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El Umia cerca de su desembocadora: es mágico |
SUMARIO
1.-APARICIÓN POST-MORTEM DE HIJOS
2.-THE SWIMMING MUMMY (CAPÍTULO 5).
1.-APARICIÓN POST-MORTEM DE HIJOS
Hay dos preguntas ya rancias (02/2021) en el consultorio E. Rajoy; supongo que han sido respondidas en su día pero, por prurito de conciencia ahora que se aproxima el final, las voy a dejar aquí re-contestadas. La práctica del día a día hizo que casi todo el fárrago de preguntas respuestas circulase a traves de la web "notaría Rajoy", ya cerrada, o el correo oficial de la misma y este consultorio de la señorita Pepis se marchitó de puro aburrimiento.
Hay que añadir que los preguntantes me habían puesto las cosas fáciles.
UNA es si se puede hacer un PACTO SUCESORIO CON RESERVA DE USUFRUCTO. -RESPUESTA: Claro, es muy normal y frecuentísimo; con ello se deja ejecutada la sucesión porque cada hijo o heredero ya es nudo propietario de su lote, evitándoles las tensiones de la partición, mientras que el adjudicante conserva el derecho de uso (vivir en un piso, conducir un coche, etc.) y disfrute (coger peras o manzanas, cobrar alquileres o beneficios). Además, se desartga de patrimonio. O sea SÍ, lo hace todo el mundo.
OTRA es ¿qué ocurre en una herencia cuando aparece un hijo extramatrimonial después de la muerte del causante?
RESPUESTA: En principio, NADA. La ley de la sucesión testamentaria es la voluntad del testador según resulta de sus palabras expresadas en el propio testamento. Por ejemplo, si el testador (que, por lo que he visto no suele estar in albis, sino que sospecha alguna otra paternidad) dice: "Instituyo herederos a mis hijos Juan, Pedro y Manolo, con exclusión de cualquier otro que se me pueda atribuir", quiere decir que al fallecer le heredarán exclusivamente Juan, Pedro y Manolo, repartiéndose sus bienes y sus deudas. Si con posterioridad, a base del ADN que extraen de un huesecillo, le imputan un cuarto hijo al que llamaremos José, este no pasa a ser heredero ni es firmante de la herencia. El único efecto es que José se convierte en acreedor de la herencia y de los herederos por un 6,25% del valor líquido del caudal (es decir su parte proporcional del cuarto). Los otros, como ya son herederos, se pagarían a si mismos o sea que no harían nada. Como sabemos, en Galicia, los hijos no son herederos por el hecho de serlo si el testador no los nombra, sino simples acreedores, como si se le debiera a Gadis. Y así como Gadis no interviene en la escritura de herencia, tampoco los hijos por el hecho de serlo. Esta es la situación habitual en los casos de "aparición de hijos": suele haber previas nubes de tormenta en el horizonte.
Supongo que el lector ya se ha percatado que de fondo está aquí la famosa distinción entre PRETERICIÓN (grosso modo: omitir hijo/s) INTENCIONAL y no INTENCIONAL. La intencional simplemente produce el efecto antes dicho: incrementar el número de acredores de legítima; todo ello en base al principio de que cada uno hace con lo suyo lo que quiere, sea en vida, sea en muerte. Pero no le afecta para nada a la INSTITUCIÓN DE HEREDERO, que sigue igual que está.
OTRO TEMA muy distinto es el de la preterición "NO INTENCIONAL". En el caso de la sucesión intestada, supongo que no hay cuestión: al emitir la Declaración de herederos el notario, en vez de a tres, nombrará a cuatro y ya. La gracia está en la sucesión testada.
El caso sería el de un señor picaflor (las señoras estan pilladas por el hecho del parto y el certificado médico) al que le "apareciera de verdad" un hijo inopinado a los cinco años de su fallecimiento. Pues bien, en este caso la regla parte del mismo principio: LA LEY ES LA VOLUNTAD DEL TESTADOR. Pero, como en este caso no dejó nada por escrito, tenemos que inventárnosla porque los muertos no hablan. Y el "invento" que hacemos es que si el causante hubiera sabido que tenía otro hijo, lo habría querido como a los demás. Por ello, anula la institución de herederos (Juan, Pedro y Manolo) y añade uno más, José. Con lo que quedarían declarados herederos abintestato los cuatro a partes iguales: Juan, Pedro, Manolo y José. Naturalmente, sesudos abogados podrían demostrar que José quedó excluído con toda la voluntariedad y propósito, en cuyo caso, volveríamos a la situación anterior: acreedor de un 6,25% (pagadero en dinero del bolsillo de los herederos, de la herencia, en bienes o lo que sea), pero sin la condición de heredero ni acceso a la partición.
El correo en lo futuro será enriquerajoyfeijoo@gmail.com
Arrivederci
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Ons por popa, mañana hará buen día |
2.-THE SWIMMING MUMMY
5.-EL VACÁFOGO
La Rest House de Gizá se encuentra en un arenal vacío,
pero es práctica para los heroicos turistas que siguen ruta hasta la pirámide
escalonada. Consiste en una mole de adobes prolongada a la mejicana por una
logia de troncos, muy del gusto local. Tan pronto Gipini descabalgó, el beduino
que le acompañaba se identificó como halkim
(médico) y se aplicó a fortalecer los músculos de sus piernas por medio del
masaje. ¿Quién se lo había pedido? Ah, cayó en la causa: como el Mudir da de
bastonazos a los que mendigan, es de suponer que recurren a ardides tan
originales. Ya a solas, el parisino echó un vistazo al lugar. A esta hora tan
temprana los únicos habitantes parecían los milanos que describían curvas en el
cielo. Atrás, hacia el río, quedaba la inmediata avenida de Acacias que había
atravesado en borrico y que, desde aquí, no parecía más que una línea negra,
negra o marrón, no podría precisarlo. Dio unos pasos y alcanzó la sombra del
cobertizo. En él se amontonaban docenas de estatuas: vacas-Hathor, halcones-Horus,
chacales-Anubis, difuntos-Osiris, gatas-Bastet, hipopótamos-Hapi… Sus
materiales podían ser granito, mármol, diorita, pórfido, obsidiana e incluso
maderas milenarias. Sobre alguna se acumulaba hasta un dedo de roña. El
profesor echó atrás la cabeza, abriendo ostensiblemente los brazos, delatando
que se había dado cuenta del abandono en que Francia tenía estas maravillas.
Cierto que Latour no vivía en este lugar, sino en una residencia adjunta al
Museo, la casa de la Veranda. Aquí, en el desierto de Gizá, lo único que
el director hacía... bueno, en realidad nadie sabía a ciencia cierta porque se
pasaba las horas muertas en un depósito de antigüedades que además se usaba
como toilette para turistas valerosos y cuadra de sus jumentos. Columnas de
vapor azulado surgiendo entre los cascotes y residuos de momias saqueadas
acentúan el carácter tétrico del lugar. ¿Por qué el Mamur había escogido este
concreto punto del espacio terrestre para pasar sus últimos días? La definición
que más convenía a todo lo que había alrededor era: la inexistencia.
Reis Hamzaöui, el
ayudante de ojos blanqueados por el sol, abrió la puerta, antes incluso de que
Gipini hubiese llamado. Al entrar pudo medir la desmesura de aquel almacén de
antigüedades, camuflado como casa de descanso (Rest House). La cantidad y variedad
de materiales arqueológicos, excedía con mucho la capacidad del museo de Bulaq.
Siguió al Reis a través del pasillo que rodea el habitáculo; mientras caminaba,
no podía dejar de hacerse la pregunta: ¿por qué aquí? ¡Hasta los tabiques del
pasadizo eran tablas de féretros, unos chapeados en oro; otros tallados con
rostros que esbozaban sonrisas de Gioconda! ¿Por qué aquí? En el puerto
comercial de Bulaq pueden encontrarse docenas de galpones parecidos, a un paso
de los hoteles donde se alojan esos millonarios americanos a la búsqueda de un
souvenir. Naturalmente la escusa sería la falta de espacio en el Museo, pero…
¿por qué aquí?
“La respuesta
elemental -se dijo Gipini- es que Latour encontró en este justo punto su
pirámide parlante. Lo malo que tienen las respuestas elementales es que
esquivan lo más importante: los detalles. Nada a la vista. ¿Cómo se puede
esconder una pirámide en el fregadero?”
Si algún lugar del
Mundo ha sido excavado, analizado y tamizado, arena por arena, grano a grano,
es este. Nada. Es cierto que a uno doscientos metros, quizás menos, se aprecian
los escombros de la pirámide de Unás, faraón de la V dinastía que, al no dejar
descendencia, dio paso a la VI. Una cascajera de la que no queda piedra sobre
piedra. Pero bastó el interés de Latour por el lugar, para que expediciones
oficiales, bandoleros, funcionarios del fisco, arqueólogos y una compañía de
mamelucos, perforasen aquella ruina en todas direcciones, como esas cajas que
un mago atraviesa a sablazos y luego la bailarina sale intacta, ¡ale hop! La
sedicente pirámide fue cortada en porciones como un queso, dinamitada,
removida, ahumada, horadada, triturada, rota, perforada, minada y remojada para
ver si las burbujas delatan alguna cavidad subterránea. Y nada. A día de hoy,
12 de abril de 1878, se podía afirmar que el suelo era roca maciza. “Este viejo
caduco -se dijo Gipini- se burla de toda la comunidad científica internacional”.
—El muy loco aún no
sabe cómo se las gasta Gastón-Camille-Charles —murmuró.
Una humedad
putrefacta hizo torcer la nariz al parisino; algo ilógico, ya que la crecida
del Nilo no suele manifestarse hasta principios del verano. Puesto que no se
trataba de los típicos fangos anuales, la conclusión era evidente: “Aquí huele
a letrina”. Entonces recordó a un tipo con sombrero tirolés, que había visto
aproximarse a toda velocidad sujetándose el vientre. Costumbre turística nº 1: no hervir el agua. Costumbre nº 2: ha
convertido la avenida de las Acacias en un retrete. No, aquello que se veía en
lontananza no era una línea negra. Omitiría un hecho tan asqueroso si no
estuviese destinado a tener una importancia futura. Al llegar a la puerta del
despacho, recuperó fácilmente su postura marcial, como si de entrada quisiera
demostrar al anciano que tenía vigor suficiente para llevar a buen puerto el
asunto de los Textos de la Pirámide.
Latour le esperaba
de pie, en un recinto que ocupa el área central del edificio. ¡Aquel hombre
vivía aislado dentro del asilamiento! Derrengado y temblón, ya no mediría
aquellos famosos dos metros, ni mucho menos.
—Veo que ha mejorado
de la crisis diabética, señor Latour. Me alegro, de verdad que me alegro.
—No me he recuperado
y los pulmones ya han sido alcanzados —tenía los puños cerrados a lo largo de
los muslos, pero las piernas, abiertas en forma de cuello de botella, sugerían
que se sostenía con dificultad. Añadió—: Además ayer tuve un desvanecimiento y
me sentí como un perro, sin asistencia médica.
—Me ocuparé que no
vuelva a suceder. ¿Ha pensado en la oferta?
—¿Se refiere a
aquellos 15.000 francos que me consiguió usted... digo que consiguió usted que
el ministerio condicionara a que yo abriera determinada pirámide?
—Sí pero ahora
hablamos de una publicación conjunta Bulaq-Louvre.
—El Louvre sería
usted...
Soy el
conservador adjunto, ¿quién si no? ¿Rougé, que está jubilado? ¿Un alemán?
¿Alguien todavía peor si ello es posible? ¿Qué es lo que quieres, viejo avaro?
¿Qué trabaje debajo de la mesa para ti?
—Ya lo sabe.
—De eso me gustaría
hablarle —Latour se sentó con dificultad.
—Antes que nada,
vaciaremos este almacén —dijo Gipini que se sentó donde pudo, apartando una
manta y un frasco medicamentoso marrón—. Y luego barreremos.
—¿Qué es lo que
quiere decir con eso de barrer?
—Tan pronto empiece
el baile se presentarán aquí todos los periódicos del mundo, todas las
universidades, los cancilleres de las potencias. Hágase cargo que, desde los
tiempos de Moisés, no se ha vuelto a desvelar un nuevo Secreto Ancestral. O sea
que, muy pronto, empezaremos a recibir visitas de tutti quanti, sin excluir al
Romano Pontífice. En Bulaq no hay sala con capacidad suficiente y ¿acaso los
vamos a recibir en esta especie de bazar oriental? ¿No querrá que vayan
diciendo por ahí que el Service se dedica al tráfico de antigüedades, verdad?
El Mamur se tomó
unos segundos antes de responder.
—Son cosas con las
que me topé sin proponérmelo... y como aparecen, desaparecen, sin tiempo
siquiera para clasificarlas.
Lo único que les
unía era el amor por esos viejos jeroglíficos, aunque la intención del Mamur
fuese exclusivamente el apropiárselos, como el que colecciona sellos. La
traducción le daba igual. O no. Pero, si seguía la conversación por ese camino,
acabarían escupiéndose a la cara. Para aparentar empatía el profesor apretó la
muñeca de Latour, pero la retiró al comprobar que el puño de la camisa estaba
deshilachado. Si lo avergonzaba, la cosa iría a peor. Por desgracia, el otro
advirtió la maniobra y, suprimiendo toda calidez, expuso descarnadamente sus
peticiones:
—Cuando vuelva de
París (porque usted es de los que vuelven), me ha de traer un traje de diario y
otro de ceremonia, Hamzaöui le dará el viejo de muestra. Camisas, lencería,
etcétera. Y en cuanto a los 15.000 ¿me los podría anticipar?
—Firmaré una letra
para Pagnon, el agente Rotchild. Descontaré mil por mis gastos.
—Creerá usted que me
rindo por dinero.
Gipini se echó atrás
fingiéndose horrorizado.
—¡Yo jamás creo
nada! —protestó.
—Pensaba hacer la
traducción personalmente si hubiese recuperado la salud —fabuló Latour—, pero
ahora ya ve: la voz no me ha vuelto, la tos no ha cesado, la debilidad de las
piernas es la misma, los desmayos son diarios y por encima de todo mi espíritu
esta siempre obsesionado por las mismas ideas negras.
¿Si hubieses
recuperado la salud, dices? Te pasaste ochenta años de salud y no diste al
impresor un solo jeroglífico. Pero sí, culpemos a
—Lo más inmediato es
que me diga donde está la entrada a la pirámide. Si le ocurriera algo, Dios no
lo quiera...
—Tranquilo,
relájese, ella no se moverá de aquí. ¿Qué si me ocurrirá algo? ¿Le he contado
que mi criado Hasán encontró ayer un áspid en mi cama?
—No he venido hasta
aquí para hablar de reptiles, perdone. Necesitamos unos calcos científicos de
todo el material. Creo que ahora podrán llevarse a cabo por algún egiptólogo de
campanillas. Usted está enfermo y supongo que el acceso es difícil incluso para
personas jóvenes.
—La serpiente Uadyet
es la diosa protectora del faraón, no pretendo distraerle. Para no dañarla
¡tuvimos que pagar cinco peniques al encantador de serpientes de Bulaq!
—¿Quiere que nos
dediquemos a la herpetología o qué? Ahora en serio, le prometo que todos los
calcos pasarán por sus manos dos veces; una, antes de interpretarlos, otra,
antes de que pasen al editor.
—Veo que estamos de
acuerdo en todo. Sólo queda pactar las garantías para el caso de mi
desaparición física. Es una cuestión que me preocupa, la muerte, desde lo del
áspid la veo como una posibilidad real.
¿De verdad crees
posible que cuando ya no estés al mando, quede todavía alguien dispuesto a
contar necedades?
—¿No se da cuenta
que lo que el ministerio busca es enaltecer su nombre? —contestó Gipini—. Su
prestigio es la mejor garantía. ¡Qué ejemplo para la juventud!
—A día de hoy, no me
puedo fiar de nadie. Mi única compañía, la única capaz de calmar mi ánimo
enfermo, ha sido asesinada. Por su parte, la policía se ríe.
—¡No! ¿Han matado a
su esposa? ¡Imposible, está en un error! ¡Se sabría! —Llevaba un aro de oro de
casado, pero nadie le quería hablar de ello. Todos se ponían pálidos con solo
mencionar el tema.
—En absoluto me
refiero a esa a la que, según mi estado de ánimo, podría motejar de vulpeja,
zorra, zorrón o araña. Nadie podrá comprender jamás la conexión inmediata que,
con solo una mirada, podía alcanzar con aquel que, sólo con manifiesta
injusticia, podría calificarse de animal. Animal es el que disparó a
Sinsinge-I, mi compañero de fatigas.
Se hacía difícil
seguirle el hilo de la conversación cuando empezaba a hablar de bichos: había
convertido el jardín del Museo en un zoológico. La gacela Finette, el perro
Bargut, la gallina de Sudán, el camello que le había tocado en una tómbola, el
mono Sinsinge-I (kaput), su heredero Sinsinge-II…. Cuando mejor parecía
razonar, más llenos de aire estaban sus desvaríos.
—Ahora le pegan
tiros a todo lo que se mueve, ya no hay respeto. Pero aún no hemos hablado a
fondo de los Textos de la Pirámide, ¿qué sugiere, amigo mío?
—He pensado que
podríamos presentar la obra sobre el hallazgo ahora mismo, como si ya estuviera
traducida. Usted y yo, por un lado; el Times,
el Débats, el Telegraph, por otro. Les larga dos o tres docenas de versos, unas
fotografías, los chicos de la prensa se conformarán. Luego se termina el
trabajo con calma: mientras la cosa está en planchas siempre hay demoras.
—¡Así! ¡Sin que yo
pueda echar un ojo siquiera a la cámara secreta! ¡Imposible! —replicó Gipini—.
Usted no está al tanto de los usos científicos modernos. Ahora se comprueba
todo.
—Le comprendo. En
ese caso, si hay que acometer ese fenomenal trabajo de traducción... creo que
deberemos esperar a que recobre la salud.
—Perdone que se lo
diga tan así, pero estoy al cabo de la calle de todo lo relativo a esa
pirámide. Hasta he mandado analizar la mineralogía de la cámara: cuarcita azul,
no mármol como se pensó en un principio. En ella está tallado un extenso manual
de canibalismo en jeroglíficos regulares y armoniosos. Puedo citarle de memoria
cualquier pasaje, póngame a prueba. Sirvan estos versos como ejemplo: Se construye hornos con las piernas de sus
esposas/ Se come los
pulmones de los sabios/ Es feliz de alimentarse de sus corazones y de
sus magias. ¡Debe creer en
la sinceridad de mis propósitos! Si quisiera quedarme con el mérito, haría yo
mismo la obra. Tengo un nombre que es conocido en todo el mundo. Pero no es
eso. Somos franceses ¿no es cierto? Esto no se puede hacer sin la colaboración
de esta Gloria Nacional que tengo enfrente, usted, ¡un hombre que reposará en
el Panteón! Sencillamente ¡no se puede!
El anciano aguardó
un instante antes de responder. Luego cruzó los brazos -se hará a mi modo o no se hará- y dijo con voz grave, en la que se
impostaron algunos gallos:
—Haremos una
edición en tres tomos. El primero, Geografía
física de Egipto en la época caníbal, saldrá ya. El segundo, Teoría de las pirámides, estará en
verano, para
—¿Beato?
—respondió Gipini—. ¿El de Alejandría? No, inimaginable otro sitio que no sea
París para publicar algo así. Propongo Hachete.
—¿Cuenta con
abonados?
—Oh, que anticuado
está usted. Si hoy publico un libro... publicamos un libro que diga que el
secreto de las pirámides era facilitar víctimas para ser canibalizadas ¡me lo
quitan de las manos! De todos modos, descuide, hay más de cinco mil
suscriptores ansiosos.
—¿Qué fuentes
piensa utilizar para la parte histórica? –—preguntó Latour.
—Mis fuentes están
en la Biblia. Génesis 41.20. He asumido el abrumador trabajo de releerme íntegra
la Sagrada Escritura, versículo a
versículo, hasta dar con el quid. Partiendo de la identificación simbólica de
humanos y bóvidos, típica del antiguo Egipto (Los bueyes Apis y las vacas
Hathor no son otra cosa que caballeros y damas a los que han pintado unos
cuernos), la respuesta es de cajón: las Plagas de Egipto, en concreto la de las
Vacas Flacas y las Vacas Gordas. Los ciudadanos escuálidos (vacas flacas) se
merendaron a los ciudadanos hermosos (vacas gordas).
“Creo que la mejor
manera de entrar en materia, será una amplia Introducción para que en el ánimo del lector se visualice el
período del hambre cataclísmica. En los tiempos prehistóricos Egipto era un mar
de verdor donde pacían incontables rebaños de herbívoros: toros, ñus, cerdos,
corderos, gacelas... Sin ningún esfuerzo se conseguían cantidades ilimitadas de
alimentos. Luego, de pronto, el desierto comenzó a extenderse, la cabaña
pecuaria se concentró alrededor de la cuenca fluvial. Un cambio en el eje de la
Tierra dio lugar a un estiaje tan brutal como hace milenios que no sucedía, la
cabaña se redujo a cero, la gente empezó a morir de hambre, morían como moscas.
En ese momento un gran sabio señaló la solución a la hambruna: en cuanto se
acostumbraron, encontraron que las nuevas viandas mejoraban con mucho el sabor
a bravío de los antiguos cortes…
—Vale, vale, vale
—cortó el Mamur con aires de maestro de escuela que exige más del alumno
zoquete—. El papel de las pirámides…
Gipini se rascó
pensativamente la nariz. Al fin, dijo:
—Soy pionero en
los estudios de Historia Comparada y como tal, puedo asegurarle que sería la
primera vez que unas mismas circunstancias, no produjesen idénticos resultados.
Y, puesto que ha quedado demostrado que las pirámides aztecas eran una inmensa
tablajería, casquería, tocinería, entonces… pues bien…
—¿Y esto que tengo
delante es un catedrático del Collége? Todo ese esfuerzo abrumador que dice
usted que dedicó a traducir la Biblia Vulgata ¿no le ha permitido
descubrir que en ella se habla del papel de las pirámides? ¿Así que
comparaciones? ¿Así que paralelismos? No, no diga nada, solo escuche, ¿me
acerca las gafas de leer?:
“Del
río subían siete vacas muy gordas, hermosas a la vista
Y
otras siete enjutas de carne, y se pararon cerca de las hermosas
Y las vacas de fea vista y enjutas de
carne devoraban a las siete vacas hermosas y gordas.
Y
entraban en sus entrañas más su sabor era malo”.
—Estoy al corriente de la intención general
del texto, pero me temo que me va a precisar los detalles.
—Oh, sieur Gastón, el gran lingüista, ¡que fantástico descubrimiento!
En Egiptología la cabaña bovina es humanoide, ¡pues claro! Me alegro que capte
el sentido general de los humanos-vacas egipcios, de verdad que me alegro.
Quizás esté ya preparado para comprender los que, en definitivas cuentas, es
una pirámide. Les lunettes, s´il vous plait..
Y
levantarse han siete años de hambre y toda la hartura será olvidada en Egipto y
el hambre consumirá la tierra.
Y
el hambre estaba por todo el país. Entonces abrió José todo granero donde había
y vendía a los egipcios; porque había crecido el hambre en la tierra de
Egipto”.
—¿En los graneros
había otra cosa que grano? —dijo Gipini separando mucho las palabras, como al
acecho, preparado para cualquier cosa.
—La Biblia dice
“todo granero donde había” y no nos
dice lo que había. Los alimentos habían desaparecido y solo quedaban embutidos
de carne humana. Sería preferible que el menos sobreviviera una parte de la
humanidad ¿no le parece? —respondió Latour al tiempo que traspasaba al profesor
con una mirada cargada de significados.
—Lo dice usted por
decir, director, con este calor los biftecs de carne humana no duran ni un par
de días.
—¡Mon Dieu! ¡Y este
el nivel a día de hoy de los profesores del Collège de France! Los egipcios
inventaron la preservación de la carne. Desecada, esterilizada, embalada en su
sarcófago, curada lentamente en una pirámide subterránea, la carne de momia está
tan crujiente a día de hoy como hace cuatro mil años. En su tiempo fue un gran
avance, solo superado hoy en día por el jamón de Parma.
Gipini escrutó el
rostro del Mamur que, cuando había estado en su sano juicio, tenía fama de ser
un consumado bromista. Debería haberle sonreído al soltar lo del jamón para
dejar clara la burla, pero la risa no formaba parte de los atributos de su
cara.
—Se está pasando,
Mamur, se está pasando… —Nada. Será mejor
seguirle la corriente—: Vamos a ver, un minuto…. ¿Entonces solo se podía
adquirir la pieza completa? ¿Con dientes, uñas, pelos, cabeza… y todo? ¿Para
una simple merienda campestre? Admita que es antieconómico.
—Por supuesto que
había pequeños recipientes, llamados canopes,
conteniendo conservas de hígado, intestinos o vísceras. El ama de casa tenía
aquí un recurso frente a una visita inesperada.
—Deberían
amordazarle —dijo Gipini con una chispa zumbona en la mirada.
—Fuera bromas,
profesor, lo terrible es la pizca de verdad que hay en todo esto.
—Lo sé, y por eso
tenemos la obligación moral frente al Mundo de penetrar en ese antro de dolor y
escribir una obra en comandita que
estremezca las conciencias. ¿Cuántos días necesita? Pongamos fecha, hay que
avisar al Débats, al Times, a toda la jauría.
—Ya había pensado en
eso y, de no haber intervenido esta crisis, ya hubiéramos bajado juntos por
esos escalones hasta la cámara del horror. Pero dado el alboroto que se va a
organizar, podría resultar vital que me encontrase en plenitud de facultades.
Ha sucedido otras veces, siempre me recupero al cabo de dos o tres meses.
—¿Es que ha perdido
el poco juicio que le quedaba? Naturalmente, podría recurrir a los pillos de
sus colaboradores, pero me ha parecido convenientes hacer la entrada de su
mano, antes de que empiece a sonar la trompetería de la Expo. Entonces, con el
hallazgo a nuestras… a sus espaldas, aquello será como un Triunfo a la Romana y
usted el Imperator.
—Si el faraón
caníbal lleva cuatro mil y pico años tapado, sabrá disculpar unas semanas más
para ser descubierto por un hombre sano.
—¡Con que esas
tenemos! Vamos, no sea infantil. El canciller Wadddington bloqueará esos 15.000
si no puede brillar en el Campo de Marte con un Descubrimiento de Fama Mundial.
En este momento le juega una pasada su mente y lo sabe. Queda acordado. Pero
aún no hemos hablado de otra cosa.
—¿De qué cosa?
—Me la han sugerido
los graneros. Verá, me intereso por los tipos humanos y resulta que he visto
cerca de aquí una joven con pechos en semi-bellota y ojos... no sé, ¿color miel
de abeja egipcia, tal vez? La llamaremos Ochimilele.
Creo que tiene algo que ver con un barón germano ¿puede darme alguna
información?
Al oír eso Latour
palideció. Su buen humor se esfumó. Las escaras del rostro se hicieron
visibles. Dejó caer de golpe la frente sobre su mano... y se cerró en banda.
Algo que había dicho o hecho que le molestó hasta tal punto, que le hizo
cambiar de opinión.
—Soy incapaz de
caminar tres pasos seguidos; habrá que aplazar nuestro proyecto.
Gipini enrojeció de
rabia.
—Me obligará a poner
el caso en manos de la policía. Harán un registro, eso está claro.
—Ja, ja, ja... La
famosa historia del hígado del 73.
—Todos los cónsules
están informado que se ha dado un renacimiento de práctica antropófagas.
—¿Me quiere decir
qué interés tiene en escandalizarse por hechos de lo más normal?
—Algo he oído sobre
canibalismo mágico. Algún perturbado sostiene que la absorción del cerebro de
un filólogo implica la de su Don de
Lenguas.
—Lo dice por decir
¿verdad? O es que se ha vuelto loco como nosotros, ya, tan pronto. A los de
antes, la sesera no se nos derretía hasta el cabo de unas cuantas décadas a
pleno sol.
—¡François-Auguste!
—suplicó Gipini con las manos juntas bajo la nariz—. ¡François, entiéndalo, yo
no tengo la culpa de sus dificultades con la maldita diabetes! En cuanto a lo
de llevarse su secreto a la tumba ¿no se da cuenta del tremendo disparate? ¡Somos
hombres de ciencia! ¿Tira por la ventana el mejor logro de su vida?
—¡Ya! ¡Qué pena, qué
desgraciado accidente! ¡Se trata de que lo elijan para el Instituto a los
treinta años cumplidos, no es así! ¡El récord absoluto! Tendrá que esperar un
poco, monsieur Napoleón de pacotilla. ¿Qué dirán si se sabe que anduvo
presionando a una gloria de Francia? ¿A un comendador de la Legión de Honor? Le
recuerdo que ayer mismo tuve un vómito de sangre. ¿Cree digna de un profesor
del Collège de France su actitud? Solo le he pedido un poco de tiempo para
poner en orden mi cabeza. Estamos en el mismo barco. En el arribaremos JUNTOS a
puerto. O nos hundiremos JUNTOS.
—En el ministerio
sabrán lo que está pasando aquí. Quien está al mando, es decir nadie.
—Ícaro quiso volar
tan alto que sus alas de cera fueron derretidas por el sol. Usted Gipini, ni
siquiera tiene apellido francés.
Estuvo a punto de
responder algo así como “he sido francés bajo las banderas, la forma más
patriótica de…”, pero el repugnante anciano le tendió la mano blanda, dando fin
a la conversación.
—Estoy muerto.
Seguiremos otro día, profesor.
—No lo dudo.
Gipini estrechó
aquella fofa manaza, enraizada de varices. Mientras deambulaba por el tétrico
pasillo de salida, consultó su reloj: las once. Tenía tiempo. A las cinco Von
Below le había invitado a una auténtica cena a la egipcia, aunque no tenía ni
idea de lo que eso quería decir. La forma de convidarle había sido extraña: él
acababa de reiterar su deseo de ser presentado a aquel adorable…, no, curioso
dechado de la mujer egipcia. De improviso, como si tuviera alguna relación,
Below, lo invitó a cenar, informándole que el restaurante estaba en el mismo
Museo. Ignoraba su existencia, nadie lo conoce. Todo conspiraba para que su
retorno a París se produjese con los bolsillos vacíos: ni la entrada en la
Pirámide Caníbal ni… ¡maldita sea, se me ha olvidado…!, ah, sí, sin siquiera
haber arreglado cuentas con aquellos ojos de canela que enfebrecían sus noches.
A la salida de la Rest House se encontró a
reis Hamzaöui que se sostenía sobre uno solo de sus pies, como una cigüeña. Era
un hombre de mirada melancólica que, a pesar del calor, usaba cinco capas de
vestidos, según se podía apreciar a nivel de cuello. Decidió interrogarlo, ya
que se le daba bien el árabe coloquial y a ÉL siempre le había ido de maravilla
con los chamaquitos, fellahs, spahis
y lugareños en general.
—Se trata de tu
patrón, aquí están pasando cosas y no sé si puedo estar tranquilo. ¿Sabías que
ayer vomitó sangre?
—Claro, sahib.
—Cuando eso suceda,
alquila un caballo a Mazuk y vuela a buscar al doctor ¿me has entendido?
—Si el sahib hubiera
visto nuestro antro particular, no me pediría eso. Allí no hay posta de
caballos, ni de mulas, ni de burros, ni de nada. Sólo ratas.
—Ah, y ¿dónde está?
—Sahib, soy un pobre
fellah y sólo sé que voy detrás del jefe. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Prefieres que te
lo pregunte yo o el Mudir?
El Mudir te cuelga por las rodillas de un
travesaño y te apalea las plantas de los pies, más o menos. Te quedas cojo, más
o menos.
—Es aquí, cerca,
donde las dunas.
—La situación
exacta.
—Perdone, pero ¿por
qué tanta prisa?
—Él no sobrevivirá a
otro ataque.
—Entonces le
nombrarán a usted.
—Y para mí es pronto para tomar el mando: no
tengo experiencia. Hay tantas preguntas...
¿Que reises nombrar, para que empleos, cuanto debo pagar a cada uno?
—Obedezco al que
está, sahib, compréndalo. A mí me da igual, si es un faraón, es un faraón, si
es un turco, es un turco, si es un francés, toda alabanza sea debida a Ala.
—Ya. Al menos cuando
vuelva a suceder te ordeno que tomes las medidas indispensables. Te mando que
aflojes la camisa al Mamur y abras las ventanas. Te hago personalmente
responsable.
—Es imposible abrir
las ventanas.
—Explícate.
—Es que en el sitio
que estamos no se pueden abrir ventanas porque no hay aire.
—En otras palabras,
que se trata de una pirámide subterránea.
—Sí, pero yo no lo
sé porque solo llevo sobre mis hombros al Mamur, que no puede caminar. Él es
quien marca la ruta.
—Ya y le tienes un
miedo que te licuas. Pero va siendo tiempo que empieces a temerme a mí, es la
única forma de trabajar con vosotros. ¿Quién más tiene acceso a la cámara azul?
—Los otros reises.
Somos seis, aparte de la señora.
—¿La señora?
Tras haber dicho
aquella palabra Hamzaöui quedó mudo, como si hubiera tragado un escarabajo
unicornio. El tema de madame Latour empezaba a adoptar un feo cariz. Gipini al
principio se sintió irritado y estuvo a punto de sacarle los ojos a
sombrillazos. Pero tras imaginar al matrimonio Latour conducido en lo oscuridad
por un guía de ojos blanqueados por el sol, su ánimo se sintió movido a la
piedad. Tranquilizó al fiel empleado y lo recompensó con un chelín, no sin
dejarle entrever que, si alguna vez le mentía, lo entregaría al Mudir y su
bastón. Se enorgulleció en su fuero interno de su generosidad: ¿no era
admirable la facultad que tenía de cambiar de humor?
Aprovechó el resto
del día para escalar pirámides. El tiempo se le pasó literalmente volando y,
cuando volvió a sacar su reloj del chaleco, eran casi las cinco. El alemán
estaría esperándole en Bulaq, a estas alturas ya estaría resoplando. Gipini
tenía otra idea de la diversión: hubiera preferido ser introducido en los
turbadores harenes donde tal vez moraba Ochimiele. ¿El Barón lo había
tomado por tonto? Allí, en los muelles, lo único que existe es el Museo y la
casa de la Veranda donde reside Latour y su personal (como todo el mundo sabe).
¿Habría alguien más allí? No, que absurdo. En fin, se resignó, ¿qué podía
perder por verse regalado con una copiosa cena excepto sus reservas de
bicarbonato? Below no podía ser tan simple. Al menos, aplacaría su curiosidad.
Karl von Below había hecho encalar una descomunal
bañera de granito que, dos milenios atrás, había sido el sepulcro de una vaca Hathor
momificada. Recompensa a su acuciante presencia el día de la voladura del
Mausoleo, la aventura le había costado los pulmones por ingesta de gas azul,
aunque aún le quedaba una parte del bofe del tamaño de una manzana (o dos, Roca
dixit). En el folleto del Museo se la denomina Vacáfogo (sarcófago de vaca),
pero los maliciosos prefieren denominarla La Vaca, por sus connotaciones
con los cuernos conyugales. Situada en el jardín de Bulaq, la mole rectangular
sobresale tras el aviario de teja belga constituyendo uno de los principales
reclamos turísticos, aunque exige ticket adicional para los huérfanos
prusianos. Cuando explicó al portero del Museo a que venía, éste no se
sorprendió. Gipini explicó que de niño había sufrido asma, pero el funcionario
dijo que no se preocupase, ya que es probable que semejante mole sobrepasase el
tamaño de la habitación de cualquier hotel.
Desde el
exterior, una escalera de madera con barandilla se encarama hasta el borde.
Mientras se dirigía allí, Gipini se iba preguntando como era posible que un
particular dispusiese a su antojo de objetos museísticos. La respuesta obvia es
que en Egipto todo es posible. Una vez terminada la ascensión, la escalera
tiene otro tramo descendente, hasta el suelo del sarcófago. La coronación se
hace por un agujero que deja abierta una leve rotura en la tapa, ominoso recuerdo
de la dinamita. Antes de iniciar la bajada, Gipini echó un último vistazo al
jardín: el artefacto descansaba a unos pasos de la puerta del Museo rotulada
como IMPERIO NUEVO. Se esforzó en disipar su aprensión mientras iniciaba el
descenso. ¿Cuál podía ser la causa de la invitación, sino que el barón le iba a
presentar a su coima? Incluso podría ser que Ochimiele estuviese ya allí abajo.
El corazón le dio un vuelco. ¿Y si se trataba de la típica broma egipcia? Tanto
silencio no le daba buena espina. Bah, los germanos no tienen sentido del humor.
El tramo final estaba iluminado por bujías y él siempre se sintió
momentáneamente cegado por los súbditos cambios de luz. Pisó la estera del
suelo; el silencio seguía envolviéndolo todo. Por un instante le invadió un
violento deseo de huir. Consiguió controlarse, debía hacerlo mientras hubiese
una mínima posibilidad de que Ochimiele estuviese allí esperándole. Hinchó el
tórax.
—¿Hay alguien aquí? —y un eco impostado de risas
repitió sus palabras.
Abrió la boca para repetir su demanda. En ese justo
momento escuchó un taconazo marcial. Reconoció al barón y estrechó su mano que
le pareció fría. Parpadeó para acostumbrar la vista al lugar: El sarcófago
había sido amueblado con una mesa, un par de candelabros de plata, varias cajas
de madera y dos sillas de respaldo ovalado. Comprobó con disgusto que no había
más sillas, lo que significaba que no se contaba con ella. De momento. ¿Sería
la moza el postre? Una pareja de criados bigotudos con anchas fajas púrpura
esperaba junto a las cestas. Comenzaron a servir el vino tan pronto se hubieron
sentado.
—Chateau-Lafitte del bueno, se lo aseguro —dijo
Below sujetando el monóculo con dos dedos—. Usted es un profesor del Collège y
merece ser tratado de acuerdo a su rango.
—Yo no he venido para...
—No, hoy no le voy a proponer excavaciones, herr
Gipini. Usted ha manifestado su interés por cierta persona y lo voy a
satisfacer. Mi reputación en este tipo de negocios está fuera de toda duda.
—Tenía que estar ya aquí. No sabe el trabajo que
tengo. Si supiera que no la iba a encontrar...
—¿Es forma de comportarse por parte de un caballero
al que han invitado a cenar? Le he dicho que voy a darle gusto. Pero antes le
explicaré las circunstancias que concurren en esa mujer. Me temo que se trata
de alguien singular y que cuando sepa todo podría poner objeciones.
—Se equivoca.
—Sin duda, créame. Se sentirá descolocado, pero es
usted muy libre de hacer lo que desee. En el peor de los casos, al menos habrá
disfrutado de una frugal cena egipcia.
—¿A mí que me importan las habladurías, que cosa me
podría importar? Le aseguro que mi interés es exclusivamente científico —La
orgullosa sonrisa de Gipini, prieta la barbilla, pretendía desmentir esas
groseras insinuaciones tan típicas en un alemán. Añadió—: Se trata
sencillamente de hacerle una antropometría completa: craneometría, osteometría,
etcétera.
—Moveos, moveos —ordenó el barón a los camareros.
Solo había diecinueve platos. “Es todo lo que se
pudo conseguir; el mercado está por las nubes”, se disculpó. Sirvieron cordero,
pollo y pavo en tres preparaciones diferentes. La conversación fue un monólogo:
el barón se lanzó a una diatriba contra Ochimiele, de quien no quiso decir su
nombre, no me pida eso. Cuando llegaron al pez gato en salmuera, Bellow estaba
dando detalles de cómo había aparecido aquella mujer en Egipto. Su padre, el
coronel Amstrong, hijo nada menos que de lord Amstrong, la había dejado en
pupilaje a la legación francesa en El Cairo mientras él se dedicaba a rastrear
las fuentes del Nilo provisto de una jauría de Beagles. Tenía trece años, hará
seis o siete de esto...
—La madre… escoja usted mismo para el cargo a la que
mejor le convenga: cualquiera. Su padre, al principio, la intentó educar a la
europea y la envió un par de años a un colegio de París. Ursulines, creo.
Luego, cambió de criterio y como sabía el idioma decidió emplearla de doncella
aquí, en la legación francesa. A buen recaudo, nadie como ustedes los católicos
para salvaguardar la honra.
“Se adaptó sorprendentemente bien y a fines de esa
misma primavera, poco antes de la crecida del Nilo, su suerte cambió. El caso
es que un arqueólogo un tanto insolvente -vale, Latour- estaba a punto de
realizar un gran hallazgo, pero tuvo necesidad de dinamita para aflorarlo por
la vía rápida. Sus métodos. Los hermanos Nóbel remitieron los cartuchos sin
problema, pero el caso es que las instrucciones venían ¡¡¡en sueco!!! ¿Adivina
usted quien las tradujo?
—¡Ochimiele! —respondió en un impulso, sin
reflexión.
—Exacto, ¡me dejan de piedra sus dotes
adivinatorias! La púber demostró unas dotes increíbles, idioma que escuchaba,
idioma que al poco, era capaz de hablar. No nos referimos solo a los modernos,
más el árabe y el turco; incluso se atreve con los clásicos greco latinos y el
egipcio en sus tres caligrafías: jeroglífico, hierático y demótico. Arameo, de
corrido. Un éxito arrollador que le valió un matrimonio de postín; el máximo a
que podría aspirar en El Cairo. Pero, ciertas promesas de Amelia Edwards, de Louise
de Estournelles y otras damas de la sociedad local instilaron en su mente una
dulce fantasía. Una mujer del siglo XIX puede aspirar al Collège, al Institut,
alguien como ella solo puede florecer en Paris. Aunque, tratándose de una
mujer, estoy seguro que no todo es Ciencia: los famosos salones de París
también harán sonar campanillas en sus oídos. En resumidas cuentas, el que le
asegure el famoso viaje de Alejandría a Marsella y P-L-M (París, Lyon,
Marsella), la tendrá en el bolsillo.
Gipini derramó el arroz sobre la mesa.
—¡Acabe con eso de una maldita vez! Es evidente que
la pobre lo ha pasado mal, pero me está diciendo que es ella quien les salva
los descubrimientos.
El otro puso una sonrisa de conejo, e insistió:
—Oiga, Gipini, tómeselo con calma, que es por su
bien. Es importante que sepa lo que la atrajo de mí: “Me llevará a París. Seré
su amante”. Y así han pasado cinco años en que la tengo entretenida con la
promesa del viaje que no tengo intención de cumplir. Se acuesta con cualquiera
que le prometa el pasaje, basta dejarle un mensaje en el hueco de un mirrero de
Arabia que hay en el parque de Bulaq. Receta mágica: prometer el viaje a París.
Cuando se desengaña, pega unos espantosos alaridos que pueden dejar en
evidencia a cualquiera. Ahora dígame ¿es una mujer adecuada para un hombre de
su rango? No sería usted el primer profesor que se ha visto obligado a dimitir
al trascender que su experimento antropológico era demasiado en vivo.
—No me gusta sus insinuaciones, mi interés es de lo
más elevado. ¿A que viene ese interés en acaparar a la moza?
—La relación es muy fructífera por ambas partes.
—¡Con que era eso! ¡Debí habérmelo figurado!
—Haga el favor de controlarse. Soy un hombre de
mundo y puedo entender muchas cosas, pero lo que no puedo entender de ninguna
forma es la pérdida de los doce mil francos que le tengo obsequiado en regalos.
Hasta la fecha, las contrapartidas no cubren la inversión, aunque, ahora que le
tengo aquí, quizá pueda regularse el asunto a satisfacción de todas las partes.
—Normalmente yo hubiera rechazado una invitación
procedente de usted, eso ya lo tiene ganado.
—Aquí se juega con las cartas a la vista. Lo primero
que he hecho ha sido avisarle de la clase de mujer que es. ¿Acaso otro le
avisaría?
—Se ha equivocado conmigo —dijo Gipini—. Como hijo
del pecado, me son indiferentes los pecados de la carne.
—El que avisa no es traidor —dijo el alemán con la
mano sobre la boca—. Mañana, en la casa de la Veranda, concertaré una
entrevista. Con testigos. De ella será la decisión. Ah, espero que no sea tan estúpido como Tiziano,
el famoso pintor. Decía que todas están corrompidas por el dinero. ¿Qué querría,
placer de balde?
¡La casa de la Veranda! Situada al lado del Museo,
era la mismísima casa de François Latour. Gipini, asombrado, dijo en cuando
consiguió salir de su afasia:
—¿Me lo puede repetir, herr Below?
—La casa de la Veranda, ¿qué esperaba?
Ya es mañana. La casa de la Veranda. Abstraído en
sus reflexiones, comer menos
pasta, hacer flexiones a diario, puso su mano sobre el pomo de la puerta.
Esta se abrió. Era la residencia oficial de François Latour, por lo que al
principio se quedó de piedra. ¡Mon Dieu, a estos egipcios cualquier casa les
sirve de serrallo! Una oleada de rubor tiñó sus orejas.
Era ella. Ochimiele. A su lado madame Reichard reía.
Sus ojos eran ópalos refulgentes y ¡que
mayor prueba de amor que el que se hubiera atrevido a esconderse en la casa de
la Veranda! ¡Un arriesgado juego amoroso! ¡Para darle una sorpresa! ¡Si se
entera Latour la mata! Pasó al interior, crujió la caoba del piso. Le
temblaban las piernas. Lo más
enternecedor es que Ochimiele haya querido agradarme, recibiéndome en un
entorno egiptológico. En el último momento ella se quitó el guante. Era una
mano fina, en forma de ese, tan delicada como la de una princesa real. Dijo:
—Madame Reichard me ha devuelto el lazo de su parte
—se giró a su acompañante—. Ha sido un acto muy caballeroso.
Aquellos ojos de miel y aquella sonrisa prometían. Aquella terneza de haber allanado la casa de
Latour sólo por él, es… es… ¡como para licuarte el corazón!
—Para mí ha sido una especie de plano del tesoro
—dijo Gipini.
—Ahora permítame que le haga una pregunta muy
importante.
—¿Y que es esa cosa tan importante?
—¿Es cierto que me ayudará a viajar a París, cueste
lo que cueste? No estoy hablando de dinero, no solo.
Gipini miró nerviosamente a uno y otro lado,
pensando en la mejor forma de construir la frase. Un normalien no tiene
dificultades con la gramática. Finalmente, dijo:
—Tengo toda la comprensión del mundo para sus
deseos, mademosielle (fuese quien fuese con quien estuviese casada, él no iba a
darlo por sentado).
—Fantástico, en tal caso, no puedo aceptar el lazo
—dijo ella para sorpresa del profesor—. Guárdelo usted, y así, siempre que meta
la llave en su cerradura, podrá encontrar el tesoro cuantas veces quiera.
Confío en su larga mano, me va la vida en ello.
Gipini estaba exultante, lo que pasa es que, esa
sensación agradable, se mezcló con otra indefinida, inquietante. Se trataba de
algo que había dejado pasar en su momento, pero que ahora adquiría una
relevancia enigmática. Rebuscó en su cerebro, pero no conseguía dar con ello.
Ojos de miel... mmm... el árbol de la mirra (¡la cerradura!)... no, por ahí no.
“¡Ya caigo! Preguntaré a la modista, ella tiene la solución”.
—Madame Reichard, me permite una pregunta
indiscreta.
—A mis años considero un regalo que un caballero me
pierda el respeto.
—¿Quién le encargo los adornos del lazo?
—¿A qué se refiere, profesor?
—A los jeroglíficos que están bordados ¿Quién le
hizo el dibujo? ¿Tal vez se trata de una originalidad de su invención?
Madame Reichard hizo una reverencia en dirección a
Ochimiele que Gipini entendió. Cierta idea que había dejado pasar en su momento
adquirió toda su consistencia intrigante. ¿Cómo era posible que Ochimiele
hubiera encargado el jeroglífico de la taza con el mismo error que Latour, es
decir con dos asas? ¿Acaso no era tan excelsa lingüista como se decía?
—Tengo una prisa tremenda, una expedición de
turistas argentinas —se escaqueó madame Reichard—. Llevan aquí un mes y no sé
qué más enseñarles. Pásese a tomar el té en mi taller cuando quiera, está
frente a la Puerta de Hierro. Le aseguro que despejaré sus perplejidades si por
boca de otra no se han difuminado ya.
No bien sonó el golpe de la puerta, Ochimiele se
extrajo un carrete del guante (no más grande que su grácil meñique) y se lo
pasó. Ese gesto, al percatarse de lo que podía significar, provocó en Gipini un
ramalazo de oscura e inmerecida felicidad. “Y ahora le ruego que se vaya, es la
hora de la cena del Director”. Gentilmente, Gastón se puso al acecho, como si
fuera a echar mano a su revólver para defenderla del viejo Mamur. Mientras se
alejaba por el jardín zoológico, sintió que alguien le agarraba por detrás de
la americana. ¿Era otro mono? ¿Sinsinge-II? No, era la Reichard que le había
aguardado.
—Entonces ¿usted no tiene ni idea? ¿Se puede ser
tan… tan… pedazo de simple? Alma cándida, júreme que no está de broma. Oh,
cierre esa boca de pasmarote, me basta para comprobar lo sincero de su
estulticia. Le voy a decir la verdad. Debe ser el único por aquí que no está
enterado —su voz metálica adquirió un tinte misterioso—: Todo El Cairo sabe que
es la esposa. ¿Entiende? ¡¡¡La esposa!!!
—¡Déjeme en paz! ¡Lo sé perfectamente! —Gipini se
zafó de un estirón. ¿Y qué si está casada con algún natural del país? Sugerir
que le vaya a tener menos respeto es el típico pensamiento que solo se le puede
ocurrir a una mademoiselle solterona de los tiempos del miriñaque. Vamos a ver,
hay cosas que están fuera de cuestión. Por supuesto, a nadie se le ocurre
hacerle un análisis antropológico a lady Duftering o a madame Reichard, primero
porque te arriesgas a perder su carrera, pero el motivo principal es que la
raza inglesa y la raza francesa están ya sólidamente analizadas. Pero no tiene
mucho sentido que esta cacatúa me saque el asunto.
—Salga del cercado por la puerta lateral, alma de cántaro. Que conste que he intentado explicárselo, pero veo que está usted poseído. ¡Declino toda responsabilidad!