que preguntarle por cierto personaje.
—… Miguel Ángel es una persona intachable, sosegaos —insistió Carafa, adelantando cabeza y hombros sobre el estrado—. Lo que sí es que hay quien dice que guarda en su caja fuerte un ejemplar de vuestras Rimas.
—¿Cómo lo habéis adivinado? —respondió la Marquesa.
Ella no trató de negar que se lo hubiese regalado, pero como un presente particular que no se editaba jamás cara al público.
—… iniciativa mía, sin mediar petición por su parte. ¿Qué pudo hacer él? ¿Rechazar mi ofrenda? Sabéis perfectamente que el divino no es hombre hecho por la naturaleza para decir que no a un regalo.
—Descuidad, Marquesa. Se os ha dicho que Miguel Ángel tienen salvoconducto y lo mantenemos ¿acaso dudáis de esta Santa Casa?
Por esta vez sus abogados consiguieron un acuerdo que le permitiría eludir la cárcel. Vitoria salió por el pórtico principal de la Minerva. Zapata contó al que quiso oirle que las vendedoras del cercano mercadillo, le arrojaron verduras sucias y desperdicios recogidos del suelo. Tenían miedo de haberse quedado sin su diversión. Se las prometían muy felices en la esperanza de un magnífico sacrificio: la imagen de una marquesa luterana retorciéndose entre brasas. La cobarde salida por la puerta grande en vez de por el portillo de Santa Catalina les había causado una aguda decepción. A Nelo, también. El papa fomenta que los artistas asistan a las ejecuciones para que imaginen mejor el sufrimiento de los mártires cristianos. Algo que profesionalmente es de la máxima utilidad. Y ya puestos ¿por qué fingir que uno no estaría encantado de que ardiera esta Eva de la manzana, que tanto daño había hecho al maestro? ¿Qué cree que ha representado su influencia? ¿Pensará, siquiera alguna vez, que ha enfangado al único ser divino que ha advenido a la tierra desde los tiempos de Jesucristo? ¿Sabe lo que queremos que le suceda? ¿Lo sabe? Llevaría la antorcha, yo mismo la acercaría a la hoguera.
Por desgracia, hubo que esperar unos meses hasta que fueran calcinados sus huesos y la causa de Dios ya no quedaría tan bien servida.
Miguel Ángel quedó muy afectado al ver que la Inquisición ya no respetaba a nadie. Un buen reflejo de ello era la violencia con que arrancaba de un bloque de mármol esquirlas grandes como dedos. ¡Pink!, al Juicio, ¡punk!, no le pasa nada, ¡peunk!, no lo pienso arreglar, ¡Purumk! Y no es que en lo económico fuese nada mal: el maestro estaba trabajando en una Piedad; Urbino en los frisos de San Pietro in Vincoli (el Drama acabó aquí: el Moisés y dos Damas un tanto urbinosas) y Tomás creaba obras de arte destinadas a crear el pasmo de la humanidad e incluso de si mismo. Clovio y Nelo revoloteaban alrededor de la nueva versión de la manida Piedad. Los guiños del croata, su vivacidad exagerada, permitían suponer que se preguntaba sin aun podían seguir considerando como un genio al maestro. La escala de la escultura era de risa: Nicodemo, un cíclope; Cristo, un gigante: la Virgen y la Magdalena, unas enanas.
Nelo tenía que hablarle de algo importante. Entonó una alabanza de cumplido a la nueva escultura para entrar en conversación. Le veía “un aire de familia” a la nueva Piedad con su obra reciente. Miguel Ángel silenció el cincel y recorrió con mirada temerosa el espacio del taller.
—¿Quieres decir que la Virgen ya no sostiene a Cristo, como en la primera Piedad? ¿Qué ahora es Nicodemo? ¿Es eso lo que queréis decirme, maestro Nelo?
Bien, había empezado a meter la pata. Acabemos el trabajo de una vez.
—Me permito no estar de acuerdo, maestro. Nicodemo es un personaje evangélico como otro cualquiera y el que los protestantes lo hayan convertido en su patrón…
¡No, por aquí no! Veamos:
—... Y esta Virgen, no es absentista a la manera luterana. Aquí al menos mira de frente, no como en el Juicio que… —¡Que lío! Se detuvo en seco. Demasiado en seco y eso se nota.
Miguel Ángel respiró hondo en un esfuerzo por reponerse:
—Vaya Nelo, me parece que estás demasiado obsesionado con lo que hacemos aquí. Mejor será que te busquemos un trabajo fuera.
El Volterra levantó las manos, intentando aplacarle.
—Que va, si os ha salido la más hermosa Piedad que imaginarse pueda.
Estuvo a punto de renunciar a plantearle lo que tenía pensado. Quería decirle que un hombre que empieza a hacerse famoso tiene que llenarse de respeto. Sí estaba destinado a seguir la estela del maestro, si su destino era la fama, si su futuro era codearse con duques y cardenales, debería asumir cargos que le rodeasen de dignidad. No es que el ocupar puestos importantes fuera el primer objetivo; por supuesto, si estas aspiraciones fuesen en detrimento de su relación con el divino se olvidaría de ellas. Pero, no siendo ningún obstáculo, tanto mejor si consigo el nombramiento...
—Divino: la academia de San Lucas elige cónsul. Celebra capítulo el martes… —añadió, en tono algo balbuciente—: En la… Minerva.
Ese fue el error. Ese quiebro de voz al pronunciar la palabra “Minerva”, como si tuviera algo de que acusarse. Un tono adolescente. ¡Si pudiera convencerle de que jamás va con chismes al Santo Oficio! ¡Jamás de los jamases! Miguel lanzó el martillo con una habilidad absoluta ¿Quién dijo que había perdido mano? Nada, nada. Pasó rozando el cráneo del volterrano, pero por poco. ¿Qué importancia tiene un despeinado? Ninguna. Sin duda, la culpa había estado en su falta de diplomacia. Recordó que hasta ahora Miguel Ángel jamás le había pedido opinión. Quizás también había empezado a cargar su cruz. Tenía que ser eso ¿cómo no se había dado cuenta antes? El que Carafa estuviese reuniendo pruebas acusatorias solo podía significar una cosa: el Santo Oficio se disponía a interrogar a Miguel Ángel.
Bien, salió elegido cónsul y no debe pensarse solo en ese pequeño divino empujón, que lo hubo. ¿Y toda la obra que empieza a haber detrás? ¿Qué? ¿Acaso no cuenta? Deposición Orsini en la Trinidad del Monte, iglesia de San Mateo, palacio Máximo de las Columnas… Apenas un divino pequeño empujón.
No habían pasado cinco semanas y Miguel Ángel seguía girando, dando resoplidos, alrededor de esa nueva Piedad que algunos creen protestante. Aprovechó para presentarle una nueva petición:
—Alquilan un taller en Montecaballo, junto a San Jerónimo, y es tiempo de que me independice; por supuesto sin dejar de serviros. Pero piden una cantidad exagerada para la entrada. ¡Si consiguiera la contrata de San Agustín...!
—¡Por los Clavos de Cristo, Volterra! ¡Me quitas las cosas de la boca para dártelas!
Bien, Nelo consiguió la contrata de San Agustín. Pero no debe omitirse el resto de la conversación, por la importancia que tuvo en el desarrollo posterior de los hechos.
—Es un taller muy grande, lo conozco. ¿Para que...? ¡Oye, Nelo! ¿Tú fundías bronce, cierto?
—¿De dónde lo habéis sacado?
—Según Cutigliano, fundiste una piña en Volterra —el tal era un ayudante de Volterra, teatino de Montecaballo, que recordaba algo al papa Clemente por sus largas cejas pero que, a diferencia de aquel, nunca aceptaba un no por respuesta.
—¿Por qué me lo preguntáis?
—Bah, no tiene importancia.
La tuvo. Aquellas palabras, por entonces enigmáticas, se revelarían a posteriori como indicio claro de que Miguel Ángel ya estaba maquinando el Drama de Daniele de Volterra. Algo que, como a él, lo aherrojaría con cadenas de bronce, reduciéndolo a la inanidad más absoluta.
Nelo afrescó en el techo de San Agustín a Santa Elena que se encuentra la Vera Cruz. Al principio, la gente creía que era de Miguel Ángel y que había cometido un error tremendo, porque le había salido completamente vestida. Su trabajo costaron aquellos brochazos verticales; cogió tortícolis. Todos sus trabajos eran al margen del equipo, pero estaba contento ya que eso redundó a individualizar su fama. Además, significaba una prueba de la estimación del maestro, superior a la de sus camaradas. El mundo estaba a punto de saber quien era Daniele Riciarelli. El que empezaba a hacerse una idea era Olanda, el espía del pelo verde, que le citó en la posada del Moro. A su entrada, un grajo amaestrado posado en un gancho le espetó:
—¡Maledeti tedeschi! (¡Malditos alemanes!).
Sin duda le había confundido con un luterano. Frasquito de Olanda ¿o era Francisco? vestía jubón, calzas y gorro negro, a la tétrica moda española. Le invitó a una bota de marsala blanco con sabor a azufre. Algo debió ver en su mirada, porque dijo:
—Oye, Nelo, tómatelo con calma. En España estoy casado y soy feliz con mi mujer. Vicenta es toda tuya… bueno, por lo que a mi respecta.
—¿Sabías que Vitoria ha sido conducida al palacio del Santo Oficio? —dijo Nelo como una especie de anticipo, sabiendo los temas que le interesaban.
—¿Plaza Navona?
—No, Minerva —replicó—. Es extraño pero la sede española no se ocupa de los demás.
—¿Los demás? —Olanda cogió una manzana de la cesta.
—Bueno —dijo—; algunos malinterpretan la amistad que une al inquisidor español con nuestro Miguel Ángel. Llegan a decir barbaridades como que es su pieza privada y que todo lo demás se deja a Carafa en la Minerva. ¡Que absurdo! ¡Habías de ver que cariños y cuidados le prodigaron en el palacio Toledo cuando estuvo enfermo! ¡Estoy hablando de quinina de las Indias españolas! ¡A cien ducados la onza!
—Lo cierto —dijo Olanda haciendo girar la dorada manzana entre los dedos— es que no tengo ni idea de a que prisión ha ido a parar la marquesa, si es eso lo que querías preguntarme. He estado ausente en Parma con un asunto…
¿Se estaba refiriendo a la defenestración de Pierluigi? Los españoles no simpatizan con los que quieren proclamarse reyes de Italia, estilo Cesar Borgia. Tiraron a Pierluigi por la ventana de la señoría de Piacenza para que lo picotearan los pavos. Unos tres pisos. A su edad, no lo resistió. Los pavos se envenenaron.
—¡Vitoria está libre! –se alegró de informarle—. Vive en el convento de Santa Ana de los Cordeleros.
—Vaya, lo siento —dijo Olanda, escupiéndole a la cara pepitas de la fruta.
—¿Cómo que lo sientes?
Tiró el carozo y cogió otra manzana.
—No creo que tengas de que preocuparte tú, pero, en fin, eres el alumno predilecto de Miguel Ángel.
—¿Cómo que Miguel Ángel?
—Dijiste que Vitoria está libre —habló Olanda con la boca llena—. Entonces es que ha hecho delaciones. ¡Rosquillera! ¡Una vara de rosquillas! —Miró al techo, donde los chorretones de grasa marrón habían conseguido reproducir el mapa de Ptolomeo. Añadió—: ¿Cómo va el trabajo de Miguel Ángel?
—¡Diantres, como voy a saberlo! Es tanto el aprecio que se me tiene, que siempre me encargan obras en el exterior. Casi nunca estoy en el taller. Eso sí, está trabajando en lo que él llama una Piedad. Eso no es ningún secreto. No creo que nadie me pueda acusar de andar revelando secretos. ¿Lo estoy? ¡Incluso lo saben los vecinos y los criados!
—Has dicho que está trabajando en lo que él llama una Piedad. Eso es que pasa algo raro. Si no, te habrías contentado con decir que estaba trabajando en una Piedad.
—El diseño es de una Piedad. Original si se quiere ¿a cuento de qué un Nicodemo tan grande? ¡Lástima que apenas me deje verla! En los tiempos que corren es preciso más de un repaso para asegurarse de la corrección de las formas. En fin, ha aprovechado para tabicar el taller. Por un lado es una lástima porque antes, con una simple ojeada, podías abarcar todo lo que se estaba haciendo. Gracias a esa visibilidad Miguel Ángel se libró del Drama. El cardenal Gonzaga, que venía en el séquito de Pablo III vio el Moisés y dijo que esa estatua valía por todas. Ahora esa escena ya no podría darse porque ha tabicado el taller en cuartitos. Sin duda es más íntimo. Coqueto. Favorece la inspiración. Claro, ese tiene que ser el motivo. Sí, eso, favorecer las musas, aunque otros ojos no puedan expresar su opinión. ¡O Dio, que delicado es todo esto!
Olanda le cogió del codo. Dijo:
—Abundan hoy en día los que se esconden. Se llama nicodemismo. Nicodemismo en la predicación: se usan palabras secretas como olivo, sarmiento o injerto, para propagar la doctrina de Lutero. Nicodemismo en el pensamiento: ¿no te has fijado que la gente ahora duerme sola para que no se le escapen palabras durante el sueño? A todo el mundo le ha dado por alquilar casas. Oye ¿tú no habías...? Bah, déjalo. Nicodemismo en la obra: se pinta o esculpe en alejadas montañas o en sótanos oscuros y recónditos. Nadie está seguro de que a su alrededor no florezcan las delaciones.
—¿Yo delator? ¿Yo? ¿Yo?
Pegó un puñetazo en la lápida de mármol que hace de mesa. Esta dice:
MARSILIO PRATESI + R. I. P. 1545 +
El luco se le puso perdido de marsala. Si hubiera preguntado, le habría dicho: “No te equivoques, Olanda. Miguel Ángel confía en mí hasta extremos enternecedores. No hay trabajo o contrata que no me ceda. Es cierto que Urbino trabaja más en sus inmediaciones pero... ¿sabes una cosa? Se trata de asuntos de cocina. Soy el alumno predilecto, más que nunca. De un tiempo a esta parte ni siquiera se atreve... quiero decir que ni siquiera le sale del cuerpo el criticarme”.
—Creo que lo entiendo —dijo Olanda sin hacer la pregunta esperada.
La posadera colocó en la mesa sendas cazuelas con habas, dos trozos de pan, un atado de espárragos y un plato con pastel de vaca, mezclado con queso de cabra.
—Me aprecia —corroboró por si acaso.
—Sí, creo que lo entiendo —dijo Olanda poniendo la mano sobre su pan—. Es un hombre mayor y ¿no fue él quien dijo que la muerte era la inspiradora de todos sus actos?
El Volterra se quedó con la cuchara a medio camino de la boca.
—¡Español! ¡No vengas con esos disparates! Eso, no se refiere a esta muerte. Eso se refiere a la Segunda Vida que es la única que tiene interés para el artista. Significa que el artista será inmortal mientras se hable de sus obras. La que le preocupa es la Segunda Muerte que es la que sigue a la Segunda Vida. Esta muerte no es inexorable, a diferencia de la primera ¿entiendes? En la Segunda Vida sí cabe la inmortalidad. Perdona si te manché de vino, pero yo el puñetazo no lo di con tanta fuerza.
—Nadie puede matarte dos veces —dijo Olanda con cara risueña.
—Sí, sí que puede. Claro que sí —respondió—. Lo que más teme es la destrucción de su obra. Con razón. La obra maestra de Miguel Ángel en bronce era un Julio II dando la bendición, colocado sobre la catedral de Bolonia. Hecho añicos por una revolución. Fundido para cañones. Luego vino Leda y el Cisne, un cuadro para el duque de Ferrara. Quemado por indecente. El propio David de Florencia vio su brazo derecho partido en tres trozos cuando le cayó encima un grueso banco de madera arrojado por la ventana de la Señoría. Su mayor enemigo es el Ángel de la Destrucción. Se pone lívido de rabia con solo oír su nombre. Lo aguarda, lo presiente, da manotazos en el aire y ¡nunca sabe de fijo donde está! Teme que toda su obra sea destruida y... ¡plop! ¡Adiós Segunda Vida! ¡Adiós inmortalidad, adiós! ¡Aléjate de mí, Segunda Muerte, ALÉJATE! Tanto trabajo para nada.
Olanda asió un espárrago con tres dedos. Lo giró y lo estudió con detenimiento. Dijo:
—Vaya, ahora si que lo entiendo.
¿Qué había que entender?
Contó una versión nueva del Consejo Imperial de Ratisbona. Ciertamente no contradecía lo que Nelo sabía por otras fuentes; pero daba luz sobre los movimientos subterráneos que por entonces se intuían en relación al Juicio Universal. Parece ser que la negativa de los príncipes protestantes a desfilar con el emperador puso a este de muy mal talante. O quizás había sido un ataque agudo de gota, o las dos cosas a la vez, Olanda no recuerda exactamente de que se trataba, lo que es seguro es que estaba de muy mala leche. Contó que... (¡Tabernero! ¡No he pedido que el vino venga montado en tortuga! ¡Basta con que lo haga en tus sucias manos!) …que la mandíbula caída del emperador babeaba más que nunca sentencias de muerte. Contó que una vaharada de putrefacto aliento imperial (¿o ducal?) dio la orden de que se minase el fresco indecente y luterano —A estas alturas Nelo empezó a albergar serias dudas sobre los efectos del marsala. Un “Frasquito” no recordaría tantos detalles—. Contó que el duque de Alba (que Olanda recordó que iba tocado con un curioso gorro de cocinero) le hizo cambiar de opinión. ¡Que Miguel Ángel destruya el Juicio por su propia mano! Eso dijo el duque. ¿No veis que le hemos hecho divino? Lo otro puede crear disturbios en Italia. Problemas. Algaradas. Contó que Tiziano se había ofrecido a pintar encima del Juicio por diez mil florines, pero que lo mejor sería que su propia gente convenciera a Miguel Ángel, eres su mejor amigo, ¿no Pintamonas? ¡Que se note!
Pintamonas. Eso significa que vienes de hacer ofertas a Tomás.
—… la recompensa no debería ser mas baja que la del Tiziano.
Besó sus frías mejillas
Nelo se zafó del espía que no hubiera necesitado caminar haciendo “eses” para fingir competentemente una borrachera. Se le ocurrió que quizás la Inquisición estuviera ofreciéndole el que quedase en familia todo aquel enorme despropósito. ¿A que venía sino eso de “su mejor amigo”? Corrió esperanzado en busca de Miguel Ángel. No es que la necesidad de destruir El Juicio fuese una buena noticia, claro. Se debería sentir contristado; pero una desgracia bien presentada, es decir dicha con rapidez, surte el efecto de congraciar al notificado con el mensajero. Le da tiempo a prepararse y adoptar toda clase de medidas para ejecutar el temido encargo de la forma más conveniente. Pongamos por ejemplo al estudiante que le dio a Sócrates la noticia de que tenía que beber la cicuta. Agradable no es; pero, si hubiera corrido más, tal vez al propio Sócrates le hubiera dado tiempo de sacrificar personalmente un gallo que debía a Esculapio. En vez de eso, tuvo que dejar el encargo a un discípulo. Es mejor hacer las cosas uno mismo que mandarlas. Miguel tiene que destruir el Juicio, Miguel el Juicio, Miguel el Juicio...
Entró a paso vivo en el taller. Miguel estaba dibujando un caballo e indicó con la mano que, lo que fuera, tendría que esperar. Nelo aprovechó la pausa para buscar en su interior las palabras con las que le daría la excelente terrible novedad. No vendría mal empezar con una sonrisa. Conviene anticiparse a sus impulsos autodestructivos; es un hombre terrible, terrible; nunca se sabe lo que puede pasar.
La noticia se la soltaría poco a poco. Fue innecesario acreditar sus fuentes: los criados de la Cruz Verde bebían en todas las tabernas y le habían labrado, muy a su pesar, fama de hombre enterado. En un primer momento le insinuó, ¡tan solo le insinuó!, que de nuevo había rumores malévolos sobre el Juicio. ¡Vana precaución!; el rostro se le puso terroso, la mirada vacía y por un instante quedó privado de los sentidos. No era la primera vez que ante una noticia traumática sufría un sincope o muerte anticipada; por desgracia, Nelo no aprendería la lección y, dentro de no mucho, el último acabará realmente con su vida. El dibujo cayó al suelo entre vaivenes. Chocó con estatuas, derribó caballetes. “¡El Juicio no, el Juicio no!” murmuraba con voz demoníaca, las manos en las sienes. Intentó calmarlo “Tomáoslo con calma, maestro… —pensó en las palabras adecuadas— se habla… se habla de un mero retoque cosmético”. Los temblores del maestro le indicaron que solo estaba escuchando el guirigay de voces que pululaba tras su frente, en la que se marcaban con fuerza las famosas nueve arrugas.
Nelo podía “ver” su pensamiento. Años de convivencia le habían hecho un auténtico experto en buonarrotología. Nadie duda de la calidad de sus retratos de Miguel Ángel, sean pintados, esculpidos o escritos; pues bien, podría haber sido también su confesor. La idea de la muerte le abrumaba. La guadaña, la guadaña. La destrucción de la obra es la guadaña. La otra, la muerte de los seres ordinarios, ¿a quien importa? ¡Esa no es para un Miguel Ángel! Al escuchar aquellos “¡El Juicio no, el Juicio no!”, dichos en el tono de aquel a quien arrancan la uña de la carne, comprendías que aquel cuadro era lo más importante de su vida, la culminación y fruto de la misma, el campo donde había rivalizado con el Todopoderoso, alumbrando su particular y originalísimo diseño divino de la Creación.
El viejo se dirigió a la cuadra tanteando la pared, ciego. Le siguió. Por suerte, sus fuerzas no le alcanzaron para montar a caballo, el acostumbrado remedio. Cuando volvió en su ser, de nuevo llenaron su corazón los miedos ancestrales. Huir. Solía ver en la fuga la única salvación. De Florencia a Roma, de Roma a Florencia, a Monteluco, Ferrara, Venecia, Santiago, Constantinopla, Córcega…. Calmarlo costó una hora de exageradas alabanzas –“El papa os llama divino”, “El emperador os hace la reverencia” “El Cielo os espera sin pasar por la muerte”, etc.-; casi otra el convencerlo de que diesen un paseo ¡a pie! (atribuyó la resistencia a que tal vez se maliciaba las insinuaciones que, en su amor por él, Nelo podría deslizar en sus oídos). Su primera elección fue el convento de Santa Ana, donde moraba Vitoria, pero Nelo intentó hacerle cambiar de plan por una elemental consideración de prudencia. Para disuadirle, le pintó lo agradable que sería un paseo por los jardines Colona y sus animados conciertos de ruiseñores, consiguiendo que sus cacarañados ojos se humedecieran de añoranza. Había ganado un tiempo precioso para proseguir la labor de zapa ya que lo acostumbrado, tras los desencuentros, eran meses de silencio en que los separaba un aura gélida y depresiva. Debería aprovechar las horas siguientes para llevarlo mansamente por la senda de Dios de una forma tan sutil que el mismo pensaría haber sido el autor de la iniciativa. Sin perder un segundo, Nelo concentró su pensamiento para elegir las palabras más persuasivas y convincentes.
Caminaron por la vía de la Pilota, bajo los puentes de jardinería que unen el palacio Colona a la viña, rebosantes de verdín. ¡Vitoria!, exclamó Nelo para sus adentros, un temblorcillo a flor de labios. ¡Has destrozado una vida llamada a la inmortalidad! Pero, por más que arqueaba el brazo haciendo ganchete, Miguel Ángel se negaba a sujetarse. La pregunta implícita había creado una barrera de hielo entre ellos. ¿Colaboraría Daniele, por su bien, naturalmente, en el adecentamiento de alguna obra del maestro?
—Jamás en la vida —se auto-respondió en voz inaudible, como si de verdad se hubiese formulado la pregunta. Jamás. Eso no quiere decir que no sea mejor esquivar los líos y, en la medida de lo posible, precaverlos.
Al final fue él quien, sin preámbulos, como era lo suyo, pidió aclaraciones:
—¿Y que haría el querido Nelo si tuviera que cargarse el Juicio Universal?
Mientras caminaban los alcanzó Gelesi, el compañero de pesca del maestro, y empezaron a hablar de truchas. Ello hizo que se ampliara el plazo que Nelo tenía para reflexionar su respuesta. Tuvo tiempo de dedicar un rápido pensamiento a los hados que regían su destino. Era una emanación del Buonarroti; ningún encargo serio habría tenido sin su santo patrocinio. Fue ÉL quien le consiguió los frescos de la Trinidad del Monte; ÉL, el busto de San Agustín; fue ÉL quien le consiguió el consulado en la Academia de San Lucas; ÉL, recomendaciones y honores. Sin el divino, sería polvo en la Segunda Vida.
A la altura de la pista de Pelota francesa había un combate entre dos esgrimistas. Las apuestas estaban con el siracusano, un conocido espadachín zurdo, pero perdió al primer lance. Salieron bruscamente del cercado: al divino viejo no le gustan los desafíos. Sí, esto era lo importante. A estas alturas no podía cambiar el rumbo de su vida, so pena de acabar en el vertedero de la historia. En cuanto a acatar la posible orden de destruir el Juicio Universal si de la dieran ¿se atrevería a poner sus manos sobre la divina materia? “¡Jamás! ¡Ni un dedo! ¡Antes muerto, que diantres!”
—Yo aun no he hecho mis apuestas. Me quedo —dijo Gelesi tanteando su bolsa de monedas.
Nelo aprovechó para responder a la pregunta pendiente:
—Me niego. Rechazo la orden. Lo juro. Desobedezco. Ya lo intentaron. Creedme. ¿Habéis sospechado? ¿Creísteis que yo levantaría la mano? ¡Por Dios…! Esa Inquisición...
—¿Qué? Esa Inquisición ¿qué?
—Puf, no sé como explicarme, es demasiado embarazoso —Resopló—. Fran… “Alguien” piensa que el Juicio mejoraría con un arreglo. Por supuesto, es indispensable que la iniciativa parta de vos, eso va por descontado. Vos decidís que es lo que se debe hacer… ¡y se hace!
Su frente se oscureció de nuevo.
—¡Basta, volterrano! ¡No te lo acepto, ni como insinuación! ¡No cambiaría una sola pincelada del Juicio aunque me lo pidiera el mismísimo Dios! ¿Te enteras? ¡Nunca, jamás!
—¡Sangre del Cordero! ¿Por algún momento habéis pensado que yo…? ¡No os lo consiento! ¡Os he prometido que jamás tocaría el Juicio en contra de vuestra voluntad… y lo mantengo! ¿Acaso os he fallado alguna vez?
Le dirigió una mirada de soslayo, quizás irónica; pero como al mismo tiempo la divina frente recuperó su tersura, interpretó que el enfado había sido pasajero. Pasito a pasito, ya tenían a la vista las cadenas del palacio Zambecari. El maestro trabajaba demasiado. El bajón físico de hoy era algo a tener en cuenta. No quiere decir que no aguante con sus muchos encargos, ya que a pesar de sus setenta se muestra incansable. No, a lo que hay que enfrentarse ahora es a la obcecación del papa y el emperador con el Juicio Universal. ¡Cuando tendría que pensar, el pobre! ¡Es que no te queda fuerza moral para atender a otros temas! Por suerte le tenía a él, su Nelo. Lo mejor que podía hacer era librarle de algunas tediosas tareas. Bien, le pediría que le cediese la contrata del Belvedere. Un asunto menor, la clásica serie de Moisés salvado de las aguas. Quinientos ducados. El nombre de Daniele Riciarelli empieza a sonar ¡revistámoslo de dignidad! Y la dignidad no es gratis. ¡Que se lo pregunten a Miguel Ángel! Tal vez el florentino presintió que iba a pedirle algo; el caso es que los surcos de su frente se volvieron a profundizar de la forma más natural. Nelo aprovechó para tomar notas mentales de su futura máscara funeraria. La muerte diluye los rasgos.
...Bien entendido que nada más lejos de su intención que aprovecharse de sus remordimientos por los sacrilegios que (algunos entienden que) ha pintado. Por cierto ¿los santos padres de la cruz verde estarían al tanto de la torpe, pero indispensable, ayuda de Urbino? Todas estas cosas Nelo las piensa solo por bonhomía, nada más que en cumplimiento de su deber de buen católico. ¡Tanto trabajo nos cuesta comprender este sencillo hecho!
Urbino, por ejemplo, es incapaz de percibir la rectitud en conciencia. Lo interpreta todo por la tremenda porque, al carecer de conceptos filosóficos, no se le puede explicar una actitud basada en un mensaje superior de Salvación Cristiana. Unos días después de la discusión con Miguel Ángel, Nelo tuvo que escuchar como aporreaba la puerta de su taller. Suerte que es roble y la tranca, hierro colado.
—¡Sal de nuestra vida! ¡Olvida a Miguel Ángel! ¡No vengas a emporcar la fama de un genio con tus escrúpulos de monja! ¡No serías artista ni en cien vidas que te dieran! ¡Negado! ¡Torpe! ¡Sal de Roma, abandona Roma o lo harás con los pies por delante! ¡Vai farti fottere! ¡Cínico, malvado, cobarde! ¡Ojalá te hubieran matado los florentinos!
Los criados de la Cruz Verde beben en todas las tabernas, aunque es sabido que por proximidad prefieren la hostería El Basilico. Volterra llevó allí sus orejas bien a la vista, porque en una ciudad como Roma lo único sospechoso es el disimulo. Al Santo Oficio le habían entrado unas prisas locas. Existía el peligro de que el cardenal Polo y Vitoria muriesen por causas naturales y entonces ¡que derrota para la causa del Señor! ¡Levanta Señor y juzga tu causa! Un santo celo multiplicaba los informes que, sometidos a los efluvios del vino Greco, daban lugar a curiosas interpretaciones.
Informe nº 1, sobre la misa: Polo no hace misas, sino Oficios.
Informe nº 2, sobre los santos: En su oratorio no hay imágenes.
Informe nº 3, sobre Teología: Pecado de Eclecticismo: creer a la vez en la salvación en la fe y por las obras. Vitoria y Polo creen a la vez en el papa y en Lutero, dilo así si lo prefieres, sí, te hablo a ti, el cabeza de rana.
Nelo comprendió que la situación se estaba volviendo desesperada. Las llamas estaban cada vez más cerca de su adorado maestro y era de esperar en breve un llamamiento de la Inquisición. Tenía que hacer algo rápido, rápido. Durante horas, encerrado en su estudio, meditó en silencio cual podría ser la salamandra de Miguel Ángel, la magia que le inmunizase del fuego.
La idea se empeñó en venirle varias veces y otras tantas la descartó, como si no entendiera que tenía que ver. De pronto, lo entendió. ¡Que simple, que sublime simpleza!
Aquel día húmedo y frío, en lo más crudo del pleno invierno, se dispuso a batir a Vicenta como una perra. En su poder estaba la prueba de la inocencia del divino y no vamos a pensar que se la fuera a entregar voluntariamente. Intentó suprimir de su mente una especie de remordimiento, ya que había cierto cariño entre ellos, es innegable. Si puede llamarse cariño el que Vicenta fuera la única persona capaz de captar el sentido de sus frases antes de terminarlas. Y es cierto también, admitámoslo, que se había interesado por él, por su ser personal, lo que no puede afirmarse de muchos otros seres humanos. Bah, algunos no hemos nacido para la vida ordinaria y aquí está en juego la Segunda Vida. Nada de lo que se proponía hacerle debe considerarse como una barbaridad o como un abuso. La mayoría de los romanos, aun plebeyos, obtienen satisfacción inmediata de las mujeres de la calle e incluso algunas, como la Rosa o la Julia, te permiten darle una paliza o unos mordiscos. Tenía derecho a darle de puñetazos, a quebrarle las costillas una por una… hasta que devolviera eso.
La “bula” que obtuvo le concedía permiso para permanecer en el Ortacio una sola hora, tiempo suficiente para obtener inspiración artística en “visiones infernales”. Supuso que bastaría para su designio secreto, pues en la lucha grecorromana aun conseguía tumbar por sistema a todos sus adversarios. Entró por la calleja que da espaldas al pabellón donde le dijeron que vivía. Tras echar un vistazo, se alegró de que estuviera en situación vulnerable; allí estaba el pasaje sin salida a que Olanda había hecho referencia; al fondo, el muro de toba con apoyos para los pies; arriba, la vieja galería. Al encaramarse al balcón, la madera emitió un quejido ¿o había sido su hueso talo? Unas palomas emprendieron vuelo con escandaloso batir de alas. Nelo aguardó inmóvil hasta que se acallaron los latidos de su corazón. ¿Por qué le desagradaba esta clandestinidad? Porque iba a hacer algo que tenía derecho a hacer: ¡Justicia!
Al principio la imaginó, más que verla, a consecuencia de la diferente luminosidad al otro lado de la ventana. Se estaba acicalando con un peine. Una vez acostumbrados los ojos, la recorrió con la vista. Vestía una camisa de muselina, muy fruncida, ribeteada en el pecho por una tira color cobre. El escote, cuadrado y recto, era enorme, enorme. Estudió dolorosamente cada detalle del cuerpo que iba a batir; en realidad no podía dejar de sentir cierta pena. Mangas de batista blanca, cinturón de fantasía, pelo tapado hasta la mitad por un pañuelo bicolor. Una nube negra cruzó sus pensamientos ¿y si había vendido o regalado a un chulo aquello que estaba buscando? ¡O Dio! ¡El único salvoconducto que podría librar al maestro de la cárcel tenebrosa! ¡Ufff! Respiró hondo para tranquilizarse: los chulos no leen. Supongo que este tipo de cosas no interesan a los de su barrio.
El pestillo de la ventana estaba abierto. Saltó ¡plonk! Debía tener un aspecto terrible, porque ella fijó en él unos ojos desorbitados y echó atrás la cabeza por el susto… aunque lo cierto es que aprovechó el gesto para dejar caer seductoramente el pañuelo. En esto, que se escucha un ¡Dios mío! a espaldas de Vicenta, y no era Nelo el que lo había pronunciado. Es la criada que entra. Vicenta le pide que se quede, pero ella dice que tiene miedo. Nelo sabe la mirada que se le pone; el mismo tendría miedo. ¡Enséñame todas las malditas arcas, gavetas, joyeros…! Recorren varias veces la habitación, abriendo y cerrando cajas…
Volvieron a remirarlas; Nelo advirtió de soslayo que en un zis-zas ella se había metido algo por el escote. Forcejeando, comenzaron a acercarse al arca de la ropa. Cuanto estuvieron al lado, él le cerró el paso. Se resistió a tumbarse; entonces la empujó hasta el borde con una mano en el pecho y zancadilla en los talones. Una llave fácil. Ya tendida, colocó una rodilla entre sus muslos para que no pudiera cerrarlos. Mientras le arrancaba lo ropa, ella casi le desprende la oreja de un mordisco. Sintió una quemazón: es que le había arañado y hecho sangrar el miembro antes de que pudiera metérselo. Fue todo muy trabajoso y hubo que encajarle un pañuelo en la boca para asfixiarla un poco y así vencer su resistencia. Entonces ya se abandonó y pudo estar dentro de ella, agitándose, todo el tiempo que quiso. Una vez que se hubo descargado, se separó de ella que casi se había escurrido al fondo de aquel amasijo de mantos, camisas y calzas rosas de mujer. Por fin se semi-sentó sobre un cojín, con las piernas extendidas y los pies cruzados; acalorada; enrojecida. Las pecaminosas uñas, pintadas de rojo. Su mirada, fija en el techo, parecía evaluar lo sucedido.
Aun tenía un trozo de su piel enganchado en la uña. Llevaba un extraño collar de metal blanco del que pendía un doble amuleto vidriado. Al reparar en lo que era, Nelo le dio una bofetada y ella le entregó las gafas de plata del maestro, que se había colgado del cuello por la cadenita. Estaban calientes.
—Te pagaré tu tarifa. No acabo de entender porque te has resistido.
—Gratis te las hubiera dao si me las hubieses pedido educadamente.
—¿Por qué gratis… conmigo?
—Esa pregunta será mejor que te la respondas tu mismo. ¿Me escuchas? ¿Me estás escuchando, Daniele? ¡Atiende!
—Sí. No. Claro —dijo sin entender muy bien de lo que estaban hablando. De repente Nelo abrió mucho los ojos y, dándose una palmada en la frente, añadió en el mismo tono—: Espera… Mejor será que entregues tu misma las gafas al inquisidor… Quiero decir… Que parezca que yo no tengo nada que ver en esto… —Los cinco dedos marcados en blanco sobre la amapola del rostro vicentino tornasolaron al amarillo y luego desaparecieron— ¡Sapristi! Ya caigo que si te presentas tú en persona al inquisidor… Se me ha olvidado… Ah, eso, que te echarían a patadas. Me parece que lo mejor será que hables primero con el esbirro de monseñor Toledo. ¿Sabes quien es? El de la divisa rosa.
—Lo mejor será, pero yo no quiero ir.
—Irás quieras o no —Sin querer, se le contrajo el bíceps.
—Huy, perdón, creí que me lo pedías por favor.
—Bueno —terminó él—; solo si tú quieres.
Ella se estrujó contra su pecho; él sintió el tacto lanoso del vicentino cabello derramándose sobre su espalda. Al cabo de un tiempo que a Nelo le pareció un año pero que no debió llegar al minuto, ella dijo:
—Un hombre bien encauzao … como Tiziano. A un hombre así yo le soy fiel. ¡Vaya si le soy! —Le tocó la frente—. Ahora el que está pensando con el ceño fruncido eres tú, Daniele.
—Tal vez no tenga tanta fortuna como Tiziano, pero espero haberte pagado con creces la tarifa ¿es así?
Su rostro se contrajo, como afectada por una súbdita y violenta migraña.
—No entiendes na, verdad, Daniele, ¡na! ¡Solo sabes pintar frescos! —hizo el gesto de que se fuera moviendo varias veces la mano hacia abajo—. ¡Esta vez espero no olvidarme de echar el pestillo!
—No tan pronto, aun tenemos que hablar de Michelagnolo.
—Michelagnolo tie madre.
—Seguramente el angelito irá al Cielo.
Abrió unos enormes ojos aperlados, como si dijera: ¿Y yo?
—Hay quien dice que si hasta la Magdalena se salvó… En fin, espero que estés bien, estás bien ¿verdad?
—Estaré bien en cuanto salgas.
El volterrano tomó el camino de vuelta: había cumplido su objetivo. Las gafas, como muy pronto podrá verse, representarán una prueba de suma importancia en el proceso inquisitorial. Entregárselas a Olanda para que las lleve a… Pero un sentimiento sutil de tristeza le decía que tal vez, de nuevo, había metido la pata.
Llegó a Roma el tiempo del carnaval. Invadieron el Corso las habituales carreras de judíos, de prostitutas pintadas de amarillo, de viejos hartos de fabada. Según es costumbre, los toros se precipitaron a la Marmorata desde lo alto del Testacio, uncidos a carros, causando docenas de muertos, heridos y lisiados, llevando al paroxismo la delicia de los espectadores. Pasaban tantas cosas a la vez que la gente corría de un lado a otro atolondrada, sin saber a donde acudir. En la plaza del Pueblo un verdugo vestido de Arlequín se esforzaba en ganar propinas: calzas rayadas, jubón a rombos verdes, rojos y amarillos, cascabeles en el sombrero. De un salto, montaba sorpresivamente al reo por la espalda y le empotraba el hacha en medio y medio del cráneo. La plaza estallaba en una enorme y única carcajada.
Miguel Ángel evitaba coincidir con su discípulo en los pasillos de Macelo de Cuervos, pero éste sorprendía a distancia sus lentos andares, el sorbeteo constante de los mocos o el rítmico golpeteo de la cachaba. Un día cortó su paso en el recibidor, junto al gran candelabro de bronce:
—Maestro, estáis agotado. Pedidme cualquier sacrificio, cualquier cosa, mi vida misma. Solo vale si es para vos.
—¿Fuiste tú quien le dijo a Carafa que los demonios del Juicio son seres predestinados? ¿Qué por eso no tienen forma humana?
—Jamás. Lo juro.
—Mírame a los ojos cuando te hablo, Nelo.
—Disculpadme mi falta de habilidad dialéctica. Es posible que sea poco convincente pero la respuesta es no. Jamás. No creo que se me haya podido escapar.
—¿Escapar? ¿Qué escapar?
Tal vez se mostró poco oportuno, pero en ese momento recordó otro asunto que tenía entre manos. Había sido propuesto para “Ciudadano de Volterra”, el anhelo frustrado de su padre. Pero la elección estaba muy disputada. Los volterranos consideran un deshonor darte el voto gratis y las tres casas que había comprado (dos en el Trevi, y el taller del rione Monti) habían dejado exhaustos sus recursos. ¿Qué mejor que abrir el corazón a tu amigo?
—La verdad —dijo Nelo—, estoy algo torpe. Creo que son los apuros económicos. He sabido que habéis aprobado ya la reforma para San Juan Decapitado. Vos erais cofrade...
—Soy.
—¿No podría encargarme yo de la pintura de la pala del altar?
—¡Qué me mires a los ojos he dicho! ¡No mereces nada! ¡Nada! Te cedí el encargo de la sala Regia del Vaticano, pecador de mí y ¡mira! ¡Tengo al papa encima! Sólo veo pintados dos reyes, encima de la puerta. ¡Dos de cincuenta! ¡Eres lento como los siglos! ¡Quiera Dios que no seas falso como el tiempo!
Miguel Ángel ni siquiera elevó una tumba o un panteón a Vitoria, ni una pequeña estatua para colocar encima de la lápida, ni un retrato que la recordara, ni una flor en el ataúd. Nada. Por descontado, tampoco asistió al funeral público. Y aún así, la Inquisición mantuvo la sospecha de que las ideas vitorianas se habían infiltrado en el Juicio Universal. Cuando fue a verla por última vez a torre Argentina (donde trasladaron el cadáver desde su prisión en Santa Ana de los Cordeleros), quiso llevar consigo a Urbino y Volterra en concepto de… digamos de testigos. En ningún momento permaneció en aquella casa a solas con los deudos. Y aún así, era sospechoso. Besó sus frías mejillas, luego se volvió y comunicó a los presentes que esto es lo máximo a lo que había llegado con Vitoria. Y que así había sido feliz. Bien, lo que es seguro es que al menos no lo volverás a hacer. Y Miguel Ángel era sospechoso, a pesar de que hurtó la mano cuando se la ofreció Cesarini, el dueño de la casa, cuyo lenguaje nicodémico le había hecho recelar. Vitoria fue enterrada en el propio convento. Años más tarde el bueno del papa, demasiado, dará a elegir entre desenterrarla y volver a sepultarla en tierra des-consagrada, o quemar sus huesos, el suplicio reservado a los herejes. Las monjitas de Santa Ana de los Cordeleros, en su celo apostólico, optarán por la segunda posibilidad.
La muerte de Vitoria fue seguida de una temporada de tensa calma; después, las cosas empezaron a precipitarse con la muerte de la única persona que había alabado el Juicio. Pablo III, el papa corpiño, había convivido con Miguel Ángel, en el palacio Médicis. Tal vez por ser un amigo de la infancia, cayó de rodillas cuando se descubrió el fresco. Ni siquiera se dio por enterado cuando se hicieron patentes las ofensas a la decencia o a la religión. Nelo no se entristeció por la muerte de Pablo III, total, seguro que iría al Cielo. Había pasado el apuro; era un pontífice muy exigente y a él solo le había dado tiempo a pintar dos reyes encima de la puerta de la sala Regia. Agotamiento de inspiración, por Dios, es que ya no podía más. Ahora, con la disculpa de que había que tirar los andamios para el cónclave, ganaría un tiempo precioso. Eligieron al cardenal Del Monte, Julio III. Era un hombre seco, algo cargado de hombros, al que solo estimulaban dos cosas: Por el día, los Jesuitas; los mozalbetes tiznados de la calle, por la noche. El arte, sobre todo el arte elevado, le dejaba un tanto perplejo. El nuevo papa pidió a Miguel Ángel un informe escrito sobre sus proyectos artísticos, a pesar de que ya se lo había dado de palabra. De momento le retiró sus honorarios como supremo arquitecto, escultor y pintor. El maestro temió que su Santidad fuera tan ignorante que se hiciese preguntas sobre sus dotes artísticas, a pesar de que estaba en la cumbre de su genio. Aunque sería terrible que, en realidad, lo que estuviera de fondo fuesen las sospechas de herejía.
Los que se cruzaron con él aquellos días encontraron al maestro al borde de sufrir otro de sus síncopes. El rostro se había sumido aún más, hasta el punto que se había convertido en pura arruga. Y lo peor era que nadie podría añadir ni una sola coma a lo que era su exigencia artística. Por ejemplo, era capaz de pasarse meses en las canteras de Carrara seleccionando el mármol que necesitaba. Bastaba para descartar un bloque una simple vena de sílex. Esto se aplicaba incluso a esculturas casi terminadas. ¡Cuantas estatuas habían visto convertir en el pedregullo que utilizaban para asentar el barro de la entrada! Parecía muy sospechoso que el papa Del Monte pudiese dudar de su profesionalidad y nadie se atrevía a responder a la pregunta de ¿y entonces qué? Él tampoco.
Aún emocionan algunos pasajes de sus Recordi, muchos de los cuales están redactados en forma de conversaciones con Vitoria Colona. En los Diálogos literarios da igual que el interlocutor esté muerto. Puedes cotorrear con Aníbal o con San Pablo con toda tranquilidad. El Recuerdo que sigue a continuación es muy esclarecedor de aquel ambiente, por más que se muestre algo desagradable con Nelo y éste, como albacea de sus escritos, se haya visto en el compromiso de perder algunos folios. Ah, quien dialoga con él es, digamos, el “espectro” de Vitoria:
“Hace pocos días la emprendí a martillazos con una Piedad con la que llevo ocho años. Su diseño era mil veces mejor que la de la capilla de la Fiebre; recuerdo que en la nueva, el Cristo se dobla dos veces sobre sí como un auténtico cadáver desvencijado, torturado, muerto del todo. No como aquel vivo-muerto que esculpí en mi juventud para el cardenal Lagraulas. A mi edad, crees en la muerte aunque seas divino, ¡vaya si crees! También me gustaba la forma en que se unían Cristo y la Virgen, como en un esponsalicio místico de la muerte y la vida. Y sin embargo, en ciertos aspectos, esa Piedad era indigna de mí. La hice añicos con tres martillazos bien asestados, en la rodilla izquierda, la clavícula y el brazo derecho (hasta que me sujetaron), yo sólo, sin necesidad de que... (...)
“... mira Vitoria, cuando me preguntaron ¿por qué? a unos les conté que el mármol tenía nudos de sílex y que saltaban chispas. A otros que estaba deprimido por la muerte de Urbino, por el encarcelamiento de Morone o porque el papa me ha cortado los fondos. A los de más allá, que Nicodemo era un autorretrato para mi tumba y que da mala suerte hacer la sepultura en vida. También di otras muchas explicaciones que no recuerdo ahora. ¿Sabes la verdadera razón, queridísima Vitoria, sabes la causa de que la emprendiera a martillazos con la Piedad?
“La Virgen y María Magdalena eran auténticas enanas. Como bufones grotescos. Creo que la Magdalena no mediría más allá que el brazo del Cristo. Estoy viejo, acabado, ya no sirvo para esculpir más que ridiculeces. ¡Ya ni atino con las proporciones! Clovio me advirtió que aquellas figuras femeninas parecían sostener el cadáver de un gigante. Imagina Vitoria, imagina lo que dijo Volterra. Para él las figuras tenían unas proporciones perfectas. ¡El muy adulador! Al ver mi rostro de desolación me pidió los pedazos. Yo le arrojé un cascote a la cara, procedente de la Pierna de Cristo (que le rompió una mejilla), y regalé todo ese escombro al nuevo criado. No ignoro que cualquier cosa que salga de mi mano alcanza un precio astronómico, aunque sea basura. El criado, ayudado por un escultor de casa, pegó un codo por aquí, una Santa Enana por allá y hasta fabricó una pierna de quita y pon, que encaja en un espigo. Su hija no quedará sin dote. Bandini pagó por ese desastre 200 escudos de oro”.
¿Le había regalado o no le había regalado la Pantorrilla de Cristo? Desde ese instante Nelo empezó a considerar dicho fragmento de su propiedad, un hecho que, como muy pronto habrá ocasión de explicar, adquirirá una importancia desmesurada a la luz de los dramáticos e inesperados acontecimientos que seguirán a la muerte de Miguel Ángel.
La autodestrucción de la obra sirvió para ganar tiempo. Sencillamente, ya no tendría que explicar a nadie porque había esculpido un Nicodemo tan grande. ¡Mayor que la Virgen! ¡A ver si acababa de una vez esa historia de la presunta herejía! A Miguel Ángel le preocupaba la Salvación del hombre, naturalmente. Pero el que se empeñase en destacar la importancia de personajes relacionados con la Fe no quería decir que se olvidase de la importancia de las Obras. ¿Acaso no encomendaba a ellas su Segunda Vida a pesar de haber escrito al pie del Cristo que dibujó para Vitoria: “No se piensa cuanta Sangre ha costado”?
Pero si lo que se pretendía era apagar la crueldad de la Inquisición, está claro que consiguió el efecto contrario. Los papas, los emperadores, los reyes y los santos no eran unos simples. Estaban obsesionados con el Juicio Universal, la obra que había desahuciado a Dios de su más sagrada Capilla, de su Domicilio en la Tierra.
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